7
Como en el estuche de cerillas estaba impreso el número de teléfono pero no las señas de la Agencia de Mensajeros Adán y Eva, Milo llamó a la Brigada del Vicio y junto con la dirección obtuvo información complementaria de provechosa utilidad.
—Conocen a fondo el funcionamiento del asunto —me comunicó cuando, después de atravesar Pico, nos dirigíamos hacia el este—. La propietaria es una ricura llamada Jan Rambo que por lo visto está metida un poco en todas partes. Su padre es un pez gordo del hampa de San Francisco y, según dicen, Jan es la alegría y el orgullo de su vida.
—¿De qué se trata en realidad? ¿De una tapadera para un servicio de contactos?
—De eso y de unas cuantas cosas más. Los de Vicio me han dicho que creen que los mensajeros a veces transportan droga, pero sólo como labor suplementaria; en casos aislados y de improviso, cuando alguien necesita un favor. También se dedican a actividades relativamente lícitas, como preparar números para fiestas privadas. Ya sabes a qué me refiero: es el cumpleaños del jefe y de pronto aparece en la oficina una atractiva jovencita que se desnuda y empieza a calentar al cincuentón. Básicamente, de una forma o de otra, comercian con el sexo.
—Lo cual arroja nueva luz sobre Nona Swope —dije.
—Es posible. Has dicho que era guapa, ¿verdad?
—Extraordinaria, Milo. Una auténtica belleza.
—La chica sabe lo que posee y decide aprovecharlo. Podría ser significativo pero, qué coño, al fin y al cabo esta ciudad se construyó con la compra y con la venta de infinidad de cuerpos, y no me digas que exagero. Una muchacha de pueblo tiene éxito en la ciudad y pierde la cabeza. Ocurre todos los días.
—Esto que acabas de decir debe ser el soliloquio más trillado que has pronunciado en tu vida.
Milo se echó a reír y empezó a golpear el tablero de instrumentos con incontenible regocijo. Luego cayó en la cuenta de que el sol le deslumbraba y se puso unas gafas oscuras de cristales de espejo.
—Ya es hora de jugar a policías. ¿Qué aspecto tengo?
—Amenazador.
El cuartel general de Jan Rambo tenía su sede en la décima planta de un edificio de color carne situado en Wilshire, justo al oeste de Barrington. La lista de inquilinos que aparecía en el vestíbulo enumeraba cerca de un centenar de empresas, la mayor parte de las cuales ostentaban unos nombres que, empleando reiteradamente palabras tales como compañía, gestora, sistema, comunicaciones y red, omitían revelar la naturaleza de sus actividades. Más de un tercio de la lista terminaba con las siglas S. L. Jan Rambo las superaba a todas pues había bautizado a su mercado de carne con el título de Red de Comunicaciones Contemporáneas, S. L. Si el nombre no bastaba para convencer al visitante de que aquello era absolutamente respetable, las relucientes letras de latón de la puerta de teca y el relámpago del mismo material que constituía el logotipo del negocio no podían dejar de conseguirlo.
La puerta estaba cerrada por dentro pero Milo le propinó tal porrazo que las paredes temblaron y alguien la abrió. Asomó la cabeza un jamaicano alto, fornido, que no sobrepasaría los veinticinco años y que empezaba ya a proferir un intencionado comentario hostil cuando Milo le mostró la insignia acercándola a centímetros de aquel rostro de caoba y el tipo cerró la boca.
—Hola —dijo Milo sonriendo.
—¿En qué puedo servirles, agentes? —dijo el caribeño exagerando la pronunciación en un alarde de arrogancia.
—En primer lugar puede dejarnos pasar.
Sin esperar invitación Milo se apoyó en la puerta. Cogido por sorpresa, el jamaicano retrocedió y entramos.
Para estar destinado a recepción, el cuarto no era gran cosa, apenas si mediría el doble de un armario, pero lo más probable es que Comunicaciones Contemporáneas no se dedicase exactamente a recibir visitas. Las paredes estaban pintadas de un marfil mate y como todo mobiliario había una mesa de vinilo y metal cromado, sobre la cual aparecía una máquina de escribir eléctrica y un teléfono, y una silla para la secretaria.
La pared situada detrás de la mesa estaba adornada con un gran cartel fotográfico cuyo tema era una pareja de bronceados californianos posando en el rompeolas en traje de Adán y Eva, enmarcados por un letrero que decía: «Envíe un Mensaje Especial a Esa Persona Especial». Eva acariciaba con la lengua la oreja de Adán y aunque la expresión de este era de portentoso aburrimiento, el abultamiento de su hoja de parra resultaba visiblemente manifiesto.
A la izquierda de la mesa había una puerta cerrada delante de la cual permanecía el jamaicano con los brazos cruzados y los pies separados, cual airado centinela.
