15

Poco después de las doce del mediodía mi Seville se deslizaba por el asfalto de la carretera interestatal. La primera media hora de las dos que duraba el trayecto hasta La Vista se invertía en cruzar la industrializada franja meridional de California describiendo una amplia curva hacia el sur. Durante ese rato conduje entre mataderos y muelles de carga, enormes comercios de automóviles, almacenes de fachada mugrienta y fábricas cuyas chimeneas vomitaban sus emanaciones en un cielo oscurecido por carteles publicitarios. Llevaba las ventanillas cerradas, el acondicionador de aire en marcha y una cassette de Flora Purim en el magnetófono.

En Irvine el panorama cambia súbitamente y quedaba constituido por interminables extensiones de verde: campos de rica tierra oscura, surcados con matemática precisión por hileras esmeralda de plantas de tomates, pimientos, fresas y maíz, todas ellas bañadas por espasmódicos aspersores. Abrí la ventanilla para dejar que penetrara la agradable pestilencia del estiércol. Al cabo de un rato la autopista derivaba hacia la costa y los campos eran substituidos por los opulentos barrios residenciales de Orange County, rebasados los cuales la vegetación quedaba reducida a los matorrales que por espacio de millas crecían en una desolada extensión cercada por vallas de tela metálica y alambre de espino: terrenos del gobierno, que, según se rumoreaba, albergaban instalaciones secretas destinadas a la experimentación con armas atómicas.

A la salida de Oceanside, el tráfico que circulaba en sentido contrario se veía obligado a reducir la velocidad hasta avanzar con extrema lentitud: la Patrulla Fronteriza había instalado un control para localizar inmigrantes ilegales. Agentes uniformados de gris y tocados con sombreros de ala plana observaban atentamente a los ocupantes de cada vehículo, haciendo señal de que siguieran a la mayoría y deteniendo a alguno para llevar a cabo una inspección más minuciosa. El procedimiento tenía un aire de ceremonial que juzgué muy apropiado, pues intentar contener el alud de los que ansiaban la vida próspera era tan factible como querer recoger con un dedal el agua de un chaparrón.

Abandoné la interestatal unas cuantas millas más adelante para dirigirme hacia el este por una autopista que discurría entre restaurantes de comida rápida y gasolineras de autoservicio y de la cual me desvié para tomar una carretera de dos direcciones.

La comarcal ascendía hacia unas montañas veladas por una bruma azulada. Veinte minutos después de haber pasado el cruce no había un solo coche a la vista. Dejé atrás una cantera de granito en donde unas máquinas con apariencia de mantis religiosa hundían sus extremidades en la tierra para extraer grava y rocas, un rancho de caballos y un prado en donde pacían reses Holstein; después, nada. Unos letreros polvorientos proclamaban la construcción de «lujosas urbanizaciones», pero aparte de un proyecto abandonado —los restos destechados de un grupo de casitas arracimadas en una vaguada achicharrada por el sol—, todo era terreno vacío y silencioso.

A medida que crecía la altitud el paisaje ganaba en frondosidad. Naranjales y limoneros rodeados de eucaliptos y una plantación de aguacates precedieron a la aparición de La Vista. El pueblo se alzaba en un valle al pie de las montañas, rodeado de bosques, vagamente alpino. Una mirada momentánea hacia otro lado y habría pasado de largo.

La vía principal de la población era la Avenida Orange y buena parte de ella había cedido terreno a un cercado cubierto de gravilla y ocupado por trilladoras, cosechadoras, excavadoras y tractores cuya inmovilidad provocaba somnolencia en el observador. Uno de los extremos del recinto estaba ocupado por una construcción alargada, baja y con fachada de cristales; sobre la entrada de la misma, un deteriorado cartel de madera anunciaba la venta, alquiler y reparación de todo tipo de maquinaria agrícola.

La calle estaba tranquila y la calzada aparecía bordeada de líneas diagonales. De los espacios para estacionar había pocos ocupados y los que lo estaban albergaban camionetas y turismos anticuados. La señal de límite de velocidad indicaba cuarenta kilómetros por hora. Disminuí la marcha y en punto muerto pasé frente a una mercería, un mercado, un callista de a ocho dólares la visita («no es preciso pedir hora»), una barbería como las de antes y una taberna sin ventanas llamada Erna’s.

