20

El del desvío era un giro brusco. La carretera, aparte de no estar señalada, apenas alcanzaba la condición de tal. No era más que una estrecha franja polvorienta; a primera vista uno de los numerosos surcos que atravesaban aquella meseta de tierras de cultivo. Cualquiera que no conociera el terreno no habría advertido su existencia. Pero Maimon condujo despacio y yo seguí sus luces traseras a través de campos de fresas iluminados por la luna. Pronto quedó atrás el rumor de la autopista y nos sumimos en una noche salpicada de polillas que ascendían en espiral hacia las estrellas, buscando frenética e inútilmente el calor de las lejanas galaxias.

Sobre nosotros se cernían imponentes las sombrías moles de las montañas. La vieja furgoneta de Maimon dio una sacudida al cambiar su conductor a una velocidad más corta e inició la ascensión de las estribaciones. Yo, que me mantenía a cierta distancia, me introduje tras él en aquella penumbra que de tan densa se podía palpar.

Ascendimos por espacio de varios kilómetros hasta una altiplanicie. El camino describía una pronunciada curva hacia la derecha. A la izquierda se veía una extensa llanura rodeada por una valla de tela metálica, de la cual emergían, inmóviles y esqueléticas, unas torres piramidales. Los campos petrolíferos abandonados. Maimon viró hacia el otro lado y reanudó el avance.

El tramo siguiente discurría entre ininterrumpidas extensiones de frutales, reconocibles por el perfil dentado de sus copas, cuyas satinadas hojas, besadas por las estrellas, contrastaban con la aterciopelada textura del cielo. Naranjales y limonares, por el perfume que impregnaba el aire. Luego aparecieron diversas granjas construidas en reducidas parcelas por las que crecían dispersos algunos robles y sicomoros. Las pocas luces encendidas que había se desdibujaban al mirarlas al pasar.

El intermitente del vehículo de Maimon comenzó a parpadear unos cincuenta metros antes de que este cruzara la puerta abierta de una cerca levantada a la izquierda del camino. Un discreto cartel anunciaba: COMPAÑÍA DE FRUTAS Y SEMILLAS RARAS. Mi anfitrión se detuvo frente a una gran casa de madera de dos pisos de altura, circundada por un espacioso porche. En el porche había dos sillas y un perro.

El perro se alzó sobre sus patas traseras y lamió la mano de Maimon cuando este salió de la camioneta. Un labrador, fuerte, imperturbable y, por lo visto, indiferente a mi presencia. Su amo lo acarició y el animal volvió al lugar que ocupaba, para quedarse dormido.

—Vamos a la parte de atrás —dijo Maimon. Recorrimos el lado izquierdo de la casa. De la pared trasera colgaba una caja de empalmes eléctricos. La abrió, accionó un interruptor y varias luces se encendieron sucesivamente, como formando parte de una coreografía.

Lo que quedó expuesto ante mis ojos poseía el verdor y la textura de un cuadro de Rousseau. Una obra maestra titulada Variaciones sobre el tema del verde.

Había árboles y plantas por todas partes, muchos de ellos en flor, todos cubiertos de espeso follaje. Los ejemplares de mayor tamaño, excepto unos pocos que estaban plantados en la negruzca y rica tierra, se hallaban en recipientes de veinte a sesenta litros de capacidad. Los botes de turba que contenían las raíces de los plantones y las plantas más reducidas descansaban en mesas cubiertas con doseles de malla. Por detrás de los doseles se veían tres invernaderos de vidrio. El aire olía a una mezcla de néctar y abono.

Maimon hizo de cicerone durante el recorrido. Reconocí en seguida la mayoría de las especies, pero aquellas variedades eran nuevas para mí; y las había de melocotón, de nactarina, de albaricoque, de ciruela, de manzana y de pera, todas ellas muy poco corrientes. Alineadas junto a una valla había varias docenas de higueras plantadas en botes. Maimon arrancó dos higos de una de ellas, me entregó uno y se zampó el otro. Nunca me han seducido los higos, pero lo comí por deferencia y me alegré de haberlo hecho.

—¿Qué le parece?

—Maravilloso. Sabe como un higo seco.

Maimon se sentía complacido.

—Celeste. El que mejor sabe; para mi gusto, porque los hay que prefieren el Pasquale.

