9
En el trayecto de vuelta al Motel Brisas del Mar, Milo me anunció que no seguiría adelante con el caso y me rogó que comprendiera su punto de vista.
—No puedo hacer nada más —dijo excusándose—. Todo lo que sabemos hasta el momento es que tres personas han desaparecido, e incluso creo que afirmar eso es entrar en el terreno de las suposiciones.
—Comprendo. Gracias por venir.
—No tiene importancia. Ha sido una forma de romper la rutina, y la que me tiene ocupado ahora te aseguro que es un verdadero asco: un tiroteo entre bandas —dos chicanos muertos—, el dependiente de una tienda de licores herido con una botella rota y por último, una verdadera delicia: un violador que se caga en el abdomen de su víctima cuando ha acabado con ella. Sabemos que ha atacado por lo menos a siete mujeres. La última acabó mucho peor que deshonrada.
—Dios mío.
—A ese cerdo no lo perdonarán. —Frunció el ceño y giró por Sawtelle en dirección a Pico—. Cada año me digo que he sido testigo de las más abyectas bajezas y cada año la escoria que corre por ahí me demuestra que estaba equivocado. Quizá debería haberme presentado al examen.
Quince meses antes Milo y yo habíamos descubierto que un conocido orfanato se dedicaba a suministrar muchachos a pederastas, y las investigaciones subsiguientes habían permitido aclarar un buen número de asesinatos sin resolver hasta entonces. Milo se había convertido en un héroe y sus superiores le instaron a presentarse al examen para ascender a teniente. No cabe duda de que habría pasado, porque es un hombre brillante, e incluso se le había insinuado que los ciudadanos estarían perfectamente dispuestos a aceptar a un teniente homosexual mientras no hiciera alarde de ello. Lo rumió durante mucho tiempo antes de declinar la oferta.
—De ningún modo, Milo. Te habrías convertido en un desgraciado. Acuérdate de lo que me dijiste.
—¿Qué te dije?
—No abandoné a Walt Whitman para pasarme el día entre papeles.
—Sí, es verdad —dijo con un amago de risa.
Antes de tener que ir a Vietnam, Milo se había matriculado en literatura americana en la Universidad de Indiana con la idea de convertirse en profesor y la esperanza de que el talante liberal del mundo académico contribuyera a que sus preferencias sexuales fueran toleradas. Había llegado a obtener el M. A. y entonces la guerra lo convirtió en policía.
—Imagínate —le recordé— ni el menor contacto con las calles y el día entero ocupado en reuniones con auténticas ratas de despacho para discutir las implicaciones políticas del hecho de ir a echar una meada.
—Basta, no sigas o lo vomito todo —dijo tras haber levantado una mano y torcido el gesto para fingir una mueca de sufrimiento.
—Sabía que con un poco de terapia de aversión lo conseguiría.
Entramos en el estacionamiento del motel. El cielo había adoptado anticipadamente un tono crepuscular y en el aspecto estético el Brisas del Mar se beneficiaba de ello. Sin la luz del sol aquel lugar parecía casi habitable.
La recepción estaba perfectamente iluminada y el iraní aparecía tras el mostrador, leyendo. Mi Seville era el único ocupante del estacionamiento. La piscina, a medio vaciar, parecía un cráter.
Milo detuvo el coche y dejó el motor en marcha.
—¿Comprendes mis razones para abandonar el caso?
—Naturalmente. Sin homicidio ¿qué falta hace un inspector de Homicidios?
—Probablemente, volverán a buscar el coche. He hecho que se lo llevaran al depósito, así que tendrán que presentarse en alguna comisaría para recobrarlo. Si lo hacen, te llamaré para que puedas hablar con ellos. E incluso si no aparecen, lo más probable es que se los acabe localizando en su casa, sanos y salvos.
Cayó en la cuenta de lo que había dicho e hizo una mueca.
—Mierda. ¿Dónde tengo la cabeza? El crío.
—Podría ser que estuviera bien. A lo mejor lo han llevado a otro hospital.
Quería parecer esperanzado, pero los recuerdos —el dolor reflejado en el rostro de Woody, la mancha de sangre en la alfombra del motel— minaron mi fe en un final feliz.
—Si no recibe tratamiento está listo, ¿verdad?
Asentí.
—Con esta clase de asesinato todavía no me he enfrentado —dijo fijando la vista en algún punto lejano.