El ayuntamiento era un edificio cuadrado de dos pisos, hecho de ladrillo de color rosado y que se hallaría a medio camino según se atravesaba el pueblo. Un caminito pavimentado con cemento dividía en dos un césped cuidado con esmero y flanqueado por esbeltas palmeras y conducía hasta una puerta doble de latón cuyas hojas permanecían abiertas. De dos astas de latón maltratadas por la intemperie pendían sobre la entrada la bandera nacional y la del estado de California.

Estacioné frente al edificio, salí al calor seco de la calle y me encaminé a la puerta. A la izquierda de la jamba y colocada a la altura de los ojos había una placa en conmemoración de los hijos de La Vista muertos en la Segunda Guerra Mundial. Entré a un vestíbulo que contenía un par de bancos de madera y nada más. Busqué un tablero que me indicara la situación de los despachos, no vi ninguno, oí el tecleo de una máquina de escribir y eché a andar en la dirección de donde procedía, acompañado por el eco que mis pasos producían en el corredor vacío. En una vetusta oficina llena de ficheros de madera de roble había una mujer que hacía repiquetear una Royal manual. Tanto ella como la máquina eran de remota hornada. Sobre uno de los ficheros giraba un ventilador eléctrico cuya corriente de aire obligaba a las puntas de los cabellos de la mujer a un bailoteo constante.

Carraspeé y ella levantó la vista, alarmada, pero luego me sonrió y cuando yo le pregunté dónde podía encontrar el despacho del sheriff, me indicó unas escaleras que llevaban al primer piso.

Al final de las escaleras había una diminuta sala de tribunal que tenía aspecto de no haber sido utilizada en mucho tiempo. La palabra SHERIFF aparecía pintada en letras negras y brillantes sobre un fondo verde. La flecha que había bajo el rótulo señalaba hacia la derecha.

Los representantes de la ley en La Vista tenían su cuartel general en una pequeña habitación oscura que contenía dos mesas de madera, una centralita radiotelefónica sin nadie específicamente a su cargo y un teletipo mudo e inmóvil. Un gran mapa de la zona cubría una de las paredes. Varios carteles referentes a individuos buscados por la ley y un armero bien pertrechado completaban la decoración. En el centro de la pared posterior había una puerta de metal con una ventanilla de vidrio grueso y armado.

El hombre de uniforme beige que estaba sentado tras una de las mesas parecía demasiado joven para ser policía: mejillas sonrosadas y carnosas, flequillo castaño y ojos cándidos de color avellana. Pero era la única persona que había allí, y según su tarjeta de identificación se trataba del agente W. Bragdon. Estaba leyendo una publicación sobre agricultura y cuando entré, levantó la vista y me observó con mirada de poli: cauta, analítica e inherentemente desconfiada.

—Soy el doctor Delaware y vengo a buscar al doctor Melendez-Lynch.

W. Bragdon se puso en pie, se alzó un poco el cinturón de su pistolera y desapareció tras la puerta de metal. Cuando volvió, lo hizo acompañado por un hombre de unos cincuenta años que parecía salido de una tela de Remington.

Era bajo y de piernas arqueadas, pero ancho de hombros y fuerte como un toro, y caminaba con un cierto pavoneo. Sus pantalones, impecablemente planchados, eran de la misma tela de color tabaco que los del agente; la camisa, verde a cuadros y abotonada con perlas de bisutería. Se cubría la cabeza con un Stetson rígido y de ala ancha que llevaba bien calado en su alargado cráneo. La confección de sus prendas de vestir confirmaban la vanidad que todo él sugería: camisa y pantalones habían sido cortados para adaptarse perfectamente a un físico en plena forma.

Bajo el sombrero y delimitando unas sienes estrechas aparecía el cabello cortado al rape. De la nariz, fuerte y aguileña, brotaba un bigote espeso y gris cuyas guías le caían sobre las comisuras de los labios.

Me atrajeron sus manos, sorprendentemente gruesas y grandes. Una descansaba en la culata de un Colt 45 de cañón largo alojado en una pistolera labrada a mano y la otra estaba tendida hacia mí.

—Doctor —dijo con voz suave y profunda—, soy el sheriff Raymond Houten.

Fue un apretón firme, pero él no había hecho presión: un hombre muy consciente de su fuerza.

