XXXVI

La calamidad definitiva se produjo al día siguiente, por la noche. Todos ellos, en mayor o menor grado, habían tenido que sufrir contratiempos desagradables, pensó Grant. Sí. Desde el comienzo de una aventura que databa de los meses de noviembre y diciembre del año anterior, cuando se le metiera en la cabeza la alocada idea (o más bien peculiar, extraña) de aprender a bucear, cuando todavía no había tropezado con Lucky Videndi. Lucía Angelina Videndi. Todos ellos, con la posible excepción de Ben e Irma (normalizados al parecer mucho tiempo atrás, después del abandono de que fuera objeto ella por parte de Ben, quien regresara más tarde a su lado), todos ellos en ese espacio de tiempo habíanse visto en apuros. Pero aquello era una real calamidad, una auténtica catástrofe. Definida. Los periódicos, la radio la televisión, utilizaban estas palabras. Con excesiva frecuencia…

El fin del crucero… Cinco días después de zarpar de Kingston, para emprender un crucero de siete u ocho días de duración, tras una serie de desordenadas dilaciones (que podían estar justificadas o no), relacionadas con las reparaciones del Naiad, se producía la catástrofe.

Y como en todo momento a lo largo de aquel viaje, nada era imputable a los vientos, a las tormentas, a los huracanes, nada… No había ningún fenómeno natural responsable. Aquella calamidad terminó con la fractura de nariz que sufrió Ron Grant, que a causa de eso no podría efectuar inmersiones en un plazo de dos meses. Terminó también con las confidencias mutuas a bordo del Naiad. Pensando luego en eso, más adelante, como siempre le gustaba hacer, aunque en raras ocasiones ganaba nada con aquellas evocaciones retrospectivas, Grant se dijo que, quizá, mediado el día, mientras se hallaban entregados a la pesca, tuvo un presentimiento de lo que no tardaría en suceder, al hacer algo extraño, que le llevó a sospechar la posibilidad de un acercamiento personal a la locura. Lo malo era que Grant se daba cuenta de aquellos presentimientos mucho después de que los acontecimientos se hubiesen producido, por lo cual perdían su carácter de tales, como los entiende todo el mundo, y no le servían para nada.

El día se inició con malos auspicios… Ya la noche anterior había sido un tanto tormentosa.

Grant se había propuesto no abusar de la bebida aquel día y aquella noche, la del regreso a North Nelson. Se había salido muy bien con la suya, en parte. A pesar de eso, después de la cena, habiéndose acostado temprano, él y Lucky habíanse pasado casi todas las horas nocturnas en los extremos opuestos de su doble cama, de regular tamaño, en el desastroso hotel de las delgadas paredes proporcionado (bien pagado, naturalmente) por los Green.

Nadie podía saber a qué agradables prácticas se estarían entregando Bonham y Cathie, ni qué hacían en su alojamiento los Spicehandler, ni qué sucedía entre el cirujano y su amiga, que continuaban en su sitio de cubierta, como unos animalitos enjaulados… Podía pasar entre ellos una cosa u otra. Entre Grant y Lucky, en cambio, no ocurría absolutamente nada. Lucky, a primera hora, había realizado unas débiles intentonas para acercarse a su marido, del que le habían alejado recientemente sus acusaciones de dos noches atrás. Pero él habíase mostrado inaccesible, distante, aunque también cortés. Simplemente: no podía desentenderse de la fantástica figura sin rostro que le atormentaba. Sospechaba, pese a todo, que se trataba de Jim Grointon. Y luego, hallándose acostados, en el momento de dirigirse una vez más a él, Ron la rechazó bruscamente. Llevaban cinco noches sin tener relación alguna de carácter íntimo. De Grant parecía haberse apoderado una total indiferencia.

—Estoy demasiado cansado para pensar en otra cosa que no sea reposar —declaró casi brutalmente.

Sin pronunciar una palabra, ella habíase alejado, quedándose tendida, inmóvil, en el borde del lecho. Grant se había apartado entonces un poco más de Lucky.

—Es chocante —manifestó al cabo de un rato—. Ahora me siento más valiente que antes bajo el agua. Tengo más decisión desde el día en que empezamos a sentirnos apartados. ¿No te parece raro?

Grant había querido dar a sus frases una entonación irónica. Lucky guardó silencio. Por la mañana, llegada la hora de levantarse, con las primeras luces del amanecer, se vistieron con toda naturalidad, como si no hubiese ocurrido nada entre ellos. Había llegado el momento de trasladarse al Naiad.

Con voz denotadora de una gran fatiga interior, Lucky dijo:

—Creo que hoy voy a realizar esa gestión para procurarme el aeroplano de Kingston que pensaba hacer venir para que me recogiera. Sería mejor que te prepararas para darme el dinero necesario. Si no estás conforme, se lo pediré a Ben.