Y así continuó la cosa: Maimon señalando híbridos selectos sin ocultar su orgullo y deteniéndose a veces para coger uno y ofrecerme probarlo. Su fruta era distinta a todo lo que yo hubiera encontrado hasta entonces en colmados y supermercados; mayor, más jugosa, de colores más vivos y de sabor más intenso.

Finalmente, llegamos a los especímenes exóticos. En muchos de ellos destacaban vistosas flores semejantes a orquídeas, de tonalidades amarillas, rosas, escarlata y malva. Cada grupo de plantas iba acompañado de un rótulo de madera clavado en la tierra. En dicho cartel aparecía una fotografía en color del fruto que daba la planta, de la flor y de la hoja. Bajo la ilustración figuraban el nombre botánico y el común en letras de delicada caligrafía, junto con detalles geográficos, culinarios y de cultivo.

Había especies que yo conocía vagamente —nefelios, variedades poco comunes de mango y papaya, nísperos, guayabas y pasionarias— y muchas otras cuya existencia ignoraba —zapote, zapotillo, azufaifa, jaboticaba, tamarindo y tomate de árbol.

Una sección estaba dedicada a la fruta de enredadera: uva, kiwi y frambuesas de colores que iban del negro al dorado. En otra, surtida de cítricos raros, vi pomelos Chandler de tamaño tres veces mayor que los comunes, naranjas Moro, Sanguinelli y Tarocco, de pulpa y jugo del color del vino de borgoña, limas dulces y cidras de las llamadas «dedos de Buda» por su semejanza con los de una mano humana, pero agrupadas en número de ocho.

Los invernaderos albergaban plantones de las plantas más delicadas de la colección, aquellas que Maimon había obtenido de jóvenes aventureros que exploraban las regiones tropicales más remotas del globo en busca de nuevas especies de flora. Controlando la luz, la temperatura y la humedad, había creado microclimas que le aseguraban buenos resultados en cuanto a la reproducción de sus plantas. Se iba animando a medida que se extendía en la descripción de su trabajo, adornándola con esoterismos seguidos de pacientes explicaciones.

La mitad del espacio del último invernadero la había sacrificado al almacenamiento de cajas, cada una de las cuales estaba provista de una etiqueta que especificaba con todo detalle su futuro contenido. Sobre la mesa había un instrumento para franquear, unas tijeras, cinta adhesiva y sobres de papel acolchado.

—Semillas —indicó—. Recibo pedidos de todo el mundo, y en ello se fundamenta mi negocio.

Sostuvo la puerta y me llevó junto a un grupo de arbolitos.

—La familia de las anonáceas. —Introdujo la mano entre las hojas del primer árbol y descubrió un fruto grande y de color amarillo verdoso, cubierto de carnosas espinas—. La Annona muricata, que da la fruta del mismo nombre, la anona, variedad Lindstrom. Esta no tiene fruta aún, y no tendrá hasta agosto: Annona squamosa, una variedad brasileña de anona sin semillas. Y estos —señaló media docena de árboles de hojas caídas y elípticas— son los chirimoyos. En estos momentos tengo unas cuantas variedades: la Booth, la Bonita, la Pierce, la White y la Deliciosa.

Alargué el brazo y toqué una hoja. La cara inferior era velluda. Del árbol emanaba un perfume similar al de la flor de azahar.

—Embriagadora fragancia, ¿no le parece? —Volvió a tantear entre las ramas—. Este es el fruto.

No tenía aspecto de algo en lo que fundar un sueño dorado. Era de forma globular, algo parecida a la del corazón, salpicada de abombamiento, como una piña, con una piel de color verde pálido y de apariencia correosa. La toqué con cautela y delicadeza. Firme y algo abrasiva.

—Vamos dentro. Voy a abrir una que esté madura.

Era una cocina grande, antigua e inmaculada. La nevera, la cocina y el horno estaban pintados de esmalte blanco, y el linóleo del suelo había sido encerado hasta brillar. Una mesa y varias sillas de arce ocupaban el centro de la estancia. Tomé una silla y me senté. El gran labrador había entrado y dormitaba al lado de la cocina.