—Walt —dijo volviéndose hacia Bragdon, y el agente de rostro aniñado me dirigió otra mirada inquisitiva y regresó a su mesa—. Pase, doctor.

Al otro lado de la diminuta ventanilla había tres metros de corredor. A la izquierda quedaba una puerta metálica provista de cerradura y a la derecha, el despacho: una habitación de techo alto, con luz abundante e impregnada de olor a tabaco.

Se sentó tras una antigua mesa y me indicó un deteriorado sillón de cuero para que yo hiciera lo mismo. Luego se descubrió y lanzó el Stetson a un perchero hecho de cuernos de alce.

Después de ofrecerme un cigarrillo de un paquete de Chesterfield y abstenerme yo de aceptarlo, encendió uno, se retrepó en su asiento y miró por una amplia ventana salediza desde la que se dominaba la Avenida Orange. Sus ojos siguieron el avance de un camión articulado que transportaba productos agrícolas. Antes de hablar, esperó a que el enorme vehículo se perdiera de vista.

—¿Es usted psiquiatra?

—Psicólogo.

Sostuvo el cigarrillo entre el pulgar y el índice y dio una chupada.

—Y ha venido aquí en calidad de amigo del doctor Lynch, no como profesional.

—Exactamente.

—Le llevaré a verlo en cuestión de un minuto, pero antes quiero advertirle que a su amigo parece que lo haya cogido una cosechadora. Y no se lo hicimos nosotros.

—Comprendo. El inspector Sturgis me dijo que el doctor había iniciado una pelea con miembros de la Caricia y que llevó la peor parte.

Bajo el bigote, los labios de Houten se fruncieron en una mueca.

—Eso lo resume más o menos. Según tengo entendido, el doctor Lynch es un hombre eminente —dijo en tono escéptico.

—Es un especialista de renombre internacional en el campo del cáncer infantil.

Otra mirada por la ventana. Reparé en el diploma que colgaba de la pared frente a la cual me hallaba. Se había licenciado en criminología por una de las universidades del estado.

—Cáncer. —Pronunció la palabra con suavidad—. Mi mujer lo tuvo hace diez años. Antes de matarla, la devoró como lo habría hecho un animal salvaje. Los médicos no quisieron decirnos nada. Se estuvieron escudando en su jerga hasta el final.

Su sonrisa fue espantosa.

—Sin embargo —prosiguió—, no recuerdo a ninguno como el doctor Lynch.

—Es un hombre muy suyo, sheriff.

—Parece que pierde los estribos con facilidad. ¿Qué es? ¿Guatemalteco?

—Cubano.

—Viene a ser lo mismo: temperamento latino.

—Lo que ha hecho aquí no es propio de él. Que yo sepa, nunca ha tenido problemas con la justicia.

—Ya lo sé, doctor. Consultamos el ordenador. Por esa razón estoy dispuesto a ser benévolo y soltarlo sólo con una multa. Me ha dado motivos suficientes para retenerlo aquí bastante tiempo: allanamiento de morada, amenaza, agravio doloso, obstrucción a la justicia… Por no mencionar los desperfectos que produjo en esa puerta con su coche. Pero el juez no viene por aquí hasta el invierno y habría que trasladar a su amigo a San Diego. Resultaría complicado.

—Le agradezco su buena voluntad y voy a entregarle un cheque por todos los daños.

Asintió, apartó el paquete de tabaco y descolgó el teléfono.

—Walt, redacta las multas del doctor Lynch e incluye el presupuesto de la puerta… No hace falta; el doctor Delaware pasará ahora a pagarlo. —Una mirada en mi dirección—. Acéptale el cheque. Parece un hombre honrado.

—Será una suma considerable —añadió cuando hubo colgado—. Su amigo creó un montón de problemas.

—La noticia del asesinato de los Swope debió de trastornarlo.

—Eso nos trastornó a todos, doctor. En este pueblo viven mil novecientas siete personas, sin contar a los inmigrantes. Todo el mundo se conoce. Ayer izamos la bandera a media asta. Saber que Woody estaba enfermo nos sentó a cada uno como una patada en el estómago.

El sol había cambiado de posición y ahora bañaba la oficina. Houten entornó los párpados. Sus ojos desaparecieron entre un ramillete de patas de gallo.

—Según parece, al doctor Lynch se le ha metido en la cabeza que los hijos Swope están aquí, en el Retiro —dijo expectante. A mí me dio la impresión de que me estaba poniendo a prueba e hice que su intento se volviera contra él.

