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Me hallaba en el juzgado observando a Richard Moody escuchar el fallo pronunciado por la juez.

Para la ocasión, Moody se había vestido con un traje de poliéster marrón chocolate, camisa amarillo canario, corbatín de lazada y botas de piel de lagarto. Al oír la sentencia hizo una mueca, se mordió el labio y trató de sostener la mirada de la juez, pero esta clavó en él la vista sin pestañear y él terminó mirándose las uñas. Al fondo de la sala el alguacil no apartaba los ojos de Moody; siguiendo mi consejo, había procurado mantener separados a los Moody toda la tarde y hasta había llegado al extremo de cachear a Richard.

La juez era Diane Severe, mujer de aspecto juvenil para sus cincuenta años, de cabello rubio ceniza, facciones marcadas pero benévolas, voz suave, modales afables y extremadamente profesional en toda su actitud. Antes de iniciar la carrera de derecho, había sido asistenta social y tras diez años en el tribunal de menores y seis de juzgar casos de divorcio era uno de los poquísimos jueces que verdaderamente comprendía a los niños.

—Señor Moody —dijo—, quiero que escuche con mucha atención lo que voy a decirle.

Moody hizo ademán de adoptar una postura agresiva. Encorvó los hombros y aguzó los ojos como un matón de bar, pero su abogado le avisó con un codazo y él aflojó la tensión forzando una sonrisa.

—He escuchado el testimonio —manifestó la juez— de los doctores Daschoff y Delaware, eminentes especialistas ambos llamados a consulta por este tribunal. He hablado con sus hijos en privado. Esta tarde he observado su comportamiento y he escuchado las alegaciones que formulaba usted contra su esposa, la señora Moody. He sabido también que había dado usted instrucciones a sus hijos para que huyeran de la tutela de su madre con el fin de poder rescatarles.

La juez hizo una pausa y se inclinó hacia delante.

—Tiene usted graves problemas emocionales, señor Moody —declaró.

La presuntuosa sonrisa que contrajo el rostro de Moody se desvaneció con igual rapidez con que había aparecido, pero no pasó inadvertida a la juez.

—Lamento que la situación le parezca graciosa, señor Moody, porque es trágica.

—Señoría —exclamó el abogado de Moody.

La juez le interrumpió golpeando la mesa con una estilográfica de oro.

—Ahora no, señor Durkin. Hoy ya he escuchado suficientes juegos de palabras. Hemos llegado al fin de la cuestión y quiero que su cliente preste atención.

Y dirigiéndose hacia Moody añadió:

—Sus problemas, señor Moody, pueden tratarse y resolverse. Espero sinceramente que así sea. Estoy convencida de que necesita usted tratamiento psicoterapéutico, y no de breve duración, así como una sostenida medicación. Por su propio bien y el de sus hijos confío que reciba usted el más adecuado para su caso particular. Por ello dispongo que no mantenga usted ningún contacto con sus hijos hasta que el diagnóstico psiquiátrico me confirme que no constituye usted amenaza alguna para sí mismo ni para los demás, es decir, cuando cesen las amenazas de muerte y de suicidio, y cuando haya aceptado usted la realidad de este divorcio y colabore con su exesposa en la manutención y educación de los niños. Cuando alcance ese punto, y le advierto, señor Moody, que sus propias palabras no bastarán para convencerme, este tribunal rogará al doctor Delaware que establezca un oportuno horario de visitas, limitadas y vigiladas.

Moody asimiló estas palabras y de pronto pareció que fuera a abalanzarse. Como impelido por un resorte, el alguacil brincó de la silla y se colocó a su lado. Moody le vio, esbozó una triste sonrisa y distendió el cuerpo. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Durkin sacó un pañuelo, se lo pasó e interpuso una objeción basándose en que la juez se inmiscuía en la intimidad de su cliente.

—Es usted libre de apelar, señor Durkin —replicó la juez sin alterar la voz.

—Señoría…

Era Moody quien interrumpía ahora, con aquella voz grave, reseca y tensa.

—Diga, señor Moody.

