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A pesar de contar con numerosas impresiones sobre los Swope, procedentes de personas diversas, todavía tenía que formarme una idea precisa y coherente de lo que había sido aquella familia.

De Garland, hombre de reacciones incongruentes, callado y hostil con los forasteros, todo el mundo pensaba que era una persona extraña. Pero, para tratarse de un misántropo, se había mostrado también sorprendentemente comunicativo, pues, según Beverly y Raúl, era de una locuacidad y de un dogmatismo que rayaba en la descortesía; todo menos reservado.

Emma aparecía como una servil subordinada de su marido, casi una nulidad como persona, salvo en opinión de Augie Valcroix. El médico canadiense la había descrito como una mujer fuerte y no había descartado la posibilidad de que hubiera sido ella la instigadora de la desaparición de todos ellos.

Con respecto a Nona todo el mundo parecía estar de acuerdo: era indómita, de un erotismo desmedido y llena de resentimiento y animadversión. Y había sido así durante mucho tiempo.

Y, por último, estaba Woody, una dulzura de crío, víctima inocente desde cualquier punto de vista. ¿Me estaba engañando a mí mismo al creer que aún podía estar vivo? ¿Acaso estaba cayendo en la misma ceguera que había convertido a un médico eminente en un alborotador?

Matías y la comunidad de la Caricia me infundían una especie de intuitivo recelo, pero carecía de pruebas que me permitieran confirmarlo. Valcroix los había visitado y yo me preguntaba al respecto si, tal como él afirmaba, lo había hecho solamente una vez. En varias ocasiones yo había observado en él una expresión ausente que recordaba la de los miembros de la secta al meditar. Ahora estaba muerto. ¿Cuál era la conexión, si es que existía, entre esto y su relación con ellos?

Había otra cosa que yo no dejaba de tener en cuenta. Matías había dicho que la secta había comprado semillas una o dos veces a Garland Swope. Pero Ezra Maimon afirmaba que Garland no tenía nada que vender. Todo lo que había tras el cercado era una casa antigua y terreno polvoriento. ¿Un detalle sin importancia? Tal vez. Pero ¿qué necesidad había de inventarlo?

Muchas preguntas y ninguna llevaba a nada.

Era como un rompecabezas cuyas piezas hubieran sido mal cortadas. Ya podía esforzarme en solucionarlo que el resultado final era siempre un galimatías enloquecedor.

Atravesé el puente cubierto y aminoré la velocidad. La entrada a la propiedad de Swope estaba precedida por un hundido camino de tierra que llevaba a una portalada de hierro oxidado. La altura de la misma no era excesiva, pero el alambre de espino que la remataba la hacía crecer considerablemente; tal como Maimon había asegurado, estaba cerrada por un candado y una cadena.

Seguí adelante hasta encontrar un sitio donde arrimar el coche. Treinta metros más allá lo acerqué tanto como pude a un grupo de eucaliptos, cogí las herramientas y la linterna y volví atrás a pie.

El candado era nuevo. Probablemente, colocado por Houten. La cadena era de acero y estaba recubierta de plástico. Se resistió unos instantes a las cizallas y, finalmente, se partió en dos. Abrí la portalada, la crucé, la cerré de nuevo y dispuse la cadena de forma que los eslabones cortados quedaran ocultos.

El camino de entrada era de gravilla y respondió con sendos crujidos a mis pisadas. La linterna me permitió distinguir una casa de dos pisos construida en madera, a primera vista no distinta a la de Maimon. Pero sus paredes, astillados sus tablones y desconchada la pintura, parecían combarse sobre los cimientos. El cartón alquitranado que cubría el tejado faltaba en varios puntos y los marcos de las ventanas estaban pandeados. Apoyé el pie en el primer escalón del porche y noté que la madera cedía bajo mi peso. Podrida.

Un búho ululó a poca distancia. Percibí su aleteo y alcé el haz luminoso para sorprenderlo en pleno vuelo. Entonces, un descenso en picado, la corta y frenética carrera de la aterrorizada presa, un chillido agudo y de nuevo silencio.

La puerta principal estaba cerrada. Consideré varias formas de forzar la cerradura pero desistí en seguida, sintiéndome furtivo y vagamente criminal. Levantando la vista para contemplar la masa maltrecha de aquella vetusta casa, recordé la suerte de sus moradores. Infligir más daño aún parecía un despiadado acto de vandalismo. Decidí probar por la puerta trasera.

