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—Doctor Delaware, necesito su ayuda —rogó a través del teléfono una voz femenina, agitada y vagamente familiar.

Intenté situarla. ¿Una antigua paciente que recurría a mí en la agonía de una intensa crisis? Si así era, el que yo no la recordara sólo serviría para incrementar su ansiedad. Decidí fingir hasta que lograra averiguar quién era.

—¿En qué puedo ayudarla? —pregunté en tono tranquilizador.

—Se trata de Raúl. Se ha metido en un lío terrible.

Helen Holroyd. Su voz sonaba diferente cuando se hallaba alterada por la emoción.

—¿Qué clase de lío, Helen?

—¡Está encarcelado en La Vista!

—¡¿Qué?!

—Acabo de hablar con él. Le han permitido hacer una sola llamada. ¡Estaba nerviosísimo! ¡A saber lo que le estarán haciendo! ¡Por Dios, un genio encerrado como un vulgar delincuente! ¡Por favor, ayúdeme!

La poca entereza que le quedaba estaba comenzando a desmoronarse, cosa que no me sorprendía en absoluto. Las personas frías suelen adoptar esa glacial actitud de comedimiento para contener un verdadero volcán de sentimientos conflictivos y perturbadores. Hibernación emocional, si se quiere. Rómpase el hielo y lo que este encerraba brotará con la mansedumbre de un chorro de lava.

Helen sollozaba y empezaba a hiperventilar.

—Cálmese —le dije—. Todo se arreglará. Pero primero cuénteme cómo ha ocurrido.

Le llevó un par de minutos recuperar el dominio de sí misma.

—Ayer por la tarde la policía vino al laboratorio para informar a Raúl de que esas personas habían sido asesinadas. En aquel momento yo estaba trabajando en la otra parte de la habitación. Al principio parecía que la noticia no le hubiera afectado. Estaba sentado frente al ordenador introduciendo datos y no dejó de hacerlo mientras ellos estuvieron presentes. Yo sabía que algo andaba mal, porque esa impasibilidad no es propia de él. Por fuerza tenía que estar muy trastornado. Cuando se fueron intenté hablar con él, pero me hizo callar. Y entonces se marchó, salió del edificio sin decir a nadie a dónde iba.

—Y se dirigió a La Vista.

—Sí. Debió de meditarlo toda la noche y salir por la mañana temprano, porque llegó allí antes de las diez y tuvo un altercado con alguien. No sé con quién; no nos dejaron hablar mucho rato y él estaba tan agitado que lo que decía resultaba bastante incoherente. Yo volví a llamar y el sheriff me dijo que iban a retener a Raúl para que lo interrogara la policía de Los Ángeles. Se negó a decirme más, me anunció que era bien libre de llamar a un abogado y colgó. Estuvo descortés e indiferente, hablaba de Raúl como si se tratara de un criminal y a mí me consideraba lo mismo por conocerlo.

Recordar aquella indignidad la hizo sollozar de nuevo.

—¡Es todo tan…, kafkiano! Estoy tan confundida que no sé cómo ayudarlo. Pensé en usted porque Raúl me había dicho que tenía conocidos en la policía. Por favor, dígame, ¿qué tengo que hacer?

—Por el momento, nada. Déjeme hacer algunas llamadas y espere a que me ponga en contacto con usted. ¿Desde dónde llama?

—Desde el laboratorio.

—No se mueva de allí.

—Casi nunca lo hago.

Milo estaba ocupado y el agente que contestó al teléfono no quiso decirme dónde estaba, así que pregunté por Delano Hardy, el compañero ocasional de mi amigo, y después de esperar diez minutos me pusieron con él. Hardy es un negro apuesto y atildado, con una calva incipiente, de sonrisa fácil e ingenio vivaz. Su habilidad con el rifle me había salvado la vida en cierta ocasión.

—¿Qué hay, Doc?

—Hola, Del. Necesito hablar con Milo. El que se ha puesto al teléfono no ha querido soltar prenda. ¿No ha vuelto aún de La Vista?

