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El gran koi negro y dorado fue el primero en emerger a la superficie, pero los restantes peces no tardaron en imitarle y a los pocos segundos los catorce sacaban del agua sus bigotudos hocicos y engullían el alimento granulado con igual rapidez con que yo se lo iba arrojando.
Me hallaba arrodillado junto a una amplia roca lisa bordeada de enebros enanos y azaleas violetas, y con la mano sumergida en el agua sujetaba entre los dedos tres granos de comida. El koi grande percibió el olor del alimento y vaciló, pero la glotonería venció a su indecisión y el reluciente cuerpo musculado comenzó a acercarse serpenteando. Se detuvo a pocos centímetros de mi mano y me miró. Procuré mostrarme digno de confianza.
Ya se ponía el sol, pero sobre las colinas quedaba la luz suficiente para arrancar destellos metálicos a las doradas escamas del animal, acentuando el contraste con las manchas negro mate que le adornaban el lomo. Era un soberbio ejemplar de kin-ki-utsuri.
De pronto la gran carpa dio un salto y los tres granos de comida desaparecieron. Cogí otros más. Apareció entonces un kohaku rojo y blanco, luego un ohgon plateado que revoloteó entre las aguas con el fulgor de un rayo de luna, y a los pocos momentos todos los peces me mordisqueaban los dedos con aquellas bocas suaves como besos de niño.
El estanque y el jardín que lo rodeaba habían sido un regalo de Robin durante los dolorosos meses que tardé en recuperarme de mi triturada mandíbula y del escandaloso revuelo que levantó el caso. Intuyendo el valor de un elemento que me serenara y entretuviera durante aquel período de forzosa inactividad y conociendo mi afición por todo lo oriental, a ella se le había ocurrido aquella idea.
Al principio el proyecto me pareció irrealizable. Mi casa es una de esas creaciones características de la California del sur, suspendida en la empinada ladera de una colina formando un ángulo imposible. Constituye una auténtica joya arquitectónica y goza de vistas espectaculares desde tres fachadas, pero está rodeada de escasísimo terreno llano y, la verdad, no veía que pudiese haber espacio suficiente para un estanque.
Pero Robin había efectuado ciertas investigaciones, insinuando la idea a varios amigos de los círculos artesanales que frecuenta, y se había puesto en contacto con un muchacho de Oxnard, un chico incapaz de expresarse y con tal cara de estupor que llamándose Clifton todo el mundo le conocía por el apodo de el Pasmado. Y este llegó un día, pertrechado con una mezcladora de cemento, moldes, perfiles de madera y un par de toneladas de grava y creó un elegante estanque, sinuoso y natural, que aprovechaba los desniveles del terreno y discurriendo entre un borde pedregoso contaba hasta con una cascada.
Tras la partida de Clifton el Pasmado, apareció un anciano gnomo asiático que procedió a bordar la obra de arte del joven con multitud de bonsais, césped zen, arces japoneses, enebros enanos, esbeltos lirios acuáticos, azaleas y alguna que otra mata de bambú. Diversas rocas, estratégicamente colocadas, proporcionaban rincones que incitaban a la meditación, y varios senderos cubiertos de arena blanca creaban un ambiente propicio a la serenidad. Al cabo de una semana, el jardín parecía tener siglos de existencia.
Según mi estado de ánimo, podía asomarme a la terraza que separaba las dos plantas de la casa y contemplar el estanque, descubriendo los caprichosos motivos trazados por el viento en la arena, o admirar a los koi, aquellas joyas acuáticas de lánguidos movimientos. Y si así lo prefería, podía bajar al jardín, sentarme a la orilla del agua y dar de comer a los peces, que turbaban la quieta superficie provocando en ella mansas ondas concéntricas.
Esto último se había convertido en un rito: todos los días, antes de ponerse el sol, arrojaba comida granulada a los koi y me embelesaba pensando en cuán hermosa podía ser la vida. Aprendí a apartar de la mente imágenes indeseadas, visiones de muerte, falsedad y traición; aprendí a hacerlo, digo, con la automática eficacia de un reflejo condicionado de Pavlov.
Ahora, escuchando el dulce murmullo de la cascada, aparté de la memoria el recuerdo del envilecimiento de Richard Moody.
Oscurecía y el suntuoso colorido de los peces, pavos reales acuáticos, iba tornándose paulatinamente gris hasta quedar confundido con la profunda negrura de las aguas, y yo seguía allí sentado, tranquilo, en paz, vencida la tensión con la inevitabilidad de un enemigo derrotado.