—Usted no comprende —declaró retorciendo las manos—. Esos chiquillos son mi vida.

Por un momento creí que la juez iba a recriminarle sin piedad. En cambio, lo que hizo fue contemplarle con compasión.

—Sí, le comprendo, señor Moody. Comprendo que quiere usted a sus hijos y que su vida se halla destrozada. Pero lo que usted debe comprender, y ello constituye el núcleo del testimonio psiquiátrico, es que a los niños no se les puede hacer responsables de la vida de nadie, puesto que tal cosa representa una carga excesivamente pesada para cualquier niño. Ellos no pueden educarle a usted, señor Moody. Es usted quien debe hacerlo. Y en este momento no está capacitado. Usted necesita ayuda.

Moody empezó a replicar pero sofocó sus palabras. Sacudió la cabeza derrotado, le devolvió el pañuelo a Durkin e intentó salvar unos pocos restos de dignidad.

El siguiente cuarto de hora se dedicó a la distribución de las propiedades de la pareja. No experimentaba el menor interés por enterarme del reparto de los escasos bienes de Darlene y Richard Moody y me hubiera marchado, salvo que Mal Worthy me había dicho que su señoría quería hablar conmigo al finalizar el juicio.

Una vez terminada la jerigonza jurídica, la juez Severe se quitó las gafas y dio por concluido el litigio. Miró luego en la dirección en que me hallaba y me sonrió.

—Quisiera verle en mi despacho unos momentos, si tiene tiempo, doctor Delaware.

Le devolví la sonrisa y asentí con un gesto de cabeza. Ella salió majestuosa de la sala.

Durkin acompañaba a Moody bajo la vigilante mirada del alguacil. En la mesa contigua, Mal trataba de animar a Darlene y acompañaba su exhortación con sendas palmadas en aquellos hombros rechonchos, mientras recogía montones de documentos que arrojaba en desorden a una de las dos maletas que había traído. Mal era un individuo extremadamente minucioso, y así como otros abogados se las arreglaban con un portafolios, él se trasladaba con cajas de documentos que transportaba en un carro de metal cromado.

La exseñora de Richard Moody lo miraba desconcertada, con las mejillas febriles y arreboladas, escuchándole atenta y asintiendo con reiteradas inclinaciones de cabeza. Había embutido su cuerpo de lechera en un vaporoso vestido veraniego azul, coronado de tules y volantes blancos como la cresta de una ola. Aquel atuendo, apropiado para una muchacha diez años más joven que ella, me hizo pensar que a lo mejor había confundido su recién adquirida libertad con la inocencia.

Vestía sin gracia el uniforme obligado del abogado de Beverly Hills: traje de corte italiano, camisa de seda, corbata de estampado discreto y mocasines de becerro granate con borlas. Iba peinado a la moda, con el pelo más bien largo y rizado, y lucía una barba muy corta, pulcramente cuidada, uñas limadas, abrillantadas con barniz transparente, dentadura perfecta y un atractivo bronceado adquirido sin duda en Malibú. Al verme me guiñó un ojo agitando la mano, dio una última palmada de ánimo a Darlene, tomó la mano de esta entre las suyas y la acompañó hasta la puerta.

—Gracias por tu ayuda, Alex —me dijo al regresar. En la mesa quedaban todavía montones de papeles que se apresuró a guardar.

—No ha sido muy divertido —contesté.

—No. Los casos desagradables nunca lo son —replicó hablando en serio aunque con deje burlón en la voz.

—Pero lo has ganado.

—Sí —masculló interrumpiendo un momento la tarea de guardar los documentos—. En realidad, ya ves, a esto me dedico: a entablar torneos —añadió alargando la muñeca y echando una ojeada a su reloj extraplano de oro—. No voy a decirte que me duela dejar fuera de combate a un miserable como Richard Moody.

—¿Tú crees que acatará la sentencia? ¿Así, sin más?

—¿Quién sabe? —replicó alzándose de hombros—. Si no lo hace, no tendremos más remedio que continuar atacando con la artillería pesada.