Grant se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Pero hacia la hora en que ella pudo haber dado aquel paso, el crucero había llegado prácticamente a su fin. La gestión se había hecho innecesaria. Bonham, muy contento, freía huevos y jamón a bordo del Naiad. El rojo disco del sol se elevaba justamente por encima de la línea del horizonte. Flotaba en el aire el delicioso y hogareño olor del café. Respiraban en el seno de una atmósfera límpida y fresca.

Y así fue como se inició la etapa final de la aventura… Bonham los llevó a un lugar situado a media hora de distancia, navegando a vela, entre Nort y South Nelson, donde había una serie de pequeños arrecifes que cubrían una extensión de varios centenares de metros cuadrados. El fondo era de blanca y fina arena. La profundidad máxima no excedería de los doce metros. Era un lugar magnífico. Y Bonham, evidentemente, lo conocía con todo detalle, de otras visitas anteriores, quizá. Sin embargo, nunca los había guiado hasta allí. Grant se sintió extrañado ante tal conducta. ¿Por qué no los había llevado hasta aquel paraje antes? Desde luego, Bonham lo hacía todo pensando siempre en los gastos. Eludía también todo aquello que favoreciera la divulgación de las condiciones del crucero inaugural, pues éstas (especialmente si se pensaba en los alojamientos del Naiad) no eran sobre todo de las que iban a proporcionarle reputación y clientela en el futuro. Grant tomó nota mentalmente de lo que acababa de observar para hablar de aquel tema con Al.

Bonham ancló en el centro de aquellos arrecifes, bastante separados entre sí. Abundaban los peces por aquel paraje; hervían de vida los fondos marinos. Todos se equiparon con los pulmones acuáticos, haciéndose con pescado más que suficiente al cabo de unos minutos para la comida. Habría también para la cena, indudablemente. Más tarde, los que quisieron y podían se dedicaron a la tarea de explorar los arrecifes que quedaban a mayor distancia de la embarcación.

Y fue entonces cuando Grant vivió la extraña experiencia a la que había de referirse, quejumbroso, con el nombre de «presentimiento». Ron habíase encaminado hacia el sudeste, por donde había descubierto un nuevo arrecife, a un centenar de metros de distancia. Orloffski había estado buceando por aquella dirección, regresando a los pocos minutos. Cierto que no era una práctica recomendada la del alejamiento en la actividad submarina, pero la verdad era también que la mayoría de los buceadores no hacía caso de este principio de la compañía de los demás, considerando la recomendación prudencial algo más bien propio para los neófitos… Esto tenía que ser observado rigurosamente por Irma, por ejemplo, o por Ben, aunque éste había adquirido tal soltura que se desenvolvía sin novedad en el agua. Bonham se había llevado a la pareja hacia el nordeste, por la banda opuesta del Naiad, hacia el lugar en que el cirujano y su amiga buceaban también. Grant, pues, estaba realmente solo al llegar al pequeño arrecife de su elección.

Lo primero que observó era que aquél era de forma casi circular. Por una razón u otra, el coral había ido creciendo de tal manera. Existían algunos contornos irregulares, pero en conjunto podía considerarse lo que vio un círculo perfecto, con un fondo arenoso limpísimo, carente por completo de vegetación de cualquier clase. Era una formación rara la que veía Grant, algo que no tuviera ocasión de contemplar jamás. La profundidad era escasa. Hasta el fondo del centro del círculo habría desde la superficie nueve o diez metros. La masa de coral se elevaba unos seis metros por encima de la arena. Ron decidió nadar sobre aquélla para a continuación descender. Era verdad aquello que dijera a Lucky la noche anterior: a medida que se separaban sentíase más valiente bajo el agua. Tratábase de un curioso fenómeno. Esto le hizo acordarse de cuando se enfadara con Carol Abernathy. La sensación había ido tomando más fuerza dentro de él a raíz de la horrible noche de la cena a base de «spaghetti». En el transcurso de la memorable noche de navegación a bordo del Naiad, la noche que pasara en cubierta, junto a la caseta de mando del buque, había llegado a sentirse convencido, completamente convencido de que Lucky le había engañado con Jim Grointon. Seguidamente, de un modo brusco, su valor bajo el agua, su decisión, se había incrementado en un doscientos por ciento. O más, quizá. No era que se hubiese vuelto temerario. Se había tornado, sí, más agresivo, menos reflexivo. Y al ser menos reflexivo era también menos cauto. Era como si el buceo le liberara de un gran peso, de un terrible peso, no del todo identificado. Bonham y Ben habían hecho comentarios, a lo largo del crucero, sobre aquella agresividad. Bueno, ¿y qué? ¿Por qué no? A pesar de ello, lo que luego vio, a su derecha, mientras descendía lentamente sobre el centro de la masa de coral, le dejó el corazón casi paralizado. Durante unos segundos. Tal fue la impresión que experimentó.

