19

Confiar en alguien es correr el mayor de todos los riesgos. Sin confianza nunca se llega a nada. La cuestión, en esta encrucijada, no era correr o no correr ese riesgo. Era decidir en quién se podía confiar.

Estaba Del Hardy, por supuesto, pero yo no creía que él o la policía en general pudieran ser de mucha ayuda. Eran profesionales que barajaban hechos, y todo lo que yo tenía para ofrecer eran vagas conjeturas y una intuitiva aprensión. Hardy me escucharía cortésmente, me agradecería la información, me diría que no me preocupase y allí se habría acabado todo.

Las respuestas que yo necesitaba tenían que provenir de alguien próximo a los Swope; únicamente quien los hubiera conocido en vida podría arrojar luz sobre su muerte.

El sheriff Houten parecía un hombre recto. Pero, como muchos de los guardianes de rebaños pequeños, se excedía en la interpretación de sus atribuciones. Él era la ley en La Vista y el crimen constituía una afrenta personal. Recordé su airada reacción cuando insinué que Woody y Nona podían hallarse en el pueblo o sus alrededores. Esas cosas simplemente no ocurrían en su parcela.

Esta clase de paternalismo daba lugar a una actitud que rehuía el enfrentamiento, ejemplificada por la formalidad que existía en las relaciones entre la gente del pueblo y los miembros de la Caricia. Por el lado positivo, dicha actitud podía conducir a la tolerancia; por el negativo, a ver las cosas como a través de un túnel.

Yo no podía pedir ayuda a Houten. Bajo ninguna circunstancia el sheriff vería con agrado que un intruso comenzara a hacer indagaciones y en este sentido, había que dar por seguro que las disputas con Raúl habrían reforzado sus defensas. Ni tampoco podía yo pasearme candorosamente por el pueblo para entablar conversación con extraños. Por un momento La Vista se me antojó inexpugnable.

Entonces pensé en Ezra Maimon.

Aquel hombre había demostrado poseer una sencilla dignidad y una independencia de espíritu que me había impresionado. Había solucionado el embrollo en cuestión de minutos. La tarea de representar contra los del sheriff los intereses de un revoltoso venido de fuera, podía haber intimidado a un hombre menos resuelto que él. Maimon se había tomado el trabajo muy en serio y lo había hecho condenadamente bien. Tenía temple y era sagaz.

Y, tan importante como eso, era la única persona a quien yo podía recurrir.

Obtuve su número de teléfono a través del servicio de información y lo marqué.

—Compañía de Frutas y Semillas Raras, dígame —respondió con la misma voz queda que yo recordaba.

—Señor Maimon, soy Alex Delaware. Nos conocimos en la oficina del sheriff.

—Buenas tardes, doctor Delaware. ¿Cómo se encuentra el doctor Melendez-Lynch?

—No lo he visto desde entonces. Estaba bastante deprimido.

—Sí. Todo el asunto tenía un cariz bastante trágico.

—Por eso lo llamo, precisamente.

—Ah.

Le anuncié la muerte de Valcroix, le expliqué el atentado que yo había sufrido y le comuniqué mi convicción de que la situación nunca llegaría a resolverse sin ahondar en la vida de los Swope, y acabé rogándole abiertamente que me ayudara.

Hubo silencio en el otro extremo de la línea y yo supe que estaba deliberando, tal como lo había hecho cuando Houten le expuso el caso. Yo casi oía girar los engranajes de su cerebro.

—Usted tiene un interés personal en esto, ¿verdad? —dijo finalmente.

—A eso se debe buena parte de mi actitud, pero hay algo más. La enfermedad de Woody Swope es curable. No tiene sentido que muera. Si está vivo, quiero encontrarlo para que se le pueda suministrar tratamiento.

Más reflexiones silenciosas.

—No estoy seguro de saber algo que pueda servirle.

—Yo tampoco, pero vale la pena intentarlo.

—Muy bien.

Se lo agradecí efusivamente. Ambos coincidimos en que entrevistarnos en La Vista era imposible. Por el bien de los dos.

—Hay un restaurante en Oceanside llamado Anita, donde suelo ir a cenar —me dijo—. Soy vegetariano y allí bordan esa clase de cocina. ¿Podríamos encontrarnos allí esta noche a las nueve?