A doscientos dólares la hora.

Colocó las dos maletas en el carro.

—La verdad, no ha sido muy difícil, Alex. Hay asuntos para los que no te llamo porque me basta el armamento de que dispongo. Pero este era un caso de honestidad, ¿no?

—Estábamos del lado de la justicia y había que hacerla.

—Exactamente. Gracias de nuevo. Recuerdos a la señora juez.

—¿Para qué querrá verme? ¿Tienes idea? —le pregunté.

—A lo mejor le gusta tu estilo —contestó dándome una palmada en la espalda con una sonrisa—. No está mal la dama, ¿eh? Está libre, ¿sabes?

—¿Soltera?

—No, por Dios. Divorciada. Yo le llevé el caso.

El mobiliario del despacho de la juez era de caoba y palo de rosa y en el ambiente flotaba un aroma de flores. Estaba sentada tras una mesa de madera labrada sobre cuya superficie, protegida con un vidrio, aparecía un jarrón de cristal tallado lleno de tallos de gladiolos. En la pared situada detrás de la mesa aparecían diversas fotografías de dos corpulentos muchachos rubios vistiendo camisetas de fútbol, trajes de goma de submarinistas, americana y corbata.

—Mis dos criaturas —declaró siguiendo mi mirada—. Uno estudia en Stanford; el otro vende leña en Arrowhead. Qué caminos tan distintos, ¿eh, doctor?

—Así es. Qué caminos tan distintos.

—Por favor, tome asiento —me rogó indicándome un sofá tapizado de terciopelo. Cuando me hube sentado, declaró—: Discúlpeme si ahí dentro le he tratado con un poco de dureza.

—No tiene que disculparse.

—Quería saber si el hecho de que el señor Moody acostumbre a usar ropa interior de mujer era un factor de importancia para su estado mental y usted se negó a manifestar su opinión al respecto.

—Pensé que los gustos del señor Moody en cuestión de lencería tenían poco que ver con el problema de la custodia de sus hijos.

La juez se echó a reír.

—Trato con dos tipos de psicólogos. Los arrogantes, que se consideran eminencias y están tan persuadidos de su importancia que creen que sus opiniones sobre cualquier tema son sacrosantas, y los cautelosos, como usted, que se niegan a expresar una opinión a menos que la respalde un estudio serio y detallado de la materia.

—Al menos de mí no obtendrá usted una defensa sospechosa de afeminamiento —repliqué alzándome de hombros.

Touchée. ¿Le apetece un poco de vino?

Abrió las puertas de una librería que hacía juego con la mesa de despacho y sacó una botella y dos copas de pie alto.

—Será un placer, señoría.

—Dejemos los tratamientos para la sala. Aquí soy Diane. Tú Alexander, ¿verdad?

—Mis amigos me llaman Alex.

Sirvió vino en las copas.

—Es un cabernet extraordinario que guardo para celebrar el fin de los casos más fastidiosos. Refuerzo de un estímulo positivo, para emplear una expresión específica de la terminología psicológica.

Tomé la copa que me ofrecía.

—Por la justicia —brindó ella.

Bebimos. Me pareció un vino excelente y así se lo dije. Mi comentario dio la impresión de agradarle.

Continuamos bebiendo en silencio. Terminó ella antes que yo y depositó la copa sobre la mesa.

Quiero hablarte de los Moody. El asunto ya no me compete, pero no dejo de pensar en esos niños. He leído tu informe y veo que haces unas apreciaciones muy acertadas sobre toda la familia.

—Tardaron un poco en hablar, pero al fin se abrieron.

—¿Estarán bien esos niños, Alex?

—Varias veces me he hecho esta misma pregunta. Quisiera poder contestarte que sí, pero depende de que los padres obren de común acuerdo.

Golpeó con la uña el borde de la copa y preguntó:

—¿Crees que él la va a matar?

La pregunta me sobresaltó.

—No me digas que no te ha pasado por la cabeza tal posibilidad —añadió—. Tú mismo avisaste al alguacil.

