12
Telefoneé a la Universidad de California para hablar con el profesor Seth Fiacre, un psicólogo social que había estado estudiando las sectas durante varios años y de quien había sido compañero de clase.
—Hola, Alex —me saludó, animado como siempre—, acabo de llegar de Sacramento. Sesiones del Senado. Como para atontar a cualquiera.
Recordamos viejos tiempos y a continuación le expliqué el motivo de mi llamada.
—¿La Caricia? Incluso me sorprende que hayas oído hablar de ellos. Son poco conocidos y no hacen proselitismo. Viven en un sitio llamado el Retiro, un antiguo monasterio, cerca de la frontera mexicana.
—¿Qué sabes de su dirigente, de Matías?
—El Noble Matías. Antes era abogado y se llamaba Norman Matthews.
—¿En qué estaba especializado?
—No lo sé, pero lo que fuera le salía a cuenta: Beverly Hills.
De abogado a gurú; parecía una metamorfosis inverosímil.
—¿Y por qué el cambio de vida? —pregunté.
—No lo sé, Alex. La mayoría de líderes carismáticos afirman haber tenido una especie de visión cósmica, por lo general, tras haber pasado por un trauma. La típica historia de la voz en el desierto. Tal vez se quedó sin gasolina en el Mojave y vio a Dios.
Me hizo reír.
—Ojalá pudiera decirte más, Alex. Dado lo reducido del grupo, que quizás alcance los sesenta miembros, no han atraído excesivamente la atención. Y como ya te he dicho, no salen a predicar y a convertir, luego es probable que continúen siendo pocos. Que eso cambie o no si la atrición de la gente aumenta es algo que queda por ver. Sólo hace cuatro años que se constituyó la comunidad. Otra característica desacostumbrada es que la mayoría de sus miembros son de mediana edad. Los grupos que buscan adeptos suelen hacerlo entre los jóvenes. En términos prácticos, la forma de proceder de esta secta excluye la posibilidad de intervención de los padres de sus miembros.
—¿Son naturistas?
—Probablemente, como la mayoría de las sectas, ya que eso forma parte del rechazo de los valores de la sociedad. Pero, que yo sepa, no están obsesionados por ello, si es eso lo que quieres decir. Yo creo que su interés se centra más en cubrir sus necesidades inmediatas cultivando sus alimentos y confeccionando su ropa, como las primitivas comunidades utópicas: Oneida, Efrata, Nueva Armonía… ¿Puedo preguntarte a qué viene este interés?
Le expliqué la decisión de los Swope de interrumpir el tratamiento de Woody y la posterior desaparición de la familia.
—¿Te parece que ese grupo podría estar involucrado en algo así, Seth?
—No lo creo. Son gente aislada, y desafiar a la clase médica no les acarrearía más que intromisiones.
—Visitaron a la familia —le recordé.
—Pero si tenían intenciones subversivas, ¿por qué hacerlo tan públicamente? Has dicho que esa familia vivía cerca del Retiro.
—Según tengo entendido.
—Entonces puede que sus intenciones fueran las de cualquier buen vecino. En un sitio pequeño como La Vista es seguro que buena parte de la gente del pueblo desconfía de la gente rara, y la gente rara pero lista se preocupa especialmente de mostrarse afable. Es una buena estrategia para poder sobrevivir.
—Hablando de supervivencia, ¿de qué vive la comunidad, económicamente hablando?
—Supongo que de las contribuciones de sus miembros. Por otra parte, Matthews era rico. Podría estar financiándolo todo sólo por cuestiones de poder y prestigio. Si de verdad se procuran ropa y comida sin tener que recurrir a nadie, los gastos generales no pueden ser tan elevados.
—Una cosa más, Seth. ¿Por qué se hacen llamar la comunidad de la Caricia?
—No tengo la menor idea —repuso sinceramente—. Me parece que voy a poner a uno de mis estudiantes graduados a trabajar en eso.
Mal Worthy me llamó más tarde ese mismo día.
—Al parecer, a la señora Moody no le llegó una rata porque su marido le tenía preparadas cosas mejores y mayores. Esta mañana ha encontrado un perro destripado colgado por las entrañas del tirador de su puerta. También lo habían castrado y le habían metido los huevos en la boca.
La repugnancia que sentí me hizo permanecer en silencio.
