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Los dos policías de uniforme eran gigantes de poderosa musculatura. Uno era blanco y rubio; el otro, negro como el carbón, parecía el negativo fotográfico de su compañero. Nos interrogaron con brevedad, dedicando la mayor parte del tiempo al empleado iraní, a quien detestaron instintivamente manifestándolo como tienen por costumbre los policías de Los Ángeles, es decir, mostrándose exageradamente corteses.
La mayoría de las preguntas se referían a cuándo había visto por última vez a los Swope, qué automóviles habían entrado y salido, de qué modo se había comportado la familia, quién les había telefoneado. De dar crédito al encargado, el motel era un oasis de inocencia y él, el candoroso muchacho que no percibe maldad en rostro, gesto ni voz alguno.
La policía acordonó la zona que rodeaba a la habitación número 15. La visión del vehículo oficial en el centro del aparcamiento debió encrespar algunos ánimos porque en varias habitaciones vi dedos que levantaban la punta de la cortina. También los policías lo advirtieron y en broma comentaron la conveniencia de avisar a la brigada del vicio.
Llegaron otros dos vehículos policiales, blancos y negros, que entraron en el aparcamiento y se estacionaron sin orden ni concierto. De ellos bajaron otras dos parejas uniformadas que se reunieron con la primera, comentando la situación mientras fumaban un cigarrillo. Les seguía una furgoneta con técnicos que realizarían el examen pericial y la reconstrucción del crimen, así como un Matador de color bronce sin distintivo oficial alguno.
El hombre que salió del Matador rondaría los treinta y cinco años, era alto, de complexión robusta y andares torpes, desgarbados. Tenía una cara ancha, asombrosamente desprovista de arrugas pero en cambio visiblemente marcada por las cicatrices de una seria erupción de acné juvenil. Unas cejas espesas y caídas ensombrecían unos fatigados ojos de un verde intenso y luminoso. El pelo, que era negro, lo llevaba muy corto en la nuca y por los lados pero largo en la coronilla y en la frente, en abierto desafío a los dictados de cualquier estilo de peinado conocido. Un rebelde remolino formaba un abundante copete acabado en un mechón que le caía sobre las cejas. Igualmente ordinarias eran las patillas, que se prolongaban hasta los exiguos lóbulos de las orejas, y las prendas que componían su indumentaria: una arrugada americana a cuadros con demasiado turquesa, camisa azul marino, corbata a rayas grises y azules y unos pantalones de un tono celeste cuya excesiva largura apenas si dejaba adivinar las puntas de unos botines de piel vuelta.
—Ese ha de ser policía a la fuerza —comentó Beverly.
—Es Milo.
—Ah…, tu amigo —replicó bastante violenta.
—No te preocupes. Justamente es lo que es.
Milo habló unos instantes con los agentes, sacó luego un lápiz y un bloc de notas, saltó sobre la cinta que acordonaba la entrada de la habitación quince y penetró en su interior. Permaneció un rato dentro y salió tomando notas.
Con rápidas zancadas se dirigió hacia la recepción. Me puse de pie y salí a recibirle a la entrada.
—Hola, Alex. —Su mano fuerte y acolchada estrechó la mía con fuerza—. Menudo zafarrancho hay ahí dentro. Todavía no sé cómo llamarlo.
Vio entonces a Beverly, se acercó a ella y se presentó.
—Con este individuo —le dijo señalándome a mí— inevitablemente se verá metida en problemas.
—Ya me doy cuenta.
—¿Tiene usted prisa? —le preguntó.
—Esta mañana ya no voy a volver al hospital —contestó Beverly—. Hasta las tres y media estoy libre. A esa hora me voy a correr.
—¿Correr? ¿Como estímulo cardiovascular? Sí, yo también lo intenté pero me dolía el pecho y empecé a ver visiones de mortalidad.
Beverly sonrió un tanto incómoda, sin saber exactamente cómo definir a aquel personaje. Milo resulta en diversos aspectos una compañía sumamente agradable cuando uno tiene las ideas claras y los prejuicios sólidamente clasificados.
—No se apure. Quedará libre mucho antes de las tres. Sólo quería saber si podía esperar mientras me entrevisto con el señor… —consultó el bloc de notas— Fahrizbadeh. No me llevará mucho tiempo.
—No hay inconveniente.
Salió con el encargado al exterior y se dirigieron a la habitación quince. Beverly y yo nos sentamos y permanecimos en silencio.
—Es espantoso —dijo ella al cabo de un momento—. Esa habitación. La sangre.
Se puso rígida y apretó las rodillas con fuerza.
