24

Doug Carmichael estaba agachado en el vano de la puerta como un comando en una película de artes marciales. El brazo que tenía extendido hacia el interior del remolque sostenía un rifle. El otro mantenía alzada un hacha de doble hoja con tan poco esfuerzo como si estuviera hecha de madera de balsa. Vestía una camiseta sin mangas de tejido de malla que dejaba ver sus hipertrofiados músculos. Tenía las piernas robustas y fibrosas, recubiertas de un vello rubio y rizado, y sus muslos quedaban embutidos en las cortas perneras de un ajustado bañador blanco. En sus rodillas se advertían las deformaciones típicas del que practica el surf con asiduidad. Calzaba sus grandes y toscos pies con sandalias playeras de goma. Llevaba la barba minuciosamente recortada y se había arreglado el espeso cabello con ayuda de un secador.

Sólo los ojos no coincidían con el recuerdo que conservaba de él. La tarde que lo había conocido, en Venice, los tenía del color del cielo sin nubes. Y lo que ahora veía yo eran dos agujeros negros y sin fondo: unas pupilas dilatadas y circundadas por una delgada orla de hielo. Ojos de mirada enloquecida que recorrieron el interior del remolque, para acabar fijándose en la botella de Southern Comfort y pasar de ahí a la amorrada muchacha y, finalmente, a mí.

—Debería matarlo por darle ese veneno.

—No he sido yo. Se lo ha tomado ella misma.

—¡Cállese!

Nona intentó incorporarse y se tambaleó.

Carmichael me apuntó con el rifle.

—Siéntese en el suelo. Apoyado en la pared y con las manos debajo. Así. Y ahora quédese quieto o saldrá malparado.

A Nona:

—Ven aquí, hermana.

Ella se le acercó y descansó su peso en un costado del fornido cuerpo de hombre. Él la rodeó con uno de sus imponentes brazos; el que asía el hacha.

—¿Te ha hecho daño, preciosa?

Ella me miró, se dio cuenta de que era mi jurado, meditó la respuesta y agitó con aturdimiento la cabeza.

—No, que va. Sólo hemos estado hablando. Quiere llevarse a Woody al hospital.

—Claro —dijo Carmichael con una sonrisa sardónica—. La cuestión es seguir metiéndole veneno en el cuerpo y sacándoos la pasta.

Ella levantó la vista hacia él.

—No sé, Doug. No le ha bajado la fiebre.

—¿Le has dado la vitamina C?

—Sí, como tú dijiste.

—¿Y la manzana?

—No ha querido comérsela. Tenía demasiado sueño.

—Prueba otra vez. Si no le gustan las manzanas, también hay peras y ciruelas. Y naranjas. Toda esa fruta es fresquísima —añadió señalando las bolsas con la cabeza—. Acabada de coger, totalmente orgánica. Dale algo de fruta y más vitamina C y verás como le baja la fiebre.

—Ese niño está en peligro —dije—. Necesita algo más que vitaminas.

—¡Le he dicho que se calle! ¿Quiere que acabe con usted aquí mismo?

—Yo creo que tiene buenas intenciones, Doug —dijo ella con cierto reparo.

Carmichael le sonrió con calor sincero y sólo una pizca de suficiencia.

—Vuelve con el niño y procura que coma algo. Déjanos solos.

Ella comenzó a decir algo, pero Carmichael la hizo callar con un destello de su blanquísima dentadura y un asentimiento destinado a infundir confianza. Ella obedeció y desapareció tras la cortina de plástico.

Cuando nos quedamos solos, cerró la puerta de una patada y se situó en el extremo opuesto al mío, de espaldas al tablero. Yo contemplé con fijeza las bocas de los cañones del rifle, ese ocho letal.

—Voy a tener que matarlo —dijo con calma y alzándose después de hombros, como queriendo disculparse—. No es nada personal ¿sabe? Pero somos una familia y usted constituye una amenaza.