La primera vez que sonó el teléfono me hallaba en plena cena y no contesté. Al cabo de veinte minutos volvió a sonar y entonces descolgué.
—¿Doctor Delaware? Soy Kathy, de su servicio. Hace un ratito he recibido una llamada urgente para usted. Le he telefoneado pero no ha contestado nadie.
—¿Quién llamaba, Kathy?
—Un tal señor Moody. Ha dicho que era urgente.
—Mierda.
—¿Doctor?
—Nada, nada, Kathy. Deme el número, por favor.
Así lo hizo. Le pregunté si Moody había sonado extraño.
—Sí. Me pareció que estaba muy preocupado. Hablaba tan deprisa que tuve que rogarle que lo repitiera para poder anotar el número y tomar el recado.
—Muy bien. Gracias por llamar.
—Hay otra llamada, de esta tarde. ¿Quiere anotarla?
—¿Sólo una? Desde luego.
—Es un tal doctor, a ver si pronuncio el nombre correctamente, Melendrez, no, Melendez-Lynch. Con guión entre los dos apellidos.
Eso era un estallido del pasado.
—Me ha dado este teléfono. —Y recitó un número que reconocí cómo el despacho de Melendez-Lynch en el Pediátrico—. Dijo que estaría localizable ahí hasta las once de la noche.
Encajaba. Raúl era un verdadero fanático del trabajo dentro de una profesión que ya se distinguía por crear obsesos de ese género. Recordé que en otros tiempos, por temprano que llegase o tarde que saliese yo del hospital, su Volvo siempre se hallaba en el espacio reservado a aparcamiento de médicos.
—¿Nada más?
—Nada más, doctor. Que lo pase bien, y gracias por las galletas. Entre las otras chicas y yo nos las hemos terminado en una hora.
—Me alegro de que les gustasen. —Se refería a una caja de dos kilos y medio—. ¿Después de un porro?
—¿Cómo lo ha adivinado? —contestó sofocando una risita.
Una centralita de mensajes telefónicos llevada íntegramente por fumadoras de marihuana y jamás se extraviaba o confundía un recado. Era un tema que merecía un estudio en profundidad.
Me bebí una cerveza antes de plantearme si iba a contestar a la llamada de Moody. Lo último que me apetecía era ser el blanco de las diatribas de un maníaco. De todos modos podía haberse serenado y aceptar la sugerencia de someterse a tratamiento, posibilidad harto improbable, pero quedan en mí los suficientes restos de terapeuta como para mostrarme optimista hasta sobrepasar los límites del más lógico realismo. El recuerdo de la refriega que esa misma tarde se había producido en el aparcamiento me hacía sentir como un cretino, aunque va me hubiera gustado saber cómo haberla evitado.
Recapacité un rato y luego llamé, porque por los niños Moody debía agotar todos los recursos.
El número pertenecía a un teléfono de Sun Valley, barrio turbulento, y la voz que contestó pertenecía al portero de noche del Motel Bedabye. Si lo que Moody pretendía era nutrir su depresión, había encontrado el alojamiento preciso para ello.
—El señor Moody, por favor.
—Un momento.
Una serie de ruidos y chasquidos y luego la voz de Moody contestando:
—Sí.
—Señor Moody, soy el doctor Delaware.
—Hola, doctor. Sólo quería decirle que no sé lo que me ha pasado. Quería disculparme. Espero no haberle sacudido demasiado fuerte.
—Estoy bien. ¿Y usted?
—Bien, muy bien. Tengo proyectos. Lo primero que tengo que hacer es curarme, de eso ya me doy cuenta. Si todo el mundo lo dice, será verdad.
—Eso es. Me alegro de que lo haya comprendido.
—Si, sí. Trato de comprenderlo, aunque, la verdad, cuesta un poco. Es como la primera vez que tuve que emplear una sierra giratoria; el encargado me dijo: «Richard», eso era siendo yo un crío, cuando aprendía el oficio, «tómatelo con calma, no te apresures, ve con cuidado, si no este cacharro te puede destrozar». Y levantó la mano izquierda; le faltaba el pulgar. Y me dijo: «Richard, procura no aprender por las malas».
Emitió una ronca carcajada y carraspeó, aclarándose la garganta.
—Lo único que pasa —continuó diciendo— es que a veces parece que aprendo por las malas, ¿no? Como con Darlene. Hubiera debido escucharla antes de que ella se liase con ese cabrón.
Hablando de Conley se exaltaba, de modo que procuré desviar la conversación.
—Lo importante es que se haya dado cuenta. Usted es joven, Richard. Todavía le queda mucha vida por delante.