Tropecé con un tablón suelto, recobré el equilibrio y rodeé la vivienda por un lado. No había dado una docena de pasos cuando lo oí: un goteo incesante, rítmico y extrañamente melódico.

En el mismo lugar que en la casa de Maimon había una caja de empalmes. Estaba oxidada por completo y tuve que emplear la palanca para abrirla. Accioné varios interruptores y no obtuve respuesta. El cuarto encendió las luces.

Había un único invernadero. Entré.

Unas largas y sólidas mesas de madera ocupaban toda la longitud de la construcción. Las bombillas que yo había encendido emitían una luz azulada y mortecina que daba una consistencia lechosa a las creaciones que descansaban en las gruesas planchas. En la viga más alta del techo había manivelas y poleas para abrir el tejado.

El origen del goteo se hizo evidente: un serpenteante sistema de irrigación regulado por anticuados cronómetros y suspendido de las vigas transversales.

Maimon se equivocaba al creer que no había más que polvo tras la portalada de los Swope. El invernadero contenía abundantes cultivos. Pero lo que allí crecía no eran flores ni tampoco árboles. Eran engendros.

El vivero del sefardí me había parecido un edén. Lo que ahora tenía ante mí era una visión del infierno.

Con exquisito cuidado y dedicación habían creado allí una jungla de monstruosidades botánicas.

Había cientos de rosas que nunca formarían parte de un ramo. Estaban marchitas, atrofiadas y eran de un gris malsano. Sus pétalos parecían harapos y estaban cubiertos por algo semejante a un vello húmedo. Algunas ostentaban enormes espinas que convertían el tallo en un arma mortífera. No tuve que inclinarme a oler las flores para percibir su hedor, sofocantemente acre, agresivamente rancio.

A continuación de las rosas venían las plantas carnívoras. Atrapamoscas, nepentes y otras que no pude identificar. Todas eran mayores y más robustas que las que yo había visto anteriormente. Verdes fauces pendían abiertas por doquier. De los zarcillos rezumaba un viscoso fluido. En la mesa había un cuchillo de cocina oxidado y un filete de carne cortado a trozos. Cada uno de los pedazos rebosaba de gusanos, muchos de ellos muertos. Ansiosa de carne, una de las plantas había conseguido hacer descender su boca hasta el nivel de la mesa y logrado que varios de aquellos gusanos blancos cayeran en la dulzona trampa de su letal exudación. Cerca había más golosinas para las carnívoras: un bote de café lleno hasta el borde de moscas y escarabajos muertos. Pero en aquel momento, la masa de pequeños cuerpos se estremeció y de ella surgió un bicho parecido a una avispa, con una boca provista de pinzas y el abdomen grande e hinchado. El insecto me miró un instante y emprendió el vuelo. Yo seguí su trayectoria. Cuando hubo cruzado la puerta, corrí hacia ella y la cerré de golpe. Todos los cristales del invernadero vibraron.

Y mientras tanto, aquel goteo constante y regular manando de los tubos suspendidos para que todo aquello siguiera viviendo sano y fuerte.

Con las piernas debilitadas por la repugnancia, seguí adelante. Había un conjunto de adelfas bonsai cuyas hojas habían sido molidas; el polvillo resultante había sido guardado en pequeñas latas y su contenido de veneno probado con ratones de campo. Todo lo que quedaba de los roedores eran dientes y huesos cubiertos por una mortaja de carne oscurecida por el rigor mortis. Se los había abandonado a la agonía; tenían las patas delanteras inmovilizadas en un ademán de súplica. Sus excrementos se habían utilizado para fertilizar unas bandejas de hongos venenosos, en las que figuraban los siguientes rótulos: Amanita Muscaria, Boletus miniato-olivaceus, Helvella esculante.

Las plantas de la siguiente sección eran verdes y hermosas, pero igualmente mortíferas: cicuta, dedalera, beleño negro, belladona.

También había frutales. Naranjos y limoneros de olor desagradable, podados y retorcidos hasta alcanzar formas imposibles. Un manzano cargado de tumores de una deformidad grotesca, que pretendían pasar por fruta. Un granado al que una sustancia mucoide daba un aspecto viscoso. Ciruelas de color carne que bullían de gusanos. Montones de fruta podrida en el suelo.

