17

Cuando salí, había un grupo de miembros de la comunidad sentados sobre la hierba en la posición del loto; tenían los ojos cerrados y las palmas unidas frente al torso, y sus rostros resplandecían a la luz del sol. Houten estaba apoyado en la fuente, fumando, y miraba en la dirección de ellos, pero sin prestar excesiva atención. Me vio llegar, dejó caer la colilla, la pisó y la arrojó a una tinaja.

—¿Alguna novedad?

Negué con la cabeza.

—Como ya le dije —señaló a los militantes con un ademán—, extraño, pero inofensivo.

Me detuve a contemplarlos. A pesar de sus peculiares atavíos, de las sandalias y de las barbas sin recortar, parecían participantes en un seminario organizado por una empresa, una de esas reuniones de fin de semana, aderezadas con retazos de psicología barata e instauradas por la dirección para aumentar la productividad. Aquellos rostros levantados hacía el cielo eran de mediana edad y estaban bien alimentados; dominaba en ellos un aire que revelaba un pasado vivido en la comodidad y en el ejercicio de la autoridad que el cargo ocupado confería a sus propietarios.

Norman Matthews me había sido descrito como un hombre agresivo y ambicioso. Un buscavidas. Convertido en Matías, quería convencer al mundo de que él era un santo, pero en mí había cinismo suficiente como para preguntarme si no habría hecho más que orientar sus actividades hacia otros campos.

La Caricia era una mina de oro: ofrézcase una próspera vida de sencillez en un entorno exuberante, elimínese la carga de la responsabilidad personal, equipárese la salud y la vitalidad a la rectitud y pásese la bandeja. ¿Cómo podía fallar?

Pero no por ser un timo tenía que incluir forzosamente el rapto y el asesinato. Como Seth había señalado, lo último que Matías deseaba, ya fuera profeta o estafador, era perder la intimidad.

—Vamos a echar un vistazo y acabemos de una vez —dijo Houten.

Se me permitió recorrer libremente el recinto y abrir cualquier puerta. El templo, con su cúpula, sus ventanales en el triforio y los murales que adornaban el techo con escenas bíblicas, era realmente majestuoso. Los bancos habían sido retirados y el suelo estaba cubierto de colchonetas, y poco más había aparte de la tosca mesa de pino que ocupaba el centro de la nave. Una mujer vestida de blanco que quitaba el polvo y barría sólo interrumpió su labor para sonreímos con aire maternal.

Los dormitorios eran, efectivamente, celdas —no mayores que aquella en la que Raúl se hallaba confinado—, de techo bajo, paredes gruesas y con un único ventanuco cruzado por dos estacas sujetas en forma de cruz. El ambiente era fresco en su interior y en cada una de ellas había un catre y una cómoda. La de Matías difería tan sólo en que disponía de una pequeña librería. Era hombre de gustos literarios eclécticos: la Biblia, el Korán, Perls, Jung, la Anatomía de una enfermedad de Cousin, La conmoción futura de Toffler, el Bhagavad-Gita y varios textos de jardinería orgánica y ecología.

Di una vuelta por la cocina, donde varias ollas de caldo hervían a fuego lento, mientras el pan se hacía en unos hornos de ladrillo. Había una biblioteca, cuyo fondo estaba constituido principalmente por libros de salud y de agricultura, y una sala de conferencias de rugosas paredes recubiertas de adobe. Y por todas partes, gente afable de ojos brillantes, sonriendo, trabajando.

Houten y yo recorrimos los campos, observando a los miembros de la Caricia cuidar las vides. Un gigante de negra barba dejó por un momento las tijeras de podar y nos ofreció un racimo recién cogido. La fruta era húmeda al tacto y me produjo una quemazón eléctrica en la lengua. Felicité a aquel hombre por el sabor de las uvas y él me respondió con un asentimiento y siguió trabajando.