Eran las seis menos veinte. Si salía en aquel momento, llegaría con tiempo de sobras por más tráfico que hubiera.

—Allí estaré.

—Perfecto. Voy a explicarle cómo encontrarlo.

Tal como yo esperaba, sus instrucciones fueron claras y concisas.

Pagué dos noches más en el Bel-Air, volví a mi habitación y llamé a Mal Worthy. No estaba en su despacho, pero su secretaria se ofreció voluntariamente a proporcionarme su número particular.

Descolgó al primer timbrazo y respondió con voz fatigada.

—Alex, he estado todo el día intentando hablar contigo.

—Estoy recluido.

—¿Escondiéndote? ¿Por qué? Está muerto.

—Es muy largo de explicar. Escucha, Mal, te llamo para saber un par de cosas. En primer lugar, ¿cómo lo han tomado los hijos?

—Por eso quería hablar contigo, para pedirte consejo. Todo esto se ha convertido en un lío de mil demonios. Darlene no quería decírselo, pero yo le advertí que tenía que hacerlo. Hablé con ella después y me dijo que April había llorado mucho, le había hecho preguntas y no quería soltarse de su falda. A Ricky no logró hacerle hablar. El crío no quiso decir una sola palabra, se encerró en su habitación y no ha vuelto a salir. La madre empezó a preguntarme cómo debía actuar y yo hice lo posible por responder con sentido común, pero soy lego en esa materia. Me pregunto si son normales esas reacciones.

—La cuestión no es que sean normales o no. Esos niños han tenido que enfrentarse en poco tiempo a más situaciones traumáticas que mucha gente en toda una vida. Cuando los examiné en tu despacho, mi impresión fue de que necesitaban ayuda, y al hablar con su madre hice hincapié en ello. Ahora es absolutamente necesaria. Asegúrate de que la van a obtener. Entretanto, hay que vigilar a Ricky. Tenía una relación muy intensa con su padre. No se debe descartar la posibilidad de un suicidio imitativo e incluso de un incendio premeditado. Dile a Darlene que lo vigile de cerca, que no deje a su alcance cerillas ni cuchillos ni cuerdas ni pastillas. Por lo menos hasta que haya comenzado a seguir una terapia. En cuanto lo haya hecho, la madre tiene que seguir las instrucciones del terapeuta. Y si el chico comienza a dar rienda suelta a su rabia, ella no debe reprimirlo ni aunque llegue a extremos abusivos.

—Se lo diré. Me gustaría que los vieras cuando vuelvas a Los Ángeles.

—No puedo, Mal. Estoy demasiado cerca de la solución. —Le di los teléfonos de otros dos psicólogos.

—Conforme —dijo con cierta renuencia—. Le daré a ella estos números y me encargaré de que llame a uno de los dos. —Hizo una pausa—. Estoy mirando por la ventana. Esto parece una barbacoa. Los bomberos lo rociaron con algo que teóricamente elimina el olor, pero sigue apestando. No dejo de preguntarme si todo esto podría haber acabado de otra forma.

—No lo sé. Moody estaba programado para la violencia. Se crio entre violencia. ¿Recuerdas la historia? El propio padre tenía un carácter explosivo; murió en una disputa.

—La historia se repite.

—Ocúpate de que ese niño acuda al terapeuta y a lo mejor se consigue que no sea así.

Las paredes encaladas del Café de Anita estaban iluminadas con bombillas azules y adornadas con ladrillo visto. Las jambas y el dintel arqueado de la puerta de entrada eran de celosía y por ella trepaban las ramas de unos limoneros enanos cuyos frutos cobraban una tonalidad turquesa de resultas de la iluminación.

Por una incongruencia que era difícil de explicar, el restaurante se hallaba emplazado en una zona industrial, flanqueado en tres de sus lados por edificios de oficinas oscuros y en el cuarto por un estacionamiento. El cantar de los pájaros nocturnos se mezclaba con el distante rumor de la carretera.

