27

Me detuve a cierta distancia y miré a través del tabique de plástico.

El muchacho yacía en la cama, inmóvil pero despierto. Su madre, a quien costaba reconocer con aquel traje, los guantes y la capucha, estaba sentada a su lado. Los ojos oscuros de ella vagaron por la habitación, se detuvieron momentáneamente en el rostro del niño y se posaron sobre las páginas del libro de cuentos que tenía entre las manos. El niño se incorporó con esfuerzo, le dijo algo y ella asintió y le acercó una taza a los labios. El acto de beber lo agotó enseguida y en cuanto hubo acabado se dejó caer sobre la almohada.

—Una preciosidad de crío —dijo Milo—. ¿Qué posibilidades tiene según el médico?

—La infección es grave, pero se le están administrando antibióticos en dosis elevadas y creen que lograrán dominarla. El tumor ha aumentado de tamaño y ha comenzado a presionar el diafragma, lo cual no es bueno; sin embargo, no se observan nuevas lesiones. Mañana empezará la quimioterapia. En general, el pronóstico sigue siendo bueno.

Asintió y se dirigió al cuarto de las enfermeras.

El niño se había quedado dormido. Su madre lo besó en la frente, lo arropó y volvió a mirar el libro. Pasó unas cuantas hojas, lo dejó a un lado y comenzó a arreglar la habitación, hecho lo cual volvió a sentarse, cruzó las manos sobre el regazo y se quedó quieta. Esperando.

Los alguaciles salieron del cuarto de las enfermeras. El hombre era orondo y maduro; la mujer, chiquita, rubia teñida y bien proporcionada. Él consultó el reloj.

—Ya es hora —le dijo a su compañera.

Ella se acercó al módulo y dio unos golpecitos en el plástico.

Nona levantó la vista.

—Ya es hora —dijo la mujer.

La muchacha vaciló, se inclinó sobre el muchacho dormido y lo besó con súbita intensidad. El niño gimió en sueños y se volvió hacia el otro lado. Su movimiento hizo que la barra de la intravenosa vibrara y que la botella se pusiera a oscilar. Ella la detuvo y acarició el cabello del niño.

—Vamos, guapa —dijo la mujer.

La muchacha se atiesó y salió del módulo. Se quitó la capucha y los guantes y dejó que el traje le cayera hasta los tobillos y dejara al descubierto un chándal en cuya parte posterior se leía «PROPIEDAD DE LA CÁRCEL DE SAN DIEGO» y un número. Llevaba el cabello recogido en una coleta. Le habían quitado los aretes. Su rostro había adelgazado y envejecido; tenía los pómulos más pronunciados y los ojos más hundidos. La palidez carcelaria comenzaba a apagar el lustre de su piel. Era hermosa, pero estaba estropeada, como una rosa de un día.

La esposaron —con suavidad, me pareció— y la condujeron hacia la puerta. Pasó junto a mí y nuestras miradas se encontraron. Sus iris de ébano dieron la impresión de humedecerse y derretirse. Entonces los endureció, mantuvo la cabeza alta y se fue.