A su derecha, en aquella parte de la masa coralífera, había un gran saliente, un saliente, una especie de visera, como muchos que se descubrían en los arrecifes. Y debajo de aquel saliente se encontraba el pez más enorme que viera en su vida, incluido el mero que Jim Grointon le mostrara a distancia, hallándose acompañado de Ben. Tan grande era el pez que, instintivamente, hizo un gesto de incredulidad. Negábase a dar crédito a lo que estaban contemplando sus ojos. Su mirada se paseó desde la cabeza hasta la cola del animal, como si hubiera querido convencerse a sí mismo.

Ciertas porciones del saliente coralífero lo ocultaban en parte. Grant se desplazó de un lado para otro, ascendiendo, descendiendo, manteniéndose como paralizado en el mismo nivel. Se movía con los máximos cuidados, procurando no levantar pequeñas nubes de arena. Entonces pudo apreciar que se trataba de un tiburón. Y en aquel mismo momento decidió hacer uso de su fusil submarino.

Ignoraba por qué tomó tal decisión. No había allí espectadores que pudiesen atestiguar la hazaña. No pretendía, por tanto, lucirse. Estaba solo, completamente solo. Tanto mejor. No sabía qué estaba haciendo aquel animal allí. Él estaba enterado de que los tiburones no podían flotar y que a veces descansaban en el fondo de sus andanzas. Ahora bien, se decía que los tiburones de aquella talla se encontraban únicamente en pleno océano. Ni siquiera pudo ver de qué tipo de tiburón se trataba. Alejándose unos metros de él pudo contemplar una extensa porción de su cabeza. Guiándose por ciertos detalles, trató de identificar la especie. Había algunos cuyos ejemplares más grandes no alcanzaban nunca, por mucho que vivieran, aquel tamaño. Tampoco era un tiburón «tigre» porque carecía de las manchas características de la especie. Y tampoco los tiburones «tigres» alcanzaban aquella talla. El ejemplar mediría, seguramente, más de cinco metros. O más, mucho más, quizá. La cola aparecía perdida bajo un gran saliente, de manera que Grant no podía comprobar si se enfrentaba con un tiburón «blanco»… Éste tiburón —el auténtico «devorador de hombres»— era el único tipo de la especie que alcanzaba grandes dimensiones, según había oído afirmar. La piel era rojiza; contaba con una enorme aleta dorsal, semejante a una vela, visible en sólo dos tercios de su real dimensión bajo la visera coralífera. Ya le parecía a Grant increíble que el animal hubiera podido deslizarse hasta aquel escondrijo. Y mientras todas estas ideas cruzaban por su cabeza, en el espacio de unos segundos, se fue preparando para disparar su fusil. No sabía por qué deseaba disparar su fusil contra el animal… ¿Por qué matarlo? Pero estaba convencido de que tenía que hacerlo. Bueno, lo de matarlo era muy problemático. No esperaba acabar con él. Tal como se hallaba colocado el tiburón no podría alcanzarle en la cabeza. Pero si el disparo iba bien dirigido y el arpón se clavaba en su boca, Grant estaba seguro de que el animal no le atacaría. Probablemente, no le atacaría de ningún modo. Como medida de precaución, sacó lentamente su cuchillo de la vaina que llevaba en una de sus piernas y cortó la fuerte cuerda que mantenía unido al arpón con el arma. El fusil se hallaba ya cargado, con sus dos gomas. Luego, con el cuchillo en la mano izquierda, se aproximó poco a poco al tiburón.

La bestia marina había permanecido inmóvil por completo durante aquellos minutos. Grant se alejó unos metros, acercándosele por la cola (que seguía sin ver), deslizándose a lo largo del cuerpo hasta ver las rajas de las agallas. Era de largo como cuatro veces su estatura. Ya sabía a qué atenerse con respecto a sus dimensiones reales. A continuación, invirtió su postura lentamente, con movimientos muy cuidadosos, colocando sus pies hacia el animal. En contacto casi con el fondo, intentó tomar puntería hacia arriba, hacia el lugar que debía ocupar el cerebro. Quería hacer un blanco perfecto. Al apretar el gatillo de su fusil y sentir en su brazo la sacudida característica ya nadaba vigorosamente hacia atrás, pegado a la arena, con todas sus fuerzas.

Fue lo mejor que pudo hacer. El tiburón salió de debajo de la repisa de coral disparado como un proyectil, llevándose consigo la mayor parte de la misma al hacer aquel violento movimiento. Trozos de duro coral se desparramaron por el agua, moviéndose lentamente, exactamente igual que los escombros de una explosión en el aire. Hubo una repentina nube de arena y de polvo de coral. Algunos trozos de éste alcanzaron a Grant en los brazos y las piernas. No obstante, él siguió nadando hasta emerger por encima de aquélla, en parte.