En su interior, el ambiente era fresco y la iluminación, escasa. Una pieza para clavicordio de música barroca surgía a bajo volumen de los altavoces. El aire estaba saturado de aromas de hierbas y especies: comino, mejorana, azafrán, albahaca. Más de la mitad de las mesas estaban ocupadas. La mayoría de los clientes eran jóvenes cuyo aspecto denotaba actitudes vitales progresistas y dinero. Conversaban con seriedad y en tono discreto.

Una robusta mujer rubia vestida con una camisa vaquera y una falda guarnecida con bordados me condujo a la mesa de Maimon. Este se levantó en un ademán de cortesía y volvió a sentarse cuando yo lo hube hecho.

—Buenas noches, doctor. —Iba vestido como el día en que lo conocí: camisa blanca inmaculada y pantalones caqui impecablemente planchados. Las gafas se le habían deslizado por la nariz y con un dedo las devolvió a su lugar.

—Buenas noches. Le agradezco mucho que acceda a hablar conmigo.

—Expuso usted el caso con mucha elocuencia —dijo tras haber exhibido una franca sonrisa.

La camarera, una esbelta muchacha de largo cabello negro y rostro de retrato de Modigliani, se acercó a nuestra mesa.

—Hacen un excelente wellington de lentejas —me anunció Maimon.

—Eso me parece perfecto. —Yo no estaba para pensar en comida.

Él pidió la cena entera para ambos. La camarera volvió con dos copas de cristal tallado con agua, una cesta con esponjosas rebanadas de pan integral y dos bandejitas de pâté vegetal que, por alguna misteriosa razón, sabía como el verdadero. Una delgadísima rodaja de limón flotaba en cada una de las copas.

Maimon untó de pâté una rebanada, dio un mordisco y masticó el bocado con intencionada lentitud.

—¿Cómo puedo prestarle ayuda, doctor? —preguntó cuando hubo acabado.

—Estoy tratando de comprender a los Swope, de saber cómo eran antes de que Woody cayera enfermo.

—Yo no los conocía bien. Eran gente reservada.

—Todo el mundo me dice lo mismo.

—No me extraña. —Bebió un trago de agua—. Yo llegué a La Vista hace diez años. Mi mujer y yo no teníamos hijos. Cuando murió, abandoné la abogacía y monté el vivero; la horticultura ha sido siempre mi mayor afición. Una de las primeras cosas que hice tras haberme instalado fue ponerme en contacto con los demás horticultores de la zona. La mayoría de ellos me dispensaron una cálida acogida. Los que se dedican a esto son gente cordial por tradición, pues nuestro progreso, científica y económicamente, depende tanto de la cooperación que casi estamos obligados a ello. Si alguien obtiene semillas de una especie poco conocida, distribuirá algunas entre los demás porque ello va en beneficio de todos. Una fruta que nadie pruebe acabará desapareciendo, como ocurrió con las antiguas variedades de pera y manzana americanas, pero la que alcance cierto grado de circulación podrá perdurar.

»Yo esperaba que Garland Swope me recibiría amablemente porque era vecino mío. Fui un ingenuo. Me dejé caer un día por su casa y él permaneció en la puerta de su propiedad sin invitarme a entrar, tratándome de forma muy seca, casi hostil. Ni que decir tiene que su actitud me desconcertó por completo, y no sólo por su falta de afabilidad sino por el hecho de que no deseara presumir; a la mayoría de nosotros nos encanta exhibir nuestros híbridos más preciados y los especímenes raros que hayamos podido obtener.

Llegó la comida. Las lentejas, condimentadas de forma que llegó a intrigarme y envueltas en pasta de hojaldre, estaban sorprendentemente buenas. Maimon comió un poco y dejó el tenedor en el plato para proseguir su relato.

—Me marché en seguida y no volví nunca más, y eso que nuestras respectivas propiedades distan menos de un kilómetro. Había otros horticultores de la zona interesados en colaborar y no tardé en olvidarme de Swope. Al cabo de un año más o menos asistí a una convención en Florida sobre el cultivo de frutos subtropicales malayos. Allí tuve ocasión de hablar con varias personas que habían conocido a Swope y que me explicaron el porqué de su conducta.

