23

No había encontrado lo que estaba buscando. Pero entre los diarios de Swope y la carpeta que le había sustraído a Matías tenía mucho que enseñar y contar. Desde luego que mi hurto violaba todas las leyes de la evidencia, pero lo que tenía bastaba para poner las cosas en marcha.

Eran poco más de las dos de la madrugada. Segregando adrenalina a raudales y alerta a cualquier posible contingencia, me senté al volante del Seville. Mientras ponía el motor en marcha, organicé mis pensamientos: me llegaría hasta Oceanside, buscaría un teléfono y llamaría a Milo o, si este seguía en Washington, a Del Hardy. No llevaría mucho tiempo notificar los hechos a las autoridades competentes; con suerte, la investigación podría iniciarse antes del amanecer.

Eludir La Vista era más importante que nunca. Viré en redondo para dirigirme a la carretera vecinal y avancé a oscuras. Dejé atrás la casa de los Swope, el vivero de Maimon, las pequeñas propiedades y las plantaciones de agrios, y había alcanzado ya la altiplanicie que se extendía junto a las estribaciones de las montañas cuando otro coche se materializó por el oeste.

Lo oí antes de verlo, porque, como el mío, llevaba los faros apagados. Había luna suficiente para identificar la marca cuando pasó a toda velocidad. Un Corvette último modelo, oscuro, posiblemente negro, cuyo prolongado morro parecía husmear el asfalto. El rumor grave que emitía el motor traslucía su enorme tamaño. Alerón trasero. Relucientes llantas de magnesio.

Pero lo que me hizo cambiar de planes fueron los anchos neumáticos que calzaba.

El Corvette giró hacia la izquierda. Yo aceleré para alcanzar cuanto antes la intersección, giré a la derecha y lo seguí, manteniendo la distancia suficiente para que su conductor no oyera mi motor y esforzándome por no perder de vista aquella baja y oscura carrocería. Quienquiera que estuviera al volante conocía bien la carretera y conducía con la fogosidad de un jovenzuelo, reduciendo la marcha al entrar en las curvas y sin frenar al hacerlo, y acelerando a la salida de las mismas con un rugido que indicaba zona roja inminente.

El asfalto quedó atrás, pero el Corvette siguió tragándose el camino como si tuviera tracción en las cuatro ruedas. En cuanto a mí, conseguía dominar el Seville pese a los aprietos en que me ponía su inadecuada suspensión. El otro coche redujo la marcha al llegar a la entrada de los campos petrolíferos, que permanecía cerrada, viró bruscamente y siguió el perímetro de la altiplanicie, avanzando siempre junto a la cerca y proyectando sobre la tela metálica una sombra tan fina como una incisión.

Los campos abandonados se extendían por espacio de millas, tan desolados como un paisaje lunar. El terreno estaba salpicado de cráteres húmedos. Junto al sumidero se veían restos de tractores y camiones. Fila tras fila de pozos durmientes, encerrados en torres de paredes metálicas y cuadriculadas que surgían de la torturada tierra para crear un ilusorio perfil de ciudad.

El Corvette, que momentos antes estaba a la vista, había desaparecido. Frené rápida pero silenciosamente y seguí adelante en punto muerto. En la valla había un agujero del tamaño de un coche. La tela metálica estaba deshilachada y retorcida en el borde de la abertura, como si la hubieran abierto con unas cizallas gigantes. Las huellas de unos neumáticos habían quedado grabadas en la tierra.

Me introduje con el coche por el hueco, lo dejé tras una torre oxidada, salí de él e inspeccioné el terreno.

Los neumáticos del Corvette habían tejido sobre el polvo dos alfombras paralelas, junto a cuyos bordes exteriores se alzaban unas paredes convexas de metal: dos hileras de bidones apilados de tres en tres, de unos cien metros de longitud. El aire apestaba a alquitrán y a goma quemada.

El corredor desembocaba en un ensanchamiento. En aquel espacio abierto había un viejo remolque asentado sobre bloques de piedra. Un rayo de luz se filtraba a través de las cortinas de su única ventanilla. La puerta era de madera contrachapada y lisa. A pocos metros se hallaba el estilizado coche negro.

