26
Avanzaba una tranquila tarde de domingo, yo esperaba a Matías en el césped que se extendía frente a la entrada del Retiro. Hacía treinta y seis horas que un tórrido viento del sur soplaba sin descanso sobre la mitad inferior del estado y, a pesar de la proximidad de la puesta de sol, el calor se resistía a disminuir. Agobiado por la picazón, por el bochorno, que me hacía sentir pegajoso, y por el exceso de ropa que llevaba —vaqueros, camisa de batista y chaqueta de piel de becerro—, busqué la sombra de los viejos robles que crecían en torno a la fuente.
Él salió del edificio principal, rodeado de seguidores, miró en mi dirección e hizo ademán de que lo dejaran solo. Sus adeptos ascendieron a un montículo, se sentaron e iniciaron sus meditaciones. Se aproximó con deliberada lentitud y mirando hacia el suelo, como si buscara algo entre la hierba.
Llegó frente a mí y en lugar de saludarme se agachó, adoptó la posición del loto y comenzó a acariciarse la barba.
—No veo en su indumentaria ningún bolsillo en el que quepa un buen fajo de billetes —le dije—. Confío en que eso no signifique que no ha tomado en serio nuestra anterior conversación.
Hizo caso omiso de mis palabras y su mirada se perdió en el vacío. Se lo toleré durante unos instantes y cuando hubo colmado mi paciencia se lo demostré con el menor recato posible.
—Ya está bien de santurronería, Matthews. Es hora de que hablemos de negocios.
Una mosca se le posó en la frente y recorrió con ligereza el borde de la profunda cicatriz. No pareció incomodarle.
—Exponga ese negocio de que habla.
—Creí haberlo dejado claro por teléfono.
Arrancó un trébol y lo hizo girar entre sus largos dedos.
—Respecto a ciertas cosas, sí. Confesó haber cometido un robo con allanamiento de morada y asaltado y agredido al Hermano Baron. Lo que aún no ha quedado claro es qué necesidad tengo yo de llevar a cabo algún…, negocio con usted.
—Y, sin embargo, está usted aquí, escuchándome.
Sonrió.
—Me enorgullezco de ser un hombre siempre dispuesto a escuchar.
—Mire —dije volviéndome como para marcharme—, llevo un par de días de mucha agitación y nunca he tenido menos ganas de oír gilipolleces. Lo que tengo no lo voy a soltar. Si quiere pensarlo, usted mismo. Lo único que tiene que hacer es añadir un billete de mil por cada día que pase.
—Siéntese —repuso.
Me situé frente a él, crucé las piernas y me senté sobre ellas. El suelo estaba tan caliente como la plancha de una cocina. La comezón de mi pecho y estómago se había intensificado. Los sectarios seguían inmersos en sus gesticulaciones y reverencias.
Dejó de tocarse la barba y con la misma mano comenzó a acariciar la hierba.
—Por teléfono mencionó una sustancial suma de dinero.
—Ciento cincuenta mil dólares, en tres pagos de cincuenta mil cada uno. El primero, hoy, y los otros dos, a intervalos de seis meses.
Se esforzó por adoptar una expresión divertida.
—¿Y a santo de qué tengo yo que pagar todo ese dinero?
—Pero si para usted es calderilla. Si la fiesta que presencié la otra noche es cosa habitual, usted y sus muertos vivientes se cepillan otro tanto en coca en cuestión de una semana.
—¿Pretende usted decir que consumimos drogas ilegales? —preguntó con sorna.
—No, ni pensarlo. Naturalmente, habrá escondido el alijo en cualquier otro sitio y si la policía viniera para efectuar un registro, la recibiría con los brazos abiertos, como hizo conmigo la primera vez que estuve aquí. Pero tengo unas fotos de la fiesta que podrían venderse como pornografía en los geriátricos. Todos esos cuerpos avejentados brincando unos encima de otros, cuencos de polvo blanco y gente metiéndoselo por la nariz con un tubito. Por no mencionar un par de imágenes muy claras del escondrijo que hay debajo de su librería.
