5
A la mañana siguiente circulaba hacia el este por Sunset Boulevard bajo un cielo rayado de nubes plomizas, evocando las pesadillas que me habían asaltado la noche anterior, las mismas imágenes lóbregas y fantasmales que me envenenaban el sueño cuando empecé a trabajar en el servicio de oncología. Librarme de aquellos demonios me había costado un año entero y ahora me preguntaba si realmente los había ahuyentado o habían permanecido aletargados en mi subconsciente, prontos a ensañarse nuevamente contra mí.
El mundo de Raúl era un antro de locura y me descubrí odiándole por haberme arrastrado nuevamente a aquel infierno.
Los niños no habían de padecer cáncer.
Nadie había de padecer cáncer.
Las enfermedades sujetas al dominio de aquel devastador cangrejo eran actos de traición histológica, pues el organismo se asaltaba a sí mismo demoliéndose, violándose, asesinándose en medio de un devorador frenesí de células canallas, irremisiblemente trastornadas.
Introduje una cinta de Lenny Breau en la platina confiando que la fluidez del genio del guitarrista me apartara de la mente imágenes de módulos de plástico, niños calvos y un chiquillo de rizos de color caoba con una expresión en los ojos que preguntaba: ¿Por qué me ha tocado a mí? Pero, seguía viendo aquella cara y las de tantos niños enfermos que había conocido, entretejidas con los arpegios, efímeras, persistentes, rogando que les salvaran.
En aquel estado de ánimo, hasta la inmundicia que señalaba la entrada de Hollywood me pareció tolerable y sus furcias semidesnudas poco menos que benévolas puritanas, bondadosas y todo corazón.
Recorrí los últimos dos kilómetros de la avenida acobardado por un triste temor, aparqué el Seville junto a los coches de los restantes médicos y con la cabeza gacha crucé la puerta principal del hospital procurando evitar indeseados encuentros sociales.
Subí a pie los cuatro pisos que me separaban del servicio de oncología y había recorrido la mitad del pasillo cuando oí el alboroto. Al abrir la puerta que conducía a la Unidad de Corriente Laminar, el volumen aumentó de intensidad.
De pie, vestido con bata blanca, dando la espalda a los cuatro módulos y con los ojos saliéndose de las órbitas aparecía Raúl abroncando en un inglés salpicado de maldiciones en español a un grupo compuesto por tres personas.
Beverly Lucas, la primera de ellas, se cubría el pecho con el bolso sujetándolo a modo de escudo que mal habría de protegerla porque las manos que lo aferraban temblaban violentamente. Miraba con fijeza un punto remoto, situado detrás de los hombros de Melendez-Lynch y se mordía los labios pugnando por no sollozar de rabia y humillación.
La cara ancha y carnosa de Ellen Beckwith ostentaba la expresión confusa y aterrorizada de quien se ve atrapada en el tumulto de un sanguinario e incomprensible ritual. Se la veía dispuesta a confesar, pero insegura del crimen cometido.
El tercer componente del grupo era un sujeto alto, desgreñado, de rostro de podenco y ojos achinados de párpados caídos. Vestía con dejadez una bata blanca desabrochada que dejaba ver unos tejanos descoloridos y una camisa barata, de esas que en tiempos se llamaron psicodélicas pero que actualmente sólo merecía los calificativos de chillona y vulgar. Un cinturón con una exagerada hebilla en forma de cabeza de piel roja ceñía un estómago de aspecto blando. Tenía los pies grandes, de dedos largos, casi prensiles, detalle que pude apreciar puesto que los llevaba enfundados, sin calcetines, en esas sandalias mexicanas que reciben el nombre de huaraches. Iba bien afeitado, tenía el cutis pálido y el desgreñado cabello castaño, veteado ya de gris, le colgaba más abajo de los hombros. Un collar de conchas rodeaba un cuello en que empezaba a insinuarse la curva de una sotabarba.
Permanecía impasible, como sumido en trance, con una serena expresión en aquella mirada encapuchada.
Al verme entrar, Raúl interrumpió la reprimenda.