La puerta del conductor se abrió. Yo me eché hacia atrás, arrimándome todo lo que pude a los bidones. Un hombre salió del coche. El llavero colgaba de uno de sus dedos porque tenía los brazos ocupados en cargar con cuatro bolsas de supermercado, que llevaba como si no pesaran más que otras tantas plumas. Se acercó a la puerta del remolque, llamó una vez, luego tres y después una de nuevo, y pasó adentro.

Permaneció allí media hora, salió con un hacha en la mano, la depositó en el asiento del pasajero del Corvette y se sentó al volante.

Esperé diez minutos después que se hubiera ido para dirigirme a la puerta e imitar su llamada. Al no obtener respuesta, la repetí. La puerta se abrió y ante mí aparecieron dos ojos grandes y del color de la medianoche.

—¿Ya estás de vu…? —La sorpresa paralizó aquella boca ancha y recta. Cuando ella intentó cerrar la puerta yo interpuse el pie y empujé. Ella ofreció resistencia, pero por fin conseguí entrar y ella se apartó de mí.

—¡Usted! —La muchacha era preciosa y me miraba con ojos coléricos. Llevaba el cabello recogido y sujeto con horquillas. Unos cuantos mechones caían sueltos junto a su cuello y formaban un halo brillante alrededor del mismo. De cada una de sus orejas pendía un arete. Vestía unos pantalones vaqueros con las perneras cortadas y una blusa blanca que le dejaba al descubierto el plano y bronceado vientre. Tenía unas piernas larguísimas y perfectamente torneadas, que se iban estrechando para acabar en unos pies desnudos. Llevaba las uñas de manos y pies pintadas de verde.

El remolque estaba dividido en dos compartimentos. Nos hallábamos en una reducida cocina pintada de amarillo y que olía a moho. Una de las bolsas que el hombre había traído ya estaba vacía. Las otras tres se encontraban sobre el tablero que había a continuación del fregadero. Ella rebuscó en la escurridera y sacó un cuchillo de cortar pan.

—¡Salga de aquí o lo rajo! ¡Se lo juro!

—Suelta eso, Nona —dije sin levantar la voz—. No he venido a hacerte daño.

—No, claro, como todos los demás. ¡Una mierda! —Agarró el cuchillo con ambas manos. La hoja dentada describió un arco en el vacío—. ¡Fuera!

—Sé lo que te han hecho. Haz el favor de escucharme.

Se aplacó un poco y adoptó una expresión de desconcierto. Por un instante pensé que había logrado calmarla. Di un paso hacia adelante. Su joven rostro se contrajo de rabia y dolor.

Con una profunda inspiración, arremetió contra mí alzando el cuchillo.

Yo esquivé su acometida. Hendió el aire con la hoja en el mismo lugar que mi tórax había ocupado y dio un traspiés hacia adelante. Entonces le así la muñeca y se la sacudí con fuerza.

El cuchillo cayó y rebotó contra el mugriento linóleo. Ella quiso alcanzar mis ojos con sus largas uñas, pero yo conseguí sujetarle los brazos. Era de constitución delicada, de huesos frágiles y piel suave y tersa, pero la ira le había multiplicado las fuerzas. Dando patadas, retorciéndose y escupiendo, logró finalmente arañarme la mejilla. La del lado malo. Sentí que algo tibio descendía por mi cara dejando un rastro hormigueante; acto seguido una fuerte punzada. El suelo quedó moteado de topos rojos.

La forcé a mantener los brazos a los costados. Se puso rígida y fijó en mí una mirada aterrorizada de animal herido. De pronto lanzó el rostro hacia adelante. Yo me eché hacia atrás para impedir que me mordiera. Sacó la lengua y con un culebreo recogió una gota de sangre que luego se esparció por los labios, tiñéndolos de rojo húmedo.

—Te voy a dejar seco —dijo con un susurro, después de haber forzado una sonrisa—. Puedes hacerme lo que quieras si te vas después.

—No es eso lo que busco.

—Lo harías si supieras de lo que soy capaz. Puedo hacerte sentir cosas que ni siquiera has llegado a imaginar. —La típica frase de película porno barata, pero ella se la tomó en serio y restregó su pelvis contra la mía. Me lamió una vez más y se tragó la sangre afectando un exagerado placer.

—Basta —dije yo, apartando el rostro.