—Fotografías de adultos practicando el sexo —recitó adoptando repentinamente el tono de un abogado—, varios cuencos en una mesa, que contienen una sustancia desconocida. Bolsas de plástico. No es gran cosa. Y, desde luego, no vale ciento cincuenta mil dólares.
—¿Cuánto cree que vale un asesinato impune?
Entornó los ojos y su rostro cambió para adoptar un aire lobuno, de alimaña. Intentó obligarme a desviar la mirada, pero para mí no fue una contienda. El picor era casi insoportable y contemplar aquella máscara brutal constituía una bienvenida distracción.
—Siga —dijo.
—He hecho tres copias del expediente, he añadido una interpretación a cada una y las he guardado en tres lugares distintos y seguros, junto con las fotografías y un pliego de instrucciones dirigidas a diversos abogados sobre lo que deberán hacer en caso de que muera repentinamente. Antes de copiarlo lo leí entero varias veces. Fascinante.
Parecía calmado, pero su mano derecha lo traicionaba. Había clavado sus descarnados dedos en la tierra y arrancado un puñado de hierba.
—Las generalidades no valen nada —manifestó con un áspero susurro—. Si tiene algo de que decir, dígalo.
—Muy bien —repuse—. Retrocedamos algo más de veinte años, mucho antes de que usted descubriera el timo del gurú. Está sentado tras la mesa de su despacho de Camden Drive. Frente a usted tiene a una apocada mujercilla de nombre Emma, que ha venido a Beverly Hills desde un pueblucho llamado La Vista y le ha pagado cien dólares para hacerle una consulta profesional y privada. Mucho dinero en aquellos días.
»La de Emma es una triste historia, aunque sin duda a usted le parece un melodrama de tercera categoría. Atrapada en un matrimonio sin amor, había buscado consuelo en los brazos de otro hombre, un hombre que le hizo sentir cosas que ella nunca creyó posibles. Fue una aventura sublime, un auténtico refugio, hasta que quedó embarazada de su amante. Dominada por el pánico, ocultó el hecho tanto como pudo y cuando su estado comenzó a hacerse evidente, le dije al marido que el hijo era suyo. El cornudo, exultante de gozo al recibir la noticia, se apresuró a celebrarlo; al verlo descorchar el champaña, ella estuvo a punto de sucumbir a los remordimientos.
»Había considerado la posibilidad de abortar, pero le asustaba demasiado como para optar por ella. Rogó para que el embarazo se interrumpiera espontáneamente, pero no fue así. Usted le pregunta si ha puesto al amante al corriente y ella le responde que no, horrorizada con sólo pensarlo. Es un pilar de la comunidad, un agente de policía que debe hacer respetar la ley y, encima, está casado y su mujer también espera un hijo. ¿Por qué destruir dos familias? Además, hace tiempo que no se ven, lo cual confirma sus sospechas de que para él la relación ha sido principalmente carnal desde el principio. ¿Se siente abandonada? No. Ha pecado y está pagando por ello.
»A medida que el feto crece en su vientre, aumenta también la carga de su secreto. Vive ocho meses y medio en la mentira, hasta que llega un momento en que no puede soportarlo más. Un día que su marido ha tenido que salir del pueblo, toma el autobús y se va a Beverly Hills.
»Ahora está sentada en su despampanante despacho, completamente fuera de su elemento, a sólo semanas de dar a luz, confundida y aterrorizada. Ha reflexionado acerca de sus posibles alternativas durante muchas noches de insomnio y, finalmente, ha tomado una decisión. Quiere abandonarlo todo, quiere un divorcio fácil y rápido, sin explicaciones. Se marchará del pueblo, tendrá el niño por su cuenta, tal vez en México, lo cederá para que sea adoptado y comenzará una nueva vida lejos del escenario de su transgresión. Ha leído acerca de usted en las páginas de una revista del corazón y está convencida de que es la persona idónea para ocuparse del caso.
»Para usted ha quedado claro ya que no va a ser fácil ni rápido, sino más bien complicado. Normalmente, eso no sería óbice para que usted aceptara hacerse cargo, porque los casos complicados son los que proporcionan mayores honorarios. Pero Emma Swope, una persona gris, pueblerina y carente del menor encanto, no pertenecía a la clase de clientes que usted deseaba tener, sobre todo porque no olía a dinero.
