10

A la mañana siguiente salí a la terraza para recoger el periódico y la vi allí tendida, abotargada e informe. Era una rata muerta. Llevaba un pedazo de cuerda de cáñamo toscamente anudada al cuello. Tenía los ojos abiertos y enturbiados, inertes, y la piel deslustrada y mugrienta. Las patas delanteras, perturbadoramente humanas, habían quedado paralizadas en ademán de súplica. La boca semiabierta revelaba unos incisivos del color de los granos de maíz.

Bajo el cadáver del animal aparecía un trozo de papel. Me serví del Times para apartar al roedor; se resistió al principio, adherido como estaba al pavimento, y luego se deslizó hacia el borde de la terraza.

Era un mensaje confeccionado en el más puro estilo de las antiguas películas de gángsters: las letras, recortadas de una revista y pegadas al papel, componían la leyenda:

A TU SALUD COMECOCOS PESETERO

Aunque lo más probable era que lo hubiera adivinado, el primer apelativo me lo ponía en bandeja.

Sacrificando para ello la sección de anuncios del diario, envolví la rata y la llevé hasta el cubo de basura. Después, entré en casa y descolgué el teléfono.

La secretaria del Mal Worthy tenía una secretaria y hube de mostrarme firme con ambas para que me pusieran con él.

—Ya lo sé —me dijo antes de que yo pudiera pronunciar una sola palabra—, a mí también me ha llegado una. ¿De qué color era la tuya?

—Gris castaño y con una cuerda al cuello.

—Considérate afortunado. La mía venía en una caja y estaba decapitada. Casi me cuesta una mensajera excelente que tengo aquí en el despacho. Todavía se está lavando las manos. Lo de Daschoff era ya puré de rata.

Trataba de quitarle hierro al asunto, pero por el tono de su voz se adivinaba que no las tenía todas consigo.

—Estaba seguro de que ese tío era un psicópata.

—¿Cómo habrá averiguado dónde vivo?

—¿Por la dirección que figura en tu curriculum vitae?

—Mierda, claro que sí. ¿Qué le ha llegado a su mujer?

—Nada. Ya me dirás qué sentido tiene.

—El sentido no cuenta en este asunto. ¿Qué podemos hacer al respecto?

—Ya he comenzado a redactar el borrador de una orden restrictiva mediante la cual mantenerlo a distancia de cualquiera de nosotros. Pero para serte sincero, no hay forma de impedirle que la desafíe. Claro que si lo atrapan haciéndolo ya es otra historia, pero tampoco queremos que las cosas lleguen hasta ese punto, ¿verdad?

—Eso no es muy alentador, Malcolm.

—La democracia, amigo mío. —Hizo una pausa—. ¿Lo estás grabando?

—Naturalmente que no.

—Sólo pretendía asegurarme. Existe otra opción, que sería demasiado arriesgada ponerla en práctica antes de que la división de bienes se haya llevado a cabo.

—¿Cuál es?

—Por quinientos dólares consigo que le hagan suficiente daño como para que no pueda volver a mear sin que le salten las lágrimas.

—Democracia, ¿eh?

Se echó a reír.

—La libre empresa. Libertad de servicio. De todos modos, no es más que una opción.

—No te decidas por esa, Mal.

—Tranquilo, Alex. Sólo teorizo.

—¿Y la policía, qué?

—Olvídate. No tenemos pruebas de que fuera él. Quiero decir que tú y yo lo sabemos, pero no podemos demostrarlo. Y la policía no va a buscar huellas dactilares en una rata porque enviar roedores a tus amigos del alma no es ningún crimen. Quizá podamos conseguir que intervengan los de Registro y Regulación de Animales —añadió riendo—. Una severa reprimenda y una noche en la perrera municipal.

—¿Y no irían a hablar con él por lo menos?

—Con el trabajo que tienen, no. Tal vez lo harían si la misiva hubiera sido más explícita, si hubiera constituido una amenaza, pero me temo que «A tu salud picapleitos de mierda» no bastará; además, la poli es de la misma opinión que ese sujeto. Voy a presentar un informe sólo para que conste en los archivos, pero no cuentes con que nos presten ayuda.

—Tengo un conocido en el cuerpo.

—Las agentes de la policía femenina no son gente de peso, compadre.

—¿Y qué me dices de los inspectores?

—Eso ya es otra cosa. Habla con él; y si quieres que lo haga yo también, estoy dispuesto.