—Venga, hombre —respondió contorneándose—. Con lo bueno que estás, con esos ojazos azules que tienes y esos rizos tan tupidos. Seguro que la tienes igual de bonita.

—Ya está bien, Nona.

Adoptó una expresión ligeramente enfurruñada y siguió frotando su cuerpo contra el mío. Se había empapado de una colonia barata y de aroma dulzón.

—No te enfades, primor. ¿Qué hay de malo en ser un tipo fuerte y saludable, con un buen pollón? Mira, ahora mismo te la estoy notando. Justo aquí. ¡Huy, sí, qué grande! Me encantaría jugar con ella. Metérmela en la boca. Tragármela entera. —Me dedicó un parpadeo—. Me voy a quitar la ropa y te voy a dejar que juegues conmigo mientras te lo hago ¿eh?

Intentó lamerme de nuevo. Yo solté una mano y le di una bofetada en la cara.

Dio un paso atrás, aturdida, y me miró con un infantil aire de sorpresa.

—Eres un ser humano, y no un trozo de carne —le dije.

—¡Soy un coño! —gritó, y comenzó a tirarse del pelo haciendo que se soltaran sus largos mechones de color jengibre.

—Nona…

Se estremeció de repulsión hacia sí misma y convirtió sus dedos en diez garfios temblorosos, pero esta vez dirigidos a su propia carne, dispuestos a desgarrar aquel rostro exquisito.

Logré detenerla en el último instante y la sujeté con fuerza. Ella se debatió y me maldijo, pero acabó estallando en sollozos. Me pareció que se encogía, que disminuía de tamaño mientras lloraba en mi hombro. Cuando el llanto cesó, se derrumbó contra mi pecho, muda y desmadejada.

La llevé hasta una silla, la senté, le limpié la cara con un pañuelo de papel y me apliqué otro en la mejilla. La herida casi había dejado de sangrar. Recogí el cuchillo y lo arrojé al fregadero.

Ella miraba fijamente la mesa. La tomé por la barbilla. Tenía los ojos vidriosos y desenfocados.

—¿Dónde está Woody?

—Ahí dentro —respondió con voz monótona—. Durmiendo.

—Vamos a verlo.

Se levantó vacilante. Una cortina de plástico hecha jirones dividía el interior del remolque. Hice pasar a Nona y entré tras ella.

El otro compartimiento, en el que reinaba una luz mortecina, estaba mal ventilado y amueblado con artículos de rebajas. Las paredes estaban forradas con paneles que imitaban la madera de abedul. Un calendario de propaganda de una gasolinera colgaba torcido de un clavo. Sobre una mesa Parsons de plástico había un radio-despertador. En el suelo se veía un montón de revistas para adolescentes. El centro lo ocupaba un sofá-cama de pana azul.

Woody dormía arropado por unas mantas de algodón descolorido y sus bucles cobrizos se esparcían por la almohada. En la mesita de noche adyacente había tebeos, un camión de juguete, una manzana y un frasco de píldoras. Vitaminas.

Su respiración era regular pero dificultosa y tenía los labios secos e hinchados. Le toqué la mejilla.

—Tiene mucha fiebre —le dije a ella.

—Ya le bajará —repuso a la defensiva—. Le he estado dando vitamina C.

—¿Ha servido de algo?

Volvió el rostro hacia otro lado y negó con la cabeza.

—Hay que llevarlo a un hospital, Nona.

—¡No! —se agachó, tomó la cabecita entre sus brazos, apoyó la mejilla en la del niño y le besó los párpados. Él sonrió entre sueños.

—Voy a llamar a una ambulancia.

—No hay teléfono —proclamó con pueril regocijo—. Vaya a buscar uno. Cuando vuelva nos habremos ido.

—Está muy enfermo —insistí con paciencia—. Cada hora que pasa representa mayor peligro. Iremos en mi coche. Prepara tus cosas.

—¡Le harán daño! —gritó—. Igual que antes. ¡Le clavarán agujas en los huesos y lo meterán en esa celda de plástico!

—Escúchame, Nona. Woody tiene cáncer y puede morir.

Se volvió.

—No me lo creo.

La tomé por los hombros.

—Hazme caso. Lo que te digo es cierto.

—¿Por qué? ¿Porque lo dijo ese médico mexicano de mierda? Ese es como los demás. No se puede confiar en él. —Ladeó una cadera como lo había hecho en el corredor del hospital—. ¿Cómo va a ser cáncer si no ha fumado nunca?