—Y a usted eso le parece totalmente fuera de lugar.

—Ya puede apostar a que sí. Esos de la Caricia pueden ser…, originales…, pero no son criminales. Cuando la gente se enteró de quién había comprado el monasterio se armó un revuelo tremendo. Yo tenía que hacer de Wyatt Earp y echarlos del pueblo. —Esbozó una sonrisa somnolienta—. La gente del campo no siempre capta los aspectos más delicados del procedimiento que conviene emplear; por eso yo me vi obligado a instruir un poco a mis vecinos. El día que la comunidad llegó al pueblo para trasladarse a vivir al monasterio fue como si hubiera llegado un circo. Todo el mundo señalándolos o mirándolos boquiabiertos.

»Ese mismo día yo fui allí para charlar con el señor Matías y darle una lección de sociología. Le dije que lo mejor que podían hacer era procurar no destacar demasiado, frecuentar los comercios del pueblo y hacer contribuciones a la parroquia de forma regular.

Era precisamente la estrategia que Seth Fiacre había descrito.

—Llevan aquí tres años y ni siquiera ha habido que ponerles una multa de tráfico. La gente se ha acostumbrado a ellos. Yo voy por allí cuando me place, para que todo el mundo se dé cuenta que tras esas puertas no se cuece nada raro. Siguen siendo tan extraños como cuando llegaron, pero eso es todo. Extraños, no criminales. Si llevaran a cabo actividades delictivas, yo lo sabría.

—¿Cabe la posibilidad de que Woody y Nona estén en algún otro lugar de estos alrededores?

Encendió otro cigarrillo y me miró con frialdad.

—Esos niños crecieron aquí. Jugaban en los campos y exploraban los caminos, y nunca les pasó nada malo. Un solo viaje a su gran ciudad ha bastado para que todo cambiara. Un pueblo es como una familia, doctor. Nosotros no nos asesinamos mutuamente ni secuestramos a los hijos de nuestros vecinos.

De su experiencia y conocimientos debería haber aprendido que la familia es el caldo de cultivo de la violencia. Pero no dije nada.

—Hay otra cosa que quiero que sepa, para que se la pueda transmitir al doctor Lynch. —Se puso en pie y fue a colocarse frente a la ventana—. Esto es como una pantalla gigante de televisión. El programa se llama La Vista. A veces es un melodrama y otras, una comedia. De vez en cuando hay acción y aventura. Pero salga lo que salga en el programa, yo lo miro cada día.

—Comprendo.

—Estaba seguro, doctor.

Recobró su sombrero y se lo puso.

—Vamos a ver cómo anda el especialista de renombre internacional.

La cerradura respondió ruidosamente cuando Houten hizo girar la llave. Al otro lado de la puerta había tres celdas seguidas. Me hicieron pensar en las habitaciones de Corriente Laminar. El ambiente era caluroso y húmedo, y apestaba a olor corporal y a soledad.

—Está en la última —dijo Houten.

Seguí el taconeo de sus botas al avanzar por el oscuro pasillo.

Raúl estaba sentado en un banco de metal atornillado a la pared, con la vista fija en el suelo. La celda era una habitación cuadrada de unos dos metros de lado y contenía un catre, adosado también a la pared y cubierto por una colchoneta sucia, un retrete sin tapadera y un lavabo de cinc. Por cómo olía se adivinaba que la higiene del retrete no era la ideal.

Houten abrió la puerta y entramos.

Raúl levantó la vista de un solo ojo. El otro estaba amoratado y cerrado por la hinchazón. Bajo la oreja izquierda se le había formado una costra de sangre seca y tenía el labio partido. A su camisa de seda blanca le faltaban varios botones y pendía abierta, a sus costados, dejando al descubierto el pecho fofo y velludo de su propietario y la magulladura que este había sufrido en la caja torácica. Una de las mangas había sido desgarrada por la costura y colgaba de ella cual vestigio de la refriega. Le habían despojado del cinturón, de la corbata y de los cordones de los zapatos. La imagen de sus zapatos de piel de cocodrilo embarrados y con la lengua sobresaliendo hacia adelante me resultó especialmente patética.

Houten percibió mi expresión y dijo:

—Quisimos lavarlo, pero empezó a armar jaleo y lo dejamos correr.