—No hará falta, yo me encargo.

—Perfecto. Tenme al corriente de cómo van las cosas. Y perdona el follón, Alex. —Parecía deseoso de colgar. A tres dólares y medio el minuto no hay tiempo que perder.

—Otra cosa, Mal.

—¿De qué se trata?

—Llama a la juez y adviértela si todavía no le ha llegado el paquete.

—Ya he llamado a su alguacil. Vamos sumando puntos ¿eh?

—Descríbeme a ese gilipollas con tanta precisión como te sea posible.

—De mi tamaño casi con toda exactitud, digamos que metro setenta y cinco. Enjuto y musculoso. Cara alargada, un bronceado rojizo, como la mayoría de los obreros de la construcción, nariz rota y mandíbula prominente. Lleva bisutería india; un anillo en cada mano, uno en forma de escorpión y el otro de serpiente. Un par de tatuajes en el brazo izquierdo. Desaliñado.

—¿Color de los ojos?

—Marrón, pero los tiene muy rojos, inyectados en sangre. Pelo castaño peinado hacia atrás.

—Por lo que dices, debe de tener aspecto de destripaterrones.

—Exactamente.

—¿Y este Motel Bedabye es donde vive?

—Desde hace un par de días. Por lo que sé, puede que esté viviendo en su camión.

—Conozco a un par de tipos de la división de Foothill. Si logro que uno de ellos en particular vaya a hablar con el tal Moody, se te han acabado los problemas. Se llama Fordebrand y tiene el peor aliento que hayas olido en tu vida. Cinco minutos de conversación cara a cara con Moody y te aseguro que el gilipollas se arrepiente.

Me hizo reír, pero no llegué a poner el corazón en ello.

—Te ha afectado, ¿verdad?

—He tenido mañanas mejores.

—Si estás aprensivo y quieres instalarte en mi casa, ya lo sabes —ofreció sinceramente Milo.

—Gracias, pero no me hará falta.

—Si cambias de idea, avísame. Entretanto, ten cuidado. Puede que ese tipo no sea más que un gilipollas y un camorrista, pero puede que no, y de los locos no tengo que explicarte nada que tú no sepas. Abre bien los ojos, compadre.

Pasé la mayor parte del día ocupado en cosas banales y relajado en apariencia, pero, en realidad, me hallaba en lo que yo llamo el «estado ideal para la práctica del karate»: un estado consciente próximo a la paranoia, de percepción superior a la normal y en la que los sentidos se mantienen en alerta constante, de tal modo que mirar por encima del hombro a intervalos frecuentes parece perfectamente normal.

Para alcanzarlo me abstengo de beber alcohol y de ingerir comidas pesadas, hago ejercicios de precalentamiento y practico katas —movimientos de karate— hasta el agotamiento. Después me relajo con media hora de autohipnosis y de autosugestión encaminada a aumentar mi capacidad de vigilancia.

Lo aprendí de mi instructor de artes marciales, un judío checo llamado Jaroslav a quien el acoso de los nazis había obligado a refinar sus técnicas de supervivencia y al que yo recurrí durante el mes siguiente al asunto de la Casa de los Niños, cuando los alambres con que me habían reforzado la mandíbula hacían que me sintiera indefenso y las pesadillas eran visitantes frecuentes de mis noches. El sistema que me enseñó me había sido de gran ayuda para lograr una franca mejoría donde más lo necesitaba: en mi mente.

Estaba dispuesto, me dije, a hacer frente a cualquier cosa que Richard Moody me tuviera preparada.

Me estaba vistiendo para salir a cenar cuando me llamaron del servicio.

—Buenas noches, doctor. Soy Kathy.

—Hola, Kathy.

—Siento molestarle, pero acaba de llamar Beverly Lucas y dice que es una emergencia.

—No hay problema. Pásamela, por favor.

—Muy bien. Que se divierta, doctor.

—Igualmente.

El teléfono siseó al conectarse ambas líneas.

—¿Bev?

—Alex, tengo que hablar contigo.

Su voz se elevaba sobre un fondo de música estridente: batería sintetizada, guitarras aullantes y un bajo capaz de provocar un paro cardíaco. A ella apenas la oía.

—¿Qué te pasa?

—No puedo explicártelo por teléfono y desde este bar. ¿Tienes algo que hacer?

—No. ¿Desde dónde llamas?