Lo último que yo deseaba hacer era demostrar escepticismo y estaba seguro de no haberlo hecho. Pero su mente, la mente enferma del verdadero paranoico, era capaz de reacciones imprevisibles. Frunció el ceño e hizo descender el rifle, apuntando a la cavidad que se formaba entre mis ojos. Encorvó sus inmensos hombros y me miró con aire amenazador.

—Sí que somos una familia. Y no necesitamos análisis de sangre para probarlo.

—Naturalmente que no —coincidí, sintiendo como si la boca se me hubiera llenado de algodón—. Lo importante es el vínculo emotivo.

Adoptó una expresión dura para comprobar que no le estaba tratando con suficiencia. Yo adopté una máscara de sinceridad e inmovilicé el rostro.

El hacha se balanceó y su afilada hoja melló el suelo.

—Exactamente. Lo que cuenta es el sentimiento. Nuestro sentimiento se ha forjado en el dolor. Somos tres contra el mundo. Y nuestra familia es lo que debe ser: un refugio para protegerse de la locura a la que uno tiene que enfrentarse por ahí. Una zona segura. Es hermosa y muy preciada para nosotros. Y tenemos que protegerla.

No se me ocurría ninguna forma de escapar. Por el momento mi única esperanza consistía en ganar tiempo haciéndole hablar.

—Comprendo. Usted es el cabeza de familia.

Sus ojos azules llamearon.

—El único que verdaderamente ha habido. Los otros eran unos malvados, padres solamente de nombre. Pisotearon nuestros derechos. Intentaron destruir la familia desde dentro.

—Lo sé, Doug. He estado en casa de Swope esta noche. Vi el invernadero y leí algunos de sus diarios.

Su rostro cobró una expresión terrible. Alzando el brazo, hizo que la hoja del hacha describiera una parábola y dejó que se hundiera en el tablero. El remolque sufrió una sacudida al tiempo que el plástico se resquebrajaba. No había tenido que hacer el menor esfuerzo; ni mover siquiera el brazo que sostenía el rifle. Hubo agitación en el otro compartimento, pero ninguna otra señal de la muchacha.

—Iba a destruir ese estercolero esta noche —susurró, arrancando la hoja de un tirón—. Con esto. Iba a echar abajo esa casa tablón por tablón, hacerla astillas y pegarle fuego para que no quedara nada. Pero cuando llegué, vi que habían cortado la cadena y por eso volví. Suerte que lo hice.

Inspiró y dejó escapar el aire con un siseo. Estaba agotado y sudaba con profusión. Contuve mi miedo y me obligué a pensar con claridad: tenía que desviar su atención hacia los crímenes de los Swope. Y apartarla de mí.

—Es un lugar maligno —dije—. Cuesta creer que pueda haber gente como esa.

—A mí no. Yo lo he vivido igual que Nona. Mi padre estuvo años y años defraudándome, pegándome y diciéndome que era una mierda. Y la zorra que se hacía llamar madre prefería no meterse y mirárselo desde lejos. Los decorados eran distintos, pero la película era la misma. Cuando dije forjado en el dolor era exactamente eso lo que quería decir.

Al explicarme los abusos de que había sido objeto encajaron muchas cosas: la interrupción de su desarrollo como persona, el exhibicionismo, el odio y pánico que se reflejaba en él al hablar de su padre.

—Nona y yo hemos nacido bajo la misma mala estrella —dijo con sonrisa satisfecha—. Ninguno de los dos habría logrado salir de eso sin la ayuda del otro. Pero un milagro nos reunió y nos convirtió en una familia.

—¿Cuánto hace que formáis una familia? —pregunté.