—Queremos hablar con Jan Rambo.
—¿Traen un mandato judicial?
—¡Santo Dios! —exclamó Milo con fastidio—. En esta roñosa ciudad todo el mundo se cree que está actuando en una película. ¿Traen un mandato judicial? —repitió imitando en guasa el tono del matón—. Examen de primer curso, bobalicón. Vamos, llama a la puerta y dile que estamos aquí.
El jamaicano permaneció impasible.
—Sin mandato judicial no entran.
—Vaya por Dios, uno inflexible —musitó Milo con un suave silbido. Se metió las manos en los bolsillos y con paso indolente se acercó al jamaicano hasta que faltó un milímetro para que ambas narices se rozaran en un apasionado beso esquimal.
—No hace falta mostrarse descortés —le dijo—. Sé que la señora Rambo es una mujer muy ocupada y más pura que la nieve recién caída. Si no lo fuera, quizás hubiéramos venido para efectuar un registro en este local, en cuyo caso sí necesitaríamos un mandato judicial. Pero todo lo que queremos es hablar con ella. Como, evidentemente, no ha progresado usted mucho en los estudios y sus conocimientos jurídicos dejan bastante que desear, permítame informarle de que cuando simplemente se desea entablar conversación no es preciso acudir provisto de un mandato judicial.
El jamaicano ensanchó las aletas de la nariz.
—Y ahora —prosiguió Milo— puede usted elegir entre facilitar la mencionada conversación o continuar obstaculizándola, en cuyo caso le haré objeto de contundentes lesiones corporales acompañadas de intensos dolores físicos y le arrestaré por impedir que un oficial de policía desempeñe sus tareas en cumplimiento de su deber. Una vez arrestado, apretaré de tal forma las esposas que la opresión le causará gangrena, ordenaré que su registro corporal lo efectúe un sádico y me ocuparé de que lo encierren en una misma celda con seis miembros prominentes de la Hermandad Aria.
El jamaicano calibró sus alternativas. Se alejó de Milo pero este le acosó sin dejar de echarle aliento en la cara.
—Voy a ver si puede recibirles —murmuró abriendo la puerta una rendija y escabulléndose por ella.
Volvió al cabo de un momento y con los ojos ardiéndole de humillación abrió la puerta de par en par. Con un gesto de cabeza nos indicó que pasáramos.
Le seguimos hasta una antesala vacía. Ante una puerta doble se detuvo, marcó un código oprimiendo los botones de un tablero, se oyó un amortiguado zumbido y a continuación se abrió una hoja de la puerta.
Tras una mesa de mármol y patas tubulares de metal cromado, en un despacho que tendría las dimensiones de un salón de baile, aparecía sentada una mujer morena. El suelo estaba forrado con una mullida moqueta del color del cemento húmedo y detrás de la mesa había una pared de cristal ahumado que ofrecía una amortiguada vista de las montañas de Santa Mónica y del valle que se extendía a continuación. Un rincón del despacho, entregado a un decorador de moda de Hollywood, contenía un muestrario de sus calenturientas fantasías: tresillo despiadadamente contemporáneo de cuero malva, mesa de café de metacrilato, de esquinas tan afiladas que servirían para cortar a rebanadas una barra de pan, bufete cubista de palisandro y una tabaquera de tafilete parecida a una que yo había visto recientemente en un catálogo de Sotheby’s; aquella pieza se había subastado por más de lo que Milo ganaba en todo un año. Al otro lado de esa abigarrada colección se encontraba la zona de negocios: mesa de juntas de palo de rosa, hilera de ficheros de metal negro, dos ordenadores y un ángulo repleto de material fotográfico.
El jamaicano, de espaldas a la puerta, había recuperado la postura de centinela y procuraba convertir el rostro en una máscara guerrera, aunque un rubor incandescente traicionaba sus esfuerzos, tiñendo de rosado la bruñida negrura de su piel.
—Puedes marcharte, León —dijo la mujer. Tenía una voz aguardentosa.
El jamaicano vaciló. La mujer endureció la expresión y el sicario se apresuró a salir.
Ella permaneció detrás de la mesa y no nos invitó a tomar asiento. Milo, de todos modos, se sentó, estiró aquellas larguísimas piernas y empezó a bostezar. Yo tomé asiento a su lado.
—León me ha dicho que han estado ustedes muy groseros —declaró la mujer. Tendría unos cuarenta años y era rechoncha, de ojillos turbios y manos cortas y regordetas que no dejaban de tamborilear el mármol de la mesa. Tenía el cabello liso, que llevaba muy corto, y vestía un traje de chaqueta negro tan sobrio que los volantes que adornaban el cuello de la blusa blanca de crêpe no parecían fuera de lugar.
—Vaya —repuso Milo—, no sabe cuánto lo siento, señora Rambo. Espero no haber herido los sentimientos del pobre muchacho.