Maimon abrió la nevera, sacó una chirimoya y la trajo a la mesa, junto con dos cuencos, dos cucharillas y un cuchillo. Según aprecié, la chirimoya se reblandecía al madurar y quedaba moteada de marrón. Mi anfitrión la dividió en dos y puso cada mitad en un cuenco, con la piel hacia abajo. La pulpa era de un blanco cremoso, del mismo color y consistencia que las natillas recién hechas.

—Nuestro postre —dijo Maimon, y tomó una cuchara, mantuvo en el aire unos instantes el reluciente bocado y se lo comió.

Yo apoyé la cucharilla en la pulpa y aquella se deslizó y se hundió. La extraje llena y me la llevé a la boca.

Tenía un sabor increíble, capaz de sugerir el de muchas otras frutas, pero distinto de todas ellas; era un gusto esquivo —primero dulce, luego agrio y después, dulce otra vez— y tan sutil y satisfactorio como el de la más fina confitura. Las semillas eran abundantes, semejantes en cierto modo a las habichuelas y duras como la madera. Un engorro, pero tolerable.

Comimos en silencio. Saboreé la chirimoya —sabiendo que había traído la desgracia a los Swope, pero sin permitir que eso adulterara el placer que me proporcionaba— hasta no dejar más que la cáscara vacía.

Maimon comía despacio y terminó poco después.

—Deliciosa —dije cuando hube dejado la cucharilla en el plato—. ¿Dónde se pueden comprar?

—Por lo general, en dos sitios: en los mercados hispanos, donde son comparativamente baratas, pero pequeñas e irregulares, y en los colmados más refinados, donde un par de ellas de buen tamaño envueltas en vistoso papel le saldrán por quince dólares.

—Luego se están cultivando con fines comerciales.

—En España y Latinoamérica. Y también aquí en los Estados Unidos, principalmente cerca de Carpenteria, aunque en menor proporción. Allí el clima es demasiado frío para las plantas verdaderamente tropicales, pero más templado aún que el de aquí.

—¿No hiela?

—Todavía no.

—Quince dólares —repetí, pensando en voz alta.

—Sí. Nunca ha llegado a gozar del favor del público; demasiadas semillas y demasiado gelatinosa, y la gente prefiere no tener que preocuparse de llevar una cuchara. Nadie ha encontrado aún la forma de polinizar las flores a máquina, por lo que su cultivo requiere mucho trabajo. No obstante, es una exquisitez con una leal masa de seguidores y la demanda supera a la oferta. De no ser por el Destino, Garland habría hecho una fortuna.

Me sentía las manos pegajosas de sostener el fruto y me las lavé en el fregadero. Cuando volví a la mesa, el perro estaba acurrucado a los pies de Maimon, con los ojos cerrados, emitiendo un grave y perruno ronroneo de satisfacción mientras su amo le acariciaba el pelaje.

Una escena apacible que, sin embargo, me produjo inquietud. Me había entretenido demasiado en el edén de Maimon cuando había cosas que hacer.

—Me gustaría echar un vistazo a la casa de los Swope. ¿Es una de esas granjas que hemos pasado al venir?

—No. Viven…, vivían más arriba. Eso no eran realmente granjas, sólo casas con demasiado poco terreno para que lo que produzca dé para vivir. Algunas de las personas que trabajan en el pueblo prefieren instalarse aquí arriba, donde hay algo más de espacio y se pude ganar algo de dinero extra cultivando calabazas para la víspera de Todos los Santos o melones de invierno para los comerciantes de la colonia asiática.

Recordé el acceso de cólera de Houten cuando hablamos de la agricultura y pregunté a Maimon si el sheriff había trabajado la tierra alguna vez.

—Recientemente, no —dijo con cierta vacilación—. Ray tenía un terreno cerca de aquí y plantaba abetos para vender en Navidad.

—¿Tenía?

—Lo vendió a una pareja joven después de haber perdido a su hija y se trasladó a una casa de huéspedes que está a una manzana del ayuntamiento.

Yo no había descartado aún la posibilidad de que el sheriff me hubiera mentido para evitar que andara husmeando por ahí. Noté que sentía deseos de saber algo más del representante de la ley en La Vista.

—A mí me dijo que su mujer había muerto de cáncer ¿Qué le pasó a la hija?

Maimon enarcó las cejas y dejó de acariciar al labrador. El perro se agitó y gruño hasta que su amo continuó con el estímulo.