—Los niños también cogen el cáncer, miles al año. Y nadie sabe el por qué, pero es así. A casi todos se los puede tratar y algunos se curan. Woody es uno de ellos. Tienes que darle la oportunidad de curarse.

Frunció el ceño en actitud testaruda.

—En ese sitio lo estaban envenenando.

—Para acabar con esa enfermedad hacen falta drogas fuertes. Yo no digo que no le vaya a doler, pero lo único que le puede salvar la vida es el tratamiento médico.

—¿Eso es lo que le dijo el mexicano que me dijera?

—No. Esto te lo digo yo. Si no quieres, no tenéis que volver con el doctor Melendez-Lynch. Podemos encontrar otro especialista, en San Diego, por ejemplo.

El niño gritó en sueños. Ella corrió junto a él y le canturreó una nana mientras le acariciaba el cabello, con lo que pudo calmarlo.

Ella lo metió entre sus brazos. Una niña acunando a un niño. Las impecables facciones de Nona comenzaron a temblar. Las lágrimas brotaron de nuevo, como un torrente que le inundó las mejillas.

—Si vamos a un hospital lo apartarán de mí. Aquí puedo cuidarlo mejor.

—Nona —dije, haciendo acopio de toda mi compasión—, hay cosas que ni siquiera una madre puede hacer.

Interrumpió el balanceo un instante y luego lo reanudó.

—Esta noche he estado en casa de tus padres. He visto el invernadero y he leído las notas de tu padre. —Nona dio un ligero respingo. Era la primera vez que oía hablar de los diarios. Pero reprimió su sorpresa y simuló hacer caso omiso de mis palabras—. Sé por lo que han tenido que pasar —proseguí en tono comedido—. Todo empezó después de que murieran los chirimoyos. Probablemente, siempre estuvo desequilibrado, pero el fracaso y la desesperación fueron los detonantes. Y quiso recuperar el dominio de sí mismo jugando a ser Dios, creando su propio mundo.

Se puso rígida, apartó de sí al niño, le apoyó la cabeza con ternura en la almohada y salió del compartimiento. La seguí a la cocina y procuré no perder de vista el cuchillo. Alzándose de puntillas, tomó una botella de Southern Comfort de un estante, se sirvió el licor en una taza de café que llenó hasta la mitad y, adoptando una posición que resaltaba la esbeltez de sus formas, se apoyó en el fregadero y se la bebió de un trago. Poco habituada a las bebidas fuertes, hizo una mueca y comenzó a toser violentamente.

Le di unas palmadas en la espalda y la conduje hasta la silla. Se llevó la botella consigo. Me senté frente a ella y esperé a que se hubiera calmado.

—Comenzó como una serie de experimentos, cosas raras sobre endogamia e injertos complicados. Y durante un tiempo, todo aquello no pasó de ser una cosa rara. No hubo nada de criminal hasta que se dio cuenta de que habías crecido.

Volvió a llenar la taza, echó la cabeza hacia atrás y vació el contenido de aquella. Era una caricatura de la dureza.

Ella, antes una preciosa niñita pelirroja, como Maimon había dicho al recordarla con una afable sonrisa. Los problemas no habían llegado hasta que ella tuvo doce o trece años. Maimon desconocía el motivo.

Pero yo no.

Había alcanzado la pubertad tres meses antes de su duodécimo cumpleaños. Swope había consignado el día del descubrimiento: («¡Eureka! Annona ha florecido. Carece de profundidad intelectual, pero ¡qué perfección física! Un ejemplar de primera clase…»)

Se había sentido fascinado por la transformación del cuerpo de ella y la había descrito en términos botánicos. Y mientras observaba el desarrollo, un espantoso plan había ido cobrando consistencia en su deteriorada mente.

Una parte de él seguía siendo organizada, disciplinada. En esa parcela era tan analítico como el propio Mengele. La seducción se había llevado a cabo con la precisión de un experimento científico.

El primer paso lo constituyó la deshumanización de la víctima. A fin de justificar la violación, Swope la había vuelto a clasificar: ya no era su hija, ni siquiera una persona, sino un mero espécimen de una nueva especie exótica: Annona zingiber. La anona de color de jengibre, por su cabello pelirrojo. Un pistilo para ser polinizado.