»Al parecer en cierta época había tenido cierta importancia como horticultor, pero llevaba años sin hacer nada. Su cercado no encierra ningún vivero; sólo una casa antigua y varios acres de tierra seca y polvorienta.

—¿Y de qué vivían?

—De una herencia. El padre de Garland era senador y poseía un gran rancho y mucho terreno en la costa. Vendió parte de él al gobierno y el resto a diversas constructoras. Buena parte de esas ganancias se perdieron inmediatamente a causa de malas inversiones pero, por lo visto, quedó lo suficiente para mantener a Garland y a su familia.

Me miró con curiosidad.

—¿Le sirve de algo todo esto? —preguntó.

—No lo sé. ¿Por qué abandonó la horticultura?

—Una vez más, debido a las malas inversiones, del propio Garland en este caso. ¿Sabe lo que es una chirimoya?

—En Hollywood hay una calle que se llama así. Parece el nombre de una fruta.

Se limpió los labios con la servilleta.

—Ha acertado usted. Es una fruta. Una que Mark Twain llamó «delicia de las delicias», y los que la han probado tienden a coincidir con él. Es de naturaleza subtropical, nativa de los Andes chilenos. Tiene una cierta apariencia de alcachofa o de fresa grande y verde. La piel no es comestible. La pulpa es blanquecina y tiene una textura semejante a la de las natillas, y está salpicada de semillas grandes y duras. Algunos bromean diciendo que las semillas las pusieron los dioses para que esta fruta no se pudiera comer con prisas, cosa del todo improcedente. Se come con cucharilla. Tiene un sabor fantástico, doctor. Dulce y penetrante, con regustos perfumados de melocotón, pera, piña tropical, plátano y cítricos, cuya totalidad lo convierte en único.

»Es una fruta maravillosa y, según la gente que conocí en Florida, Garland Swope estaba obsesionado con ella. La consideraba la fruta del futuro y estaba convencido de que en cuanto el público la probara, la demanda sería instantánea. Soñaba con hacer de la chirimoya lo que Stanford Dole había hecho de la piña americana. Incluso llegó al punto de ponerle a su primer vástago, una niña, el nombre de la planta, cuyo nombre botánico es Annona cherimolia.

—¿Era un sueño realista?

—En teoría. Se trata de un árbol un tanto melindroso, que requiere un clima templado y humedad constante, pero adaptable a la franja subtropical que se extiende a lo largo de la costa de California desde la frontera mexicana hasta Ventura County. Donde se da el aguacate puede darse también la chirimoya. Pero existen complicaciones a las que luego me referiré.

»Gracias a la obtención de un crédito, compró un terreno —que, ironías de la vida, había pertenecido a su padre— y viajó a América del Sur para importar plantones con los cuales iniciar su negocio. Los árboles tardaron varios años en alcanzar el tamaño requerido para dar fruto, pero, con el tiempo, Swope llegó a poseer la plantación de chirimoyos mayor de todo el estado. Durante este período, recorrió California para cantar ante los distribuidores las alabanzas de la fruta de sus sueños, anunciándoles las maravillas que pronto florecerían en su plantación.

»Debió de ser una tarea penosa, porque el paladar del público americano es muy poco dado a las innovaciones. Como nación, no consumimos demasiada fruta. Y la que sí comemos ha tardado siglos en alcanzar su condición de tradicional. El tomate se tuvo por venenoso en cierta época, y de la berenjena se creía que producía locura. Y estos son sólo dos ejemplos. Existe, literalmente, cientos de tentadoras plantas alimenticias que medrarían en este clima y que, sin embargo, se desestiman.

»No obstante, la persistencia de Garland dio resultado y nuestro hombre recibió pedidos suficientes para vender por adelantado casi toda su cosecha. Si la chirimoya obtenía aceptación, él habría monopolizado el mercado de una auténtica exquisitez y ganado mucho dinero. Naturalmente, las cooperativas de productores habrían acabado introduciéndose y acaparándolo todo, pero eso hubiera llevado años y aún así, su experiencia le habría reportado igualmente grandes beneficios.