—A lo mejor el niño está bien —comenté sin excesiva convicción.
—Ojalá, Alex, ojalá.
Al cabo de un rato regresó Milo con el recepcionista, que sin mirarnos siquiera se escabulló bajo el mostrador y desapareció en la habitación del fondo.
—Un sujeto muy poco observador —declaró Milo—. Pero creo que más o menos dice la verdad. Por lo visto el propietario del negocio es su cuñado. Él estudia dirección de empresas por la noche y durante el día, en lugar de dormir, trabaja aquí. —Y dirigiéndose a Beverly le rogó—: Hábleme de la familia Swope.
Ella le explicó un relato análogo al que me había contado en la Unidad de Corriente Laminar.
—Interesante —murmuró Milo mordisqueando el lápiz—. Por lo que veo este asunto podría ser cualquier cosa. Los padres sacan a toda prisa al niño de la ciudad, lo cual no constituye delito a menos que el hospital determine que existe intención criminal; sólo que, de ser así, no dejarían el coche en el aparcamiento del motel. La segunda hipótesis es que el escamoteo lo realizan los naturistas con el consentimiento de los padres, posibilidad que tampoco constituye delito. O sin conocimiento de los padres, en cuyo caso se trata lisa y llanamente de un secuestro.
—¿Y la sangre? —le pregunté.
—Sí, la sangre. Los técnicos afirman que es O positivo. ¿Es significativo este detalle?
—De la historia clínica de Woody —contestó Beverly— creo recordar que tanto él como los padres eran grupo O. Del factor Rh no estoy segura.
—Algo es algo. No demasiado teniendo en cuenta que si ha sufrido un disparo o una cuchillada…
Al ver la expresión de Beverly se interrumpió.
—Milo —le dije—, este niño tiene cáncer. Todavía no está desahuciado, o por lo menos ayer no lo estaba. Pero sufre una enfermedad de desarrollo imprevisible que lo mismo puede afectar a una arteria importante que convertirse en leucemia. De producirse alguna de ambas posibilidades, podría sufrir una hemorragia repentina.
—Dios mío —exclamó aquel hombretón visiblemente afectado—. Pobre criatura.
—¿No puede usted hacer nada? —imploró Beverly.
—Haremos lo posible por encontrarlos pero, con sinceridad, no va a ser fácil. A estas horas podrían estar en cualquier sitio.
—¿Pero no difunden boletines o algo así? —insistió ella.
—Ya lo hemos hecho. Al recibir la llamada de Alex lo primero que hice fue ponerme en contacto con las fuerzas de seguridad de La Vista. Si digo fuerzas de seguridad es por llamarlas de algún modo, porque el único representante de la ley es un sargento llamado Houten. Me aseguró que no les había visto, pero me prometió mantenerse alerta. También me proporcionó una buena descripción física de la familia, que ya ha sido transmitida por radio a las patrullas de la autopista, a todas las comisarías de Los Ángeles y San Diego y a todos los puestos de policía mínimamente decentes del sector. Pero aquí ni se trata de localizar un vehículo ni una matrícula. ¿Tiene alguna idea que sugerir además de las que ya se han puesto en práctica?
Era una petición sincera, desprovista de todo rastro de sarcasmo, y la cogió desprevenida.
—Pues no —tuvo que admitir—, no se me ocurre nada. Sólo confío en que lo encuentren.
—Yo también. ¿Puedo llamarte Beverly?
—Desde luego.
—No tengo brillantes teorías sobre este caso, Beverly, pero te aseguro que voy a dedicarle mucha reflexión y mucho tiempo. Y si se te ocurre algo, llámame —añadió entregándole una tarjeta—. Por insignificante que sea, ¿de acuerdo? Y ahora voy a decirle a uno de mis hombres que te acompañe a casa.
—Creo que Alex podría…
—A Alex le voy a necesitar para hablar un rato con él —replicó dedicándole a Beverly una amplia sonrisa—. Ordenaré que te acompañen a casa.
Salió, se dirigió hacia el grupo compuesto por los seis agentes, eligió al más apuesto de todos, un individuo delgado, de metro ochenta, pelo negro rizado y radiante sonrisa, y en su compañía entró nuevamente en recepción.
—Señorita Lucas, le presento al oficial Fierro.
—¿Adónde la llevo señora? —preguntó Fierro llevándose una mano a la gorra.
Beverly le comunicó una dirección de Westwood y él la acompañó al coche. En el momento en que Beverly subía, Milo rebuscó en el bolsillo y gritó:
—¡Un momento, Brian!
Fierro se detuvo y Milo se dirigió hacia el vehículo mientras yo le seguía trotando.
