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Según se leía en su ficha, Doug Carmichael vivía en la parte elegante de Venice, cerca de la Marina. Milo me pidió que lo llamara desde una cabina telefónica próxima a Bundy mientras él se servía de la radio para averiguar si había surgido alguna novedad acerca de los Swope.

En casa de Carmichael respondió un contestador automático.

—Hola, soy Doug —dijo una profunda voz de barítono sobre un fondo musical de guitarra clásica, e insistió en convencerme de que la recepción de mi mensaje era muy importante para su bienestar emocional. Esperé la señal y anuncié que era muy importante que llamara al inspector Sturgis a la División de Los Ángeles Oeste, y dejé el número de Milo.

Volví al coche y encontré a Milo con los ojos cerrados y la cabeza recostada en el respaldo del asiento.

—¿Qué hay?

—Me ha salido un contestador.

—Lo suponía. Fiasco por mi parte también. Ni rastro de los Swope desde aquí hasta San Isidro. —Bostezó, rezongó y puso el Matador en marcha—. No he parado en todo el día —murmuró mientras nos introducíamos en la corriente de tráfico que se dirigía hacia el oeste— y desde las seis que no pruebo bocado. Habrá que elegir entre una cena anticipada o una comida atrasada.

Nos hallábamos a un par de millas de la costa, pero soplaba una suave brisa de poniente que traía hasta nosotros el olor del mar.

—¿Qué te parecería comer pescado?

—Perfecto.

Me llevó a un pequeño local situado en la boca del muelle de Ocean, que tiene aspecto de restaurante barato de los años treinta. A pesar de eso, a veces a la hora de cenar cuesta encontrar sitio en el estacionamiento, atestado como está de Rolls, Mercedes y Jaguars. No admiten reservas ni tarjetas de crédito, pero los amantes de la cocina marinera están siempre dispuestos a esperar y a pagar con dinero contante y sonante. De todos modos, a la hora de comer el ambiente es mucho más relajado y nada más entrar nos condujeron a una mesa de un rincón del comedor.

Milo se bebió dos limonadas, que allí preparan al pedirlas y sirven sin azúcar, y yo me incliné por una Grolsch.

—Estoy intentando dejarlo —explicó alzando su vaso—. Me he estado visitando con Rick. Insistió en ello y me enseñó varias diapositivas para que viera cómo queda el hígado.

—Eso está muy bien. Llevabas tiempo abusando bastante. A lo mejor así te tendremos entre nosotros un poco más.

Emitió un gruñido.

El camarero, un hispano risueño, nos informó que había llegado a nuestras costas un enorme banco de bonitos y que esa misma mañana había recibido de San Diego una remesa de excelente calidad. Ambos aceptamos la sugerencia y poco después nos regalábamos con sendos filetes a la brasa del delicioso atún blanco, patatas asadas, zucchini cocidos al vapor y pan de masa fermentada.

Milo devoró la mitad de su plato, bebió un largo sorbo de limonada y miró por la ventana. El reflejo plateado del sol sobre el océano sobresalía tras los tejados de las desvencijadas edificaciones que se ocultaban entre las sombras del muelle.

—Bueno, ¿cómo te va, compadre?

—No me puedo quejar.

—¿Qué sabes de Robin?

—Hace unos días me llegó una postal, una vista nocturna del Binza. La están agasajando como si fuera toda una personalidad. Al parecer, es la primera vez que tienen que obsequiar de esa forma a una mujer.

—¿Qué pretenden de ella exactamente?

—Robin construyó una guitarra para Rockin’ Billy Orleans. Este la tocó en el Madison Square Garden y al acabar el concierto los del gremio le hicieron una entrevista en la cual el músico se deshizo en alabanzas hacia el instrumento y la fantástica luthier que lo había creado. La cosa llegó a oídos de los representantes de una empresa japonesa y estos pusieron a sus superiores al corriente, los cuales decidieron que valía la pena fabricarla en serie bajo la denominación de «Billy Orleans» e invitaron a Robin para hablar de ello.

—A lo mejor acaba manteniéndote, ¿eh?

—Puede ser —dije en tono sombrío, y pedí otra cerveza al camarero.

—Ya veo que el asunto te hace una ilusión loca.

—Me alegro por ella —me apresuré a apuntar—. Esta es la gran oportunidad que ha estado esperando. Ocurre solamente que la echo muchísimo de menos, Milo. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo, y yo he perdido el gusto por la soledad.