»Casi diez años después de que Swope hubiera concebido su estrategia, los árboles dieron fruto, lo cual ya era de por sí un logro. En su hábitat natural, el chirimoyo es polinizado por una avispa indígena. Para reproducir dicho proceso hay que polinizar a mano, una tarea muy laboriosa que requiere extraer el polen de las anteras de una flor y dejarlo caer en los pistilos de la otra. La hora del día también tiene importancia porque el chirimoyo está sujeto a ciclos de fertilidad. Garland trató a aquellos árboles con tanto mimo como si se tratara de bebés.

Maimon se quitó las gafas para limpiar los cristales. Tenía unos ojos oscuros que casi no parpadeaban.

—Dos semanas antes de iniciar la recolección, una devastadora helada producida por corrientes de aire frío ascendió desde México, donde una racha de tormentas tropicales había azotado el Caribe. La mayoría de los árboles de Swope murieron, y en los pocos que sobrevivieron la fruta se estropeó. La familia realizó un desesperado intento para salvarlos. Varias de las personas que conocí en Florida, que acudieron en ayuda de los Swope, me describieron la escena: Garland y Emma corriendo por la plantación con botes de humo y mantas, intentando arropar los árboles, calentar la tierra y hacer lo que fuera para que no murieran, y la niña observando aquel ir y venir y llorando desconsoladamente. Lucharon durante tres días, pero todo fue en vano. Garland fue el último en rendirse a la evidencia.

Agitó la cabeza con aire triste.

—En un lapso de setenta horas se perdieron años enteros de trabajo. Después de aquel desastre abandonó la horticultura y se convirtió virtualmente en un ermitaño.

La típica tragedia: los sueños de un hombre cercenados por el Destino. La agonía de la desesperación.

Comencé a vislumbrar lo que el diagnóstico de la enfermedad de Woody debía de haber supuesto para sus padres: que el cáncer haga presa en un niño es una verdadera monstruosidad y en cualquier padre produce una abrumadora sensación de impotencia. Pero en Garland y Emma Swope el trauma se agravaría, pues la incapacidad de salvar a su hijo evocaría pasados fracasos, tal vez de forma intolerable…

—¿Conoce la gente esta historia?

—Todo el que lleve un tiempo viviendo allí.

—¿Incluso Matías y los miembros de la comunidad?

—Eso no puedo decírselo. Llegaron hace pocos años. De todos modos, no es un tema que salga en las conversaciones.

Hizo a la camarera una seña acompañada de una sonrisa y pidió una infusión de hierbas. La joven volvió con la tetera y llenó las dos tazas que había traído consigo.

Maimon bebió un sorbo, depositó la taza en el platillo y me miró a través del humo.

—Sigue usted albergando sospechas con respecto a la Caricia —observó.

—No estoy seguro —admití—. No tengo ninguna razón concreta para hacerlo, pero hay en ese asunto algo que me inquieta.

—¿Lo que pueda tener de artificio?

—Exacto. Todo parece excesivamente programado. Parece la versión cinematográfica de lo que es una secta.

—Estoy de acuerdo con usted, doctor. Me hizo bastante gracia saber que Norman Matthews se había convertido en líder espiritual.

—¿Lo conocía?

—Sólo por la reputación que tenía. Cualquiera que ejerciera la abogacía había oído hablar de él. Era la quintaesencia del abogado de Beverly Hills: brillante, ostentoso, agresivo, despiadado; lo cual no concuerda con lo que afirma ser actualmente. De todos modos, supongo que transformaciones más sorprendentes se han visto.

—Ayer por la noche alguien me quiso agujerear la piel. ¿Les cree capaces de algo así?

Meditó sobre ello.

—Aparentemente, son cualquier cosa menos violentos. Si usted me dijera que Matthews es un estafador, lo creería. Pero asesino… —Me miró con expresión dubitativa.

Adopté una táctica distinta.

—¿Qué clase de relación había entre los miembros de la Caricia y los Swope?

—Ninguna, supongo. Garland vivía recluido. Nunca iba al pueblo. A Emma o a la hija las veía de vez en cuando, haciendo la compra.

—Matías me dijo que Nona trabajó para la Caricia un verano.

—Es cierto. Lo había olvidado. —Desvió la mirada y se puso a juguetear con un tarro de miel.