La tarde estaba ya avanzada, pero el sol continuaba abrasando. Yo llevaba la cabeza sin proteger y comenzaba a dolerme, y tras inspeccionar someramente el corral de las ovejas y los huertos, le dije a Houten que me parecía suficiente. Me pregunté de qué había servido todo aquello, porque la búsqueda había sido meramente simbólica, en el mejor de los casos. No había ninguna razón para creer que los hijos de los Swope pudieran encontrarse allí. Y si así era, no había forma de hallarlos. El Retiro estaba rodeado por una gran extensión de terreno, boscoso en su mayor parte, que sin una jauría de sabuesos era imposible de batir. Además, los monasterios son lugares secretos, construidos para refugio de sus moradores, y aquel recinto podía muy bien albergar un laberinto de pasadizos subterráneos y cámaras secretas en el que sólo un arqueólogo lograría orientarse.

Un día infructuoso, pensé, pero valdría la pena si con ello conseguíamos que Raúl hiciera frente a la realidad. Entonces caí en la cuenta de lo que la realidad implicaba y ansié poder acogerme al bálsamo de la negación.

Houten hizo que Bragdon reuniera los efectos personales de Raúl en un voluminoso sobre de papel de cáñamo. Al final se había avenido a aceptar el cheque de seiscientos ochenta dólares con que el oncólogo iba a pagar las multas y mientras hacía constar por triplicado el pago de aquella cantidad, yo me dediqué a recorrer inquieto la habitación, deseoso de iniciar el regreso.

En esto, el mapa de la zona atrajo mi atención. Localicé La Vista y reparé en una carretera situada hacia el este, que sorteaba el pueblo y permitía la entrada a la región desde los bosques colindantes sin tener que pasar por el núcleo urbano de la misma. En caso necesario, evitar la vigilancia de Houten era más fácil de lo que él afirmaba.

Tras unos instantes de vacilación, lo interrogué al respecto. Se entretuvo más de lo necesario con una hoja de papel carbón y continuó escribiendo.

—Una empresa petrolera compró esos terrenos e hizo que las autoridades cerraran la carretera. Se hablaba de que había grandes yacimientos y todo el mundo comentaba que la prosperidad estaba a la vuelta de la esquina.

—¿Y resultó?

—Que va. Todo más seco que un desierto.

Apareció el agente acompañado de Raúl. Yo informé a este de mi visita al Retiro y de la inutilidad de la misma. Él, cabizbajo y derrotado, lo aceptó sin protestar.

El sheriff, complacido con la pasividad de su hasta entonces indómito detenido, lo trató con exquisita cortesía cuando tuvo que pedirle que firmara. Le preguntó a Raúl cuáles eran sus intenciones con respecto al Volvo y el oncólogo respondió alzándose de hombros que lo dejaría allí para que se lo arreglasen.

Yo lo tomé del brazo, lo conduje fuera de la habitación y juntos nos dirigimos hacia la salida.

Permaneció en silencio durante todo el trayecto de vuelta y ni siquiera perdió el dominio de sí mismo cuando una mofletuda agente de la Patrulla Fronteriza nos hizo parar en el arcén para pedirle que se identificara. Él consintió la indignidad con tal resignación que llegó a darme lástima. Tan sólo dos horas antes era un hombre agresivo y batallador. Me pregunté si sería la tensión acumulada lo que le había vencido o si los cambios cíclicos de humor constituían una parte de su manera de ser que me había pasado inadvertida.

Yo estaba muerto de hambre, pero él llevaba el traje hecho un pingo, con lo que decidí comprar un par de hamburguesas y dos Coca-Colas en Santa Ana y me detuve junto a un pequeño parque municipal para que diéramos cuenta de ellas. Entregué a Raúl su bocadillo y me comí el mío mientras observaba a un grupo de adolescentes que jugaban al béisbol, dándose prisa unos a otros para poder acabar antes de que la noche se les echara encima. Cuando me volví hacia él, estaba dormido y la comida permanecía intacta en su regazo. Tomé el envoltorio, lo arrojé a una papelera y puse el Seville en marcha. Él se agitó un poco, pero siguió durmiendo y cuando volví a entrar en la autopista, roncaba plácidamente.