—Efectivamente, pero lo hice para evitar una escena desagradable. Aunque, sí, creo que podría matarla. Ese hombre está desequilibrado y profundamente deprimido. Cuando se hunde, se pone violento, y hay que decir que nunca ha estado más hundido que ahora.

—Y además lleva bragas de mujer.

—Eso encima —corroboré riéndome.

—¿Un poco más de vino?

—Sí, gracias.

Puso la botella a un lado y entrelazó los dedos en torno al pie de la copa. Era una mujer madura, angulosa y atractiva, que no temía exhibir unas cuantas arrugas.

—Un auténtico fracasado el señor Richard Moody —musitó—. Un fracasado y tal vez un asesino.

—Si le diera por matar, el blanco evidente sería ella. Ella, y el novio, Conley.

—En fin —dijo la juez pasándose la punta de la lengua por los labios—, estas cosas hay que tomarlas con filosofía. Si la mata, es porque ella se ha dedicado a follar con quien no debía. Mientras no le dé por matar a un inocente, por ejemplo a ti o a mí.

Costaba determinar si hablaba en serio o bromeaba.

—Es algo en lo que pienso a menudo —prosiguió—. Algún día, uno de esos fracasados retorcidos va a volver para desquitarse conmigo de sus problemas. Los fracasados nunca quieren cargar con la responsabilidad de sus miserables existencias. ¿Te ha preocupado esto alguna vez?

—Pues, no. Cuando tenía abierto el consultorio, la mayor parte de mis pacientes eran adolescentes, hijos de buenas familias, que no son gente con potencial para tomarse revanchas criminales. Y desde hace un par de años estoy prácticamente retirado.

—Lo sé. He visto el hueco que hay en tu curriculum vitae. Todos esos títulos y actividades académicas y de pronto un espacio en blanco. ¿Fue antes o después del asunto de la Casa de los Niños?

No me sorprendió que estuviera enterada de ello. Aunque había tenido lugar hacía ya más de un año, la prensa lo había divulgado con grandes titulares y la gente se acordaba. Yo contaba con mi propio recuerdo, personal y constante: una mandíbula reconstruida que cuando el tiempo iba a cambiar me dolía.

—Medio año antes. Después, no me sentí exactamente con ganas de volver a intervenir en situaciones semejantes.

—¿Así que no tiene gracia ser un héroe?

—Ni siquiera sé qué significa esa palabra.

—Ya me lo figuro —replicó mirándome llanamente, ajustándose la toga—. Y ahora te dedicas a asesorar a los tribunales.

—Sí, aunque de forma bastante restringida. Sólo acepto consultas de abogados en quienes confío, lo cual limita considerablemente el campo de acción, y recibo algunas directamente de ciertos jueces.

—¿De cuáles?

—George Landre, Ralph Siegel.

—Buenas personas los dos. A George le conozco bien; fuimos compañeros de clase. ¿Quieres más trabajo?

—No ando en busca y captura de lo que sea. Si me proponen alguna consulta, muy bien; si no, siempre encuentro cosas en que ocuparme.

—Nadas en la abundancia, por lo que veo.

—En absoluto. Pero tiempo atrás hice ciertas inversiones que todavía rinden bien. Lo que no quiero es angustiarme.

Diane Severe sonrió.

—Si te interesan más casos, daré voces. Los psicólogos inscritos en el cuadro de asesores andan siempre de trabajo hasta las cejas. A veces hay que esperar hasta cuatro meses para obtener un dictamen y, la verdad, nos hacen falta especialistas que sean capaces de emitir un juicio acertado y formularlo en un lenguaje lo suficientemente accesible para que lo comprenda un juez. Tu informe era excepcionalmente bueno.

—Gracias. Si me envías algún caso, no te dejaré en la estacada.

Ella apuró la segunda copa de vino.

—Suave, ¿verdad? —comentó—. Procede de unos pequeños viñedos del valle de Napa. Las bodegas tienen tres años y todavía trabajan con pérdidas, pero empiezan a producir unas cosechas limitadas de un tinto excelente.