»Usted se quedó los cien y la persuadió de que no contratara sus servicios, de que le convenía más acudir al abogado de su localidad. Ella se marchó y usted archivó el asunto y se olvidó.
»Transcurridos unos años, a usted le pegan un tiro en la cabeza y a consecuencia de ello decide cambiar de ocupación. Ha establecido muchas y buenas relaciones con la gente que tiene dinero de verdad, que en Los Ángeles incluye a los traficantes de drogas. No sé si la sugerencia fue suya o de uno de ellos, la cuestión es que usted decide hacer pasta en serio convirtiéndose en intermediario en el tráfico de coca y caballo. El hecho de que eso sea un delito se suma al atractivo que de por sí posee, porque usted se considera una víctima, una persona defraudada por el sistema al que con tanta fidelidad había servido. Distribuir drogas es su manera de joder al sistema, aunque el dinero y el poder que ello proporciona tampoco son de despreciar.
»Para que la empresa funcione con éxito necesitará un lugar próximo a la frontera de México y que sea una buena tapadera. Sus nuevos socios proponen una de las pequeñas poblaciones agrícolas que hay al sur de San Diego: La Vista. Saben de un antiguo monasterio situado en los alrededores del pueblo y que está en venta, un lugar retirado y tranquilo. Están casi decididos, pero necesitan dar con la manera de evitar que la gente del pueblo meta las narices. Usted mira el mapa y algo le viene a la cabeza. La bala no logró destruir su memoria. Y se pone a rebuscar en su archivo. ¿Qué tal lo hago hasta el momento?
—Siga hablando. —Tenía la palma húmeda y verdosa de restregar contra ella la bola que había hecho con la hierba arrancada.
—Investiga un poco y averigua que Emma Swope no acudió a ningún otro abogado. La visita que le hizo había sido producto de un aislado arrebato de rebeldía en su, por lo demás, tímida y pasiva existencia. Volvió a la normalidad, se tragó su secreto y vivió con él, y dio a luz a una preciosa niñita pelirroja que se ha convertido en una alocada adolescente. El amante también sigue ahí, ocupado en mantener la ley y el orden. Pero ya no es un simple agente, sino nada menos que el gran jefazo, el hombre a quien todo el mundo respeta, tal es su influencia en el ánimo de la colectividad. Con él en el bolsillo se acabaron los problemas.
En aquel rostro barbudo y alargado no quedaba traza alguna de serenidad. Se acarició la barba y la tiñó de verde; notó una brizna de hierba entre sus labios y la escupió.
—Personajillos de tres al cuarto con sus despreciables intrigas —gruñó, despectivo—, que se desviven llevados por la ilusión de que su vida tiene algún sentido.
—Usted le envió una copia del expediente y lo invitó a Beverly Hills para charlar, aunque sin excesivo convencimiento, casi suponiendo que haría oídos sordos a sus amenazas o que lo enviaría a la mierda. ¿Qué era lo peor que podía ocurrirle? ¿Un escándalo menor? ¿El retiro anticipado? Pero al día siguiente estaba allí, ¿verdad?
Matías soltó una carcajada. No era un sonido agradable.
—Puntual y radiante con ese ridículo traje de vaquero —repuso asintiendo—. Tratando de hacerse el duro, pero temblando de tal manera que la camisa no le tocaba a la piel al muy imbécil.
Se recreaba con crueldad en aquel recuerdo.
—Usted supo inmediatamente que había dado con algo vital —proseguí—. Claro que no fue hasta el verano siguiente, cuando la muchacha trabajó para usted, que cayó en la cuenta, pero tampoco le hacía falta comprender la razón de aquel temor para sacarle partido.
—Era un patán —dijo Matías—. Un desgraciado.
—Aquel debió de ser un verano interesante —apunté—. Su recién estrenada estructura social amenazada por una niña de dieciséis años.