—Vaya tipo, ¿eh? Y además de eso, logró hablar por teléfono con su hijo, desafiando la orden judicial, y le dijo que escapara. El chico obedeció y tardaron siete horas en encontrarlo. Dieron con él ayer por la noche; estaba vagando por el estacionamiento de no se qué paseo, a unos ocho kilómetros de su casa. Según parece, creía que su padre iba a ir a recogerlo para llevárselo consigo, pero por allí no aparecía nadie y el pobre estaba terriblemente asustado. No hace falta que te diga que Darlene está como loca. Te he llamado para pedirte que veas a los niños, más que nada por cuestión de salud mental.
—¿Vieron al perro?
—Gracias a Dios, no. Su madre se apresuró a limpiarlo todo. ¿Cuándo podrías verlos?
—No tendré acceso al despacho hasta el sábado. —Yo había alquilado parte de la suite que un colega mío tenía en el Brentwood para llevar a cabo exámenes en calidad de forense, pero sólo podía utilizarla los fines de semana.
—Puedes hacerlo aquí. Sólo hace falta que digas cuándo.
—¿Podrías tenerlos allí dentro de un par de horas?
—Eso está hecho.
El bufete de Trenton, Worthy y La Rosa se hallaba en el ático de un elegante edificio situado en la intersección de Roxbury y Wilshire. Mal, resplandeciente con su traje de seda y lana azul marino de Bijan, estaba en la sala de espera para recibirme en persona y me informó que la sesión tendría lugar en su despacho. Yo lo recordaba como una habitación cavernosa de paredes oscuras, con una mesa de forma indefinida y tamaño exagerado que parecía una pieza de escultura moderna, reproducciones de angulosas obras abstractas que colgaban del revestimiento de madera y estantes llenos de objetos decorativos caros y frágiles. No era el escenario ideal para una sesión terapéutica, pero si no había más remedio…
Cambié la disposición de algunas sillas y aparté uno de los extremos de la mesa para crear en el centro de la estancia un espacio apto para jugar. Abrí la maleta y fui depositando sobre la mesa varias hojas de papel, lápices, ceras, muñecos y una casa de muñecas portátil. Luego acudí a buscar a los niños Moody.
En la biblioteca me esperaban Darlene, Carlton Conley y los niños, a quienes su madre había vestido como para ir a misa.
April, la niñita de tres años, lucía un vestido de tafetán blanco, calcetines con dobladillo de encaje y sandalias de charol del mismo color. Con su rubio cabello recogido en una trenza y adornado con un lacito, estaba acurrucada en el regazo de su madre, medio dormida, acariciándose una costra que tenía en la rodilla y con el pulgar de la otra mano metido en la boca.
Su hermano iba ataviado con una camisa vaquera de color blanco, pantalones de pana marrones con las vueltas a la vista, corbata de pinza y zapatos negros abrochados con cordones. Le habían lavado la cara insistentemente y peinado el cabello negro en un intento infructuoso de poner orden en él. Parecía sentirse tan desdichado con aquella vestimenta como cualquier niño de nueve años lo estaría de hallarse en su misma situación. Se volvió hacia otro lado nada más verme.
—Ricky, no seas maleducado —le amonestó su madre—. Saluda al doctor y sé amable con él. Hola, doctor.
—Hola, señora Moody.
El chiquillo se metió las manos en los bolsillos con brusquedad y frunció el ceño.
Conley se levantó de la silla que ocupaba junto a la mujer me dio la mano con el rostro contraído en una sonrisa de embarazo. La juez estaba en lo cierto. Salvo en la estatura, pues era notablemente más alto, su parecido con el hombre al que reemplazaba era sorprendente.
—Doctor —dijo con voz débil.
—Hola, señor Conley.
April se agitó, abrió los ojos y me sonrió. Había sido la más fácil de tratar durante la primera entrevista, una niña expresiva y feliz. Por su condición de mujer, Moody le había prestado muy poca atención, pero así como ella se había librado del destructivo amor de su progenitor, Ricky, el favorito de aquel, había sufrido las consecuencias del mismo.
—Hola, April.
Tras dedicarme un breve parpadeo, escondió un poco el rostro y emitió una risita; una coqueta nata.
—¿Recuerdas los juguetes de la última vez?
Asintió y dejó escapar otra risita.
—Pues los he traído conmigo. ¿Te gustaría volver a jugar con ellos?
Miró a su madre para solicitar permiso.
—Ya puedes ir, cielo.
La niñita abandonó el regazo de su madre y me tomó de la mano.