Se puso de pie y empezó a recorrer el despacho. Del bolsillo de la toga extrajo un paquete de cigarrillos Virginia y un encendedor. Después permaneció unos momentos observando fijamente una pared repleta de certificados y diplomas mientras daba largas chupadas al pitillo.

—Qué bien consigue la gente destrozarse la vida, ¿no te parece? Toma el caso de la señora Moody, la muchacha de ojos lindos. Una chica del campo, bonita, que se traslada a Los Ángeles en pos de un poco de emoción. Encuentra trabajo como cajera en un supermercado y se enamora de ese machista que se engalana con lencería de mujer…, he olvidado su oficio, ¿obrero de la construcción?

—Carpintero. Perteneciente a la plantilla de Estudios Aurora.

—Exacto. Ahora lo recuerdo. Construye decorados. El individuo en cuestión es un evidente fracasado, pero ella tarda catorce años en descubrirlo. Ahora que por fin está consiguiendo liberarse de ese embrollo, ¿qué se le ocurre hacer? Liarse con la reproducción exacta de su marido. Otro fracasado.

—Conley está mentalmente mucho más equilibrado.

—Tal vez sí. De todos modos, ponlos a ambos de lado y obsérvalos con atención. Idénticos. Podrían ser gemelos. Quién sabe, a lo mejor Moody, al principio, también era encantador. Dale unos cuantos años a Conley y verás cómo cambia. Hatajo de fracasados.

Diane se dio media vuelta y se me quedó mirando. Le centelleaban los ojos y, aunque imperceptiblemente, la mano que sostenía el cigarro temblaba. Sería por efecto del alcohol, de la emoción, o quizá de ambas cosas.

—Yo también me lie con un cretino y tardé bastante en desembarazarme, Alex, pero no me di media vuelta y cometí la misma imbecilidad a la primera oportunidad que se me presentó. Ante estos comportamientos, me asaltan dudas de que las mujeres lleguen a aprender.

—Ya me gustaría ver a Mal Worthy teniendo que renunciar a su Bentley —repliqué.

—Es verdad. Pero Mal es un individuo inteligente. Gestionó mi divorcio, ¿lo sabías?

Fingí ignorarlo.

—Supongo que habrá quien diga que juzgar este caso podía plantearme un conflicto de intereses. En fin, qué más da. Ahora ya está cerrado. Moody está como una cabra, no tiene más afán que fastidiar a sus hijos, y con mi sentencia no pretendo nada más que ayudarle a reformarse. ¿Tú crees que empezará una psicoterapia?

—Lo dudo. Moody está convencido de ser perfectamente normal.

—Claro. Los más locos siempre creen estar cuerdos. Les aterra pensar que alguien pueda desmontarle el tinglado. Suponiendo que no la mate, sabes lo que va a ocurrir, ¿verdad?

—Nuevas comparecencias ante el juez.

—Efectivamente. Ese idiota de Durkin se presentará en la sala semana sí, semana no, con alguna estratagema para anular la sentencia. Entretanto Moody hostigará a Ojos Lindos y si la situación se prolonga, los chiquillos quedarán irreparablemente traumatizados.

Con andares lentos, rebosantes de elegancia, Diane regresó a la masa, sacó una polvera del bolso y se empolvó la nariz.

—Y así un día tras otro —continuó diciendo—. Él agotará los recursos del sistema y ella gemirá y llorará, pero no le quedará más remedio que aguantar. —Su expresión se endureció—. Pero me importa un comino. Dentro de dos semanas quedo libre de todo esto. Me retiro, y a cobrar mi pensión. Tengo unas pocas inversiones que van bien y un negocio que devora mi dinero: un minúsculo viñedo en el valle de Napa. —Sonrió—. El año que viene, por esta época, estaré en la bodega probando la cosecha hasta hacer eses. Si vas por aquellas tierras, ven a hacerme una visita.

—Lo haré, te lo aseguro.

Apartó de mí la vista y fijándola en los diplomas me preguntó:

—¿Tienes una amiga fija, Alex?

—Sí. En este momento está en Japón.

—¿La echas de menos?