—Señor Maimon, disculpe si esto le parece ofensivo, pero no me parece persona que olvide cosas. Cuando Matías habló de Nona, el sheriff parecía incómodo, como usted ahora, y saltó con un comentario acerca de lo alocada que era, como para poner punto y final a la conversación. Usted me ha sido de gran ayuda hasta ahora. Por favor, no se eche atrás.

Volvió a ponerse las gafas, se frotó la barbilla, comenzó a alzar la taza, pero se lo pensó mejor.

—Doctor —dijo con suavidad—, es usted un hombre sincero y deseo ayudarle, pero deje que le explique en qué posición me encuentro. Llevo diez años viviendo aquí y sigo considerándome un intruso. Soy judío sefardita, descendiente del gran erudito Maimónides. Mis antepasados fueron expulsados de España en 1492, junto con todos los judíos. Se establecieron en Holanda, fueron expulsados de allí y emigraron a Inglaterra, Palestina, Australia y América. Quinientos años de vida errante dejan huella en la sangre y le hacen a uno reacio a pensar en términos de permanencia.

»Hace dos años, un miembro del Ku Klux Klan fue nominado como candidato para la asamblea de este distrito. Utilizó el subterfugio de ocultar su pertenencia al Klan, pero había demasiada gente que sabía quién era como para que su nominación pueda considerarse accidental. Perdió las elecciones, pero poco después comenzaron a arder cruces, a circular panfletos antisemitas, a aparecer en los edificios escritos racistas y a sufrir vejaciones los chicanos de las poblaciones fronterizas.

»No le explico todo esto porque crea que La Vista pueda ser un foco de racismo. Al contrario; encuentro que es un lugar extremadamente tolerante, como lo demuestra la cómoda integración de la comunidad de la Caricia. Pero las actitudes pueden cambiar con bastante rapidez; mis antecesores eran una semana médicos de la familia real española y refugiados la siguiente. —Con las palmas de las manos buscó el calor de la taza—. Saberse intruso implica ejercer la discreción.

—Sé mantener un secreto —dije—. Cualquier cosa que me cuente seguirá siendo confidencial, siempre que no haya vidas que dependan de ello.

Se sumió en otro lapso de muda contemplación. Sus solemnes rasgos permanecían inmóviles; nos miramos a los ojos durante unos instantes.

—Hubo cierto problema —dijo—, pero nunca se difundió de qué índole. Conociendo a esa muchacha, tenía que ser de naturaleza sexual.

—¿Por qué?

—Porque tenía reputación de promiscua. No pretendo enterarme de los cotilleos que corren, pero en un pueblo pequeño uno oye más cosas de las que desearía. Esa chica siempre ha tenido un aire libidinoso. Ya cuando a los doce o trece años cruzaba el pueblo todos los hombres volvían la cabeza. Exudaba… carnalidad. Siempre me pareció extraño que proviniera de una familia tan retraída y aislada, como si hubiera succionado de otros el impulso sexual y hubiera acabado con más del que era capaz de dominar.

—¿Tiene idea de qué fue lo que ocurrió en el Retiro? —le pregunté, aun cuando la historia que nos había contado Doug Carmichael me permitía establecer una sólida hipótesis al respecto.

—Sólo que perdió su empleo de la noche a la mañana y que durante los días siguientes hubo visitas y cuchicheos por todo el pueblo.

—Y la comunidad de la Caricia no volvió a contratar a jóvenes del pueblo.

—Así es.

La camarera trajo la cuenta. Yo dejé en el platillo mi tarjeta de crédito. Maimon me dio las gracias y pidió otra infusión.

—¿Cómo era de niña?

—Sólo tengo vagos recuerdos; era una preciosidad, pelirroja y con el pelo siempre de punta. Cuando pasaba por mi casa me saludaba siempre y de forma muy amigable. No creo que empezara a tener problemas hasta los doce o trece años.

—¿Qué clase de problemas?