—Hasta dentro de un rato, Ricky —le dije al hosco muchachito.
Estuve veinte minutos con April, dedicado principalmente a observar cómo manipulaba los diminutos habitantes de la casa de muñecas. Jugaba de forma organizada y estructurada, y relativamente despreocupada. Aunque representó varios episodios de conflicto matrimonial siempre se mostró capaz de resolverlos haciendo que el padre abandonara a la familia, a partir de lo cual esta vivía feliz y contenta. En su mayor parte, las escenas que concebía transmitían esperanza y determinación.
La hice hablar de la situación que vivían en casa y observé que su comprensión de lo que sucedía era la adecuada para una niña de su edad. Papá estaba enfadado con mamá y mamá estaba enfadada con papá, así que ya no seguirían viviendo juntos. Sabía que no era culpa suya o de Ricky y apreciaba a Carlton.
Todo se correspondía con las conclusiones que yo había extraído de la primera visita. Ya entonces la niña había dejado traslucir poca ansiedad ante la ausencia de su padre y dado muestras de estar tomando cariño a Conley. Cuando le pregunté acerca del amigo de su madre, su rostro se iluminó.
—Carlton es más bueno, doctor Alec. Me llevó al zoo. Y vimoz la cirafa, y el cocodilo… —dijo enarcando las cejas, llevada por la viveza del recuerdo.
Continuó haciendo elogios a su nuevo amigo y yo rogué para que la cínica profecía de la juez Severe no se cumpliera. Yo había visto innumerables casos de niñas a quienes la torturada relación entre sus padres y ellas o la ausencia total de la misma había acarreado tal menoscabo psíquico que su posterior situación en el juego de las relaciones era de franca desventaja. Aquel primor merecía mejor suerte.
Cuando hube observado lo bastante para convencerme de que su estado era razonablemente bueno, la llevé de vuelta con su madre. Una vez allí, la niña se puso de puntillas y extendió sus bracitos. Yo me incliné para que me besara en la mejilla.
—Adióz, doctor Alec.
—Adiós, cielo. Si alguna vez quieres hablar conmigo, díselo a mamá y ella te ayudará a llamarme.
Mi joven paciente manifestó su conformidad y trepó de nuevo al mullido refugio materno.
Ricky se había apartado del grupo y se hallaba en un rincón, de pie frente a una ventana y con la vista fija en el exterior. Me acerqué a él y le puse la mano en el hombro.
—Sé muy bien que te fastidia tener que hacer esto —le dije en voz baja, para que sólo él pudiera oírlo.
Por toda respuesta echó hacía adelante el labio inferior, atiesó el cuello y cruzó los brazos sobre el pecho. Sin dejar de sostener a April, Darlene se puso en pie y comenzó a decir algo, pero yo le indiqué con un ademán que se abstuviera.
—Debe de ser muy duro para ti no ver a tu padre —añadí.
Permaneció firme como un infante de marina, esforzándose por mostrarse inflexible.
—He oído decir que te escapaste de casa.
No hubo respuesta.
—Debió de ser toda una aventura.
Un esbozo de sonrisa jugueteó con sus labios y desapareció.
—Sabía que tenías buenas piernas, Ricky, pero eso de andar ocho kilómetros tú solo es una verdadera hazaña.
La sonrisa volvió a aparecer y esta vez se mantuvo un poco más.
—¿Viste algo interesante?
—Mmm…
—¿Por qué no me lo explicas?
Volvió la vista hacia el grupo.
—Aquí no —dije para tranquilizarlo—. Vamos a otra habitación. Podemos dibujar y jugar como la última vez, ¿qué te parece?
Volvió a fruncir el ceño, pero me siguió.
El despacho de Mal lo asombró de tal forma que lo tuvo que recorrer varias veces para saciar su curiosidad.
—¿Habías visto alguna vez un sitio como este?
—En una película.
—¿Sí? ¿En qué película?
—Era una de unos malos que querían hacerse los amos del mundo y tenían una oficina con lásers y cosas así que se parecía mucho a este sitio.
—El cuartel general de los malos ¿eh?
—Sí.
—¿Tú crees que el señor Worthy es malo?
—Mi padre dice que sí.
—¿Te dijo si alguien más lo era también?
Adoptó una expresión de intranquilidad.
—¿Como yo, por ejemplo, y el doctor Daschoff? —insistí.
—Sí.
—¿Comprendes por qué tu padre dijo eso?