Luego vino la desvirtuación semántica del propio ultraje: las excursiones diarias al bosque de detrás del invernadero no eran incesto, sino un nuevo e intrigante proyecto. La investigación definitiva en el terreno de la endogamia.

Cada día Swope esperaba con impaciencia a que ella volviera del colegio para tomarla de la mano y llevarla consigo a la penumbra. Allí, extendía la manta sobre el suelo ablandado por las hojas y rechazaba despreocupadamente las protestas de ella. Tras medio año de ensayos —un cursillo intensivo sobre felación—, la penetración del joven cuerpo, la siembra del terreno.

Los atardeceres estaban dedicados a la consignación de datos: Swope subía al ático y hacía constar cada unión en su cuaderno de notas sin escatimar los detalles, tal como lo hubiera hecho en cualquier otra clase de investigación.

Según sus diarios, mantuvo a su mujer informada del progreso de los experimentos. Al principio, ella había opuesto cierta resistencia; luego se inhibió, pasivamente aquiescente. Siguiendo órdenes.

El embarazo de la muchacha no había sido un accidente. Al contrario, ese era precisamente el objetivo final de Swope, calibrado y calculado. Paciente y metódico, había aguardado a que ella fuera un poco mayor —catorce años— para fertilizarla, con lo que el feto se desarrollaría en las mejores condiciones. Había controlado su ciclo menstrual para inseminarla en el momento preciso de la ovulación y refrenado él sus impulsos durante varios días para que aumentara la cantidad de esperma.

Nona había quedado preñada al primer intento. Él había celebrado con regocijo la interrupción de la regla, el abultamiento de su vientre. Una nueva variedad había sido creada.

Le dije con la mayor suavidad lo que sabía, confiando en que sus barreras defensivas no le impidieran captar mi buena intención. Me escuchó con una mirada vacía en sus ojos y siguió bebiendo Southern Comfort hasta que los párpados comenzaron a pesarle.

—Te hizo su víctima, Nona. Te utilizó y cuando ya no le servías, te desechó.

La muchacha asintió de forma imperceptible.

—Debió de asustarte mucho llevar un niño en tu vientre a esa edad. Y que te enviaran fuera de aquí para tenerlo en secreto.

—Pandilla de tortilleras —murmuró arrastrando las palabras.

—¿Las matronas?

Bebió otro trago.

—Sí, las putas matronas de ese puto hogar para putillas de este puto país que se llama México. —Dio una cabezada—. Tortilleras gordas y asquerosas, todo el día pellizcándonos, pegándonos y gritándonos que éramos unas desgraciadas, unas zorras.

Maimon conservaba vivido el recuerdo de la mañana en que ella se había marchado. Me había descrito el aspecto que tenía mientras esperaba con su maleta en medio de la carretera: una chiquilla asustada, sin una sola traza de su anterior picardía, a punto de pagar por los pecados de otro.

Había vuelto completamente distinta. Más callada, más sumisa. Resentida.

—Me dolió tanto sacar a ese niño —comenzó a decir en tono bajo y con trazas de ebriedad en su voz—. Yo gritaba y ellas me tapaban la boca. Creía que me iba a romper en pedazos. Cuando se acabó, no quisieron dejarme que lo cogiera en brazos. ¡Era mi hijo y se lo llevaron! Me obligué a incorporarme para poderlo ver. Casi me muero. Era pelirrojo, como yo.

Agitó la cabeza.

—Pensé que podría tenerlo conmigo cuando volviera a casa, pero él dijo que de ningún modo, que yo no era nada, nada más que un recipiente, un puto recipiente. Curiosa manera de decir coño. Me dijo que en realidad yo no era su madre. Ella ya había empezado a hacer ese papel. Yo era puramente un coño, que sólo sirve para usar y tirar, y había que dejar que los mayores se hicieran cargo de todo.

Apoyó la cabeza en la mesa y lloriqueó.

Le acaricié el cuello al tiempo que trataba de confortarla con mis palabras, pero incluso en ese estado el contacto con un hombre provocó en ella el reflejo condicionado y, alzando la cabeza, me dedicó una sonrisa ebria y provocadora y se inclinó para dejar al descubierto la parte superior de sus pechos.