—Una ninfómana —sentenció con desdén—. Le iban los hombres mayores. Iba tras ellos como un aspirador. Un día la descubrí en la despensa tocándole el clarinete a un viejo de sesenta años. La arranqué de entre las piernas de aquel tipo y llamé a Houten. De la forma en que se miraron deduje por qué el sheriff se había puesto a temblar como una hoja cuando le hablé del expediente. Se había estado tirando a su propia hija sin saberlo. Entonces supe que lo tenía agarrado de las pelotas y para siempre. A partir de ese momento le obligué a prestarme determinados servicios.
—Debió de serle muy útil.
—Sumamente útil —confirmó con una sonrisa—. Antes de las elecciones, cuando la Patrulla Fronteriza se puso dura, iba a México y nos traía el cargamento. Nada como una escolta policial.
—Menudo arreglito ¿eh? —dije—. Valdría la pena conservarlo. A mí esos ciento cincuenta mil me parecerían una ganga.
Cambió el peso de su cuerpo y yo hice lo propio con la posición de mis piernas. Se me había dormido un pie y lo agité un poco para restablecer la circulación.
—Todo lo que he oído hasta el momento son puras suposiciones —dijo con frialdad—. Nada por lo que valga la pena pagar.
—Hay algo más. Hablemos del doctor August Valcroix, un nostálgico de los sesenta y devoto de la ética situacionista. No estoy seguro de cómo llegaron a conocerse ustedes, pero lo más probable es que él distribuyera droga en Canadá y conociera a alguno de sus socios. Se convirtió en uno de sus vendedores y pasó a ocuparse del comercio en el hospital. ¿Qué mejor tapadera que un auténtico médico?
»Según yo lo veo, él podía hacerse con la droga de dos maneras. A veces venía aquí a recogerla, so pretexto de asistir a un seminario, y cuando eso resultaba poco conveniente, usted se la enviaba, que es lo que Graffius y Delilah habían ido a hacer a Los Ángeles el día que visitaron a los Swope. Una visita de cortesía tras una entrega de drogas. Ellos no tuvieron nada que ver con que los Swope se opusieran a que Woody siguiera con el tratamiento o con la desaparición de aquel, por más que Melendez-Lynch se empeñara en ello.
»Como persona Valcroix era bastante poca cosa, pero sabía escuchar a los pacientes y hacer que se le abrieran. Empleaba dicho talento para seducir y, a veces, para curar. Estableció una buena relación con Emma Swope. Era el único que, en contra de la opinión general, la consideraba una persona fuerte. Porque sabía algo de ella que los demás desconocían.
»El que a un niño se le diagnostique cáncer puede alterar los modelos de conducta de una familia. He sido testigo de ello muchas veces. Para los Swope fue una carga abrumadora que convirtió a Garland en un bufón con muchos aires e hizo que Emma se sentara a cavilar sobre el pasado. Sin duda Valcroix la sorprendió en un momento de especial vulnerabilidad. Los remordimientos se reavivaron y él se mostró tan compasivo que ella se lo confesó todo.
»Para cualquier otra persona aquello no habría sido más que otra triste historia que, por su carácter confidencial, no debía airearse. Pero Valcroix advirtió en ella mayores implicaciones. Probablemente, había observado a Houten y se preguntaba por qué se mostraba tan dispuesto a recibir órdenes de usted. Ahora lo sabía. Y no era persona que destacara por su moralidad; la reserva no significaba nada para él. Cuando comenzó a ver comprometido su futuro como médico, vino aquí, le comunicó lo que sabía y exigió un pedazo mayor a la hora de repartir el pastel. Usted fingió concedérselo, lo drogó hasta que se quedó dormido y ordenó a uno de los suyos que lo llevara en su propio coche hasta un lugar a medio camino entre La Vista y Los Ángeles, a los muelles de Wilmington, mientras otro los seguía en un segundo coche. Prepararon el accidente, comprobaron que todo salía según lo planeado y volvieron. El procedimiento es bastante simple: se fija el acelerador a fondo encajando una tabla entre el asiento y el pedal.