Raúl había apuntado lo mismo con otras palabras y así se lo comuniqué a Milo.
—¿Y ese Melendez-Lynch no tiene intención de llevar el asunto por la vía judicial?
—Intentaba evitarlo, pero todo esto podría muy bien acabar en los tribunales.
Agitó repetidamente su maciza cabeza y apoyó una mano en mi hombro.
—No te preocupes, estaré atento a cualquier novedad y te avisaré en cuanto sepa algo.
—Me harías un favor. Y gracias por todo, Milo.
—De nada, y lo digo en sentido literal. —Nos dimos la mano—. Saluda a la empresaria cuando vuelva.
—De tu parte. Recuerdos a Rick.
Me apeé del coche. Los haces de los faros del Matador barrieron la gravilla mientras Milo abandonaba el estacionamiento. El parloteo intermitente de su receptor quedó suspendido en el aire como el eco de un concierto de punk-rock.
Conduje por Sunset en dirección norte con intención de tomar por Beverly Glenn para dirigirme a casa. Entonces recordé que estaría vacía. Al hablar con Milo de Robin se me había abierto la herida y no quise quedarme solo con mis pensamientos. Caí en la cuenta de que Raúl no sabía nada de lo que habíamos encontrado en el Brisas del Mar y decidí que aquel momento era tan bueno como cualquier otro para comunicárselo.
Estaba encorvado sobre la mesa garabateando anotaciones en el borrador de un informe sobre sus investigaciones. Llamé con delicadeza a la puerta abierta.
—¡Alex! —Se puso en pie para saludarme—. ¿Cómo te ha ido? ¿Los has convencido?
Le referí nuestro hallazgo.
—¡Oh, Dios mío! —Se derrumbó en la silla—. Esto es increíble. Increíble. —Exhaló un suspiro, se comprimió las mejillas con ambas manos, tomó un lápiz y comenzó a hacerlo rodar delante y atrás por la superficie de la mesa.
—¿Había mucha sangre?
—Una mancha de unos quince centímetros de ancho.
—Habría más si se hubiera desangrado —murmuró para sí—. ¿Y no había otros fluidos? ¿Bilis o vómitos?
—Yo no los vi, pero es difícil de decir. Todo estaba patas arriba.
—Un rito bárbaro, sin duda. ¡Te lo dije, Alex, esos malditos Acariciadores son unos perturbados! ¡Raptar a un niño y luego caer en semejante frenesí destructivo! ¡El holismo no es más que una forma de encubrir la anarquía y el nihilismo!
Extraía conclusiones con excesiva precipitación, pero yo no tenía deseos de discutir con él ni energía para hacerlo.
—¿Cómo ha procedido la policía?
—El inspector a cargo del caso es amigo mío y ha intervenido para hacerme un favor. Se ha alertado a todas las dotaciones, especialmente de La Vista, para que traten de localizar a la familia. En cuanto a nuestro hallazgo, analizaron la escena del crimen y elaboraron un informe, y a menos que tú decidas hacer presión, dejarán las cosas como están.
—¿Es discreto tu amigo?
—Mucho.
—Bien. No conviene que la prensa se entere. ¿Has hablado alguna vez con los periodistas? ¡Son unos idiotas, Alex, unos buitres! Los de las cadenas de televisión, esos rubios insulsos a los que parece que les hayan pegado la sonrisa a la cara, son los peores, siempre con argucias para sacarte declaraciones que causen la mayor conmoción. Apenas pasa una semana sin que uno de ellos trate de hacerme decir que el remedio contra el cáncer está a la vuelta de la esquina. Lo que ellos quieren es información instantánea, gratificación inmediata. ¿Te imaginas lo que harían con algo así?
Había pasado rápidamente del derrotismo a la rabia y el exceso de energía lo hizo saltar de la silla. Recorrió todo el largo de la oficina con paso corto y nervioso mientras se golpeaba con el puño la palma de la mano, sorteó los montones de libros y manuscritos, volvió a su mesa y maldijo en español.
—¿Crees que debería llevar el caso a los tribunales, Alex?
—Es una pregunta difícil de responder. Tendrías que decidir si el hecho de que el asunto se haga público beneficiaría en algo al chico. ¿Has recurrido a ello alguna vez?