Llegamos a Los Ángeles a las siete, justo cuando el tráfico en el desvío hacia el centro de la ciudad comenzaba a recobrar fluidez. Al tomar la salida de Los Feliz, Raúl abrió los ojos.

—¿Cuál es tu dirección?

—No, llévame al hospital.

—No estás en condiciones de ir allí.

—Tengo que hacerlo. Helen debe de estar esperándome.

—Con este aspecto sólo conseguirás asustarla. Por lo menos, ve a casa y refréscate un poco.

—Tengo ropa en el despacho. Por favor, Alex.

Alcé ambas manos y me dirigí hacia el Pediátrico del Oeste. Tras haber estacionado en el espacio reservado a los médicos, lo acompañé hasta la puerta de Prinzley.

—Gracias —me dijo con la vista baja.

—Cuídate.

Cuando volvía al coche me encontré con Beverly Lucas, que salía del pabellón. Se la veía tan cansada que hasta parecía inclinarse bajo el peso del enorme bolso que llevaba.

—Alex, suerte que te encuentro.

—¿Qué ocurre?

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírla.

—Se trata de Augie. Me ha estado amargando la vida, acusándome de traidora y mala amiga, desde que tu amigo lo interrogó. Incluso se metió conmigo durante la visita, pero el médico que la pasaba le hizo callar.

—Es un cerdo.

—Pero lo malo es que yo entiendo sus razones. Antes estábamos unidos. Lo que él hiciera en la cama no era asunto de nadie —dijo, negando con la cabeza.

La tomé por los hombros.

—Hiciste lo que había que hacer. Si pudieras pensar en ello con la frialdad suficiente, lo verías claro. No te dejes enredar.

El tono áspero que yo había utilizado la hizo titubear unos segundos.

—Sé muy bien que, desde un punto de vista racional, tienes razón. Pero él se está desmoronando y a mí me duele. No puedo evitar sentir lo que siento.

Y se echó a llorar. Tres enfermeras pasaron junto a nosotros. Yo la tomé del brazo y la conduje hasta la entrada de médicos.

—¿Qué quieres decir con eso de que se está desmoronando?

—Que está muy raro. Se droga y bebe más que nunca. Seguro que acaban cogiéndolo. Esta mañana me sacó del pabellón y me llevó a una de las salas de conferencias, cerró la puerta y se me echó encima.

La turbación le hizo bajar la vista.

—Me dijo que no había conocido a nadie como yo y comenzó a besarme y a intentar hacer el amor. Cuando le dije que me soltara se quedó muy abatido. Entonces empezó a despotricar contra Melendez-Lynch diciendo que siempre le echaba la culpa de todo y que iba a utilizar el caso Swope para intentar que a él le retiraran la beca. Pero luego se echó a reír con una risa horrible, llena de rabia, y añadió que guardaba un as en la manga y que Melendez-Lynch nunca podría librarse de él.

—¿Dijo de qué se trataba?

—Se lo pregunté, pero él soltó otra carcajada y salió. Alex, estoy preocupada. Ahora mismo iba hacia la residencia para ver cómo estaba.

Intenté disuadirla de ello, pero estaba resuelta a hacerlo. Tenía una capacidad infinita para sentirse culpable. Algún día aparecería alguien dispuesto a aprovecharla.

Estaba claro que quería que la acompañara y aunque casi no me tenía en pie, accedí por si las cosas se complicaban. Y para no descartar la remota posibilidad de que Valcroix enseñara ese as que pretendía tener.

La residencia del hospital, situada al otro lado del bulevar, era un edificio funcional: tres pisos de cemento visto construidos sobre un estacionamiento subterráneo. Los tiestos de plantas y flores que descansaban en los antepechos o colgaban de maceteros de macramé ponían una nota de color en algunas de las ventanas, pero eso no impedía que el edificio siguiera pareciendo lo que era: una vivienda barata.

Un guardia negro y entrado en años estaba apostado en la puerta principal. Su presencia se debía a una serie de violaciones ocurridas en el barrio a consecuencia de las cuales las esposas de los residentes e internos habían exigido mayor seguridad. Comprobó la validez de nuestros distintivos y nos dejó pasar.