Raúl murmuró algo en español. Houten me miró con el semblante de un padre enfrentado a un hijo que hubiera cogido un berrinche.

—Puede irse, doctor Lynch —anunció—. El doctor Delaware lo llevará a casa. Puede alquilar una grúa para que le remolque el coche hasta Los Ángeles o dejarlo aquí para que se lo arreglen. Zack Piersall sabe de coches extran…

—No pienso irme —le espetó Raúl.

—Doctor Lynch…

—Es Melendez-Lynch, y su deliberado descuido no me intimida. No me iré hasta que sepa la verdad.

—Doctor, está usted en situación de meterse en muchos y serios problemas. Voy a dejarle ir sólo con unas multas para facilitarnos las cosas a todos. Estoy seguro de que ha tenido que soportar usted mucha tensión…

—¡No me venga con esos aires protectores, sheriff! ¡Y deje de encubrir a esos canallas asesinos!

—Raúl… —dije yo.

—No, Alex. Tú no lo entiendes. Esta gente no puede ser más obtusa. Ni aunque el árbol del conocimiento hubiera brotado frente a su puerta habrían sido capaces de recoger sus frutos.

Houten movió los brazos como si ello le sirviera para armarse de paciencia.

—Quiero que se vaya de mi pueblo —dijo sin alzar la voz.

—No me iré —insistió Raúl, asiendo el banco con ambas manos para demostrar su intransigencia.

Sheriff —intervine—, déjeme hablar con él a solas.

Houten se alzó de hombros, abandonó la celda y me encerró en ella. Se alejó, y cuando la puerta de metal se cerró tras él, me volví hacia Raúl.

—¡Pero ¿se puede saber qué te ocurre?!

Para responderme, se puso en pie y agitó el puño ante mi rostro.

—¡No me largues sermones, Alex! —gritó.

Yo me eché hacia atrás de forma instintiva. Él se quedó mirando su mano alzada, la dejó caer a un costado y farfulló una disculpa, mientras se volvía a sentar con aire abatido.

—¿Quieres decirme qué fue lo que te hizo intentar invadir ese sitio por ti solo? —le pregunté.

—Sé que están ahí adentro —replicó jadeante—. Tras esas puertas. ¡Lo presiento!

—¿Y convertiste el Volvo en carro de asalto por un presentimiento? ¿Recuerdas cuándo considerabas la intuición «otra farsa para débiles mentales»?

—Esto es distinto. No querían dejarme entrar. ¡Si eso no es una prueba de que están ocultando algo, ya me dirás lo que es! —Descargó su puño sobre la palma de la otra mano—. Pienso entrar ahí de algún modo y revolver ese sitio hasta que los encuentre.

—Eso es una locura. ¿Qué hay en lo de los Swope que ha sido capaz de convertirte en un camorrista?

Se cubrió el rostro con las manos.

Me senté a su lado y le pasé un brazo por los hombros. Estaba empapado de sudor.

—Anda, salgamos de aquí —le insté.

—Alex —comenzó a decir con voz ronca, echándome un aliento acre y fuerte—, la oncología es una especialidad para los que están dispuestos a aprender a perder decorosamente. No a amar el fracaso o a aceptarlo, sino a sufrirlo con dignidad, como si se tratara de un deber. ¿Sabes que fui el primero de mi clase en la facultad?

—No me sorprende.

—Pude escoger residencia. Muchos oncólogos pertenecen a la flor y nata de la medicina. Y sin embargo, nos enfrentamos al fracaso cada día de nuestras vidas.

Se puso en pie trabajosamente, se acercó a la reja y comenzó a pasar las manos arriba y abajo por la oxidadas barras.

—El fracaso —repitió—. Pero los éxitos son especialmente gratos, porque constituyen la salvación y reconstrucción de una vida. ¿Qué otra cosa hay capaz de crear mayor sensación de omnipotencia, eh, Alex?

—Llegarán muchos más éxitos —le aseguré—, y tú lo sabes mejor que nadie. ¿Recuerdas las palabras que solías dirigir a la junta de patrocinadores, las diapositivas de todos esos críos curados? Este fracaso puedes permitírtelo.

Se volvió y me dirigió una mirada colérica.

—Por lo que a mí respecta, ese niño está vivo. Y no cambiaré de opinión hasta que no vea su cadáver.