—¿Eso es todo? —preguntó mientras tomaba el tenedor.

Yo levanté la vista al instante.

—¿Qué más puede haber?

—Bueno —prosiguió él entre bocado y bocado—, quizá me equivoque por completo con lo que voy a decir, pero me parece que esta aparición de los japoneses le da un nuevo cariz a vuestra —y perdona la expresión— relación.

—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?

—A ver, durante los últimos dos años tú has sido quien traía el pan para los dos ¿no es así? Ella gana para vivir pero el tren de vida que lleváis: Maui, entradas para el teatro, ese increíble jardín… ¿Quién paga todo eso?

—No entiendo lo que quieres decir.

—Quiero decir que aunque tú pretendas que no es así, vuestro planteamiento es totalmente tradicional, y ahora que a ella se le presenta la ocasión de convertirse en todo un personaje, las cosas podrían cambiar.

—Me veo perfectamente capaz de hacerme cargo de la situación.

—Pues claro que sí. Olvida el tema.

—Considéralo olvidado. —Bajé la vista hacia el plato. Me había quedado sin apetito repentinamente. Aparté la comida y fijé la vista en una bandada de gaviotas que revoloteaban sobre el muelle en busca de restos de cebos.

—No se te escapa nada ¿eh, malnacido? —dije—. A veces hasta me da escalofríos esa forma que tienes de adivinar el pensamiento.

—Vamos, hombre. —Alargó el brazo y me dio unas palmadas en el hombro—. Lo que ocurre es que no puede decirse que seas un tipo muy sutil. Esa cara chupada es incapaz de disimular.

Apoyé la barbilla en mis manos.

—Todo iba perfectamente, sin la menor complicación. Ella conservaba su estudio después de haberse trasladado a mi casa; nos enorgullecíamos de darnos cierta libertad. Más tarde empezamos a hablar de matrimonio, de tener hijos. Era maravilloso; ambos avanzábamos al mismo paso y nuestras decisiones eran mutuas. Ahora —alcé los hombros—, ¿quién sabe? —Bebí un largo sorbo de la cerveza holandesa—. Te lo aseguro, Milo, los libros de psicología no la citan, pero la necesidad de ser padre existe y yo, a mis treinta y cinco años, comienzo a sentirla.

—Ya lo sé —dijo—. Yo también la he sentido.

No tuve que proponérmelo para clavar en él la mirada.

—¿A qué viene tanta sorpresa? El hecho de que no vaya a ocurrir no significa que no haya pensado en ello.

—Nunca se sabe. La gente es cada vez más liberal.

Se aflojó el cinturón y untó de mantequilla un trozo de pan.

—Sí, pero no tanto —dijo riendo—. Además, Rick y yo no estamos dotados para la maternidad o como quieras llamarlo. ¿Te imaginas? Yo comprando en una juguetería y el doctor cambiando pañales…

Aquella ocurrencia nos hizo compartir una sonora carcajada.

—De todos modos —prosiguió—, no es que yo quisiera sacar a colación un tema delicado, sino que lo he mencionado porque en un momento u otro tendrás que enfrentarte a ello, como yo tuve que hacerlo. Durante la mayor parte de mi vida he tenido que arreglármelas solo. Mis padres no estaban en condiciones de mantenerme. Llevo desde los once años ingeniándomelas para abrirme camino, Alex. He repartido periódicos, he dado clases particulares, he recogido peras y he trabajado en la construcción; después, un período de tiempo libre para ir a la universidad y luego ya, el ejército y Saigón. Trabajando en Homicidios no te haces rico, pero si vives solo puedes arreglártelas bien. La soledad me abrumaba, pero lograba cubrir mis necesidades. Cuando conocí a Rick y empezamos a vivir juntos todo cambió. ¿Te acuerdas de mi viejo Fiat? Vaya mierda de cacharro. Hasta entonces me había pasado la vida conduciendo trastos y ahora nos paseamos con ese Porsche como si fuéramos un par de vendedores de coca. ¿Y la casa? Mi sueldo no me habría permitido nunca vivir en un sitio como ese. Cuando Rick va de compras a Carrols o a Giorgio, me trae una camisa o una corbata. No puede decirse que me mantenga, pero mi estilo de vida ha cambiado. Para mejor, desde luego, pero no significa que haya sido fácil de aceptar. Los cirujanos ganan más que los polis, siempre ha sido así y siempre lo será, y con el tiempo he llegado a adaptarme. Estas cosas hacen que te pares a pensar en aquello por lo que las mujeres tienen que pasar ¿eh?