—Desde el Unicorn. Está en Westwood. Por favor, necesito hablar contigo.

Por el tono de su voz parecía muy alterada, pero era difícil estar seguro con todo aquel ruido. Yo conocía el sitio, una combinación de bistro y discoteca (¿bisco?) frecuentada por solteros adinerados de ambos sexos. Una vez Robin y yo habíamos ido a tomar un bocado al salir del cine, pero el ambiente de rapiña que flotaba en el aire nos había parecido excesivamente manifiesto y no tardamos en abandonar el local.

—Estaba a punto de salir a cenar —comenté—. ¿Quieres que nos encontremos en algún sitio?

—¿Qué tal aquí mismo? Pediré una mesa ahora y así la tendrán lista cuando llegues.

Cenar en el Unicorn no era una perspectiva precisamente atrayente —con aquel ruido habían grandes probabilidades de que se le cuajaran a uno los jugos gástricos—, pero le dije que tardaría un cuarto de hora.

El tráfico era denso en el Village, y llegué tarde. Con todas sus superficies excepto el suelo cubiertas de espejos, el Unicorn era el paraíso del narcisista. Aquí y allá se veían algunos helechos colgantes, media docena de lámparas Tiffany de imitación y unos cuantos elementos decorativos de latón y madera, pero la esencia del local la constituían los espejos.

A la derecha quedaba el restaurante, más bien pequeño, de veinte mesas con manteles de damasco verde loro, y a la izquierda la discoteca, en donde las parejas asistentes bailaban al son de la música interpretada por un grupo cuya contundencia hacía temblar los espejos. Entre ambos estaba el bar. Incluso la barra estaba cubierta de espejos; su base era un auténtico despliegue de calzado de última moda.

El bar estaba escasamente iluminado y atestado de gente. Me abrí camino entre la apiñada clientela, rodeado de rostros sonrientes, triplicados, cuatriplicados, incapaz de discernir entre lo real y lo ilusorio. Aquello era como la casa de los espejos de un parque de atracciones.

Estaba sentada en la barra junto a un tipo que cubría su voluminoso torso con una camiseta sin mangas y que oscilaba entre intentar ligar con ella, beber cerveza como un descosido y barrer con la vista el gentío en busca de perspectivas más esperanzadoras. Beverly asentía de vez en cuando, pero era evidente que estaba ensimismada.

Ayudándome de los codos conseguí llegar hasta ella. Tenía la vista fija en un vaso largo medio lleno de un líquido rosado espumoso y aderezado con toda clase de frutas confitadas y una sombrillita de papel.

—Alex. —Vestía una camiseta de manga corta amarillo limón y pantalones cortos satinados y del mismo tono. Se había enfundado las piernas desde el tobillo hasta la rodilla en sendos calentadores amarillos y blancos que hacían juego con sus zapatillas deportivas. Llevaba maquillaje en cantidad e iba profusamente enjoyada, cuando en el trabajo siempre se había mostrado moderada en ambos aspectos. Una cinta de tejido sintético brillante le ceñía la frente—. Gracias por venir.

Se inclinó hacia mí y me besó en la boca con labios cálidos. Torso Inmenso se levantó y se fue.

—Seguro que ya tienen la mesa lista.

—Vamos a ver. —La tomé del brazo y juntos atravesamos aquella marea de cuerpos. Un buen número de ojos masculinos la siguieron durante el corto trayecto, pero ella no pareció advertirlo.

Hubo una ligera confusión porque ella le había dado al maître el nombre de «Luke» y no me lo había dicho, pero logramos aclarar el malentendido y nos sentaron en una mesa situada en un rincón.

—Maldita sea —exclamó—, me he dejado la copa en la barra.

—¿Qué tal un poco de café?

Hizo una mueca de fastidio.

—¿Crees que estoy borracha?

Hablaba con claridad y no había torpeza en sus movimientos. Sólo su mirada la traicionaba, pues se enturbiaba y desenturbiaba en rápida sucesión.

Sonreí y me alcé de hombros.

—Más vale no comprometerse, ¿verdad? —dijo ella riendo.

Llamé al camarero y pedí un café para mí. Ella se tomó un vaso de vino y no dio muestras de que le hubiera hecho efecto. Resistía como sólo los auténticos bebedores pueden hacerlo.