—Porque está furioso.
—Exacto. Está furioso de verdad. Y no por algo que tú o April hayáis hecho, sino porque no quiere que tu madre y él se divorcien.
—¡Sí —exclamó con repentina agresividad—, todo es culpa de ella!
—¿Lo de divorcio?
—¡Sí! ¡Ella lo echó de casa y la casa la paga él!
Le hice tomar asiento y lo imité tras haber colocado una silla frente a la suya.
—Ricky, siento mucho que todo sea tan triste —le dije apoyando ambas manos en sus hombritos—. Yo sé que tú quieres que tu padre y tu madre vuelvan a vivir juntos, pero eso no va a ser así. ¿Recuerdas que siempre estaban peleando?
—Sí, pero cuando dejaban de pelear lo pasábamos muy bien.
—Y a ti te alegraba ¿verdad?
—Sí.
—Pero luego las peleas empezaron a ser cada vez peores y dejasteis de pasarlo bien.
Respondió con un asentimiento.
—El divorcio es algo terrible —dije yo—. Es como si todo se derrumbara.
Apartó la vista.
—Es lógico que estés enfadado, Ricky. Yo también lo estaría si mis padres se fueran a divorciar. Pero lo que no está bien es escaparse, porque si lo haces podrían hacerte daño.
—Mi padre cuidará de mí.
—Ricky, sé que quieres mucho a tu padre, y debes hacerlo. Un padre es alguien muy especial y aun después de un divorcio tiene que poder estar con sus hijos. Yo espero que algún día tu padre pueda verte muchas veces y llevarte a sitios y hacer cosas divertidas contigo… Pero en estos momentos, y esto que voy a decirte es muy triste, no me parece una buena idea que pase mucho rato contigo y con April. ¿Comprendes por qué?
—¿Porque está enfermo?
—Exacto. ¿Sabes qué clase de enfermedad tiene?
Rumió la respuesta durante unos instantes.
—¿Una que le pone furioso?
—En parte, sí. Tu padre se pone furioso o muy triste o muy contento de repente, a veces sin que haya una buena razón para ello. Y cuando se enfurece, puede llegar a hacer cosas que están mal hechas, como pelearse con alguien. Eso podría ser peligroso.
—¡Huy sí! ¡Podría pegarle una paliza a alguien!
—Es verdad, pero eso sería peligroso para la persona a quien pegara. Y, sin querer, podría haceros daño a ti y a April ¿entiendes?
Un asentimiento con gesto enfurruñado.
—Yo no digo que vaya a estar siempre enfermo. Hay medicinas que van bien en estos casos y médicos con los que hablar, como yo, que podrían ayudarle. Pero tu padre no quiere admitir que necesita ayuda y por eso la juez le dijo que no podía veros hasta que mejorara. Eso le puso furioso y ahora cree que todo el mundo quiere hacerle daño. Pero, en realidad, nosotros estamos intentando ayudarle. Y protegeros a vosotros.
Me miró fijamente, se puso en pie, encontró el papel para dibujar que yo había traído y procedió a construir una flota de aviones de papel. El cuarto de hora siguiente lo ocupó en librar una solitaria batalla de proporciones épicas, destruyendo ciudades enteras, exterminando a la población de las mismas, pateando, gritando y desgarrando papel hasta sembrar de pedacitos la añeja alfombra de Mal.
Luego estuvo dibujando durante un rato, pero ninguna de sus creaciones le satisfizo y después de estrujarlas, las arrojó a la papelera. Traté de que me hablara del episodio de la huida, pero se negó a hacerlo. Yo reiteré mis advertencias acerca del peligro que aquellas aventuras entrañaba Y él me escuchó con aire aburrido. Cuando le pregunté si lo haría otra vez, se alzó de hombros.
Lo llevé de vuelta a la sala de espera e hice pasar a Darlene al despacho. Llevaba un traje pantalón estampado con un tenue dibujo en forma de diamante, sandalias plateadas y el cabello negro recogido sobre la cabeza y fijado con laca. Había invertido mucho tiempo en maquillarse, pero seguía pareciendo cansada, ajada y atemorizada. Tras haber tomado asiento, sacó del bolso un pañuelo que comenzó a estrujar y retorcer.
—Esto debe resultar muy duro para usted —dije.
De sus ojos comenzaron a brotar lágrimas y a por ellas fue el pañuelo.