—Una. El año pasado tuvimos aquí una niña que necesitaba transfusiones. Sus familiares eran Testigos de Jehová y nos vimos obligados a solicitar un requerimiento para poder proporcionarle sangre. De todos modos, ese caso era distinto. Los padres no se enfrentaron a nosotros. Su actitud era de no darnos permiso porque sus creencias se lo prohibían, pero también de acatar la ley si se les obligaba a ello. Aquellos padres querían salvar a su hija, Alex, y se alegraron de que nosotros les eximiéramos de la responsabilidad de la transfusión. Hoy esa niña vive y goza de buena salud. El hijo de los Swope también debería gozar de buena salud y no morir en un antro tenebroso, en medio de una ceremonia macabra.
Introdujo enérgicamente la mano en el bolsillo de su bata, sacó una bolsita de galletitas saladas, abrió el envoltorio y devoró su contenido.
—Incluso en el caso que te he relatado —prosiguió tras haberse limpiado el bigote de migas— los medios de comunicación intentaron crear polémica dando a entender que nosotros estábamos coaccionando a la familia. Una de las cadenas de televisión envió para entrevistarme a un retrasado mental que pretendía hacerse pasar por especialista en temas de medicina; probablemente, un aspirante a médico que no pudo con las asignaturas de ciencias. Pues el tipo entró aquí con una grabadora de bolsillo y aires de eminencia, ¡y se dirigió a mí llamándome por mi nombre, Alex! ¡Como si fuéramos compañeros de toda la vida! Yo rehusé hablar con él y entonces hizo que mi negativa a efectuar declaraciones pareciera una forma de ocultar nuestra culpabilidad. Por fortuna, los padres de la niña siguieron nuestro consejo y tampoco quisieron hablar con él. Después de aquello, la supuesta «controversia» no tardó en dejar de interesar, y si no queda carroña los buitres desaparecen rápidamente en su busca.
La puerta que daba al laboratorio se abrió y entró en el despacho una joven que asía con fuerza una tablilla sujetapapeles. Tenía el cabello castaño, cortado al estilo paje, unos ojos redondos cuyo color se correspondía extrañamente con el de aquel, los rasgos cansados y una boca de gesto petulante. La mano con que sostenía la tablilla aparecía pálida y contraída como una garra. Vestía una bata blanca que le ocultaba las rodillas y calzaba zapatos planos de suela de crep.
—Hay algo que debería ver —dijo a Raúl, sin dirigirme siquiera una mirada—. Podría resultar interesante.
La falta de inflexión con que había pronunciado ambas frases se contradecía con el contenido del mensaje.
—¿Te refieres a la nueva membrana, Helen? —inquirió Raúl poniéndose en pie.
—Sí.
—Maravilloso. —Por un momento pareció que iba a abrazarla, pero al recordar mi presencia se interrumpió bruscamente. Luego carraspeó y me dijo—: Alex, te presento a una colega: Helen Holroyd, Doctora en Filosofía.
Después de que intercambiáramos los más superficiales cumplidos se acercó ligeramente a Raúl con un brillo posesivo en sus ojos castaños. Él se esforzó inútilmente en borrar de su rostro la expresión de chiquillo travieso que lo animaba.
Ambos intentaban con tal ahínco ocultar que dormían juntos que por primera vez en todo el día sentí deseos de sonreír. Sin duda era un secreto a voces para todos los componentes del servicio.
—Bueno, yo tengo que irme.
—Sí, claro. Gracias por todo. A lo mejor te llamo para seguir hablando de todo esto. Entretanto, envíale la factura a mi secretaria.
Los dejé comentando las maravillas del equilibrio osmótico, cada uno con la mirada fija en los ojos del otro.
De camino a la salida me detuve en la cafetería del hospital para tomar una taza de café. Eran más de las siete y el comedor estaba escasamente concurrido. Un mexicano alto, de barba rala y azulada y tocado con una redecilla pasaba por el suelo una fregona seca mientras tres enfermeras reían y comían rosquillas. Retiré la taza de plástico de la máquina y me disponía a abandonar el lugar cuando percibí movimiento por el rabillo del ojo.
Era Valcroix, que me hacía señas de que me acercara. Eché a andar hacia su mesa.
—¿Quiere sentarse conmigo?
—Muy bien. —Deposité la taza sobre la mesa y me senté frente a él. En su bandeja aparecían restos de una copiosa ensalada junto con dos vasos de agua. Utilizaba el tenedor para remover una maraña de brotes de alfalfa.