—Se ha acercado bastante. —Sonrió—. Utilizamos una rama de manzano. Ante todo, orgánico. Pegó contra la pared a ciento y pico. Barry dijo que el tipo había quedado como una tortilla de tomate. —Se lamió el bigote y me dirigió una mirada dura y significativa—. Era un codicioso.
—Si eso lo dice para asustarme, olvídese. Ciento cincuenta mil y de ahí no bajo.
Dejó escapar un suspiro.
—Los ciento cincuenta mil ya son de por sí un engorro —dijo—, aunque admisible. Pero ¿quién me dice que ahí acabará la cosa? He indagado acerca de usted, Delaware. Era uno de los mejores en su especialidad, pero ahora sólo trabaja esporádicamente, Sin embargo, a pesar de su aparente indolencia, le gusta vivir bien; y es eso, precisamente, lo que me preocupa. Nada alimenta más la codicia que la descompensación entre lo que se tiene y lo que se desea. Un coche nuevo, unas vacaciones en un sitio de moda, la entrada de un condominio en Mammoth y resulta que ha volado todo. Y vuelta a poner la mano.
—Yo no soy codicioso, Matthews, sino un hombre de recursos. Si hubiera investigado a fondo sabría que en determinado momento hice una serie de inversiones que todavía me proporcionan beneficios. Tengo treinta y cinco años y llevo una vida estable, he podido disfrutar de todas las comodidades que deseo sin que para ello me haya hecho falta su dinero y puedo seguir así indefinidamente. Pero me gusta la idea de sacarle los cuartos a un verdadero maestro en este arte y lo hago sin intenciones de repetir. En cuanto tenga el dinero en mis manos no volverá a verme o a oír hablar de mí.
Reflexionó durante unos instantes.
—¿Aceptaría doscientos en coca?
—Ni hablar. En metálico.
Frunció los labios y arrugó el entrecejo.
—Es usted duro de roer, doctor. Tiene el instinto del asesino, que yo admiro en abstracto. Barry se equivocó con usted. Dijo que era asquerosamente honrado. En realidad, es un verdadero chacal.
—Como psicólogo Graffius era un desastre. Nunca supo comprender a la gente.
—Usted tampoco, al parecer. —Se levantó de repente e hizo una seña a los sectarios que oraban en el montículo, los cuales se alzaron todos a un tiempo y marcharon hacia nosotros cual batallón uniformado de blanco.
Me puse en pie de un salto.
—Está cometiendo un error, Matthews. He tomado precauciones por si se producía precisamente esta contingencia. Si a las ocho no estoy en Los Ángeles abrirán los expedientes, uno por uno.
—Es usted un idiota —replicó—. Cuando era abogado, a los tipos como usted me los comía en un abrir y cerrar de ojos. Los psiquiatras eran los más fáciles de asustar. En cierta ocasión, a todo un señor catedrático, le hice mearse en los pantalones. Su ridículo intento de apretarme las clavijas da pena. En cosa de unos minutos me habrá dicho dónde está cada uno de esos expedientes. Barry desea encargarse personalmente del interrogatorio. Opino que es una idea excelente, porque sus ansias de venganza son considerables. Es un indeseable, muy apropiado para esta clase de trabajos. Lo va a pasar muy mal, Delaware. Y en cuanto haya obtenido la información, lo despacharemos. Otro desgraciado accidente.
Los sectarios se aproximaban con andares de robot y aire amenazador.
—Dígales que se detengan, Matthews. No complique aún más las cosas.
—Pero que muy mal —repitió, y les indicó que siguieran acercándose.
Formaron a nuestro alrededor un círculo de rostros inexpresivos. Bocas tensas, miradas vacías, mentes vacías…
Matías me volvió la espalda.
—¿Y si resulta que hay más copias, de las cuales no le he hablado?
—Adiós, doctor —dijo con desprecio, y se apartó de mí.
Los otros le dejaron paso y cerraron filas en cuanto hubo cruzado el círculo. Vi a Graffius. Su endeble cuerpo se estremecía de excitación. Tenía el labio inferior cubierto de baba. Cuando nuestras miradas coincidieron se le contrajo en un gesto de odio.