Grant vio cómo el tiburón giraba frenéticamente, perdiéndose en el mar, más allá del límite clásico de visibilidad. El arpón parecía haber alcanzado el blanco, perdiéndose por completo en el gigantesco cuerpo. La cabeza debía de haber viajado por la cavidad bucal, dirigiéndose hacia arriba. No había sido un tiro mortal (Grant había disparado en una posición incómoda), pero el animal, seguramente, no podría comer nada en bastante tiempo. Grant había acertado al soltar su arpón, al cortar la cuerda que lo unía al fusil. Sintió que se apoderaba de él un contento cuya razón no habría sabido explicar. Ron continuó elevándose por encima de la nube de arena y polvo de coral, examinando su cuerpo. El coral le había producido algunos cortes, cuatro o cinco, en distintos lugares del mismo. Los peces que merodeaban por las inmediaciones del arrecife se esfumaron como por encanto. Aquello fue como si el sector hubiese sido sacudido por una tremenda descarga eléctrica que hiciera temblar las aguas. Grant paseó la mirada a su alrededor… Lejos, a su derecha, hacia el sur, puesto que él se enfrentaba con el buque, divisó a Mo Orloffski, a medio camino entre la superficie y el fondo arenoso, a unos cuarenta metros de distancia, gesticulando salvajemente.

Grant nadó en dirección a él. Orloffski no cesó de hacer gestos por eso. Grant enarcó las cejas, queriendo darle a entender que sonreía. Pero Orloffski no aceptó esta respuesta. Juntos ya, nadaron en dirección al Naiad. Orloffski insistía en sus demostraciones, utilizando manos y brazos, hombros y cabeza, e incluso su espalda. Las primeras palabras que pronunció cuando trepaban por la escalerilla de acceso del barco fueron:

—¡Está usted loco! ¡Debe haber perdido la cabeza!

Dijo estas dos frases a gritos, casi.

Los que estaban a bordo, Bonham, Ben e Irma, así como Lucky, naturalmente, les rodearon.

—¿Sabéis lo que acaba de hacer este hombre? ¡No os lo podéis imaginar siquiera! ¡Está chiflado! Os digo que debe de estar delirando… —Orloffski se volvió hacia Grant—. ¡Tendría seis u ocho metros, por lo menos! ¿Ha hecho usted muchas hazañas como ésa hallándose solo? —Volvióse luego hacia Bonham, moviendo obstinadamente la cabeza—. ¡De veras, Al!

Creo que no debes permitir jamás que este hombre se sumerja solo… ¡Es una tremenda insensatez! Lo digo tal como lo siento.

Y aquel discurso estaba siendo pronunciado por el brutal, insensible Orloffski, un tipo completamente privado de imaginación. A Grant le asaltó la primera duda.

Grant, desde luego, no había sabido que Orloffski le estuviera observando durante su aventura. Pensó que él se había alejado hacia el sudeste y que ignoraba por completo que se había encaminado al arrecife de forma circular. Él no había querido armar ningún alboroto. No había hecho lo que hiciera pensando en un probable espectador. La causa de su conducta era algo muy íntimo, que resultaba devastador, cruel, agobiante. Lamentaba mucho que Orloffski lo hubiera visto todo. De haber sabido que andaba por sus inmediaciones, observándolo, casi con entera certeza que no habría hecho nada. La cosa no tenía remedio ya, no obstante. Todos estaban enterados de lo que acababa de pasar.

Bonham le dirigió unas preguntas sobre el particular. Él explicó el episodio, exponiendo también su plan, su hipótesis. Sentíase molesto ahora. Empezaba a estar enfadado.

—¿Qué habría ocurrido de dirigirse ese animal hacia usted? —inquirió Bonham.

—Me figuré que saldría por el lado opuesto. De todos modos, a manera de precaución, me alejé al herirle. Todo salió de acuerdo con mis cálculos.

—Estoy pensando en la repisa de que ha hablado usted, en el saliente bajo el cual se cobijó el tiburón. Dada su posición, la bestia, presa del mayor pánico, pudo volverse hacia usted. ¿Qué habría hecho entonces?

—Me dije que si el arpón entraba en su boca, buscando la parte alta de la cabeza, no se encontraría en disposición de morder nada de lo que se le pusiera por delante.

—¿Quién ha hablado aquí de mordiscos? No era necesario que le mordiera. Todo lo que tenía que hacer el animal era abalanzarse sobre usted. O golpearle con la cola. Hubiera podido alcanzarle, por casualidad.

—Empecé a nadar con todas mis fuerzas hacia atrás nada más apreté el gatillo del fusil. Nadaba boca arriba, casi pegado al fondo. ¿Qué probabilidades había entonces de que el tiburón me alcanzara?

—No lo sé…

—¿Habría sido mejor acaso dirigirse hacia la superficie, para salir cuanto antes de allí? —preguntó Grant.

Comenzaba ya a sentirse irritado.