Había arrojado la bata sobre la silla contigua a la suya y en lugar de la camisa deportiva de dibujos psicodélicos lucía una camiseta negra que hacía referencia al grupo Grateful Dead. De cerca pude observar que sus largos cabellos comenzaban a escasear en la parte superior de su cabeza. Iba sin afeitar, pero el pelo sólo le crecía en el bigote y en la barbilla. Tenía mala cara a causa de un fuerte constipado; con la nariz enrojecida y los ojos hinchados, aspiró con fuerza por la nariz antes de hablar:
—¿Alguna noticia de los Swope? —preguntó.
Yo estaba cansado de contar aquella historia, pero él era el médico del desaparecido y tenía derecho a saberla.
Le hice un breve resumen.
Escuchó con ecuanimidad y sin que sus ojos entrecerrados reflejaran ninguna emoción. Cuando hube acabado, tosió un poco y se pasó la servilleta por la nariz.
—Por alguna razón siento necesidad de proclamarle mi inocencia —dijo.
—No hace falta que lo haga —le aseguré. Bebí un sorbo de café y me apresuré a dejar de nuevo la taza en la mesa. Había olvidado lo horrible que era.
Su mirada se perdió en la distancia y por un instante creí que estaría meditando, retirándose a un mundo interior, como había hecho durante la perorata de Raúl. Yo dejé vagar mi atención.
—Sé que Melendez-Lynch me culpa de lo ocurrido. Me ha estado culpando de todo lo que ha ido mal en el servicio desde que llegué aquí con mi beca para investigar. ¿Era así cuando usted trabajaba con él?
—Digamos que costó un poco llegar a establecer una buena relación laboral.
Asintió con solemnidad, tomó algunos brotes y se los introdujo en la boca.
—¿Por qué cree usted que se llevaron al niño? —le pregunté.
—No tengo ni idea —respondió alzándose de hombros.
—¿Ni una sola opinión?
—No. ¿Por qué tendría que tenerla yo y no cualquier otro?
—Creía que usted y ellos mantenían buenas relaciones.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Raúl.
—Ese no distinguiría una buena relación de un combate de boxeo.
—Raúl tenía la impresión de que usted y la madre se llevaban especialmente bien.
Sus manos, rosadas y cubiertas de cierto vello, se contrajeron en torno al tenedor.
—Yo fui enfermero antes que médico —dijo.
—Interesante.
—¿Se lo parece?
—Los enfermeros y enfermeras siempre se están quejando de que se les considera y paga poco y amenazando con dejar su trabajo y ponerse a estudiar medicina. Usted es el primero de los que conozco que de verdad lo ha hecho.
—Los enfermeros y enfermeras echan pestes porque lo que les toca vivir es una mierda. Pero de los de abajo también se pueden aprender cosas, como, por ejemplo, el valor que tiene hablar con los pacientes y con las familias. Yo lo hacía cuando era enfermero, pero, ahora que soy médico, si lo hago me convierto en un extravagante. Lo lamentable es que esa forma de actuar se tenga por tan anómala que se llegue a reparar en ella. ¿Buenas relaciones? Que va. Casi no los conocía. Y claro que hablaba con la madre. Yo iba cada día a clavarle agujas a su hijo, a hacerle punciones para extraer médula. ¿Cómo no iba a hablar con ella?
Se quedó mirando fijamente el interior de la ensaladera.
—Melendez-Lynch es incapaz de comprender que yo quisiera presentarme a esa gente como un ser humano y no como un impoluto tecnócrata de bata blanca. Él no se preocupó de conocer a los Swope y ni siquiera se le ocurre que la distancia que él mantenía pueda tener que ver con la…, deserción de ellos. Yo me esforcé, luego yo soy el chivo expiatorio. —Aspiró una vez más por la nariz, se sonó y vació uno de los vasos de agua—. Además, ¿de qué sirve analizar la cuestión ahora que se han ido?
Recordé las conjeturas de Milo con respecto al coche abandonado.
—Podrían volver —sugerí.
—De ningún modo. Piénselo bien: para ellos ha sido como huir hacia la libertad.
—Una libertad que no tardará en agriarse cuando la enfermedad se desboque.
—El hecho es que detestaban todo lo que este sitio comportaba. El ruido, la falta de intimidad, incluso la esterilidad. Usted trabajó en Corriente Laminar, ¿verdad?
—Durante tres años.