—Mi exmarido está loco, doctor. Lo está cada vez más y ahora no quiere dejarme ir sin hacer algún disparate.
—¿Cómo se encuentran sus hijos?
—April está un poco pegajosa, ya lo ha visto allá afuera. Se levanta un par de veces cada noche Y quiere venir a nuestra cama. Pero es una preciosidad de niña. El que causa problemas es Ricky, siempre desobedeciendo y del mal humor. Ayer le dijo a Carlton esa palabra que empieza por jota.
—¿Y qué hizo Carlton?
—Decirle que le zurraría si la volvía a decir.
Genial.
—No conviene que Carlton intervenga en cuestiones de disciplina en estos momentos. Tenerlo en casa ya supone un gran esfuerzo de adaptación para sus hijos. Si usted le deja que asuma la autoridad, ellos se sentirán abandonados.
—Pero, doctor, Ricky no puede hablar de esa forma.
—Pues entonces tendrá que ser usted quien se encargue de hacérselo comprender, señora Moody. Para sus hijos es importante saber que usted está pendiente de ellos, que quien manda es usted.
—Muy bien —dijo sin entusiasmo—. Lo intentaré.
El verbo que había empleado me decía que no iba a hacer caso de mis indicaciones. Dentro de dos meses estaría preguntándose por qué aquellos dos niños eran tan tercos, desdichados e ingobernables.
De todos modos, cumplí con mi deber anunciándole que la ayuda de los profesionales podía resultar muy beneficiosa para ambos chiquillos. April, le expliqué, no era una niña con problemas serios, pero se advertía en ella cierta inseguridad. En su caso, probablemente, bastaría con que asistiera a sesiones terapéuticas durante un breve período, con lo cual, además de poner remedio a su actual estado, se conseguiría reducir el riesgo de que en el futuro fuera víctima de quebrantos emocionales más graves.
Pero Ricky, por otro lado, estaba realmente trastornado, lleno de resentimiento y tal vez dispuesto a escapar otra vez. En ese punto me interrumpió para culpar de la huida del muchacho a su padre, y añadió que, pensándolo bien, Ricky le recordaba mucho a aquel.
—Señora Moody —dije yo—, su hijo necesita que se le dé la oportunidad de desahogarse con cierta regularidad.
—¿Sabe? Carlton y Ricky están empezando a llevarse mejor —explicó—. Ayer mismo estuvieron jugando a la pelota en el jardín y se lo pasaron en grande. Estoy segura de que Carlton será un buen ejemplo para él.
—Eso está muy bien, pero, aun así, no bastará para reemplazar la labor de un profesional.
—Doctor, estoy sin blanca —repuso—. ¿Sabe usted lo que cobra un abogado? El mero hecho de venir aquí hoy me ha dejado en las últimas.
—Existen clínicas en las que las tarifas se ajustan a las posibilidades de cada uno. Le daré algunos números de teléfono al señor Worthy.
—¿Están lejos esas clínicas? Porque yo no conduzco por autopista.
—Intentaré encontrar una que le quede cerca, señora Moody.
—Gracias, doctor. —Firmó, se puso en pie y me dejó que le abriera la puerta.
Viéndola alejarse por el pasillo con aquellos pesados andares resultaba fácil olvidar que tenía veintinueve años.
Dicté mis conclusiones a la secretaria de Mal, la cual las transcribió silenciosamente mediante una máquina de estenografía de las empleadas en los tribunales. Cuando su subordinada nos dejó, Mal sacó una botella de Johnny Walker etiqueta negra y sirvió dos dedos en cada uno de los vasos.
—Gracias por venir, Alex.
—No hay de qué, hombre. Aunque no sé si ha servido de algo, porque esa mujer no seguirá mis instrucciones.
—Yo me encargaré de que lo haga. Le diré que es importante para el caso que tenemos entre manos.
Bebimos nuestros respectivos whiskys.
—Por cierto —añadió—, la juez no ha recibido ninguna sorpresa desagradable. Al parecer, Moody está loco, pero no es tonto. De todos modos, la señora está que trina con este asunto. Llamó al fiscal del distrito y le ordenó que pusiera a alguien a trabajar en ello inmediatamente. El fiscal les echó el muerto a los de la División de Foothill.
—Y los de Foothill le dijeron que ya habían estado buscándolo.
—Exacto —repuso sorprendido, hasta que le expliqué que Milo había recurrido a Fordebrand.