Todo del mismo cariz, una hedionda y repulsiva fábrica de pesadillas. Y de repente, algo distinto: junto a la pared del fondo del invernadero había un único árbol en una maceta pintada a mano. De formas armoniosas, sano y conspicuamente normal. Con la tierra que constituía el suelo del invernadero habían formado un montículo y en él descansaba la maceta, elevada, como si se tratara de un objeto de culto.

Un arbolito precioso, con hojas caídas y elípticas y de fruta semejante a una piña cubierta de piel verde y correosa.

Una vez en el exterior aspiré con avidez el aire fresco. Tras el invernadero se veía una extensión de tierra yerma que terminaba en un negro muro de vegetación. Un buen lugar para ocultarse. Guiándome gracias a la luz de la linterna, eché a andar entre los imponentes troncos de las secoyas y piceas. El suelo del bosque era un esponjoso colchón de humus. Oí los correteos de los pequeños animales que huían de resultas de mi intrusión. En veinte minutos de búsqueda minuciosa no hallé traza alguna de presencia humana.

Volví a la casa y apagué las luces del invernadero. El candado de la puerta trasera estaba cerrado sobre un pestillo que cedió a la palanca en la primera tentativa.

Entré por un porche de servicio que daba a una cocina espaciosa y fría. El paso del agua estaba cerrado y habían desconectado la electricidad. La del invernadero debía de provenir de un generador separado. Empleé la linterna para guiarme.

Las habitaciones de la planta baja olían a humedad y estaban escasamente amuebladas, y sus paredes aparecían desnudas de cuadros o fotografías. Una alfombra oval de bordes doblados hacia arriba cubría el suelo de la sala de estar. A su alrededor se veía un sofá de aspecto barato y dos sillas plegables de aluminio. En el comedor habían almacenado cajas de cartón llenas de periódicos viejos y haces de leña. Las cortinas estaban hechas de sábanas.

En el piso de arriba había tres dormitorios, todos ellos con muebles toscos y desvencijados y camas de hierro colado. El que había sido de Woody daba una cierta sensación de alegría: una caja de juguetes junto a la cama, carteles en las paredes y un banderín de los San Diego Padres sobre la cabecera de la cama.

El tocador de Nona estaba colmado de pulverizadores de perfume y frascos de loción. Casi todo lo que encontré en su ropero eran pantalones vaqueros y blusas y camisetas exiguas y de muy poca calidad. Las excepciones eran una chaquetilla de piel de conejo de las que suelen llevar las prostitutas callejeras de Hollywood y dos frívolos vestidos, uno rojo y otro blanco. Los cajones estaban repletos de medias y prendas de lencería y perfumados con un saquito hecho por ella misma. Pero, como las estancias de la planta, su aposento privado estaba vacío en el aspecto emotivo, carecía de toque personal. No había calendarios ni diarios ni cartas de amor ni recuerdos. En el cajón inferior del tocador encontré un cuaderno arrugado. El tiempo había amarilleado el papel, en el que se leía repetida cientos de veces, como si se tratara de una especie de castigo escolar, siempre la misma frase: QUE SE JODAN LAS MATRONAS.

La ventana del dormitorio de Garland y Emma daba al invernadero. Me pregunté si al levantarse por las mañanas contemplaban aquella cámara de las mutaciones y se sentían embargados por un cálido sentimiento de satisfacción. Había dos camas individuales separadas por una mesita de noche. Todo el espacio disponible del suelo estaba ocupado por cajas de cartón. Algunas estaban llenas de zapatos y otras de toallas y sábanas. También las había que no contenían más que otras cajas. Entré en el cuartito que contenía el ropero. El vestuario del matrimonio Swope era escaso, informe, pasadísimo de moda y de tonos preferentemente grises y marrones.

En el techo del cuarto había una trampilla. Encontré un taburete oculto tras un enmohecido gabán, me subí y alargué el brazo lo suficiente para empujar la portezuela con fuerza hacia arriba. La trampilla se abrió con un lento y neumático siseo y una escalerilla de barco se deslizó automáticamente por el hueco. Comprobé su firmeza y ascendí por ella.