—Ha desaparecido, Alex —me comunicó señalando la habitación de plástico donde menos de veinticuatro horas antes estaba yo jugando a las damas. La cama aparecía vacía—. Escamoteado bajo las mismísimas narices de quienes se autoproclamaban profesionales —añadió desechando al terceto con un desdeñoso gesto de la mano.
—¿Por qué no hablamos en otro sitio? —insinué. El muchacho de color que ocupaba la habitación contigua observaba a hurtadillas la escena sin poder disimular su desconcierto.
Raúl ignoró por completo mi sugerencia.
—¡Fueron ellos, esos malditos naturistas charlatanes! Se presentaron aquí haciéndose pasar por técnicos del servicio de radiología y simplemente lo secuestraron. Tal como lo oyes. ¡Claro que si alguien hubiese mostrado un ápice de sentido común y se hubiera tomado la molestia de consultar mis indicaciones para comprobar si se había ordenado tratamiento radiológico, esta…, esta canallada no se hubiera producido!
Aludía a la negligencia de la enfermera gorda, que parecía a punto de romper a llorar. El componente masculino del trío salió del trance para intentar defenderla.
—No puede pretender que una enfermera tenga mentalidad de policía —declaró en un inglés matizado por un ligerísimo acento francés.
Raúl aprovechó la intervención para convertirle en blanco de sus ataques.
—¡Usted haga el favor de reservarse sus infortunados comentarios! Si tuviera la menor noción de lo que es y para qué sirve la medicina, seguramente no nos hallaríamos en esta desgraciada situación. ¡Mentalidad de policía! ¡Si con ello quiere decir extremar la vigilancia y el cuidado para asegurar la inmunidad y defensa de un paciente, más hubiera valido que esta señora tuviese mentalidad de policía! ¡Esto no es una reserva india, Valcroix! ¡Aquí procuramos detener el avance de enfermedades mortales con métodos científicos y empleando el cerebro que Dios nos dio para establecer hipótesis, hacer deducciones y tomar decisiones cuando se halla en juego la vida de un ser humano! ¡Una unidad de aislamiento no se dirige como una terminal de autobuses, permitiendo que entre y salga gente cuando les venga en gana y aceptando sin más ni más la identidad de unos impostores que raptan a un paciente ante las mismísimas narices de un personal incompetente, gandul e irresponsable!
Por toda respuesta el otro médico dibujó una sonrisa cósmica mientras regresaba a las brumas del país de nunca jamás.
Raúl le miraba furibundo, dispuesto a abalanzarse de nuevo sobre él. Del otro lado de la pared de plástico, el muchacho de color contemplaba la confrontación con ojos de espanto. En el tercer módulo, una madre que visitaba a su hijo nos miró asustada y con gesto protector cerró las cortinas.
Tomé a Raúl por el codo y lo conduje a la garita de las enfermeras. Allí estaba la filipina actualizando gráficas y haciendo anotaciones. Tras lanzarnos una breve mirada agarró los papeles y se escabulló.
Raúl cogió un lápiz de la mesa, lo partió, arrojó los pedazos al suelo y de un puntapié los lanzó contra un rincón.
—¡Será desvergonzado! ¡Tener el descaro de discutirme delante del personal auxiliar! ¡Le voy a cancelar el contrato y así me libraré de él de una vez para siempre!
Se pasó una mano por la frente, se mordisqueó el bigote y empezó a tironearse de las mejillas hasta que la tez morena se tornó rosada.
—Se lo han llevado —declaró—. Tal como lo oyes.
—¿Y qué piensas hacer?
—Lo que pienso hacer es buscar a esos Acariciadores y, en cuanto los encuentre, estrangularles con mis propias manos y luego…
—¿Quieres que informe al departamento de seguridad? —le interrumpí descolgando el teléfono.
—¿Para qué? No son más que un hatajo de borrachos seniles que bastante tienen con acertar a no perder el rumbo…
—¿Y la policía? Se trata de un secuestro.
—No —repuso de inmediato—. La policía rehusará intervenir y la prensa ventilará el asunto convirtiéndolo en un escándalo.
En aquel momento encontró la historia clínica de Woody y empezó a hojearla emitiendo un bufido.
—¡Radiología! ¿Cómo iba yo a prescribir rayos X para una criatura cuyo tratamiento aún no está decidido? Es absurdo. Pero ya nadie se toma la molestia de pensar. Una panda de autómatas, eso es lo que son.