—Entonces sabe qué clase de alimentos se les da a los críos que están allí dentro: preparados y recocidos, podría decirse que muertos.
Era cierto. Para un paciente que no posea la inmunidad normal, una fruta o una verdura fresca constituye un medio potencial para la ingestión de microbios letales, y un vaso de leche un criadero de lactobacilos. Por consiguiente todo lo que los chiquillos comían en sus habitaciones de plástico se esterilizaba en primer lugar y después se cocía, a veces hasta el punto de despojarlo por completo de sus nutrientes.
—Nosotros comprendemos perfectamente el porqué de tales medidas —prosiguió—, pero hay muchos padres a quienes les cuesta entender que un chico horriblemente enfermo pueda tomar Coca-Cola, patatas fritas y toda clase de porquerías y tenga prohibidas las zanahorias; les parece un contrasentido.
—Ya lo sé —dije—, pero la mayoría de la gente lo acepta, ya que es la vida de su hijo lo que está en juego. ¿Por qué no fue así con los Swope?
—Los Swope son gente del campo. Vienen de un sitio donde hay aire puro y donde la gente cultiva sus alimentos. La ciudad les parece un lugar ponzoñoso. El padre se quejaba mucho de lo nociva que era la atmósfera. «Aquí se respira como en una cloaca», me decía cada vez que nos encontrábamos. Estaba obsesionado por el aire puro y por los alimentos naturales, por lo saludablemente que vivían en su pueblo.
—No del todo.
—No, no del todo. Como ataque frontal a un sistema de valores no está nada mal, ¿verdad? —Adoptó una expresión lúgubre—. ¿No existe un término en psicología para designar la reacción que provoca el que todo se derrumbe de esa forma?
—Disonancia cognoscitiva.
—O lo que sea. Dígame —se inclinó hacia adelante—, ¿qué hace la gente cuando se halla en ese estado?
—A veces cambia de forma de pensar y a veces distorsiona la realidad para que se adapte a su forma de pensar.
Se arrellanó en la silla, se pasó las manos por el cabello y sonrió.
—¿Hace falta que diga más?
Yo negué con la cabeza y volví a probar el café. Se había enfriado, pero no había mejorado un ápice.
—No oigo más que hablar del padre —observé—. Al parecer, la madre era como su sombra.
—Ni mucho menos. Si algo he de decir de ella es que era la más fuerte de los dos, sólo que con discreción. Dejaba que su marido hablara más de la cuenta mientras ella se quedaba con Woody, haciendo lo que en aquel momento fuera preciso.
—¿No podría haber sido ella quien indujera su marcha?
—No lo sé —respondió—. Lo único que yo digo es que era una mujer fuerte y no un títere.
—¿Y qué sabe de la hermana? Beverly me dijo que la relación entre ella y sus padres dejaba mucho que desear en lo referente al afecto.
—Yo no sé nada de eso. La hermana no aparecía mucho por aquí y cuando lo hacía se mostraba muy reservada.
Se sonó y se puso en pie.
—Además, a mí no me gusta cotillear —añadió—, y hoy ya me lo he permitido demasiado.
Recogió la bata con un movimiento brusco, se la echó sobre el hombro, dio media vuelta y me dejó ahí sentado. Le observé mientras se alejaba; movía los labios, como si recitara en silencio una oración.
Eran más de las ocho cuando llegué a Beverly Glen. Mi casa se alza al final de un antiguo camino de herradura olvidado por la ciudad, que carece de iluminación y es muy sinuoso, pero me sé cada curva de memoria y podría decirse que llegué a casa conduciendo por tacto. En el buzón había una carta de Robin. Me levantó el ánimo durante un rato, pero tras la lectura una vaga sensación de tristeza se apoderó de mí.
Era demasiado tarde para dar de comer a los koi, de modo que me di un baño caliente, me sequé, me puse mi raída túnica amarilla y con una copa de coñac me instalé en la pequeña biblioteca que queda a un lado del dormitorio. Acabé de redactar un par de informes atrasados y a continuación me senté en un viejo sillón y repasé la pila de libros que me había prometido leer.
El primer volumen que abrí era una colección de fotografías de Diane Arbus, pero los implacables retratos de enanos, marginados y demás maltratados por la vida me deprimieron aún más. Las dos elecciones posteriores no resultaron mejores que la primera, así que salí al balcón con mi guitarra, me senté mirando a las estrellas y me obligué a tocar en tono mayor.