El ático ocupaba toda la planta de la casa, con lo que alcanzaría fácilmente los doscientos metros cuadrados, y había sido transformado en una biblioteca, aunque no elegante.

Sus cuatro paredes estaban cubiertas por librerías de madera contrachapada. Frente a la mesa de escritorio, construida de la misma madera barata, había una silla plegable de metal. El suelo estaba salpicado de serrín. Busqué otra entrada a la habitación y no encontré ninguna. Las ventanas eran pequeñas y tenían persianas fijas de tablilla. Sólo había una forma de construir todo aquello: introduciendo las tablas por la trampilla y montando los muebles en el interior.

Pasé el haz luminoso por los volúmenes que se alineaban en los estantes. Salvo treinta años de Reader’s Digest encuadernados y un apartado lleno de números de National Geographic, todos trataban de biología, horticultura y otras materias relacionadas con ambas disciplinas. Había cientos de folletos del Departamento de Agricultura de la Universidad de California en Riverside y de los Talleres Gráficos del Gobierno Federal. Montones de catálogos de venta de semillas por correo. Una voluminosa Enciclopedia de la fruta, impresa en Inglaterra en 1879, encuadernada en cuero e ilustrada con litografías encañonadas a mano. Textos y más textos sobre patología de las plantas, biología del suelo, silvicultura e ingeniería genética. Una guía para excursionistas de las especies forestales de California. Colecciones completas de Agricultura y de Audubon. Copias de patentes concedidas a inventores de maquinaria agrícola.

Cuatro de los estantes del cuerpo más cercano a la mesa contenían carpetas forradas de tela azul y marcadas con números romanos. Extraje el Volumen I.

Estaba fechado en 1965 y contenía ochenta y tres páginas de texto manuscrito. La caligrafía, abigarrada, inclinada hacia atrás y de trazo irregular, era difícil de descifrar. Sosteniendo la linterna con una mano y pasando las páginas con la otra, logré concentrarme lo suficiente para comprender lo que decía.

El capítulo primero era un sumario del plan de Garland Swope para convertirse en el «rey de la chirimoya», literalmente, pues este era el término que utilizaba, e incluso llegaba a dibujar coronitas en los márgenes. Comenzaba con un esbozo de los atributos del fruto en cuestión y con un recordatorio para comprobar su valor nutritivo. La sección concluía con una lista de adjetivos para ser utilizados al describir el producto a los posibles compradores: suculento, jugoso, apetitoso, refrescante, celestial, ultramundano.

El resto del primer volumen y los otros nueve seguían la misma línea. Swope había invertido diez años en redactar un texto de ochocientas veintisiete páginas ensalzando la chirimoya, registrando el progreso de cada uno de los árboles de su joven plantación y fraguando una estrategia para controlar el mercado. («¿Fama? ¿Riqueza? ¿Cuál de las dos satisface más? No importa; no faltará ninguna»).

Sujetas con una grapa a una de las carpetas encontré una prueba de imprenta de un prospecto, ilustrado con fotografías en color y rebosante de prosa efusiva, y la factura del impresor. Una de las fotos mostraba a Swope sosteniendo una caja del exótico fruto. De joven se había parecido a Clark Gable, alto, fornido, con un finísimo bigotito y el cabello negro y ondulado. El texto lo presentaba como un horticultor e investigador botánico de fama mundial, especializado en la difusión de cultivos poco extendidos y dedicado a la noble tarea de acabar con el hambre en el mundo.

Seguí leyendo. Había detalladas descripciones de las experiencias realizadas para cruzar la chirimoya con otros miembros de la familia de las anonáceas. Swope, con una meticulosidad obsesiva, anotaba cada cambio climático y toda variable bioquímica. Al final, esta línea de investigación había sido abandonada con la conclusión de que «ningún híbrido alcanza la perfección de la a. cherimolia».

Aquella vena optimista se interrumpía bruscamente en el volumen X: al abrirlo hallé recortes de periódico que informaban de la repentina helada que había diezmado la plantación. La información, procedente de periódicos de San Diego, contenía descripciones de los daños causados en la agricultura por los glaciales vientos y anunciaba el aumento de los precios de los alimentos. El Clarion de La Vista dedicaba una condolida crónica a los Swope. Las veinte páginas siguientes estaban llenas de garabatos obscenos hechos con un trazo frenético y anguloso que dejaba profundas huellas en el papel y a menudo lo traspasaba; su autor incluso había clavado la pluma en el papel y lo había desgarrado con ella.