—¿Qué piensas hacer? —repetí.
—¡Ojalá lo supiera! —admitió arrojando con furia la historia de Woody sobre la mesa.
Durante unos instantes permanecimos sumidos en un lúgubre silencio.
—Estarán ya a medio camino de Tijuana —dijo—, en peregrinación a una de esas malditas clínicas de Laetrile. ¿Has visto alguna vez cómo son esos lugares? Murales de cangrejos decorando unas mugrientas paredes de adobe. ¡Creen que eso les va a salvar! ¡Idiotas!
—Es posible que no hayan ido a ninguna parte. ¿Por qué no lo comprobamos?
—¿De qué manera?
—Beverly tiene el número del hotel en que se alojan. Podemos llamar y averiguar si han dejado la habitación.
—Jugar a los detectives, sí ¿por qué no? Ve a buscarla y dile que venga.
—Trátala con consideración, Raúl.
—De acuerdo, de acuerdo.
Con un gesto de la mano llamé a la asistenta social arrancándola del cónclave celebrado con Valcroix y Ellen Beckwith, quien me lanzó esa mirada que suele reservarse para los infectados por la peste.
Le comuniqué a Beverly lo que deseábamos y ella asintió con un fatigado gesto de cabeza.
Ya en el interior de la garita evitó mirar a Raúl y en silencio marcó el número de teléfono. Tras un breve diálogo con el encargado del motel colgó y nos dijo:
—No puede decirse que ese individuo se mostrase exactamente ansioso de colaborar. Me ha dicho que hoy no les ha visto pero no han dejado la habitación. El coche sigue ahí.
—Si quieres —propuse—, puedo ir a verles e intentar hablar con ellos.
Raúl consultó su agenda.
—Reuniones hasta las tres. Las suspendo. Vamos.
—No considero conveniente que vengas tú, Raúl.
—¡Esto es absurdo, Alex! El médico soy yo y el asunto a tratar es de índole médica…
—Sólo nominalmente. Permíteme que sea yo quien lo maneje.
Las espesas cejas se fruncieron y en aquellos ojillos como granos de café brilló la cólera. Empezó a replicar pero le interrumpí.
—Debemos considerar como mínimo la posibilidad —dije extremando la suavidad— de que la causa de este problema sea un conflicto entre la familia del paciente y tú.
Se me quedó mirando perplejo, asegurándose de que lo oído era correcto, luego se sonrojó, se tragó la cólera y por último levantó ambas manos con ademán de desesperación.
—¿Cómo puedes siquiera sugerir…?
—No afirmo nada. Sólo digo que debemos considerar tal posibilidad. Nuestro objetivo es conseguir que el niño regrese al hospital a fin de que reciba el tratamiento adecuado. Creo que para lograr nuestro propósito debemos tener en cuenta todos los factores y contingencias que puedan frustrarlo.
Estaba más rabioso que una fiera, pero mi réplica le hizo recapacitar.
—Muy bien. Ve tú mismo. Si no te acompaño no es por falta de ocupaciones.
—Quiero que me acompañe Beverly. De todos es la que siente más simpatía por esa familia.
—De acuerdo, de acuerdo. Llévate a Beverly. Llévate a quien quieras.
Se enderezó el nudo de la corbata y alisó en la bata blanca arrugas inexistentes.
—Y ahora te ruego me disculpes, amigo mío —dijo esforzándose por imprimir a sus palabras un tono de cordialidad—. Debo acudir al laboratorio.
El motel Brisas del Mar se hallaba en Pico oeste y surgía entre bloques de pisos baratos, escaparates polvorientos y talleres de reparación de automóviles en una deslucida franja de la avenida que discurre por los barrios en que Los Ángeles cede al avasallamiento de Santa Mónica. Era un edificio de dos plantas, desconchada fachada de color chartreuse e inclinadas barandillas de hierro forjado pintadas de rosa carmín. Contaría con unas treinta habitaciones que daban a un aparcamiento asfaltado y a una piscina llena de un agua verdosa y saturada de algas. La única brisa perceptible era el humeante estrato de gases del tubo de escape que brotaba del grasiento pavimento, cuando nos detuvimos junto a una caravana con matrícula de Utah.