Al cabo de un rato volvió el camarero. Ella me rogó que pidiera yo primero para darle tiempo a examinar la carta. Me decidí por una cena sencilla y elegí una frugal ensalada de espinacas y pollo a la brasa, porque en los locales de moda la comida suele ser un asco y yo quería algo que no les resultara demasiado fácil de echar a perder.

Ella continuó estudiando el menú como si se tratara de un libro de texto y finalmente levantó la vista con viveza.

—Yo tomaré una alcachofa —dijo.

—¿Caliente o fría, señora?

—Mmm…, fría.

El camarero tomó nota y volvió a mirarla con aire expectante. Al ver que ella no añadía nada le preguntó si deseaba alguna otra cosa.

—Nada más.

El otro se fue negando con la cabeza.

—Como mucha alcachofa porque al correr pierdes sodio y las alcachofas tienen sodio en cantidad.

—Ya.

—De postre tomaré algo que tenga plátano porque los plátanos llevan mucho potasio y si aumentas la proporción de sodio de tu cuerpo, luego tienes que aumentar la de potasio para compensar.

Siempre la había considerado una mujer sensata, si bien un poco severa consigo misma y algo proclive a la autocrítica desmesurada. La boba que tenía enfrente me era desconocida.

Estuvo hablando de correr maratones hasta que llegó la comida. Cuando le pusieron la alcachofa delante, se la quedó mirando con fijeza y comenzó a degustarla arrancando con delicadeza hoja por hoja.

Mi plato era incomible: las espinacas tenían granos de arena y el pollo estaba insípido. Me dediqué a juguetear con ambos para no comérmelos.

Cuando hubo acabado de deshojar y de comerse la alcachofa y me pareció más sosegada, le pregunté acerca de su primera intención al pedirme que cenáramos juntos.

—Me resulta muy difícil, Alex.

—No tienes que decirme nada si no quieres.

—Tengo la impresión de que estoy siendo desleal.

—¿A quién?

—Mierda. —Miraba a todas partes menos hacia donde yo me hallaba—. Probablemente, ni siquiera es importante y yo me voy a ir de la lengua por nada, pero no dejo de pensar en Woody y de preguntarme cuánto tardará en aparecer la metástasis, si no ha aparecido ya, y quiero hacer algo para acabar de una vez con esta maldita sensación de impotencia.

Asentí y esperé. Ella vaciló unos instantes.

—Augie Valcroix conocía a esos dos de la Caricia que fueron a visitar a los Swope —anunció finalmente.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo vi hablando con ellos, llamándolos por su nombre, y lo interrogué al respecto. Me dijo que había visitado la comunidad en una ocasión y opinaba que era un lugar muy plácido y agradable.

—¿Te dijo por qué pensaba así?

—Sí. Simplemente porque estaba interesado en modos de vida alternativos, y es verdad, porque a mí me había hablado anteriormente de ir a ver cómo vivían otros grupos: los cientologistas, los de la Fuente de la Vida, unos budistas que hay en Santa Bárbara…, es canadiense, y el rollo californiano le fascina.

—¿Te pareció en algún momento que estuvieran confabulados?

—No. Sólo noté que se conocían.

—Has dicho que los llamaba por sus nombres. ¿Los recuerdas?

—Creo que al tipo lo llamó Gary o Barry. El nombre de la mujer no lo oí. ¿No creerás realmente que aquello fuera una especie de conspiración, verdad?

—¿Quién sabe?

Se agitó un poco, como si la ropa le apretara, cruzó su mirada con la del camarero y pidió una copa de licor de plátano. Lo bebió lentamente y como queriendo dar la impresión de encontrarse relajada, pero se la veía nerviosa e incómoda.

Cuando depositó la copa en la mesa advertí una expresión furtiva en su mirada.

—¿Te pasa algo más, Bev?

Asintió con gesto turbado. Al comenzar a hablar, su voz apenas era un susurro.

—Lo más probable es que esto sea aún más insignificante que lo que te he contado antes, pero, puestos a chivarse, tanto da soltarlo todo ¿no? Augie y Nona Swope tenían un lío. No sé muy bien cuándo empezó, pero no puede hacer mucho porque la familia sólo estuvo en la ciudad un par de semanas. —Comenzó a juguetear con la servilleta—. Dios mío, qué despreciable soy. Si no fuera por Woody nunca hubiera abierto la boca.

—Lo sé muy bien.