—No ha vuelto porque no fue. Cambio de planes. Estábamos trabajando en un caso que nos traía locos y ayer por la tarde tuvimos un golpe de suerte.

—¿El del cagón?

—Sí. Le hemos echado el guante y Milo y otro tipo llevan toda la mañana encerrados con ese capullazo jugando al poli bueno y al poli malo.

—Felicidades a todos por la caza. ¿Podrías decirle que me llame cuando pueda?

—¿Cuál es el problema?

Se lo expliqué.

—Espera. Voy a ver si le queda poco para hacer una pausa.

Momentos después volvía a ponerse al teléfono.

—Dice que él te llamará dentro de media hora.

—Muchas gracias, Del.

—De nada, hombre. A propósito, esa Strato sigue enrollándome cantidad.

Hardy, con quien compartía mi afición por la guitarra, era un músico de primer orden que en sus ratos libres actuaba con un grupo de rhythm and blues. Yo le había regalado una Fender Stratocaster para demostrarle mi gratitud por su buena puntería.

—Me alegro de oírlo. Hemos de volver a tocar.

—Desde luego. Ven por el club y tráete la guitarra. Ahora tengo que dejarte.

Llamé a Helen y le anuncié que la cosa llevaría tiempo. Como seguía hablando con voz trémula, le pregunté acerca de su trabajo para que pudiera olvidar momentáneamente el motivo de sus preocupaciones. Cuando su tono volvió a adquirir la frialdad acostumbrada supe que lo había conseguido.

Milo me llamó al cabo de una hora.

—No puedo hablar mucho, Alex. Tenemos a ese gilipollas entre la espada y la pared. Se trata de un estudiante árabe saudí, emparentado con la familia real. La cosa se va a poner bastante peliaguda, pero no pienso permitir que este se me escabulla amparándose en la inmunidad diplomática.

—¿Cómo conseguiste atraparlo?

—Ojalá pudiera decir que fue gracias a una brillante labor policial. Atacó a una mujer que llevaba en el bolso un aerosol para defensa personal. La dama lo roció hasta que lo tuvo a su merced, lo tiró al suelo y nos llamó. Y ella era bien poca cosa, no vayas a creer —añadió con un deje de admiración—. Luego, en el apartamento de ese cabrón, encontramos pertenencias de otras víctimas. El muy capullo se caga en los pantalones en cuanto se pone nervioso. Mientras lo interrogábamos hemos tenido que aguantarnos la risa más de una vez. Lo bueno es que el gilipollas de su abogado tiene que estar presente y disfrutar del aroma tanto como nosotros.

—Vaya, que os estáis divirtiendo. Oye, si no puedes hablar ahora…

—No te preocupes. Me he tomado descanso. De vez en cuando hay que salir a respirar aire puro. Del me ha explicado lo del cubano. He hablado con Houten y me ha contado lo que pasó. Parece ser que tu amigo es hombre de sangre caliente. Esta mañana se plantó en el pueblo con aires de Gary Cooper antes de liarse a tiros, entró hecho un basilisco en el despacho de Houten, exigió que arrestara a los de la Caricia por el asesinato de los Swope y afirmó que Nona y el chico estaban prisioneros en el monasterio. Houten le respondió que ya los había interrogado, que yo tenía intención de acudir allí y volver a hacerlo y que ese sitio ya había sido registrado a fondo. Melendez-Lynch hizo oídos sordos, llegó a extremos ofensivos y, finalmente, Houten tuvo casi que echarlo a patadas. Entonces tu amigo se subió al coche y se fue directo hacia el Retiro.

Emití un gruñido.

—Espera, que aún no has oído lo mejor. Por lo visto, en la entrada de ese sitio hay dos grandes puertas enrejadas que siempre están cerradas. Melendez-Lynch apareció por allí y comenzó a gritar que lo dejaran entrar. Dos de los sectarios salieron para intentar calmarlo, pero los tres acabaron llegando a las manos. El médico llevó la peor parte; sin embargo, cuando los otros volvieron dentro, puso el coche en marcha y arremetió contra la puerta. Naturalmente, ellos llamaron a Houten y este detuvo a Melendez-Lynch por alteración del orden público, agravio y yo que sé cuántos cargos más. Según Houten, el tipo le pareció tan fuera de sí que llegó a la conclusión de que quizás a nosotros nos interesaría charlar con él, de modo que lo encerró y le ofreció un abogado, que el otro rechazó, y la llamada telefónica acostumbrada.