La mujer se echó a reír; su risa era un gruñido nasal.
—León es muy sensible —replicó—. Básicamente, lo tengo aquí como elemento decorativo.
Sacó un largo cigarrillo negro de una cajetilla de Sherman lo encendió, exhaló una bocanada de humo y lo contempló subir al techo. Cuando se hubo disipado por completo, volvió a tomar la palabra.
—Las respuestas a sus tres primeras preguntas son las siguientes —dijo—: Primera, son mensajeras, no putas. Segunda, lo que hacen en su tiempo libre es asunto que sólo a ellas concierne. Tercera: efectivamente, es mi padre y más o menos una vez al mes nos llamamos por teléfono.
—No pertenezco a la Brigada del Vicio —replicó Milo— y me importa un comino que sus mensajeros acaben montando números pornográficos para vejestorios que cuando no saben qué hacer le dan a la cocaína y se toquetean los huevos.
—Cuánta tolerancia la suya —dijo ella con frialdad.
—Así es. Me ha hecho famoso. Vive y deja vivir.
—Entonces, ¿qué es lo que desea?
Milo le entregó su tarjeta.
—¿Homicidios? —leyó enarcando las cejas aunque sin alterar con otro gesto su impasible expresión—. ¿A quién se han cargado?
—Tal vez a nadie, tal vez a mucha gente. De momento se trata de una desaparición sospechosa. Una familia de un pueblo próximo a la frontera. La hija trabajaba para usted: Nona Swope.
Dio una larga chupada al cigarrillo cuyo extremo enrojeció.
—Ah, Nona. La atractiva pelirroja. ¿Es sospechosa o víctima?
—Dígame lo que sepa de ella —contestó Milo sacando el bloc de notas del bolsillo.
Ella abrió un cajón de la mesa, sacó una llave, se puso de pie, se alisó la falda y se dirigió a los ficheros. Era asombrosamente baja: apenas si rozaría el metro y medio.
—Supongo que tengo que hacerme de rogar, ¿no? —comentó introduciendo la llave en la cerradura del fichero. Dio media vuelta y el cajón se abrió—. Negarme a proporcionarle información, exigir la presencia de mi abogado.
—Eso pertenece al papel de León.
—León es un fiel perro guardián —replicó ella divertida por el comentario de Milo—. No —añadió extrayendo una carpeta—, no me importa que lea la ficha de Nona. No tengo nada que esconder. Esa chica no significa nada para mí.
Volvió a sentarse ante la mesa y le pasó la carpeta a Milo. Este la abrió y yo atisbé por encima del hombro. El primer impreso era una solicitud rellenada por una letra insegura.
El nombre completo de la muchacha era Annona Blossom Swope. Declaraba una fecha de nacimiento que establecía su edad en veinte años recién cumplidos y unas medidas físicas que concordaban con el recuerdo que yo tenía de ella. Daba como residencia una dirección en Sunset Boulevard, la del Hospital Pediátrico del Oeste sin acompañarla de número telefónico.
Las fotografías se habían tomado en el despacho —reconocí el tresillo de cuero— y la reproducían en infinidad de poses, todas sensuales, a cuál más voluptuosa. Eran instantáneas en blanco y negro y no le hacían justicia, puesto que ocultaban su más poderoso atractivo: la intensidad de su colorido. No obstante, permitían apreciar en toda regla que la modelo poseía en abundancia lo que los profesionales denominan presencia.
Echamos un vistazo a las fotos: Nona soltándose los cordones de la braguita de un exiguo bikini brasileño; Nona sin sujetador, vistiendo unos tejanos y una fina camiseta de tirantes que le marcaba los pezones; Nona haciendo el amor con un ligón de profesión; Nona, felina, envuelta en un transparente salto de cama con una ardiente mirada en aquellos ojos negros.
Milo emitió un suave silbido. Yo noté un involuntario tirón en la entrepierna.
—Una preciosidad, ¿verdad? —comentó Jan Rambo—. Por estas puertas pasan muchos cuerpos, caballeros, pero ella destacó nada más entrar aquí. Sólo verla empecé a llamarla Daisy Mae porque irradiaba ingenuidad, experiencia limitada de la vida. Sin embargo, a pesar de su juventud, sabía apañárselas muy bien. Ya saben qué quiero decir.
—¿Cuándo se tomaron estas fotografías? —preguntó Milo.
—El primer día que vino aquí, de lo cual hará aproximadamente una semana. En cuanto la vi, llamé al fotógrafo. Las fotos las revelamos el mismo día. La consideré una inversión excelente y la contraté para el servicio de mensajeros.
—¿Haciendo qué clase de trabajo, exactamente? —preguntó Milo.