—No es exactamente un cinco estrellas —comenté al bajarme del Seville—. Y está bastante lejos del hospital.
—Cuando vi la dirección ya se lo dije —repuso Beverly— pero no hubo forma de convencer al padre. Declaró que quería estar cerca de la playa para respirar aire puro. Hasta empezó a perorar afirmando que habría que trasladar el hospital a un lugar próximo al mar a causa de lo perjudicial que es la contaminación para los enfermos. Ya te dije que era un individuo muy raro.
La recepción consistía en una garita acristalada a la que se accedía por una combada puerta de conglomerado de madera. Un iraní enjuto, con gafas y con la vaga expresión de un fumador de opio habitual, aparecía sentado tras un mostrador de plástico, plegable y desportillado, enfrascado en la lectura del Código de Circulación. Una esquina de la estancia la ocupaba un expositor giratorio donde se alineaban peines y gafas de sol baratas y la otra, una mesita baja cubierta de revistas de viajes atrasadas.
El iraní fingió no advertir nuestra presencia. Carraspeé con fervor de tuberculoso y entonces con suma lentitud levantó la mirada.
—¿Sí?
—¿Qué habitación ocupa la familia Swope?
Nos miró de arriba a abajo, decidió que no éramos de temer, contestó: «La quince» y regresó al maravilloso mundo de las señales de tráfico.
Aparcado ante la habitación número 15 había un polvoriento Chevrolet familiar de color marrón. A excepción de un jersey en el asiento delantero y una vacía caja de cartón en la bandeja posterior, el vehículo estaba vacío.
—Es el de los Swope —afirmó Beverly—. Generalmente lo aparcaban ante la puerta principal, zona prohibida. Recuerdo que una vez en que el guardia de seguridad les avisó colocándoles una multa en el parabrisas, Emma salió llorando, diciendo que tenía a su hijo enfermo, y el guardia la rompió.
Llamé a la puerta. No obtuve respuesta. Volví a llamar, esta vez golpeando con más fuerza. Tampoco obtuve respuesta. La habitación poseía una única y mugrienta ventana, pero unas cortinas de hule impedían contemplar el interior. Llamé una vez más y al ver que nada interrumpía el silencio regresamos a la recepción.
—Perdone —dije—, ¿sabe si los señores Swope están en su habitación?
Una letárgica negativa con la cabeza.
—¿Hay una centralita para avisarles por teléfono? —le preguntó Beverly.
El iraní levantó los ojos y parpadeó.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? —repuso con expresión adusta y un inglés lastrado por un fuerte acento extranjero.
—Somos del Hospital Pediátrico del Oeste. El hijo de los señores Swope está ingresado allí para ser sometido a un tratamiento. Es muy importante que hablemos con ellos.
—No sé nada —contestó devolviendo la mirada al código.
—¿Hay centralita? —repitió Beverly.
Un apenas perceptible asentimiento de cabeza.
—Pues tenga la bondad de llamar a su habitación.
Con un teatral suspiro se puso de pie y cruzó una puerta que había al fondo. Un minuto después volvía a aparecer.
—No hay nadie.
—Pero su coche está ahí.
—Mire señora, no sé nada de coches. Si quiere una habitación, muy bien. Si no, déjeme en paz.
—Llama a la policía, Bev —dije yo.
Como si el iraní se hubiera tragado una dosis de anfetaminas, la cara se le avivó y rompió a hablar y a gesticular con renovado vigor.
—¿Por qué la policía? ¿Por qué me causan problemas?
—Problemas, ninguno —repuse—. Lo único que ocurre es que debemos hablar con los señores Swope.
—Han salido a pasear. Los he visto. Caminaban hacia allá —contestó señalando al este.
—Poco probable. Tienen un niño muy enfermo —repliqué, indicando luego a Bev—: En la estación de servicio de la esquina he visto un teléfono. Llama a la policía y denuncia una desaparición sospechosa.
Ella se dirigió hacia la puerta.
El iraní plegó el mostrador y se acercó a nosotros.
—¿Qué quieren? ¿Por qué me causan problemas?