—Ya veo. ¿Un poco más? —preguntó tomando la botella, pero, aunque considero difícil resistirse al buen whisky, decliné el ofrecimiento, porque hablar de Moody me recordaba que convenía mantenerse con la cabeza clara.
—Los de Foothill dicen que lo han buscado por todas partes, pero su opinión es que en estos momentos andará por Angeles Crest.
—Pues qué bien.
El Bosque de Angeles Crest es una zona deshabitada que abarca 2.400 hectáreas y bordea la ciudad por la parte norte. Puesto que los Moody habían vivido en Sunland, población cercana al citado bosque, este tenía que ser terreno conocido para Richard y un lugar ideal para escapar. Gran parte de aquella extensión sólo se podía recorrer a pie y cualquiera que deseara perderse por allí podía hacerlo por tanto tiempo como deseara. El lugar era frecuentado por excursionistas, naturalistas y montañeros, así como por bandas de delincuentes motorizados, que organizaban allí sus juergas nocturnas y pernoctaban en cuevas. Y sus barrancos eran sitios muy preciados por todos aquellos con necesidad de desembarazarse de un cadáver.
Justo antes de que él y yo tuviéramos nuestra escaramuza en el estacionamiento, Moody había hablado de que deseaba vivir en plena naturaleza, y sin lugar a dudas incluía a sus hijos en la fantasía.
Se lo comuniqué a Mal y él asintió con expresión sombría.
—He hecho ver a Darlene que tenía que llevarse a los niños fuera de la ciudad por una temporada. Sus familiares tienen una granja cerca de Davis. Se marchan hoy mismo.
—¿Y no cabe la posibilidad de que él se lo imagine?
—Falta saber si se decidirá a salir de su escondrijo. Espero que decida jugar al hombre de los bosques durante un tiempo.
Levantó los brazos en un gesto de impotencia.
—Es lo mejor que puedo hacer, Alex.
La conversación estaba tomando un cariz inquietante. Me puse en pie para marcharme y nos dimos la mano. En la puerta le pregunté si había oído hablar de un abogado llamado Norman Matthews.
—¿Norman el Huracán? Menudo ejemplar. Nos enfrentamos por lo menos una docena de veces. El hueso más duro de roer de todo Beverly Hills.
—¿Se dedicaba a divorcios?
—Era el mejor. Increíblemente agresivo; tenía reputación de conseguir siempre lo que sus clientes querían, sin importar a quién tuviera que ofender para lograrlo. Llevó cientos de separaciones del mundillo de Hollywood, todas con mucha pasta en juego, y llegó a creerse toda una estrella. Un tipo muy pendiente de las apariencias: un Excalibur y un Corniche, ropa llamativa, una rubia en cada brazo y fumando Dunhill Latakia en una pipa de espuma de mar que le habría costado mil dólares.
—Ahora es un poco más espiritual.
—Sí, eso he oído. Es el jefe de una secta de tipos raros, cerca de la frontera. Se hace llamar el Noble Figurón o algo parecido.
—El Noble Matías. ¿Por qué dejó la abogacía?
Rio con aprensión.
—En realidad, habría que decir que la abogacía lo dejó a él. Fue hace cinco o seis años. Salió en los periódicos. Me extraña que no lo recuerdes. Matthews representaba a la esposa de un autor teatral. Después de haber comido bocadillos de aire durante diez años, aquel tipo había logrado acertar de pleno y obtener un exitazo en Broadway, y entonces su mujer encontró a otro desgraciado en quien volcar su instinto maternal y pidió el divorcio. Matthews se las ingenió para conseguírselo todo: buena parte de los derechos de autor de la obra y un porcentaje considerable de lo que el tipo produjera en los diez años siguientes. Dado lo mucho que se había aireado el proceso, se concertó una rueda de prensa en la escalinata del palacio de justicia. Matthews y su clienta se dirigían hacia allí cuando el marido burlado apareció como por ensalmo con un veintidós en la mano y les pegó un tiro en la cabeza a cada uno. Ella murió, pero Matthews acabó librándose tras pasar medio año con un pie aquí y otro en la tumba. Entonces desapareció del mapa y dos años después resurgió convertido en maharishi. La típica historia californiana.
Le agradecí la información y me volví para marcharme.
—Oye, ¿y por qué tanto interés? —preguntó.
—Por nada importante. Su nombre salió en la conversación.
—Norman el Huracán —dijo sonriendo—. La santificación a través de la lesión cerebral.