—Haciendo, exactamente, trabajo de mensajera. Disponemos de unas cuantas escenas de repertorio: médico y enfermera, profesor y alumna, Adán y Eva, ama y esclavo o viceversa. En realidad, se trata de los esquemas de siempre, pero al cliente normal, llegado el momento de la fantasía erótica, no le agrada salirse de las normas. El cliente elige la escena que desea, nosotros enviamos a la pareja y esta la representa como si se tratase de un mensaje, ya saben: Feliz cumpleaños, Joe Smith, mira lo que te envían tus compañeros de póquer de los martes por la noche. Luego se representa la escena y ya está. Todo es legal. Risas y bromas, muchas, pero ninguna que infrinja el código penal.
—¿Y cuánto les cuesta el regalo a los compañeros de póquer?
—Doscientos. Sesenta para los mensajeros, la mitad para cada uno. Aparte las propinas, claro.
Realicé un rápido cálculo mental. Trabajando media jornada, Nona podía sacarse cien dólares o más. Mucho dinero para una chica de pueblo recién salida de la adolescencia.
—¿Y qué ocurre si el cliente está dispuesto a pagar más para ver más cosas? —pregunté.
Jan Rambo me miró con dureza.
—Me estaba preguntando si era usted mudo. Como ya he dicho antes, los mensajeros, en sus ratos de ocio, son libres de hacer lo que quieran. ¿Le gusta el jazz?
—El bueno, sí —contesté.
—A mí también. Miles, Coltrane y Bird, por ejemplo. ¿Sabe por qué son geniales? Porque saben improvisar. Nunca se me ocurriría desalentar la improvisación.
Sacó otro Sherman y lo encendió con la colilla que aún tenía entre los dedos.
—Así que Nona lo único que hacía era escenas, ¿eh? —intervino Milo.
—Hubiera podido hacer mucho más. Tenía grandes proyectos para ella: cine, exclusivas para revistas, muchas cosas. —El rostro carnoso de Jan Rambo se arrugó al dibujar su dueña una sonrisa—. No tenía el menor escrúpulo en colaborar: se desnudaba sin un parpadeo. Por lo visto, en el campo las educan salvajes —añadió haciendo girar el cigarrillo entre aquellos dedos rechonchos—. Sí, tenía grandes proyectos pero me dejó en la estacada. Trabajó una semana, y luego, adiós.
—¿Mencionó adónde iba?
—En absoluto. No se lo pregunté. Esto no es una familia adoptiva, es un negocio. Y yo no hago de mamá ni quiero que se me trate como tal. Entran unos, se van otros… La ciudad está repleta de cuerpos perfectos convencidos de que el tipo les va a hacer ricos. Algunos aprenden más aprisa que otros. A mayor volumen mayor productividad. De todos modos —admitió—, esa pelirroja tenía algo.
—¿Hay alguien más que pueda saber algo de ella?
—Creo que no. Era muy solitaria.
—¿Y los individuos con quienes actuaba de pareja?
—Individuo. En singular. Nona sólo estuvo aquí una semana. No recuerdo el nombre de ese tipo y no pienso revisar los ficheros para dar con él. Ya les he regalado suficiente. —Y señalando la carpeta añadió—: Pueden quedarse con ella.
—Haga un esfuerzo por recordar —insistió Milo—. No es para tanto. ¿Cuántos sementales tiene usted en sus cuadras?
—Si lo supiera se quedaría de piedra —contestó Jan Rambo acariciando el mármol—. Doy por terminada la sesión.
—Escuche —insistió él—, nos ha ayudado bastante pero aún le falta mucho para que le den el título de Ciudadana Modelo. Afuera hace mucho calor; aquí tiene usted un aire acondicionado estupendo y una vista soberbia. ¿Para qué irse a sudar a la comisaría esperando sabe Dios cuánto a que se presente su abogado? —añadió elevando las manos y dedicándole una zalamera sonrisa—. Ande, pruebe a ver si lo consigue.
Los ojos turbios se entrecerraron y el rostro de la dama se tornó desagradablemente porcino. Oprimió un botón y apareció León.
—¿Quién era el tipo que formaba pareja con la pelirroja, la Swope?
—Doug —contestó sin vacilar el jamaicano.
—Apellido —le ordenó cortante.
—Carmichael. Douglas Carmichael.
—¿Correcto? —preguntó Jan Rambo dirigiéndose a nosotros.
—La carpeta —exigió Milo tendiendo la mano.
—Búscala. —El jamaicano la trajo—. Déjales que echen un vistazo. —Milo cogió la carpeta y nos dirigimos hacia la puerta.
—¡Eh, un minuto! —protestó Jan Rambo con voz ronca—. ¡Es la de un miembro activo! ¡No pueden llevársela!
—Haré una fotocopia y le devolveré el original por correo.
Iba a ponerse a discutir pero se interrumpió a media frase. Mientras nos íbamos, oímos que le gritaba a León.