Intenté replicar, pero me interrumpió.

—No escogí este campo por sensiblería; no se me murió de leucemia ningún primo favorito ni a ninguno de mis abuelos lo devoró el carcinoma. Me hice oncólogo porque la medicina es la ciencia, y el arte, de luchar contra la muerte. Y el cáncer es la muerte. Desde que, siendo estudiante, vi por primera vez esas células monstruosas, primitivas y malignas a través del microscopio, esa obsesión se apoderó de mí. Y entonces supe cuál iba a ser la labor de mi vida.

Tenía la frente perlada de sudor. Sus ojos de color café brillaron y su mirada vagó por la celda.

—No pienso rendirme —afirmó desafiante—. Sólo la conquista de la muerte, amigo mío, permite vislumbrar la inmortalidad.

Atrapado como estaba en su exaltada forma de ver el mundo, resultaba inalcanzable; obsesivo y quijotesco, se empeñaba en negar lo más probable: que Woody y Nona estuvieran muertos, sepultados bajo el movedizo estiércol que abonaba la ciudad.

—Deja que la policía se encargue de esto, Raúl. Mi amigo tiene previsto venir pronto por aquí. Él se encargará de las averiguaciones.

—La policía —dijo con desprecio—. Pues sí que han hecho gran cosa. Pandilla de burócratas. Mentes mediocres estrechas de miras, como la de ese vaquero estúpido de ahí fuera. Dime, ¿por qué no están aquí ahora mismo? Cada día que pasa es crucial para ese niñito. Pues porque no les importa, Alex. Para ellos se trata de otra estadística más. ¡Para mí, no!

Y cruzó los brazos como para apartar de sí la indignidad de su confinamiento, ignorante de su lastimoso y desastrado aspecto.

Yo era de la opinión desde hacía tiempo de que un exceso de sensibilidad era algo que podía tener consecuencias nefastas, demasiada perspicacia nociva por derecho propio. Las personas más aptas para sobrevivir —hay estudios que lo demuestran— son aquellas a las que les ha sido otorgada una desmesurada capacidad para negar. Y seguir adelante después.

Y Raúl seguiría adelante hasta caer exhausto.

Siempre me había parecido algo maníaco. Quizá tanto en el fondo como Richard Moody, pero mejor dotado intelectualmente, con lo que el exceso de energía se canalizaba de forma honorable, por el bien de la sociedad.

En aquel momento de su vida habían convergido demasiados fracasos: el rechazo del tratamiento por parte de los Swope, lo cual, puesto que vivía intensamente su trabajo, había interpretado como un rechazo de sí mismo, una herejía de la peor especie; el rapto de su paciente —humillación y pérdida de control—; y ahora, la muerte, el insulto definitivo.

El fracaso lo hacía ser irracional.

Yo no podía dejarlo allí, pero no sabía cómo sacarlo.

Antes de que ninguno de los dos pronunciara una palabra, el sonido de unos pasos que se aproximaban puntuó el silencio. Llaves en mano, Houten miró al interior de la celda.

—¿Dispuestos, caballeros?

—No he tenido suerte, sheriff.

La noticia hizo que se acentuaran las arrugas que le rodeaban los ojos.

—¿Decide quedarse con nosotros, doctor Melendez-Lynch?

—Hasta que encuentre a mi paciente.

—Su paciente no está aquí.

—Yo creo que sí.

Houten tensó los labios al tiempo que entornaba los párpados.

—Haga el favor de salir, doctor Delaware.

Dio vuelta a la llave, abrió la puerta tan sólo un resquicio y vigiló atentamente a Raúl mientras yo me deslizaba a través de aquel.

—Adiós, Alex —dijo el oncólogo con solemnidad de mártir.

—Si cree que estar preso es divertido señor mío, va usted a enterarse de que no es así —advirtió Houten con voz entrecortada—. Se lo prometo. Entretanto, voy a proporcionarle un abogado.

—Me niego a aceptar asesoramiento jurídico.

—Pues se lo proporcionaré igualmente, doctor. Mientras usted esté aquí adentro todo se hará según dictan las ordenanzas.

Giró sobre sus talones y salió con paso sonoro.

Mientras avanzaba por el pasillo vislumbré por última vez a Raúl entre los barrotes. No había ninguna razón de peso por la que pudiera sentirme desleal, pero así era.