—Lo ignoro —manifestó Bonham—. Pues sí… Quizás hubiese sido lo más prudente, lo más acertado —admitió, pensativo—. Sigo pensando que usted cometió diversos errores de apreciación.

—Expliqúese, Al.

—Es censurable su decisión de atacar al animal hallándose solo. Debiera haber buscado colaboración para eso.

—La ayuda de otro buceador no me habría servido de nada. El tiburón salió de debajo de la repisa de coral como una bala… Otro hombre en el lugar de la escena hubiera podido resultar herido con más facilidad que yo.

—El disparo fue muy burdo. Usted apuntaba retrasado y por debajo, hacia delante. Su posición era errónea para el disparo. No había ninguna posibilidad de que el tiro fuese mortal.

—Ya le he dicho que me anticipé a lo que vino… Obré de acuerdo con un plan previsto.

—Se enfrentaba usted con un animal demasiado grande, exageradamente grande.

—¿Grande? —medió Orloffski—. No he visto en mi vida un tiburón de ese tamaño. No he visto nada parecido ni en los acuarios. Debía de ser un «blanco».

—Los «tigres» no alcanzan nunca esas dimensiones —alegó Bonham—. ¿Ha dicho usted que el cuerpo tenía un tono castaño rojizo?

—Lo he dicho, sí —declaró Grant, francamente enfadado ya—. Los «tigres» que alcanzan esas dimensiones pierden sus manchas características, las que les han dado su nombre. Usualmente, el tono de su piel se vuelve de un matiz castaño grisáceo y no castaño rojizo. ¿Llegó a verle bien la cola?

—Le he dicho que no. Yo…

—¿La viste tú? —preguntó Bonham a Orloffski.

—¡Diablos! El tiburón estaba escondido y salió de debajo del saliente coralífero como una exhalación… Como se formó la enorme nube de arena, casi no pude ver nada… Al que sí vi fue a este chiflado, sacando la cabeza por encima, igual que si hubiese sido un turista de los fondos oceánicos, pues miraba hacia todas partes, curioso. No quería que se le escapase nada.

—La cosa no admite dudas, Grant —concluyó Bonham—. Cometió un error y de los más gordos. Tendremos que curar esas pequeñas heridas con un poco de yodo.

—Yo no opino de la misma manera, Al. Yo no cometí ningún error. Todo salió de acuerdo con lo que había previsto.

Grant estaba fuera de sí ahora. ¿A qué venía tanto alboroto? Él había abrigado el propósito de que el episodio no trascendiera. Orloffski, con su inoportuna presencia, le había privado de una satisfacción grande.

Bonham le miraba fijamente. Bonham era el capitán de la embarcación, el individuo experto que realizaba una tarea a conciencia, con conocimiento de causa, irreprochable. Debido a su puesto, veíase forzado a adoptar detenidamente actitudes en ciertas circunstancias. Hablaba, pues, como le correspondía hablar. Pero al mismo tiempo, en el instructor de Grant se notaba una complacida, orgullosa y secreta comprensión. Había en ella un gesto de aprobación y de hermandad, no declarado, claro, de hombre a hombre… Y mientras hablaban, cosa curiosa, Grant se puso a pensar en Letta Bonham y en lo que ella habíale contado a Lucky acerca de su esposo. Eso le llevó de la mano, naturalmente, a establecer una comparación con el caso propio en el plano matrimonial.

De repente, Bonham sonrió y Grant se sintió preso de una creciente desazón.

—Mire, Grant… A mí me gusta la caza del tiburón, como al que más. Pero existen ciertos riesgos que no hay que afrontar. ¿Me comprende? Dada la situación en que se hallaba usted, dada la posición en que tenía que disparar su fusil, no era aconsejable la empresa. Se pasó usted un poco de la raya, amigo mío. Debiera haber vuelto para comunicarme lo que pasaba. Entonces, provistos los dos de los elementos necesarios…

—Oiga, Bonham —dijo Grant con voz ronca—: ¿es que me va usted a castigar? Desde luego, sé muy bien que usted es el capitán del buque y que sus órdenes, a bordo de esta embarcación, hay que cumplirlas. Ahora, ¿se alarga la autoridad hasta las cuestiones submarinas, hasta nuestras actividades personales en la mar, fuera del Naiad? ¿Me va a recluir en algún sitio? ¿Se me va a privar de mi pulmón acuático? ¿Tendré que ponerme de cara a la pared como en el colegio? Bonham volvió a sonreír.

—Nada de eso, hombre. Yo solamente he querido…

—¿Puedo ponerme entonces el pulmón acuático? —inquirió Grant—. Porque me gustaría volver cuanto antes al agua…

—Para mí puede volver a ella cuando se le antoje.

Grant asintió, contestando, simplemente:

—Gracias.

Y se fue en busca de su equipo.

Lucky, naturalmente, estaba indignada con él. Por culpa del episodio del tiburón gigante. Había escuchado atentamente la conversación referente al mismo. Acercóse a Grant cuando él sacaba de las perchas otro juego de botellas recién cargadas.