—Sí. —Me pregunté si Robin habría tenido que enfrentarse a un proceso de adaptación como el que Milo acababa de describir. ¿Me había faltado sensibilidad para advertir la lucha que libraba, si realmente había tenido lugar?

—A largo plazo —observó Milo— más vale que ambos componentes se sientan adultos, ¿no te parece?

—Lo que me parece, Milo, es que eres un tipo sorprendente.

Ocultó su embarazo tras la carta.

—Si no recuerdo mal, el helado es muy bueno ¿verdad?

—Sí.

Mientras dábamos cuenta del postre me pidió que me extendiera sobre Woody Swope y el cáncer infantil. Como a la mayoría, le sorprendió sobremanera saber que el cáncer era la segunda causa de la mortalidad infantil, superada únicamente por los accidentes.

La mecánica de las habitaciones de corriente laminar le interesó de manera especial y me interrogó al respecto de forma analítica y detallista hasta agotar todas mis respuestas.

—Meses en una caja de plástico —comentó preocupado—. ¿Y no acaban chalados?

—Si se lleva como es debido, no. Hay que situar al niño en el tiempo y en el espacio, alentar a la familia a que pase allí todo el tiempo que pueda. Hay que esterilizar su ropa y sus juguetes favoritos y ponerlos a su disposición, con lo que se consigue proporcionarle mucho estímulo. La clave es reducir al mínimo la diferencia que existe entre el hospital y el hogar del niño; siempre habrá alguna, claro, pero se pueden amortiguar sus efectos.

—Interesante. Te imaginas lo que me acaba de venir a la cabeza ¿no?

—No. ¿De qué se trata?

—Del SIDA. El principio es el mismo ¿verdad? La disminución de las defensas contra las infecciones.

—Parecido, pero no idéntico —repuse—. La corriente laminar elimina las bacterias y los hongos por medio de filtros, para proteger a los críos durante el tratamiento. Pero la pérdida de inmunidad es temporal; una vez finalizada la quimioterapia, el sistema de defensa de esos niños vuelve a actuar. El SIDA es permanente y los problemas de sus víctimas son otros: el sarcoma de Kaposi, infecciones víricas… Los módulos podrían protegerlos durante un tiempo, pero no indefinidamente.

—Ya, pero no me digas que la imagen no es de cuidado: miles de cubos de plástico dispuestos a lo largo del Bulevar Santa Mónica, cada uno con un pobre desgraciado consumiéndose en su interior. Hasta podrían cobrar entrada y ganar lo suficiente para encontrarle cura a su enfermedad.

Dejó escapar una risa amarga.

—El precio del pecado —dijo negando con la cabeza—. Realmente es como para hacerse puritano. Cada vez que oigo las historias que cuentan doy gracias a Dios por ser monógamo. A Rick lo han vapuleado desde ambos lados. La semana pasada llegó al servicio de urgencias un paciente con un brazo destrozado de resultas de una pelea en un bar y comenzó a quejarse de que Rick era gay. Probablemente, lo que le impulsó a lanzar semejante suposición fue el ambiente general de crispación que se respira, porque Rick no es precisamente amanerado, pero no lo negó cuando aquel atontado quiso saber si le había tocado un médico marica. El tipo, gritando que no quería coger el SIDA, no permitió que Rick lo tocara, y mientras lo iba poniendo todo perdido de sangre. Rick no tuvo más remedio que desentenderse. Pero los demás médicos estaban de trabajo hasta las orejas. Era un sábado por la noche y las urgencias llegaban una tras otra sin parar, tanto que no daban abasto para atenderlas. Y todo el mundo acabó tomándola con Rick. Estuvo el resto del turno arrinconado como un leproso.

—Pobre tío.

—Sí, desde luego. Máxima calificación de su clase, jefe de residentes en Stanford, ¿y tienes que aguantar todo eso? Vamos, hombre. Llegó a casa con la moral por los suelos. Y lo peor de todo es que la noche anterior él me había estado diciendo a mí que atender a pacientes gay, especialmente a los que llegaban sangrando, empezaba a darle grima. Te aseguro, Alex, que esa noche me tuve que esforzar de verdad para animarlo.

Con la cuchara se llevó a la boca el último resto de helado.

—Me tuve que esforzar de verdad —repitió mientras se apartaba de los ojos un mechón de pelo—. Pero bueno, en eso precisamente consiste el amor ¿no?