—Se suicidó. Hace cuatro o cinco años. Se colgó de un viejo roble de la propiedad de su padre.

Lo había dicho en tono desapasionado, como si la muerte de la muchacha no hubiera constituido ninguna sorpresa. Le comenté mi impresión.

—Fue una tragedia —dijo—, pero no una de esas frente a las que uno reacciona en el primer momento con estupefacción e incredulidad. María siempre me pareció una chiquilla muy atribulada. Obesa, nada agraciada, excesivamente tímida y sin una sola amiga. Siempre estaba leyendo; cuentos de hadas, las veces que me fijé. No la vi sonreír nunca.

—¿Qué edad tenía cuando murió?

—Unos quince.

Si hubiera vivido, tendría la misma edad que Nona. Y vivían cerca una de otra. Le pregunté a Maimon si había habido contacto entre ellas.

—Lo dudo. A veces jugaban juntas, de pequeñas, pero dejaron de hacerlo al crecer. María comenzó a retraerse y Nona se unió a los más alocados del pueblo. No encontraría usted dos muchachas más distintas ni aunque quisiera.

Maimon dejó de acariciar al perro. Se levantó, recogió la mesa y se puso a lavar los cubiertos.

—La pérdida de María cambió por completo a Ray —añadió mientras cerraba el grifo y tomaba un trapo—. Y lo mismo ocurrió con el pueblo. Antes de eso, el sheriff era muy jaranero; le gustaba beber, echar pulsos con los demás hombres y contar chistes subidos de tono. Cuando descolgaron el cuerpo de su hija de aquel árbol, se encerró en sí mismo. No aceptó consuelo de nadie. Al principio, la gente creyó que era la aflicción y que lo superaría, pero no fue así. —Secó uno de los cuencos hasta dejarlo más que reluciente—. Yo diría que La Vista se ha vuelto un poco más sombría desde entonces. Casi como si todo el mundo estuviera esperando a que Ray les diera permiso para sonreír.

Acababa de describir la anhedonia colectiva, el rechazo del placer. Me pregunté si ahí estaba la clave de la tolerancia que Houten mostraba hacia la Caricia, en la concordancia entre la situación pintada por Maimon y el renunciamiento de que la secta hacía gala.

Maimon acabó su tarea y se secó las manos.

Yo me puse en pie.

—Gracias por el tiempo que me ha dedicado —le dije—, por enseñarme los invernaderos y por la chirimoya. Ha sabido usted crear algo de gran belleza. —Le tendí la mano.

Él me la estrechó y sonrió.

—Fue otro quien lo creó. Yo posiblemente lo exhibo. Ha sido un placer hablar con usted, doctor. Sabe escuchar. ¿Piensa ir ahora a casa de Garland?

—Sí. Sólo para echar un vistazo. ¿Puede indicarme cómo llegar?

—Siga la carretera y primero pasará una plantación de aguacate que alcanza una media milla de longitud. Es propiedad de un consorcio de médicos de La Jolla que la tiene para desgravar impuestos. Luego encontrará un puente cubierto que cruza un lecho seco. Siga un cuarto de milla más allá del puente y a la izquierda verá la casa de los Swope.

Volví a darle las gracias mientras me acompañaba a la puerta.

—Pasé por allí hace un par de días y había un candado en la puerta del cercado —comentó.

—Todavía estoy en condiciones de saltar una cerca.

—No lo dudo, pero recuerde que Garland no era persona sociable. Encima de la cerca hay alambre de espino.

—¿Alguna sugerencia?

Fingió interesarse por el perro y dijo con forzada indiferencia:

—Junto a la parte de atrás del porche hay un cobertizo para guardar herramientas, cuatro cosillas de nada. Busque por ahí, a ver si encuentra algo que le sirva.

Nos separamos y yo me dirigí al lugar que me había indicado.

Las «cuatro cosillas» consistían en una colección de herramientas de gran calidad, perfectamente envueltas y engrasadas. Escogí unas enormes cizallas y una palanca y me las llevé al Seville. Las deposité en el suelo del coche junto con una linterna que saqué de la guantera, puse el motor en marcha y arranqué.

Me volví para contemplar el vivero brillantemente iluminado. Todavía conservaba cierto regusto de chirimoya en la lengua. Las luces se apagaron al salir yo a la carretera.