—Sí, es verdad…, aunque me siento viejo. A veces me parece que tengo noventa años.
—Mire, este es el momento más difícil, hasta que no se pronuncie la sentencia definitiva. Pero, ya verá, luego las cosas irán mejor.
—Todos dicen lo mismo. El abogado también me lo dijo. Pero yo no lo creo. Yo creo que todo es una mierda, ¿sabe?, una mierda de cojones.
Hizo una pausa que no aproveché para intervenir.
—De todos modos, gracias por escucharme —dijo—. Ahora ya puede hablar con la juez y decirle que quiero y puedo tener a los niños. Que quiero llevármelos a pescar durante una semana.
Menudo optimismo.
—Richard, me alegro de que empiece a comprender la situación, pero no está usted en condiciones de cuidar de sus hijos.
—¿Por qué coño no? —gritó como un poseso.
—Necesita usted ayuda para estabilizarse, para recuperar el equilibrio emocional. Actualmente existen medicamentos extraordinariamente efectivos, y además necesita hablar con alguien, lo mismo que está usted haciendo ahora conmigo.
—¿Ah sí? —replicó despectivo—. Pues si son todos unos idiotas como usted, unos imbéciles que lo único que quieren es cobrar, hablar con ellos no me va a servir de nada. Le digo que de mis problemas me voy a ocupar yo. ¿Quién coño se cree que es usted para decirme cuándo puedo ver a mis hijos?
—Esta conversación no lleva a ninguna parte y…
—Exacto, comecocos de los cojones. Escuche bien lo que voy a decirle: como no me pongan en el lugar que me corresponde, que es el de padre, me las van a pagar, le aseguro que me las van a pagar, ¿entendido? Porque…
E inició tal catarata de insultos y obscenidades que después de escucharle varios minutos, colgué para que aquella inmundicia no me salpicara.
En el silencio de la cocina noté el desbocado latir de mi corazón y la náusea que me oprimía la boca del estómago. Seguramente había perdido el contacto, es decir, la capacidad del psicólogo de ponerse a distancia de quienes sufren para no ser bombardeado por el granizo de una tormenta psicológica.
Bajé la vista hasta el bloc de notas en que apuntaba los recados. Raúl Melendez-Lynch. Seguramente quería rogarme que impartiese un seminario a los médicos residentes sobre los aspectos psicológicos de las enfermedades crónicas o los enfoques conductistas en la supresión del dolor, cualquier tema interesante, inocuo y académico que me permitiría ocultarme tras diapositivas y vídeos para volver a jugar otra vez a hacer de profesor.
En aquel momento la idea me pareció tan atractiva que marqué su número. Contestó al teléfono una mujer joven, sin aliento.
—Laboratorio de carcinogénesis.
—El doctor Melendez-Lynch, por favor.
—En este momento no está.
—Soy el doctor Delaware. Dejó recado de que le llamase.
—Creo que está en el hospital —respondió con voz que revelaba manifiesta preocupación.
—¿Podría usted ponerme con la centralita para que lo localicen?
—No sé muy bien cómo hacerlo; no soy la secretaria, doctor Delaware. Estoy a mitad de un experimento y no puedo entretenerme. Lo siento.
—No se preocupe.
Colgué, marqué el número de la centralita del Pediátrico y solicité que localizasen al doctor Melendez-Lynch. Cinco minutos más tarde la operadora me dijo que no contestaba. Dejé mi nombre y mi número de teléfono y colgué pensando en lo poco que había cambiado con los años. Trabajar con Raúl había sido estimulante, un auténtico desafío, cuajado sin embargo de momentos de intensa frustración. Intentar atraparle resultaba tan difícil como hacer una escultura con crema de afeitar.
Me dirigí a la biblioteca y me arrellané en mi confortable sillón de cuero dispuesto a devorar una novela policíaca en edición de bolsillo. En el preciso instante en que pensaba que la trama resultaba forzada y el diálogo excesivamente pulido, sonó el teléfono.
—Diga.
—Hola, Alex. —El acento seguía traicionando su origen hispánico—. Gracias por devolverme la llamada. —Como de costumbre, hablaba a toda velocidad.
—Te he llamado al laboratorio pero la chica que ha contestado no ha sido de gran ayuda, que digamos.
—¿Una chica? Ah, sí, debe ser Helen, mi nueva ayudante. Una joven y brillante investigadora recién doctorada por Yale. Estamos colaborando en un estudio financiado por la Seguridad Social que tiene por objeto clarificar el proceso de desarrollo metastático. Helen trabajó con Brewer en New Haven, estudiando la construcción de paredes celulares sintéticas, y en este momento nos dedicamos a investigar la invasibilidad correlativa de diversas formas neoplásicas según modelos específicos.