El apartamento de Valcroix estaba en el primer piso.

—Es el de la puerta roja —dijo Beverly señalándola.

El pasillo y todas las demás puertas eran de color beige. La de Valcroix destacaba como una herida.

—La pintó él mismo ¿verdad? —comenté pasando la mano por la madera, rugosa y salpicada de goterones, y deteniéndome a observar un recorte de comic adherido a la misma en el que aparecían varias personas en cueros tomando píldoras y alucinando a todo color fantasías sexuales cuyos excesos eran representados con todo detalle.

—Sí.

Llamó con unos cuantos golpes. Cuando comprobó que no había respuesta, se mordió el labio.

—Quizás haya salido —insinué.

—No. Siempre se queda en casa cuando no está de guardia. Esa era una de las cosas que me molestaban de nuestra relación. No salíamos nunca.

No le recordé que lo había visto en un restaurante con Nona Swope. Sin duda se trataba de uno de esos hombres tan poco dispuestos a dar como ávido por tomar. Seguramente, hacía lo justo para lograr acceso al cuerpo de la mujer. Y Beverly, con lo poco que pedía, debió de haber sido un sueño para él. Hasta que se aburrió de ella.

—Estoy preocupada, Alex. Se que está aquí. Puede que haya sufrido una sobredosis de algo.

Nada de lo que yo decía aliviaba su ansiedad. Finalmente, bajamos y convencimos al guardia de que abriera la puerta roja con su llave maestra.

—Yo no sé nada de esto, doctor —dijo, pero abrió la puerta.

El apartamento estaba hecho una pocilga. Sobre la mugrienta alfombra aparecía un montón de ropa sucia. La cama estaba sin hacer. En la mesita de noche había un cenicero rebosante de colillas de cigarrillos de marihuana y junto a aquel se veían unas pinzas en forma de piernas de mujer, para sujetar las colillas al fumar. Un revoltijo de comics y libros de medicina cubría la mitad del suelo de la sala de estar. El fregadero era una ciénaga de la que sobresalían los cantos de unos cuantos platos sucios. Una mosca volaba en círculo sobre nuestras cabezas.

Y no había nadie.

Beverly comenzó a poner un poco de orden de forma inconsciente. El guardia la miró perplejo.

—Vámonos —dije yo con sorprendente vehemencia—. Aquí no está. Salgamos.

El guardia carraspeó.

Ella estiró un poco la cama, echó una última mirada general en torno suyo y salió.

Una vez fuera de la residencia me preguntó si debíamos llamar a la policía.

—¿Para qué? —le pregunté en tono abrupto—. ¿Para decirles que un adulto no está en su apartamento? No habría forma de que te hicieran caso. Y con razón.

Pareció ofendida y siguió en sus trece, pero yo le rogué que considerara mi estado. Estaba agotado y me dolía la cabeza y las articulaciones, me encontraba como si estuviera sucumbiendo a una enfermedad. Y, además, corría el peligro de esquilmar mi reserva de altruismo.

Cruzamos la calle en silencio y nos separamos.

Al llegar a casa me encontraba fatal —me dolía todo, tenía fiebre y cada uno de mis movimientos era un alarde de torpeza—. No todo eran desgracias, sin embargo: encontré una carta urgente de Robin en la que me confirmaba que sólo le quedaba una semana en Tokyo. Uno de los ejecutivos japoneses le había ofrecido una casa que poseía en Kauai. Robin esperaba que pudiera reunirme con ella el día que llegaba a Honolulu, para pasar juntos dos semanas de sol y diversión. Llamé a Western Union y le telegrafié un sí rotundo.

El baño caliente que tomé no hizo nada por mejorar mi condición. Ni tampoco lo consiguieron la copa que me serví ni la posterior sesión de autohipnosis. Me arrastré hasta el jardín para dar de comer a los koi, pero no me quedé a observarlos mientras comían. Volví adentro y me dejé caer en la cama con el periódico, el resto de la correspondencia y Leo Kottke en el estéreo.

Pero estaba demasiado cansado para concentrarme y me rendí al sueño sin oponer resistencia.