—Mucho.

—Debí figurármelo —contestó de buen humor—. A los buenos siempre los pescan. —Se levantó, dando por concluida la entrevista—. Encantada de conocerte, Alex.

—Ha sido un placer, Diane. Buena suerte con las viñas. El tinto que me has dado a probar era muy bueno.

—Y cada vez será mejor. Me lo dice el corazón.

Su apretón de manos fue firme y seco.

Mi coche, un Seville, se cocía al sol del aparcamiento y al contacto con la manecilla tuve que retirar la mano. Quemaba. A mitad de ese gesto, intuí su presencia. Me di media vuelta y me lo encontré de frente.

—Disculpe, doctor. —Estaba de cara al sol y entrecerraba los ojos. Tenía la frente cuajada de gotas de sudor y la camisa amarillo canario lucía cercos mostaza en las axilas.

—No tengo tiempo de hablar, señor Moody.

—Sólo unos minutos, doctor. Déjeme que le explique. Déjeme enfocar algunos puntos básicos. Quiero comunicar, ¿sabe usted?

Las palabras le salían a borbotones. Mientras las pronunciaba, parpadeó varias veces, giró los ojos, se balanceó apoyándose en los tacones de ambas botas. En rápida sucesión sonrió, hizo muecas, inclinó la cabeza, se rascó la nuez de la garganta y se pellizcó la nariz. Una discordante sinfonía de guiños, contracciones y tics nerviosos. Nunca le había visto de ese modo, pero había leído el informe de Larry Daschoff y tenía una idea bastante precisa de lo que estaba ocurriendo.

—Lo siento. Ahora no puedo.

Eché un vistazo al aparcamiento pero estábamos solos. La fachada posterior del palacio de justicia daba a una solitaria calle lateral de un barrio ruinoso. El único signo de vida era un escuálido perro callejero que al otro lado de la calle olisqueaba unos matojos de hierba crecida.

—Vamos, doctor, déjeme que le explique algunos puntos básicos, deje que me desahogue, déjeme enfocar los aspectos principales del asunto, como dicen los picapleitos. —Sus palabras adquirían velocidad.

Me di media vuelta para alejarme y su dura mano morena me agarró por la muñeca.

—Suélteme, por favor, señor Moody —dije con forzada paciencia.

Sonrió.

—Por Dios, doctor. Sólo quiero hablar. Explicarle mi caso.

—Su caso ha terminado. No puedo hacer nada por usted. Suélteme el brazo.

Oprimió la mano con más fuerza pero su semblante no mostró tensión alguna. Era una cara alargada, curtida por el sol como un cuero reseco, en cuyo centro destacaba una chata nariz fracturada, una boca de labios finos y una quijada de descomunal tamaño, el típico desarrollo maxilar que produce el masticar tabaco o rechinar los dientes.

Me introduje las llaves del coche en el bolsillo y traté de aflojar la opresión de sus dedos, pero la fuerza de aquella mano era fenomenal. También encajaba ese detalle, si el cuadro clínico que yo sospechaba era correcto. Parecía que se le hubiese soldado la mano a mi brazo y empezaba a hacerme daño.

Me descubrí calculando qué posibilidades tenía de derrotarle en una pelea: ambos éramos de igual estatura y pesaríamos aproximadamente lo mismo. En lo que a fuerza física se refiere, los muchos años pasados acarreando madera le concedían ventaja, pero yo me había mostrado lo bastante diligente en mis prácticas de karate como para dominar unas cuantas llaves infalibles. Podría hacerle una zancadilla interna, golpearle cuando perdiera el equilibrio y alejarme con el coche mientras él se retorcía en el cemento… Avergonzado, interrumpí esa línea de pensamiento diciéndome que pelear con él era absurdo. Aquel individuo estaba trastornado y si alguien podía serenarle era yo.

Dejé caer el brazo libre que pendió inerte en el costado.

—De acuerdo. Le escucharé. Pero primero suélteme, para que pueda concentrarme en lo que tenga que decirme.