Negué con la cabeza y ella volvió el rostro, avergonzada.

Sentía tanta compasión por ella que llegaba a hacerme daño. Podía hablarle con intención terapéutica, pero lo que en aquel momento tenía que hacer era conseguir que cediera a mis propósitos. El niño necesitaba asistencia. Yo estaba dispuesto a llevármelo aun en contra de su voluntad, pero, por el bien de ellos dos, prefería evitar un segundo secuestro.

—No fuiste tú quien se lo llevó del hospital ¿verdad? Tú lo quieres demasiado para hacerle correr semejante peligro.

—Es verdad —repuso con ojos llorosos—. Fueron ellos. Para quitármelo, para que yo no pudiera hacer de madre. Durante todos esos años les había dejado que me trataran como a un perro. No me entrometí y fueron ellos quienes lo criaron, y a él no le dije nada porque tenía miedo de que se volviera loco. Eso era demasiado para un niño pequeño. Y mientras, yo me moría por dentro. —Se llevó una mano al corazón y alargó la otra para coger la taza y vaciarla—. Pero cuando se puso enfermo hubo algo que empezó a tirar de mí. Era como si tuviera un anzuelo clavado en las tripas y alguien empezara a recoger el sedal. Yo tenía que reclamar mis derechos. Empecé a darle vueltas estando sentada en esa habitación de plástico, viéndole dormir. Mi niño. Al final, decidí hacerlo. Una noche, en el motel, les hice sentar y les dije que las mentiras habían llegado demasiado lejos, que ya era hora de que me dejaran cuidar de mi niño.

»Y ellos…, él se rio de mí, se burló. Me dijo que era un bicho raro, una mierda, un puto recipiente, y que no complicara aún más las cosas. Pero esa vez no estaba dispuesta a callarme. No tenía estómago para seguir soportando aquella situación. Y se lo eché todo en cara. Les dije que eran unos malvados, unos pecadores, y que el ca… que la enfermedad era el castigo de Dios por lo que habían hecho, que eran ellos los bichos raros. Y que se lo iba a decir a todo el mundo: a los médicos, a las enfermeras… Y que cuando lo supieran los echarían a patadas y le entregarían el niño a su madre.

Las manos le temblaban violentamente alrededor de la taza. Me situé detrás de ella y se las sujeté, tratando de apaciguarla.

—¡Tenía todo el derecho! —gritó, volviéndose bruscamente y suplicando una confirmación. Asentí y ella hundió el rostro en mi pecho.

Durante la visita de Baron y Delilah al hospital, Emma Swope se había quejado de que el tratamiento del cáncer estaba desuniendo a la familia. Los sectarios habían interpretado que se refería a la ansiedad provocada por la separación física que imponía la habitación de Corriente Laminar. Pero lo que la mujer había hecho era expresar en voz alta sus preocupaciones acerca de una ruptura mucho más grave, que amenazaba con dividir a la familia de forma irreparable como una guillotina al cercenar el cuello de un hombre.

Quizás Emma supo entonces que la herida era demasiado profunda para que llegara a curar algún día. Pero aun así, ella y su marido habían intentado ponerle remedio llevándose al niño, para impedir que fuera revelado su vergonzoso secreto…

—Se lo llevaron a espaldas mías —decía Nona mientras me estrujaba la mano y clavaba en ella sus verdes uñas. La ira volvía a apoderarse de ella. Una fina película de transpiración brillaba sobre su labio superior—. Como ladrones. Ella se disfrazó de técnico de rayos X con una máscara y una bata que sacaron de la lavandería. Se lo llevaron al sótano por un ascensor de servicio y salieron por una puerta lateral. Ladrones.

»Yo volví al motel y allí estaban los tres. Mi niño estaba tendido en la cama, tan pequeño y desvalido… Y mientras, ellos haciendo las maletas y bromeando acerca de lo fácil que había sido todo, de que nadie la había reconocido porque ni siquiera se habían molestado en mirarla a los ojos ni una sola vez. Y él seguía con lo de la polución y lo asquerosa que era la ciudad, intentando justificar lo que habían hecho.

Acababa de darme pie para reanudar mis intentos de persuadirla. Tenía que lograr que me siguiera pacíficamente mientras yo sacaba a su hijo de allí.

Pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, la puerta se abrió violentamente.