—Cogedlo —ordenó.
El gigante de barba negra dio un paso hacia delante y me agarró un brazo. Otro hombre grande, corpulento y desdentado me sujetó el otro. Graffius hizo una seña y entre los dos me arrastraron hacia el edificio principal, seguidos de otros veinte de ellos que entonaban un canto fúnebre.
Graffius vino junto a mí y me dio una bofetada en la cara con actitud provocativa. Interrumpiendo su explicación con agudas y jubilosas risitas, me contó los detalles de la fiesta que había preparado en mi honor.
—Tenemos un nuevo alucinógeno que hace que el ácido parezca aspirina infantil a su lado, Alex. Te lo meteré en las venas con un poco de metadrina. Te sentirás como si te estuvieran metiendo en el infierno y sacándote de él una y otra vez.
Tenía muchas otras cosas que anunciarme, pero se las tragó al oír un breve y repentino tableteo que taladró el silencio como un coro de ranas gigantes. La segunda ráfaga fue más larga, el eructo inconfundible de la artillería pesada.
—¡Me cago en…! —exclamó Graffius, con los pelos de la perilla temblándole como filamentos cargados.
La procesión se detuvo.
A partir de aquel momento, todo pareció suceder a cámara rápida.
El cielo estalló en mil truenos. El crepúsculo fue invadido por cuchillas rodantes y luces intermitentes. Un par de helicópteros volaron en círculo sobre nuestras cabezas. Procedente de uno de ellos resonó una voz amplificada.
—Soy el agente Siegel de la Agencia Federal de Narcóticos. Los disparos efectuados han sido de advertencia. Están rodeados. Suelten al doctor Delaware y túmbense boca abajo en el suelo.
El mensaje se repetía sin cesar.
Graffius comenzó a gritar cosas ininteligibles. Los demás sectarios se quedaron clavados mirando al cielo, tan atónitos como los miembros de una tribu primitiva al descubrir un nuevo dios.
Los helicópteros descendieron hasta agitar las copas de los árboles.
El agente Siegel continuaba reiterando su orden. Los sectarios seguían sin cumplirla, no por desafío sino a causa de la conmoción. Uno de los helicópteros proyectó sobre el grupo un potente haz luminoso. Era una luz cegadora. Cuando los sectarios se protegieron la vista comenzó la invasión.
Una multitud de hombres equipados con chalecos antibalas y armas automáticas convergió en el interior del recinto con la silenciosa eficacia de las hormigas soldado.
Un grupo de asaltantes surgió de debajo del viaducto. Instantes después apareció otro por detrás del edificio principal, conduciendo un rebaño de sectarios esposados y cabizbajos. Un tercero llegó de los campos y tomó la iglesia por asalto.
Quise soltarme, pero Barbanegra y Sindientes me tenían sujeto con catatónica firmeza. Graffius me señaló y se puso a gritar y gesticular como un mono anfetamínico. Corrió hacia mí y alzó el puño. Yo lancé una patada con mi pierna derecha y le alcancé con fuerza en el centro de la rótula. Soltó un aullido de dolor y comenzó a bailar sobre un solo pie. Los dos hombretones se miraron con la idiotez pintada en sus rostros, sin saber cómo reaccionar. En cuestión de segundos la decisión dejó de corresponderles.
Estábamos rodeados. Los hombres que habían llegado por el viaducto formaron un anillo concéntrico al círculo de sectarios. Era un grupo heterogéneo —federales, policía estatal, sheriffs y por lo menos un inspector de Los Ángeles al que reconocí—, pero actuaba con la coordinación de una unidad habituada a aquella clase de acciones.
Un guardia hispano con un gran mostacho negro gritó a los detenidos que se tendieran en el suelo. Esta vez el cumplimiento de la orden fue inmediato. Los dos gigantes me soltaron los brazos como impulsados por una señal eléctrica. Me hice a un lado y observé el desarrollo de la operación.
Los policías, a razón de dos guardias por cautivo, obligaban a los detenidos a separar las piernas y los cacheaban. Una vez comprobado que no llevaban armas ocultas, los esposaban, los apartaban del grupo uno a uno, les leían sus derechos y los dejaban bajo la custodia de sus compañeros.