Meditó unos instantes mi propuesta y luego dibujó una ancha sonrisa. Tenía la dentadura picada y me pregunté cómo durante la consulta me había pasado inadvertido ese detalle, lo cierto es que en aquella ocasión se había mostrado muy distinto: taciturno y derrotado, apenas si había sido capaz de abrir los labios para contestar a mis preguntas.

Me soltó la muñeca. El trozo de la manga por donde me había agarrado quedó mugriento y caliente.

—Le escucho.

—Está bien, está bien, está bien. —Continuaba balanceando la cabeza—. Quiero simplemente establecer contacto con usted, doctor, demostrarle que tengo proyectos, decirle que ella le ha tomado el pelo, igual que me lo tomó a mí. En esa casa hay mal ambiente. Mis hijos me han dicho que él les obliga a hacer las cosas así o asá, y ella lo permite todo, dice que de acuerdo, de acuerdo. Con ella, fino como un guante, pero habrá que limpiar a fondo cuando se largue ese cochino semental… Sabrá Dios la mierda que andará dejando por ahí, porque ese tío no es normal, ¿sabe usted? ¡Él y sus pretensiones de ser el hombre de la casa y qué sé yo! ¿Y sabe qué hago yo? Pues reírme, sí señor, reírme a carcajadas. ¿Quiere que le diga por qué me río, doctor? Para no llorar, por eso me río, para no llorar. Por mis hijos, por mi niño y mi niña. Mi chico me dijo que él y ese cabrón dormían juntos, porque él era ahora el padre, el hombre de la casa, ¡de esa casa que construí yo con estas manos!

Y elevó ambas manos mostrando diez dedos de anchos nudillos, repletos de rasguños y magulladuras. En los dos anulares lucía sendos anillos: uno, con una turquesa exageradamente grande, en forma de escorpión; otro, de plata india, en forma de serpiente.

—¿Comprende usted, doctor? ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Esos críos son mi vida, la responsabilidad la cargo yo y nadie más. Eso es lo que le dije a la señora juez, esa puta vestida de negro. La responsabilidad la cargo yo, porque es mía, porque salió de aquí. —Y se llevó la mano a la entrepierna—. Mi cuerpo penetró en el de ella, cuando ella todavía era decente… Y podría volver a serlo, ¿comprende? Mire, la agarro un día, hablo con ella y consigo que se reforme, ¿le parece? ¡Pero con ese Conley en casa, de ninguna manera! ¡Digo que no y es que no! Mis hijos, mi vida, mis hijos.

Se interrumpió para tomar aliento y aproveché para intervenir.

—El padre siempre lo será usted —le dije procurando tranquilizarle sin adoptar aires de superioridad—. Eso no puede quitárselo nadie.

—Exactamente. Es lo que yo digo. Ahora vaya usted ahí adentro y dígaselo a esa puta de negro. Échele una reprimenda. Dígale que tengo que tener a los críos.

—Eso no puedo hacerlo.

Empezó a hacer pucheros, como un niño al que se le castiga sin postre.

—Vaya usted, ande a decírselo.

—No puedo. Está usted sometido a una fuerte tensión emocional. En este momento no puede cuidar de sus hijos. Sufre usted una profunda psicosis maníacodepresiva, señor Moody, está usted muy exaltado y necesita ayuda urgentemente…

—Claro que puedo cuidar de los niños. Tengo proyectos. Pienso comprar una furgoneta y una barca. Quiero sacarlos de la ciudad y enseñarles a pescar, a cazar, para que aprendan a sobrevivir en la naturaleza, porque, como dice Hank Junior, sólo sobrevivirán los muchachos del campo. Quiero que aprendan a cavar mierda, a comer alimentos como Dios manda, quiero alejarles de esos marranos que son él y ella, mientras ella no vuelva a ser una mujer decente. Quién sabe, a lo mejor así ella recobra el juicio y deja de follar con él delante de los críos. ¡Qué desvergüenza, qué desvergüenza!

—Cálmese, procure calmarse.