—Quise decírselo a tu amigo el poli allí en el motel, porque parecía buena persona, pero no pude. Luego empecé a darle vueltas y ya no logré quitármelo de la cabeza. Lo que me atormentaba era pensar que quizás había alguna forma de ayudar a ese niño y yo podía estar desperdiciando la oportunidad de hacerlo. Sin embargo, seguía sin querer acudir a la policía y supuse que si te lo contaba, tú sabrías qué hacer.

—Has hecho muy bien.

—Pues quisiera que haberlo hecho muy bien no me hiciera sentir tan mal. —Y añadió con voz quebrada—: Ojalá pudiera estar segura de que tiene sentido habértelo dicho.

—Todo lo que yo puedo hacer es poner a Milo al corriente. De momento ni siquiera está convencido de que se haya cometido un crimen. El único que al parecer está seguro de eso es Raúl.

—Ese siempre está seguro de todo —afirmó en tono colérico—, y dispuesto a echarle las culpas a alguien con cualquier pretexto. La emprende en seguida con todo el mundo, pero Augie ha sido su chivo expiatorio favorito desde que llegó aquí. Y ahora —prosiguió mientras se hundía las uñas de una mano en la palma de la otra— yo le he puesto las cosas aún peor.

—No necesariamente. Puede que Milo haga caso omiso de la información o que decida hablar con Valcroix, pero lo que Raúl piense le trae sin cuidado. Nadie se las va a cargar si está libre de culpa, Bev.

Pero aquel fue un bálsamo muy poco eficaz para su maltrecha conciencia.

—Sigo sintiéndome como una traidora. Augie es mi amigo.

—Considéralo de esta forma: si el que Valcroix se acostara con Nona tuviera que ver algo con este lío, has hecho una buena acción; y si no es así, no tendrá ningún problema en responder a unas cuantas preguntas. De todos modos, de él no se puede decir que sea un inocente.

—¿Qué quieres decir?

—Por lo que he oído, tiene por costumbre acostarse con las madres de sus pacientes. Esta vez, para variar un poco, fue con la hermana. Como mínimo se le puede acusar de ser poco ético.

—¿Cómo? —saltó, roja de ira—. ¡Pues sí que te crees virtuoso para dictar sentencia de esta forma!

Comencé a replicar, pero antes de que pudiera darme cuenta de lo que sucedía se levantó de la mesa, agarró su bolso y salió del restaurante como una exhalación.

Yo saqué la cartera, arrojé a la mesa un billete de veinte y fui tras ella.

Iba casi corriendo en dirección norte por el Bulevar Westwood, moviendo los brazos como un soldado de infantería y dirigiéndose hacia la aglomeración de gente que de noche invadía el Village.

Eché a correr, la alcancé y la tomé del brazo. Tenía el rostro bañado en lágrimas.

—¿Qué diablos te pasa, Bev?

No me respondió, pero tampoco se opuso a que caminara a su lado. Esa noche el Village ofrecía un aspecto aún más felinesco que de costumbre: sus aceras sembradas de basura estaban atestadas de músicos callejeros, universitarios de rostro ceñudo, ruidosos grupos de escolares vestidos con ropa holgada y salpicada de agujeros que no abarataban su elevado precio, motoristas de mirada hueca, curiosos de aire embobado venidos de los barrios pudientes y todo tipo de personajes de la calle.

Caminamos en silencio hasta llegar al borde sur del campus de la Universidad de California. Allí el pandemónium y la rutilante iluminación morían y eran reemplazados por la penumbra que creaba las sombras de los árboles y por un silencio que de tan puro resultaba sobrecogedor. Aparte de algún coche que pasaba de vez en cuando, estábamos solos.

Habíamos caminado unos cien metros hacia el interior del campus cuando la convencí de que nos sentáramos en el banco de una parada de autobús. El servicio se interrumpía de noche y las luces de la parada estaban apagadas. Ella se apartó de mí y ocultó el rostro entre las manos.

—Bev…

—Debo de estar volviéndome loca —murmuró—. Salir corriendo de esa forma…

Intenté rodearla con el brazo para confortarla, pero ella rechazó mi ademán con un movimiento brusco.

—No, estoy bien. Deja que lo vomite todo de una vez.

Aspiró profundamente, dispuesta a pasar el mal trago.