—Escúcheme —le dije—, no me importa en absoluto la clase de jueguecitos que autoriza usted en otras habitaciones. Hemos de hablar con la familia de la quince.
Se sacó del bolsillo una anilla repleta de llaves.
—Vengan. No están. Se lo enseñaré. Luego me dejan en paz, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Los pantalones le hacían bolsas y el bajo de las perneras se le agitaba mientras cruzaba a zancadas el asfalto mascullando maldiciones y haciendo tintinear el llavero.
Un rápido giro de la muñeca y la cerradura cedió. La puerta gimió al abrirse. Entramos. El iraní palideció, Beverly murmuró: «¡Dios mío!» y yo traté de dominar una creciente sensación de terror.
La habitación, que era pequeña y estaba a oscuras, había sido salvajemente saqueada.
Los bienes terrenales de la familia Swope habían sido extraídos de tres maletas de cartón que aparecían aplastadas encima de una de las dos camas gemelas. Desparramados por todas partes había prendas de vestir y artículos de tocador: varios frascos rotos derramaban loción, champú, detergente en viscosos regueros que atravesaban la raída moqueta. De la onda del cordón que formaba la lámpara del techo colgaba ropa interior femenina y una lluvia de confeti producida por el destrozo sistemático de libros de bolsillo y periódicos inundaba el suelo y el mobiliario. Por todas partes se veían latas de conservas machacadas y envases de comida desgarrados que rezumaban el contenido convertido en montones cuajados o petrificados. La habitación hedía a muerte y podredumbre.
Junto a una de las camas había un sector de la moqueta limpio de basura pero no vacío. Lo ocupaba una mancha amebiforme de color marrón oscuro y unos quince centímetros de anchura.
—¡Oh no! —exclamó Beverly que se tambaleó, perdió el equilibrio y hubiera caído al suelo de no haberlo yo impedido.
No es preciso pasar mucho tiempo en un hospital para reconocer el aspecto de la sangre reseca.
La cara del iraní parecía de cera. Las mandíbulas se le abrían y cerraban sin emitir el más leve sonido.
—Vamos —le dije agarrándole por aquellos hombros huesudos y conduciéndole al exterior—. Ahora sí hay que llamar a la policía.
Resulta muy agradable conocer a alguien dentro de la policía. Sobre todo cuando ese alguien es tu mejor amigo y no va a considerarte sospechoso cuando llamas para denunciar un crimen. Evité deliberadamente llamar al 911 y solicité directamente la extensión de Milo. Estaba en una reunión pero insistí un poco y le avisaron.
—Inspector Sturgis al aparato.
—Milo, soy Alex.
—Hola. Acabas de arrancarme de una conferencia fascinante. Por lo visto, el oeste de esta ciudad se ha convertido en lugar de última moda para instalar laboratorios clandestinos de fenciclidina. Alquilan casas suntuosas y aparcan Mercedes a la entrada del jardín. Yo, que no estoy en la Brigada de Narcóticos, no veo por qué tengo que enterarme de tantos detalles, pero anda a explicárselo a los jefes. Bueno, ¿qué ocurre?
Se lo dije y de inmediato la voz adoptó un tono cortante y profesional.
—Entendido. Quédate ahí. No permitas que nadie toque nada. Voy a ponerlo todo en marcha. Acudirá bastante gente, o sea que procura que la chica no se asuste. Voy a zafarme de esa reunión y estaré ahí lo antes que pueda, pero como quizá no sea el primero en llegar, si alguien te pone en apuros menciona mi nombre y confía que tal cosa no aumente tus dificultades. Hasta ahora.
Colgué y me acerqué a Beverly. Tenía la mirada exhausta y perdida del viajero extraviado. Le pasé un brazo por el talle y la obligué a sentarse junto al iraní, que había progresado hasta murmurar en lengua farsi, evocando sin duda sus felices años en tierras del Ayatollah.
Al otro lado del mostrador había una máquina de café. Serví tres vasos. El iraní aceptó el que le di con gratitud, lo cogió con ambas manos y empezó a beber sorbiendo con ruido. Beverly colocó el suyo en la mesa y yo bebí el mío a sorbos mientras esperábamos.
Al cabo de cinco minutos divisamos los primeros destellos de los coches de la policía.