—Ya me calmo. Mire, mire cómo me calmo. —Efectuó una profunda inspiración y expulsó el aire con un ruidoso silbido. Percibí el hedor del aliento. Luego hizo crujir los nudillos y el sol arrancó destellos a la plata de las sortijas—. Mire, estoy tranquilo, estoy relajado. Me siento capaz de actuar. Yo soy el padre. Vaya ahí adentro a decírselo a la juez.

—Las cosas no funcionan de este modo.

—¿Por qué no? —gruñó agarrándome por las solapas de la chaqueta.

—Suélteme. Si continúa así, señor Moody, no vamos a poder hablar.

Lentamente, los dedos aflojaron la tensión. Intenté apartarme, pero rozaba el coche con la espalda. Estábamos tan juntos que hubiéramos podido bailar.

—¡Entre a decírselo! Fue usted el que me jodió, ¿no, comecocos? ¡Pues, arréglelo usted ahora!

La voz había adoptado un tono decididamente amenazador. Los depresivos, cuando se excitan, pueden tornarse peligrosos, casi tanto como los esquizofrénicos paranoicos. Era evidente que mis poderes de persuasión no iban a lograr el efecto apetecido.

—Señor Moody, Richard, necesita usted ayuda. No pienso hacer nada por usted hasta que no inicie un tratamiento adecuado.

Empezó a farfullar lanzándome una rociada de saliva y luego, con toda la mala idea, encogió la rodilla, arremetiendo contra mí con el clásico golpe de una camorrista callejero. Pero como era uno de los movimientos que yo había calculado que emplearía, lo esquivé y el único contacto que alcanzó fue con mi gabardina.

El fallo le hizo perder el equilibrio y empezó a dar traspiés. Sin ocultarme a mí mismo mi tristeza, lo agarré por el codo y apuntalándole en la cadera lo derribé. Cayó de espaldas, permaneció tendido unos instantes y me atacó de nuevo, esta vez tratando de aporrearme con los brazos como una trilladora cuyas palas se hubieran disparado. Aguardé hasta tenerle casi encima y entonces me agaché y le lancé un puñetazo al vientre con la fuerza suficiente para que expulsara una ventosidad. Me aparté dejándole que se doblara sin la engorrosa presencia de testigos.

—Por favor, Richard, cálmese. Tenga la bondad de dominarse.

Como toda respuesta emitió un gruñido acompañado de un giro rápido y una intentona por asirme las piernas. Logró agarrarme por el bajo de una de las perneras del pantalón y noté que iba a conseguir hacerme caer. Hubiera sido el momento adecuado para subirme al coche y escaparme de allí, si no fuera porque Moody se encontraba situado justamente ante la portezuela del conductor.

Pensé correr hacia la portezuela del pasajero, pero ello hubiera significado darle la espalda a aquel hombre, que en tal paroxismo rebosaba fuerza y era capaz de moverse con la rapidez de una centella.

Pensaba yo todavía qué recursos me quedaban, cuando se puso de pie de un brinco y volvió a arremeter con furia gritando incoherencias. La compasión que aquel individuo me inspiraba hizo que me cogiera desprevenido, y me propinó un puñetazo en el hombro que sacudió todo mi cuerpo. Todavía aturdido, abrí los ojos con la rapidez suficiente para anticipar su siguiente movimiento: un gancho con la izquierda dirigido contra mi artificialmente reconstruida mandíbula. El instinto de conservación se impuso a mis compasivos sentimientos y me aparté, lo agarré por un brazo y empecé a retorcérselo hasta que me pareció que los huesos iban a estallar. El dolor debía de ser insoportable pero no dio muestra alguna de sufrir. Con los maníacodepresivos ocurre eso a veces, cuando se hallan en fase eufórica, se vuelven insensibles a pequeños detalles como el dolor.

Le propiné una patada en las nalgas con todas mis fuerzas, tanto que salió volando. Agarré las llaves del coche, me metí en el Seville y arranqué a toda velocidad.

Justo antes de girar para enfilar la calle, le divisé un instante por el retrovisor. Estaba sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos, balanceándose y, estoy casi seguro, llorando.