—Augie y yo…, estábamos liados. Empezamos poco después de que él llegara al hospital. Me pareció tan diferente de los hombres que había conocido hasta entonces… Sensible, aventurero. Creí que iba en serio. Me permití el lujo de entregarme al romanticismo y mi sueño se acabó convirtiendo en pura mierda. Y cuando comenzaste a hablar de que se acostaba con todas fue como desenterrar toda aquella mierda.

»Fui una tonta, Alex, porque él nunca me prometió nada, nunca me mintió ni me dijo que fuera lo que no era. Fui yo. Yo quise creer que era un caballero andante. Puede que apareciera en un momento de mi vida en que yo estaba predispuesta a creer cualquier cosa. No lo sé. Dormimos juntos durante seis meses. Entretanto, él se acostaba con toda mujer que se cruzara en su camino: enfermeras, doctoras, madres…

»Sé lo que estás pensando: que es un cerdo sin la menor ética. Dudo que pueda convencerte de esto, pero te aseguro que no es mala persona, sino débil. Conmigo siempre fue cariñoso y amable. Y abierto. Cuando le eché en cara las historias que había oído no las negó y añadió que lo único que hacía era dar placer y recibirlo a cambio, y que no veía qué podía tener eso de malo, especialmente con todo el dolor y el sufrimiento que había que soportar en este mundo. Era tan convincente que ni siquiera entonces dejamos de vernos. Me llevó mucho tiempo empezar a ver las cosas claras.

»Creí haberlo superado, hasta que hace una semana lo vi con Nona. Yo tenía una cita con un amigo, que resultó un verdadero desastre, en un local mexicano, un sitio de ambiente íntimo que no queda lejos del hospital. Ellos dos estaban en el otro extremo de la sala, medio ocultos en un reservado oscuro y pequeño, el uno encima del otro, bebiendo margaritas y riendo. Aquello era como un duelo de lenguas; parecían dos reptiles.

Se interrumpió para recobrar el aliento.

—Me dolió muchísimo, Alex. Ella era tan guapa y se la veía tan segura de sí misma… Los celos me atravesaron como un cuchillo. En mi vida me había sentido de esa forma; era un verdadero suplicio. A la luz de las velas los ojos se les veían anaranjados, horribles, como si fueran vampiros. Ahí estaba yo, aguantando a un soso tremendo, muriéndome de ganas de que la noche acabara cuanto antes, y ellos casi follando en la mesa. Era una obscenidad.

Se estremeció y se rodeó los hombros con los brazos.

—Así que ahora ya ves por qué me atormentaba y me costaba tanto tener que hablar de lo que había entre ellos. Yo quedaba como la mujer burlada que acusa por despecho. Ese es un papel muy degradante y a mí ya me han humillado bastante.

Su mirada imploraba comprensión.

—A mí todo el mundo se me lleva algo y después que me den por culo. Quiero olvidar, Alex, olvidarme de él, de ella y de todo el mundo. Pero con ese niñito de por medio no puedo.

Esta vez aceptó mi consuelo apoyando la cabeza en mi hombro y tomándome la mano.

—Tienes que poder considerarlo con cierta perspectiva para ser capaz de discernir —le dije—. Puede que haya sido amable y «honrado» a su manera, un tanto perversa en mi opinión, pero no es ningún héroe. Ese tipo tiene problemas y tú estás mucho mejor sin él. Toma drogas, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

Decidí no hacer referencia a las sospechas de Raúl. La sola mención de su nombre la habría hecho estallar. Además, yo tenía mis propias sospechas.

—Ayer noche hablé con él. Al principio creí que lo que tenía era un resfriado, pero luego empecé a preguntarme si no sería efecto de la coca.

—A la coca le da bastante. Además, hierba, barbitúricos y a veces, cuando está de guardia, anfetaminas. Me habló de que tomaba ácido cuando estaba en la facultad, pero no creo que siga haciéndolo. También bebe. Yo empecé cuando estaba con él y desde entonces bebo cada vez más. Sé que tengo que dejarlo.

—No mereces caer en eso, preciosa —le dije estrechándola suavemente.

—Me alegra oírtelo decir, Alex —susurró con voz apenas audible.

—Lo digo porque es verdad. Eres inteligente, eres atractiva y tienes buen corazón. Por eso lo estás pasando tan mal. Apártate de toda esa miseria o te destruirá, estoy seguro.

—Ay, Alex —sollozó en mi hombro—, qué frío tengo.

Le di mi chaqueta. Cuando dejó de llorar la acompañé a su coche.