—Suena fascinante.
—Lo es —declaró haciendo una pausa—. Y tú, amigo mío, ¿cómo estás? ¿Cómo te van las cosas?
—Muy bien. ¿Y a ti?
—Pues…, son las diez menos diez —contestó sofocando una risita— y aún no he terminado de planificar el trabajo de mañana. Ya ves, sin un minuto libre.
—No te quejes, Raúl. Es lo que más te gusta del mundo.
—Tienes toda la razón. ¿Qué fue lo que me llamaste hace algunos años? ¿Ejemplo representativo de la personalidad tipo A?
—Personalidad tipo A desmesurada.
—Mira, ya sé que moriré de un infarto de miocardio, pero te aseguro que antes habré terminado con éxito todas mis investigaciones.
Era un chiste solamente a medias. Su padre, decano de la facultad de medicina de La Habana precastrista, había sufrido un ataque al corazón mientras jugaba una partida de tenis muriendo a los cuarenta y ocho años. A Raúl le faltaban cinco para alcanzar esa edad y además de imitar el estilo de vida de su padre, había heredado su misma propensión a la cardiopatía. En tiempos creí posible conseguir que modificara sus hábitos, pero ya hacía mucho que había renunciado a contener su frenética actividad. Si cuatro matrimonios terminados en fracaso no lo habían logrado, pretenderlo yo era una utopía.
—Acabarán por darte el Premio Nobel —le dije.
—¡Y el importe servirá íntegramente para pagar la pensión de mis esposas! —replicó riéndose a carcajadas de la gracia de su propio comentario. Cuando hubo terminado de reírse, bajó algo la voz y en tono más serio me comunicó—: Alex, te llamo para pedirte un favor. Tengo una familia que me está causando problemas. Se niegan a colaborar. He pensado que quizá aceptarías hablar con ellos.
—Tu propuesta me halaga, Raúl, pero ¿y los psicólogos del servicio?
—Los psicólogos del servicio no han hecho más que complicar las cosas —confesó irritado—. Alex, sabes perfectamente la consideración en que te tengo…, nunca comprenderé por qué abandonaste una brillantísima carrera, pero eso es otro asunto. Los psicólogos que me envían los del departamento social son puros aficionados, amigo mío, vulgares aficionados, unos ignorantes que consideran que su papel es hacer de abogados del enfermo, verdaderos provocadores. Y los psicólogos de talla no quieren saber nada de nosotros porque Boorstin sufre de un temor patológico a la muerte y sólo oír la palabra cáncer se pone a temblar.
—Progresamos, ¿eh?
—Alex, en los últimos cinco años las cosas no han cambiado en absoluto. En todo caso han empeorado. Tanto que estoy empezando a prestar atención a algunas ofertas. La semana pasada me propusieron dirigir un hospital entero en Miami. Cargo de director general, sueldo sustancioso y categoría de catedrático.
—¿Y lo estás meditando?
—No. Las posibilidades de investigación son ínfimas y sospecho que les interesa más mi español que mi capacidad profesional. En fin, dejemos esa cuestión. ¿Aceptas echar una mano a mi servicio? Sigues en la lista oficial de asesores, ¿lo sabías?
—Con sinceridad, Raúl, no acepto ya casos de terapia.
—Sí, sí, ya lo sé —replicó impaciente—, pero no se trata de una terapia sino de una intervención breve. No quiero ponerme melodramático, pero está en juego la vida de un niño gravemente enfermo.
—Explícame exactamente de qué forma se niegan a colaborar.
—Es un poco largo de explicar por teléfono, Alex. No quisiera parecer descortés pero tengo que ir en seguida al laboratorio a echarle una mano a Helen. Estamos estudiando in vitro la invasión de tejido pulmonar provocada por un hepatoblastoma. Es un trabajo extremadamente minucioso que requiere una vigilancia constante. ¿Por qué no nos vemos mañana? A las nueve, en mi despacho. Te esperaré, con dos desayunos. Invita el servicio. Pagamos bien.
—De acuerdo. Estaré allí a las nueve.
—Magnífico. —Y colgó.
Terminar una conversación con Melendez-Lynch constituía una experiencia agotadora; era como reducir la velocidad de un coche pasando de quinta a segunda sin rozar el pedal del freno. Recobrando la suavidad de los mecanismos de desaceleración, colgué el teléfono y empecé a pensar en la complejidad del síndrome de la manía histérica.