—Creo sinceramente que estás loco —dijo Lucky.

Grant continuó absorto en su labor, sin contestar nada, y ella se alejó, marchando en dirección a Irma, que le esperaba. Parecía ahora la mujer de Ben una estampa de la clásica madre, ansiosa por ayudar al prójimo, pero sin saber qué camino tomar…

Ron ni siquiera se volvió para mirarla.

Pero estando ya en el agua, armado con su fusil, con el cuchillo de nuevo en la vaina de la pierna, pensó en lo que Lucky dijera. Su primera duda se la planteó al escuchar las manifestaciones de Orloffski, un hombre a quien Grant consideraba valiente, aunque estúpido. Había dicho lo mismo que ella al enjuiciar su acción. Las palabras de Lucky corroboraban aquéllas. ¿Estaba perdiendo la cabeza realmente? ¿Cómo saber a qué atenerse a ciencia cierta sobre el particular? ¿Quién podía saberlo? Tal vez se estuviese volviendo loco. A eso contribuirían no poco sus preocupaciones matrimoniales, las derivadas de aquel viaje, las propias de sus actividades submarinas, las ocasionadas por la actitud de un Bonham. Sí. Tal vez estuvieran ellos en lo cierto. Se sentía un hombre osado ahora, temerario incluso, tremendamente temerario.

Grant se dirigió hacia otro arrecife, uno que estaba situado al oeste del de forma circular, donde viera el tiburón. Estaba dispuesto a enfrentarse con lo que fuera. Desgraciada o afortunadamente, no divisó nada por aquel paraje. Nada que tuviera importancia. Se hizo con cuatro langostas y un mero, todo lo que podía guardar en su pequeño bikini. El mero acabó dejándolo depositado en el fondo y él prosiguió con su desplazamiento. Finalmente, cuando notó que le faltaba aire, emergió, no sin antes descender para ensartar con los dedos pasados por los ojos su mero. A los pocos minutos de haber subido a bordo del Naiad, éste se puso en marcha, a vela, regresando al muelle de North Nelson. Ya podían dedicarse los tripulantes y pasajeros de la embarcación al descanso, a beber, a charlar y todo lo demás.

—Voy a saltar a tierra para poner un radiograma —le dijo Lucky, nada más llegar al muelle.

Camino del hotel, Grant se detuvo. Ben e Irma avanzaban delante de ellos. A sus espaldas no había nadie en aquellos instantes. A pesar de la inflexibilidad aparente de sus palabras, advirtió en su gesto una muda súplica. Grant experimentó entonces la rara impresión de estar viendo a su esposa por primera vez en su vida. Sintió la insensata necesidad de presentarse. Pero guardó silencio.

—La estación de radio se encuentra poco más allá del hotel —declaró Lucky, como si pretendiera orientarse—. Tengo que cursar ese despacho…

Grant asintió.

—Muy bien. Si procedes así, yo me volveré al Naiad, para saborear unos cuantos whiskies en compañía de los amigos.

Giró en redando al mismo tiempo que decía aquello.

—No, Grant. No, Ron. No he tenido nada que ver con Jim Grointon, créeme.

Grant echó a andar hacia el barco. Al poner los pies en el muelle, volvió la cabeza. Lucky se había perdido de vista.

Hizo lo que le había dicho a Lucky. El cirujano y su amiga se hallaban todavía a bordo, con Bonham y Orloffski. Un rato después, decidieron dirigirse al restaurante. En el local se quedaron los tres hombres solos: él, Bonham y Orloffski. Cathie se había ido al hotel con la intención de ducharse. Por último, optaron por no comer en el hotel, quedándose a bordo del Naiad. Bonham frió parte del pescado de que disponían, sirviendo unos bocados deliciosos. Seguidamente, empezaron a beber.

—¡Qué diablos! —exclamó Bonham, algo bebido, luego a raíz de la primera referencia abierta que había hecho Grant sobre sus relaciones con Cathie—. Me tengo ganada una noche de tranquilidad. Me la tengo ganada, sí.

Grant había estado bebiendo bastante a lo largo de la jornada y las distintas aportaciones se habían ido acumulando. Había bebido antes de comer, con el pescado, después de la comida. Más tarde, le sería imposible recordar en qué momento empezó a estar embriagado.

Los tres se habían puesto a charlar, alrededor de una botella de whisky que más adelante se vio acompañada de otras. Se refirieron mutuamente historias en las que figuraban como protagonistas principales otros buceadores. Varias de ellas tenían relación con Jim Grointon… ¡Con Jim Grointon! Se habló de los días de la guerra, durante los cuales Mo Orloffski había sido portador de las insignias de sargento en el Cuerpo de Contramaestres. De entonces databan sus experiencias náuticas. Bonham volaba por aquellas fechas en una Fortaleza como piloto observador, pasando más tarde a prestar sus servicios en una Superfortaleza Volante. Finalmente, se habló en el grupo de mujeres, sobre todo de las que habían conocido en el terreno de la intimidad. Las alusiones se referían a los tiempos juveniles de los tres. Las experiencias recientes se soslayaron.