—¿Te dice algo esto, Beverly? —le preguntó entregándole una caja de cerillas.
Ella la examinó.
—¿Agencia de Mensajeros Adán y Eva? Sí. Una de las enfermeras me dijo que Nona Swope había encontrado trabajo de mensajera. Me pareció un poco raro que buscase empleo estando temporalmente en la ciudad —contestó contemplando la caja de cerillas con mayor detenimiento—. ¿Qué es esto? ¿Un servicio de fulanas o algo así?
—Algo así.
—Ya sabía yo que esa era una desquiciada —comentó con manifiesta irritación devolviéndole la caja de cerillas—. ¿Algo más?
—De momento, no.
—Entonces quisiera irme a casa.
Milo hizo un gesto y Fierro se puso al volante y arrancó.
—Tiesa la dama —comentó Milo cuando el coche se hubo alejado.
—De joven era la mujer más dulce del mundo —repliqué—. Pero trabajar varios años en el pabellón de cancerosos altera, te lo aseguro.
Milo frunció el ceño.
—Menudo lío hay ahí dentro —dijo.
—Mal asunto, ¿verdad?
—¿Quieres que empiece a especular? Pues quizá sí y quizá no. Esa habitación la ha revuelto alguien dominado por un acceso de cólera. ¿No ha podido ser el padre o la madre, furioso y encima atolondrado por tener un hijo enfermo, muerto de remordimientos por haber sacado al niño del hospital? Tú has trabajado con personas que sufrían situaciones semejantes. ¿Has visto reaccionar a alguna así?
Retrocedí algunos años.
—Siempre había cólera —contesté—. La mayoría la desfogaban hablando del problema, pero a veces se producían reacciones violentas puramente físicas. Recuerdo que una vez el padre de un paciente agredió a puñetazos a un médico de guardia. ¿Amenazas? Las que quieras. Un individuo que había perdido una pierna a consecuencia de un accidente de caza tres semanas antes de que a su hija le diagnosticaran un tumor renal se presentó en el hospital empuñando un par de pistolas al día siguiente de que muriera la niña. Generalmente, los más explosivos eran los que se negaban a aceptar la realidad, fingían ignorar el problema y rehusaban hablar de ello.
Lo cual encajaba plenamente con la descripción que Beverly me había proporcionado de Garland Swope, y así se lo dije a Milo.
—De modo que mi hipótesis podría ser correcta —replicó un tanto incómodo.
—Pero no lo crees.
—En este momento no creo nada —repuso alzando aquellos pesados hombros— porque estamos en una ciudad que es un abismo de locura. El índice de homicidios se incrementa de año en año. Cada día mueren más personas, eliminadas por los motivos más absurdos que puedas imaginarte. La semana pasada un viejo despanzurró a su vecino porque según él le mataba los tomates que cultivaba en el jardín lanzando rayos perniciosos desde el otro lado del seto. Cada vez hay más desequilibrados que entran en un restaurante y barren a tiros a los chavales que están allí comiendo hamburguesas. Cuando ingresé en la brigada de homicidios, los casos solían ser relativamente lógicos, sencillos incluso. La gente mataba por amor, por celos, por dinero, por disputas familiares, en resumen, por las motivaciones elementales de la naturaleza humana. Pero hoy nada de eso, compadre. Hoy los que matan son los dementes, los chalados, los que están como cabras.
—¿Y te parece que esto es obra de un lunático?
—Qué sé yo, Alex, qué sé yo. Esto no es una ciencia exacta. Seguramente, al final descubriremos que mi teoría era correcta. Uno de los padres, probablemente él, echó un vistazo a las pésimas cartas que el destino le había repartido y destrozó la habitación. Han dejado el coche, de modo que lo más probable es que se trate de una cosa pasajera. Por otra parte, tampoco puedo garantizar que no hayan tenido la mala pata de ser liquidados por un chalado convencido de tener enfrente a unos vampiros dispuestos a arrancarle el hígado a mordiscos.
Y sujetando el estuche de cerillas de la Agencia de Mensajeros entre el pulgar y el índice lo agitó como si se tratase de una banderita en miniatura.
—De momento, todo lo que poseemos es esto —declaró—. No confío demasiado, pero voy a visitar este lugar sin dejar perder la pista. ¿Te parece bien?
—Gracias, Milo. Si llegamos al fondo de este asunto se calmarán unos cuantos ánimos. ¿Quieres que te acompañe?
—¿Por qué no? Hace mucho que no nos vemos. Si echar de menos a la encantadora Robin Castagna no te ha puesto de un humor insoportable, a lo mejor hasta resultas una excelente compañía.