A excepción de Graffius, que fue arrastrado entre dos agentes mientras gritaba y pataleaba, los hombres y mujeres de la Caricia no oponían resistencia. Aturdidos por el miedo y la desorientación, se sometían pasivamente a los procedimientos policiales y se sumaban a los prisioneros formando una alicaída procesión iluminada periódicamente por los focos de los helicópteros.
La pesada puerta del edificio principal se abrió y de ella surgió otro desfile de captores y cautivos. El último en salir fue Matías, rodeado por una falange de agentes. Caminaba con rigidez y barboteaba frenéticamente. De lejos, sus manifestaciones parecían de una rotundidad absoluta, pero el estrépito de los helicópteros impedía oír sus palabras. Claro que tampoco había quién le prestara atención.
Observé su marcha y cuando el recinto recobró la calma volví a notar el calor. Me quité la chaqueta y la arrojé a un lado, y me estaba desabrochando la camisa cuando Milo se aproximó en compañía de un hombre enjuto que bajo el chaleco antibalas vestía traje gris, camisa blanca y corbata negra, y caminaba con porte marcial. Aquella mañana me había parecido adusto, pero de una minuciosidad que infundía confianza. Severin Fleming, Jefe de la Agencia Federal de Narcóticos.
—Una actuación inmejorable, Alex —declaró mi amigo dándome una palmada en la espalda.
—Deje que le ayude con eso, doctor —dijo Fleming despegando la cinta adhesiva que sujetaba la grabadora a mi pecho—. Espero que no le haya resultado demasiado incómodo.
—Pues lo cierto es que casi me vuelvo loco de picor.
—Lo siento. Debe de tener la piel sensible.
—Es un tipo muy sensible, Sev.
Fleming nos concedió una sonrisa y se concentró en comprobar el funcionamiento de la grabadora.
—Todo parece estar en orden —anunció mientras volvía a introducir el aparato en su funda—. En la furgoneta, la recepción del sonido era excelente; nos ha salido una copia de primera calidad. Teníamos con nosotros a un fiscal del Departamento de Justicia y opinaba que hay material de sobras para ponerse a trabajar. Gracias otra vez, doctor. Ya nos veremos Milo.
Nos estrechó la mano a los dos, esbozó un saludo y se alejó con el magnetófono entre sus brazos, sosteniéndolo como si fuera un recién nacido.
—Bueno, otra aptitud que sumar a tus ya numerosas dotes —dijo Milo—. Puedes estar seguro de que Hollywood no tardará en llamar a tu puerta.
—Muy bien, perfecto —repuse al tiempo que me frotaba el pecho—. Llama a mi agente y podemos quedar en el Polo Lounge.
Se echó a reír y comenzó a desabotonarse el chaleco antibalas.
—Me siento como el muñequito de Michelín con esto puesto.
—Estás monísimo.
Nos dirigimos juntos hacia el viaducto. El cielo se había oscurecido y aquietado. Tras la portalada se produjo un rumor de motores que se ponían en marcha. Alcanzamos el puente y caminamos sobre la piedra fresca. Milo alzó una mano, arrancó una uva de la parra que ascendía por la pérgola y se la comió.
—Tu intervención ha sido decisiva, Alex —me comunicó—. Habrían acabado cogiéndolo por lo de las drogas, pero con esa confesión de asesinato se va directo a chirona. Si a eso le añades el palo que le ha caído a Caquitas, se podría decir que ha sido una semana única para el bando de los buenos.
—Estupendo —dije en tono fatigado.
Unos pasos más allá:
—¿Estás bien, compadre?
—Lo estaré en seguida.
—Piensas en el crío, ¿verdad?
Me detuve y nos miramos a los ojos.
—¿Tienes prisa en volver a Los Ángeles? —le pregunté.
Me paso uno de sus robustos brazos por los hombros, sonrió y negó con la cabeza.
—Volver significa zambullirse en una montaña de papeles. Creo que eso puede esperar.