—Increíble.

Milo se echó a reír.

—Sí, ¿verdad? Entre este, Valcroix y las historias que Rick me cuenta, estoy perdiendo la poca fe en la medicina moderna que me quedaba. La verdad, estos tipos no inspiran demasiada confianza.

—Quizá los Swope eran de la misma opinión.

—Seguramente. Si llegaron a olerse lo que nosotros estamos descubriendo, comprendo que quisieran marcharse.

—Sí, pero no tan lejos.

—Desde luego. En cuanto nos convenzamos de que ese árabe va a estar a buen recaudo, el caso de los Swope será el primero en importancia por lo que a mí respecta. Lo malo es que tardará un poco, porque si no estamos muy atentos a los movimientos del cagoncete, seguro que se las arregla para largarse a Riyad antes de que nos demos cuenta.

Sus palabras me dejaron helado. Las vidas humanas significaban mucho para Milo, y si él hubiera creído que Woody y Nona estaban vivos, habría encontrado la forma, estuviera o no el árabe de por medio, de perseguir con verdadero ahínco la solución de su caso.

—¿Cuándo has decidido que estaban muertos? —pregunté, reprimiendo mi enojo.

—¿Qué…? ¡Vamos, Alex, ya está bien de analizar! Yo no he decidido nada. Tengo pelotones enteros recorriendo los cañones y cada día compruebo dos o tres veces por lo menos que no haya llegado alguna noticia sobre ellos. Así que, como ves, no estoy esperando a que la solución me caiga del cielo. Pero resulta que en uno de los casos tengo un sospechoso detenido y en el otro, nada de nada. ¿A cuál de los dos le darías tú prioridad?

—Perdona, me he pasado. Es que me cuesta hacerme a la idea de que no haya esperanza para ese niño.

—Me lo imagino —dijo suavizando el tono—. Yo también estoy hecho cisco. Demasiado tiempo viendo sangre y tratando con la escoria. Y tú ten cuidado de no tomarte esto demasiado en serio…, como la otra vez.

Inconscientemente, me acaricié la mandíbula.

—No te preocupes. Bueno, ¿cómo queda lo de Raúl? Algo tendré que decirle a su novia.

—Le he dicho a Houten que por nosotros podía dejarlo marchar. Por más majara que esté, de momento no es sospechoso de nada. Pero Houten prefiere que alguien vaya a buscarlo, porque Melendez-Lynch no ha parado de despotricar desde que lo encerraron y él no quiere que empiece a crear problemas otra vez en cuanto haya pisado la calle. Si tú te ves capaz de calmarle los ánimos, le diré a Houten que lo suelte bajo tu custodia. Además, el que seas psicólogo facilitará las cosas.

—No sé —repuse—. He visto a Raúl coger muchos berrinches, pero ninguno como este.

—Es decisión tuya. En cuanto a él, si no se calma y accede a hablar con un abogado o alguien va a buscarlo, podría pasarse allí una buena temporadita.

Si corría la voz de que Melendez-Lynch había sido detenido, su reputación se vería comprometida. Yo no conocía a nadie próximo a él aparte de Helen Holroyd y ella en modo alguno estaba a la altura de una tarea como la de ir a La Vista y sacarlo de allí aun en contra de su voluntad.

—Me avisan de que tengo que volver, Alex —me decía Milo—. Bueno, a taparse la nariz y para adentro.

—Está bien. Llama a Houten y dile que llegaré lo antes que pueda.

—Qué gran tipo eres. Adiós.

Volví a llamar a Helen y le comuniqué que había logrado que pusieran en libertad al reputado doctor Melendez-Lynch. Ella me lo agradeció efusivamente y comenzaba a deshacerse en lágrimas una vez más cuando colgué. Por su propio bien.