—Años. Yo venía en verano a trabajar en este campo, a hacer pozos. El cabrón de mi padre tenía grandes planes para este sitio. Petróleos Carmichael iba a saquear la tierra, iba a agujerearla y a estrujarla para sacarle hasta la última gota. Por desgracia, estaba más seca que la teta de una muerta. —Se echó a reír y golpeó el hacha contra el suelo—. Yo detestaba aquel trabajo. Era sucio, degradante y aburrido, pero él me obligaba a hacerlo. Cada verano, como una condena. Me largaba siempre que podía y me iba por esas carreteras a respirar aire puro. A pensar en la forma de devolvérselo.

»Un día me la encontré al atravesar un bosque. Tenía dieciséis años y en mi vida había visto cosa más bonita. Estaba llorando, sentada en un tocón. Me vio y se asustó, pero yo le dije que no pasaba nada. En lugar de echar a correr o de hablar, empezó a… —Su hermoso rostro se ensombreció y se contrajo de ira—. Quíteselo de la cabeza, retorcido. No la he tocado nunca. Y esa historia de la mamada en la autopista que les conté a usted y al poli era puro cuento. Lo hice para despistarlos.

Asentí. Aunque se me ocurría otra explicación para su fantasía: ilusiones. Pero, por el momento, reprimía sus impulsos sexuales hacia la muchacha a la que llamaba hermana y yo confiaba en que siguiera haciéndolo.

—Como yo la trataba de otra forma que los demás hombres se creó entre nosotros algo especial. En lugar de saltarle encima, la escuchaba. Y compartíamos nuestro dolor. Estuvimos viéndonos y charlando durante todo aquel verano y el siguiente. Yo empecé a ver con agrado el tener que ir a trabajar a los campos. Llegamos a conocernos a la perfección, descubrimos que habíamos tenido que pasar las mismas penas y nos dimos cuenta de que éramos iguales, dos mitades, masculina y femenina, de una misma persona. Como hermano y hermana, pero más. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Formaban una identidad común, como les ocurre a algunos gemelos.

—Sí. Era precioso. Pero entonces el cabrón de mi padre cerró los pozos y valló los campos. De todos modos, yo seguía viniendo los fines de semana y a pasar una semana entera en período de vacaciones. Me instalaba aquí, que era donde vivía el vigilante nocturno. Le preparaba comidas a ella y le enseñaba a cocinar. La ayudaba con los deberes, le enseñé a conducir. Y de noche dábamos largos paseos, siempre hablando. Hablando de que queríamos matar a nuestros padres, borrar nuestros orígenes y empezar otra vez, formando una nueva familia. A veces íbamos de excursión al bosque, a comer por ahí. Yo quería que el chavalín viniera con nosotros para que empezara a formar parte de la familia, pero ellos no estaban dispuestos a perderlo de vista. Ella hablaba mucho de él, de que quería reclamar sus derechos de madre. Yo le dije que debía hacerlo y le hablé de la emancipación. Hicimos planes para el verano siguiente. Decidimos que los tres nos iríamos a alguna isla, tal vez a Australia. Yo empecé a reunir folletos para encontrar el mejor sitio y entonces se puso enfermo.

»Ella me llamó en cuanto llegó a Los Ángeles. Quería que la ayudase a conseguir trabajo en Adán y Eva. Logré que la Rambo nos dejase formar pareja. Los números iban como la seda. No nos hacía falta ensayar porque ambos sabíamos lo que el otro estaba pensando. Era como trabajar con uno mismo. Obteníamos muy buenas propinas y yo se las daba a ella para que las guardara.

»Entonces, una noche, me llamó muy asustada. Me dijo que se había enfrentado a sus padres y que ellos se habían llevado al chavalín del hospital. A mí nunca me había gustado la idea de que estuviera allí, pero tenía miedo de que ellos cruzaran la frontera y desaparecieran con él.

»Fui allí a toda prisa y llegué justo cuando se iban. Swope tenía el brazo extendido hacia el tirador cuando yo abrí la puerta. No lo conocía, pero no me hizo ninguna falta. Empezó a decir algo y yo le pegué en toda la cara y lo dejé tendido. Entonces su mujer se me echó encima gritando como una loca y también le di, a ella en un lado de la cabeza.

