28
Encontré a Raúl en su laboratorio, con la vista fija en una pantalla de ordenador en la que aparecían varias filas de polinomios sobre un gráfico compuesto por columnas de diversos colores. Murmuró algo en español, examinó una hoja impresa y entonces se volvió hacia el teclado y marcó en él un nuevo grupo de números. Con la adición de nuevos datos cambió la altura de las columnas del gráfico. La habitación estaba sin ventilar y llena de humos acres. En el fondo de la misma chasqueaban y zumbaban toda clase de chismes de alta tecnología.
Acerqué un taburete a donde él se hallaba, me senté y lo saludé.
Raúl me respondió retorciendo hacia abajo una de las guías de su bigote y continuó trabajando en el ordenador. Los cardenales de su rostro se habían convertido en manchas de un morado verdoso.
—Lo sabes —afirmó.
—Sí. Me lo dijo ella.
Tecleó con fuerza y el gráfico se convulsionó.
—Mi ética no es mejor que la de Valcroix. Entró aquí contoneándose y lo demostró.
Yo había ido al laboratorio con intención de confortarlo. Había cosas que podía decirle; que Nona había sido convertida en un arma, un instrumento de venganza, violentada y doblegada hasta que el sexo y el resentimiento quedaron inexorablemente entrelazados, y lanzada entonces y dirigida hacia un mundo de hombres débiles como una especie de proyectil dotado de radar térmico; que él había cometido un error de juicio, pero que eso no empañaba todo lo bueno que había hecho; que había más trabajo abnegado que hacer; que el tiempo todo lo cura.
Pero mis palabras habrían caído en saco roto. Era un hombre orgulloso a quien yo había visto humillado, maltrecho y medio enloquecido en una celda maloliente, obsesivamente empeñado en dar con su paciente. La frenética búsqueda que había iniciado era producto del sentimiento de culpabilidad de la creencia equivocada de que su pecado —diez minutos de cegadora sensualidad con Nona arrodillada frente a él, voraz— había sido la causa de la desaparición del niño.
Venir a verlo había sido un desacierto. De la amistad que había habido entre nosotros, cualquiera que fuese su índole, ya no quedaba nada, y con ella había desaparecido el poder de infundirle confianza que yo pudiera haber tenido.
Si había salvación para él, tendría que encontrarla por sí mismo.
Le puse una mano en el hombro y le expresé mis buenos deseos. Se alzó de hombros y siguió contemplando la pantalla.
Lo dejé enterrado en un montón de datos, profiriendo toda clase de juramentos contra cierta misteriosa discrepancia numérica.
Circulaba lentamente hacia el este por Sunset y pensaba en las familias. Milo me había dicho en cierta ocasión que las llamadas que recibían a causa de disputas familiares eran las que más temían, porque eran las situaciones en que con mayor probabilidad se producían repentinos brotes de sanguinaria e intensísima violencia. Yo había pasado buena parte de mi vida intentando aislar las causas de las situaciones de incomunicación, de las hostilidades y de la paralización del afecto que caracterizaban a las familias turbulentas.
Era fácil creer que nada iba bien, que los lazos de sangre estrangulaban el alma.
Pero yo sabía que el policía vivía una realidad falseada por la lucha cotidiana contra el mal, mientras que la del psicoterapeuta quedaba distorsionada por los excesivos enfrentamientos de este con la locura.
Había familias felices. Y lugares en el corazón donde el alma podía encontrar refugio.
Pronto una hermosa mujer y yo nos encontraríamos en una isla tropical. Habría que hablar de ello.