Grant no había de saber nunca en qué momento de la conversación aludió Orloffski a la partida de whisky que había descubierto, escondida, en un lugar de la isla, de la isla de North Nelson.

Hubo un instante en que Ben se le acercó para hablarle. Esto lo recordaba perfectamente. El bueno de Ben…

—¿Le importa que hable unos minutos con Ron? —preguntó cortesmente a Bonham—. En privado.

—¡Diablos! ¿Y por qué no ha de hablar usted con él si le apetece? —respondió Bonham, risueño.

Pero daba a entender disimuladamente que en Ben veía un enemigo.

—Gracias.

Los dos se encaminaron a proa.

—Lucky ha cursado un despacho por radio.

Grant asintió.

—Me figuré que lo haría.

—Me pidió prestado el dinero necesario para pagar el avión —informó Ben—. Le dije que se lo dejaría, pero que antes quería bajar hasta aquí para hablar contigo.

—No tienes que darle nada —repuso Grant—. Yo le facilitaré el que precise.

—Bueno, Ron, ¿vosotros os dais cuenta perfectamente de lo que hacéis? —inquirió Ben.

A continuación, esforzándose mucho, intentó componer un relato a base de las experiencias vividas por él durante el año que pasara lejos de Irma, poco después de haberse casado. Todo resultaba incoherente, forzado. Grant pensó que Ben andaba un poco cargado de alcohol, teniendo, como le ocurría siempre, algunos instantes de lucidez entre los vapores del mismo. En esencia se reducía todo a que él se había dado cuenta entonces de las responsabilidades que entrañaba el matrimonio. Comparaba el problema de Grant al suyo propio. Estaba su tesis tan alejada de la realidad que a Ron le dieron ganas de echarse a reír. Pero le escuchó con toda seriedad.

Y de pronto se descubrió a sí mismo refiriendo a su amigo todo lo que había pasado entre él y Lucky. Se había juzgado incapaz de referir aquello a nadie. Cuando mencionó los coqueteos de Lucky con Jim Grointon, Ben se apresuró a disculparla.

—Bueno, Lucky es una mujer que coquetea con todo el mundo —le interrumpió—. El coqueteo forma parte de su naturaleza, es cosa de su estilo y carácter. En ella, el coqueteo no significa absolutamente nada.

Cuando Grant mencionó las proposiciones formuladas por Jim Grointon a su mujer, en las Morant, Ben comentó:

—Ésa es una consecuencia de su coquetería… Todos los hombres, y más si son estúpidos, dan ese paso en circunstancias parecidas…

Así pasó, oyendo otras disculpas por el estilo, por la oferta de matrimonio de Jim Grointon, llegando al horrible final, al de la noche de la cena a base de «spaghetti». Ella no le había despertado. Era inconcebible que no lo despertase, alegó Grant, Lucky sostenía que no, que no había llegado a eso.

—Lo más seguro —declaró Ben, convencido—. ¿No has pensado en la posibilidad de que no te haya mentido? Yo me inclino a pensar que te dijo la verdad, Ron.

—Bueno, ¿y tú crees que de haberme engañado con Jim Grointon ella hubiera llegado a confesarlo?

Ben guardó silencio un momento.

—He de decirte, Ron, que yo no sé nada acerca de los posibles hombres que pudieron disfrutar de los favores de Irma durante el año que estuvimos separados. Tampoco le he hecho jamás la menor pregunta sobre el particular.

—Esto mío no es lo mismo, Ben. Se trata de dos problemas distintos. Repara en que yo me encontraba en la casa. ¡Dormido!

—He de decirte que en una ocasión se me pasó por la cabeza la idea de escribir una novela sobre ese pasaje de mi vida, el de mi separación de Irma —manifestó Ben, caviloso.

Grant miró a su amigo, incrédulo, y luego, de repente, se echó a reír.

—¿Y por qué no escribir una comedia con ese asunto? Así podríamos trabajar en colaboración.

Los ojos de Ben se iluminaron.

—¡Qué idea tan buena! —exclamó—. ¿De veras que accederías? —Inesperadamente, se acordó Ben del serio papel que estaba representando allí—. Bueno, ahora estábamos hablando de Lucky…

—Claro.

—¿Pero tú estás seguro de que sucedió lo peor? ¿Realmente seguro?

—Por supuesto. De lo contrario, Lucky habría optado por despertarme. Es lo más lógico.

—Quizás obró así para herirte —propuso ahora Ben—. Pensando en la historia tuya con Carol Abernathy…

—Por la misma razón pudo haberse acostado con Jim Grointon —remachó Grant, bruscamente.