»Se quedaron los dos ahí tirados. El chavalín estaba como atontado y murmuraba sin llegar a despertarse. De pronto, Nona se puso hecha una fiera y empezó a destrozarlo todo. Yo logré calmarla, le dije que se quedara allí esperando y me las arreglé para meterlos a los dos en el Corvette. A ella la embutí detrás de los asientos y a él lo puse a mi lado. Me los llevé a Playa del Rey, esperé a que pasara un avión y me los cargué. Luego fui a un sitio que conocía en Benedict y los enterré allí. Merecían morir.

Hizo girar el hacha como si fuera una batuta y se mordisqueó uno de los pelos del bigote.

—La policía encontró restos de otro cuerpo en Benedict —dije—. De una mujer. —Dejé que la pregunta flotara en el aire.

Sonrió.

—Sé lo que está pensando, pero no. Me hubiera gustado poder dejar a mi madre ahí también, pero tuvo la poca delicadeza de sufrir un ataque y morirse en la cama hace un par de años. La verdad es que me cabreó, porque llevaba años planeándolo —mi viejo tiene una parcelita reservada—, pero se libró la muy zorra. Entonces tuve un golpe de suerte. Estaba actuando una noche a última hora en Lancelot’s y en la primera fila había una tía mayor que estaba salidísima conmigo, venga a meterme billetes de diez en el suspensorio y a lamerme los tobillos. Resultó ser médico, una radióloga divorciada hacía un par de meses y que había salido en busca de una noche loca. Vino a mi camerino cocida hasta las cejas y empezó a sobarme. Me repelía y pensaba echarla, pero cuando encendí las luces vi que podía haber sido la hermana gemela de mi madre. Era igual: cara reseca, nariz respingona y modales de ricacha.

»Entonces le sonreí, la atraje hacia mí y le dejé que se lo hiciera conmigo ahí mismo. La puerta no tenía pasado el pestillo y podía haber entrado cualquiera, pero a ella poco le importaba. Se arremangó las faldas y se me montó encima. Luego fuimos a su casa, un ático en la Marina, lo hicimos otra vez y la estrangulé mientras dormía. —Enarcó las cejas y adoptó una expresión de inocencia—. Ya tenía escogida la parcelita y había que llenarla con alguien.

Apoyó el mango del hacha en el horno, introdujo la mano en una de las bolsas y sacó un hermoso melocotón.

—¿Quiere uno?

—No, gracias.

—Son muy buenos. Y muy sanos. Tienen calcio, potasio, cantidad de vitaminas A y C. Excelentes como última comida.

Negué con la cabeza.

—Como quiera. —Dio un gran bocado al melocotón y se lamió las gotitas de jugo que le habían quedado en el bigote.

—Yo no constituyo ninguna amenaza para usted —dije escogiendo cuidadosamente las palabras—. Sólo quiero ayudar a su hermano pequeño.

—¿Cómo? ¿Llenándolo de veneno? He estado leyendo acerca de eso que querían utilizar con él y resulta que esa mierda produce cáncer.

—No voy a mentirle diciéndole que las drogas que emplean son inofensivas. No, son fuertes, veneno, como usted dice. Pero es lo que hace falta para matar los tumores.

—A mí me parece que es llenarlo de porquería. —Proyectó la mandíbula hacia adelante y la barba se le erizó—. Nona me ha hablado de los médicos de allí. ¿Quién me asegura que usted es distinto?

Acabó de comerse el melocotón y arrojó el hueso al fregadero. Luego sacó una ciruela y la engulló también.

—Vamos —dijo recogiendo el hacha—. Levántese y acabemos de una vez. Más le habría valido que lo hubiera alcanzado la primera vez con la escopeta. Ni se habría enterado de lo que pasaba. Ahora va a tener que sufrir un poco mientras espera a que ocurra.