—Los que ya le he dicho; promiscuidad, conducta desenfrenada. Empezó a ir con una pandilla de chicos más mayores que ella, de esos que ya conducen coches y motos. Supongo que a sus padres se les desmandó, porque la enviaron a un internado. Eso lo recuerdo bien porque la mañana en que se iba, el coche de Garland se estropeó de camino a la estación. Se quedó en medio de la carretera a pocos metros de mi vivero. Me ofrecí para llevarlos, pero, naturalmente, él rehusó. La dejó allí sentada con su maleta hasta que él volvió con un camión. Parecía una niñita entristecida, aunque supongo que debía tener por lo menos catorce años. Era como si le hubieran quitado de golpe toda su malicia.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

—Un año. Era diferente cuando volvió, más callada, más sumisa. Pero sexualmente seguía siendo precoz, de una forma como airada.

—¿Airada?

Se sonrojó y bebió algo de té tibio.

—Depredadora. Un día vino al vivero, vestida con unos pantalones cortos y una blusa sin mangas ni espalda. Apareció como por arte de magia. Dijo haber oído que yo tenía una nueva variedad de plátano y que quería verlos. Era cierto; yo me había traído de Florida varias plantas de la variedad Cavendish enana y había llevado un precioso cesto de plátanos para exhibirlo en el mercado. No veía por qué ella iba a interesarse en algo así, pero le mostré las plantas de todos modos. Les dirigió una mirada superficial y sonrió… con lascivia. Entonces se inclinó sobre la planta, enseñándome abiertamente el pecho, cogió un plátano y empezó a comerlo de manera bastante procaz… —Vaciló unos instantes—. Tendrá que perdonarme, doctor, pero tengo sesenta y tres años y a los de nuestra generación nos cuesta ser tan desinhibidos con estas cosas como la moda proclama.

Asentí, tratando de darle a entender que me hacía cargo.

—Parece usted mucho más joven.

—Tengo buenos genes —repuso con una sonrisa—. Bueno, pues esta es la historia. Hizo todo un espectáculo del hecho de comerse un plátano, volvió a sonreírme y me dijo que estaba delicioso. Se relamió los dedos y volvió a salir a la carretera. Aquel encuentro me desconcertó, porque, aun cuando se insinuaba, había odio en su mirada, una extraña mezcla de sexo y hostilidad. Es difícil de explicar.

Dio otro sorbo a la infusión y preguntó:

—¿Hay algo de todo esto que le parezca importante?

Antes de que pudiera responder, la camarera volvió con el recibo. Maimon insistió en dejar la propina. Era bastante generosa.

Salimos al estacionamiento. La noche era fresca y fragante. Maimon poseía el andar elástico de un hombre cuarenta años más joven.

Su automóvil era una furgoneta Chevrolet de caja larga. Neumáticos convencionales. Sacó las llaves y me preguntó:

—¿Le gustaría venir a mi casa un rato y ver mi vivero? Quisiera enseñarle algunos de mis especímenes más notables.

Parecía deseoso de compañía. Se había descargado de muchas de las interioridades producto de su enajenación de los demás, probablemente por primera vez. La manifestación de la propia personalidad puede llegar a crear hábito.

—Sería un placer. ¿No puede crearle problemas que le vean conmigo?

Sonrió y negó con la cabeza.

—Según he oído últimamente, doctor, este es un país libre. Mi casa se halla a varias millas al sureste del pueblo, en las estribaciones, donde se encuentran casi todas las grandes plantaciones de frutales. Lo mejor será que me siga, pero, por si me pierde de vista, le explicaré cómo llegar. Cruzaremos la autopista por debajo, seguiremos paralelamente a ella y tomaremos una carretera sin señalizar que queda a la derecha; iré despacio para que no pase de largo. Al pie de las montañas nos desviaremos a la izquierda por una antigua carretera vecinal. Es demasiado estrecha para que por ella circulen vehículos comerciales y cuando llueve se inunda, pero en esta época del año resulta muy útil como atajo.

Mientras él seguía con sus instrucciones caí en la cuenta de que me estaba dirigiendo hacia aquella apartada carretera que yo había visto en el mapa de la oficina del sheriff, la que eludía el pueblo. Cuando le había preguntado a Houten al respecto, este me había respondido que la compañía petrolera la había cerrado. Tal vez le parecía demasiado insignificante como para ser considerada una vía de uso público. O quizás había mentido.

Seguí dándole vueltas mientras me introducía en el Seville.