A continuación, nuevos datos experimentales.

A medida que pasaba las páginas, la fascinación que Garland Swope había sentido por lo grotesco, lo deforme y lo mortífero evolucionaba ante mis ojos. Comenzaba con anotaciones teóricas sobre mutaciones y extraviadas hipótesis acerca de su valor ecológico. Mediado el undécimo volumen aparecía la escalofriante respuesta que Swope había encontrado para esas cuestiones: «La sublime repugnancia de las mutaciones de especies que de no sufrirlas son perfectamente ordinarias debe de constituir la prueba de la esencial malignidad del Creador».

Las notas iban haciéndose cada vez más incoherentes, aun cuando crecían en complejidad. A veces la caligrafía de Swope llegaba a ser tan apretada que resultaba ilegible, a pesar de lo cual conseguí descifrar la mayor parte del texto: pruebas con ratones, palomas y gorriones para comprobar el contenido de veneno de ciertas plantas; cuidadosa selección de frutos deformados para su cultivo genético; desprecio de lo normal y crianza de lo defectuoso. Todo ello parte de una búsqueda paciente y metódica del horror vegetal definitivo.

Había, no obstante, otro giro en aquel intrincado viaje a través de la mente de Swope: en el primer capítulo del volumen XII se apreciaba que el autor había renunciado a seguir el hilo de sus mórbidas obsesiones y vuelto a trabajar con las anonáceas, concentrando sus esfuerzos en una especie que Maimon no había mencionado la a. zingiber. El atormentado horticultor había llevado a cabo una serie de experimentos de polinización, cuya fecha y duración aparecían minuciosamente anotadas. Sin embargo, aquellos estudios no tardaron en ser interrumpidos por informes referentes a los trabajos realizados con hongos venenosos, con la dedalera y con la dieffenbachia, en cuyas cualidades neurotóxicas se hacía hincapié mediante una exultante nota a pie de página que atribuía el nombre común de la planta, caña muda, a su capacidad para paralizar las cuerdas vocales.

Esta norma de pasar de sus queridas mutaciones a la nueva anona se establecía definitivamente a mitad del decimotercer volumen y se mantenía hasta el decimoquinto.

En el volumen XVI las notas adquirían un tono optimista al regocijarse Swope en la creación de «una nueva variedad». Entonces, tan súbitamente como había aparecido, la a. zingiber se descartaba y desechaba dada «su inutilidad» a partir del hecho anterior, a pesar de «su probada robustez en el aspecto de la reproducción». Expuse mis rendidos ojos a otras cien páginas de locura y dejé las carpetas a un lado.

La biblioteca contenía varios libros sobre frutos raros, buena parte de ellos publicados en Asia y de exquisita edición. Los ojeé todos, pero no hallé referencia alguna a la anona zingiber. Desconcertado, busqué material de referencia entre los estantes y acabé sacando un grueso y gastado volumen titulado Taxonomanía botánica.

La respuesta estaba al final del libro. Tardé un poco en comprender el significado completo de lo que acababa de leer. Una conclusión abominable, pero implacable y angustiosamente lógica.

Cuando en mi persona se produjo la asunción cabal de lo comprendido segundos antes, me acometió una intensa claustrofobia y la tensión puso rígidos todos mis músculos. El sudor me corría por la espalda. El corazón comenzó a latirme furiosamente y mi respiración se aceleró. Aquella habitación era un lugar maligno y yo tenía que salir.

Reuní frenéticamente varias carpetas y las metí en una caja de cartón, bajé la escalerilla cargando con ella y con mis herramientas, salí a escape del dormitorio y alcancé el rellano. Trastabillando a causa del vértigo, corrí escaleras abajo y crucé aquella gélida sala de estar en cuatro zancadas.

Después de manipular desmañadamente el pestillo durante unos instantes, conseguí abrir la puerta principal y salir al porche.

Allí, recibido por el silencio, me detuve a recuperar el aliento. Nunca me había sentido tan solo.

Abandoné aquel lugar sin volver la vista atrás.