—Mira, Ron —dijo Ben, muy formal, lentamente—. Quiero preguntarte algo: ¿eres capaz de contenerte, de obrar sin precipitaciones? Quiero pedirte algo muy en serio: tómate tiempo, piénsatelo bien. Antes de contestarte a tus dudas de una manera definitiva. ¿Tú no has pensado que pudieras ser el culpable de lo ocurrido, si es que ha ocurrido algo?

—¿Qué quieres decir?

—Es posible que estés pasando por este tormento que representa tu sospecha de que fuiste engañado por Lucky con Jim por haber incurrido a tu vez en la falta de engañar a Hunt Abernathy durante años con su esposa. —Rápidamente, Ben levantó la cabeza—. Piensa en eso. Tómate todo el tiempo que necesites.

—¡Hum!

—Piensa en ello —insistió Ben—. ¿No crees que puede contar mucho ese hecho? En parte, al menos…

Grant permaneció en actitud reflexiva varios minutos.

—Déjame decirte esto… —contestó finalmente—. Podría aceptar esa explicación muy bien de no estar por en medio la noche fatal de la cena, en que ella no quiso despertarme. Lucky tuvo una infinidad de ocasiones para engañarme con Jim Grointon, de haberlo querido. ¡Santo Dios! ¡Si llegó a decirme que había tenido momentos de gran debilidad ante él! Tuvo sus ocasiones en las Morant, en el hotel… Pero entonces nunca pensé que había dado ese paso, nunca dudé, nunca la consideré capaz… Hasta la noche a que me he referido. En consecuencia, no estimo que tu brillante idea suponga la respuesta. Tú me entiendes, seguramente.

—Ya. Sigue siendo eso, sin embargo, un buen tema de reflexión.

—Seguro.

—Yo lo único que intento es evitar que pierdas algo de gran valor para ti. Tú tienes algo sumamente precioso en Lucky.

—Ella tenía también algo de gran valor en mí.

—Me consta —manifestó Ben, serenamente.

—Y lo despreció.

—Bueno, bueno… No esperes dar en la vida con algo que vaya a parar a tus manos sin pagar su justo precio. Tú te sientes demasiado grande, demasiado importante, demasiado todo… ¿Te niegas a recibir enseñanzas además? ¿Es que pretendes saberlo todo de la vida?

—Ella me engañó con él —insistió Grant.

—Quizá no. No estés tan seguro en tus afirmaciones. Y si te engañó (y yo no digo que diera ese paso), cabe la posibilidad de que esté arrepentida. Quizás haya recibido una buena lección. Quizás haya aprendido a identificar las cosas que realmente tienen importancia. Es lo que me pasó a mí. La vez que tú sabes.

—No puedo soportar la idea de que me hiciera eso —declaró Grant—. Es que no puedo soportarlo. De veras.

—Es posible que no lo hiciera —contestó Ben, suavemente—. Siempre hay una posibilidad en tal sentido. Y luego, fíjate en lo que estás arrojando lejos de ti. Mira, Grant… Estás un poco bebido. Acompáñame hasta el hotel y acuéstate. Podría ser que ella decidiese a última hora no cursar ese mensaje.

—Podría hacerlo si quisiera. En cualquier instante. De lo que sí estoy seguro es de que no voy a pedirle que lo cancele.

—Eso es tanto como admitir que quieres conservarla —indicó Ben.

—No sé si quiero conservarla o no, Ben, eso es la verdad.

—Acompáñame entonces. Verás cómo marcha todo…

—No —dijo Grant—. Voy a quedarme aquí, para beber un poco con mis amigos. Creo que ellos me entienden mejor que tú, Ben, cuando hablo de mujeres…

Grant se echó a reír. ¡El espectro! ¡El espectro! ¡El condenado espectro! ¡El espectro sin rostro!

—No podrás decir nunca que no hice lo que estaba en mi mano para evitar que cometieses un error.

—Nunca diré tal cosa, Ben.

Acompañó a Ben hasta popa, dándole unas amistosas palmadas en la espalda al disponerse aquél a saltar al muelle. Seguidamente, Grant volvió a la caseta del mando. Sus amigos continuaban hablando de los corazones femeninos que habían conquistado a lo largo de sus vidas.

Nunca había de recordar en qué momento de la conversación se empezó a hablar del escondrijo del whisky. Sí se acordaba de que al producirse la alusión, Bonham gruñó, sonrió y acusó a Mo Orloffski de haberle espiado. Esto era debido a que la partida de licor estaba en la punta sur, en la ruta seguida por Bonham cuando después de algunos rodeos acababa en la habitación de Cathie Finer, aparentemente.

Orloffski se limitó a sonreír.

—¿Qué pasa? —inquirió con su gesto brutal de siempre—. Yo creo que tengo tanto derecho como el que más a merodear por la isla, ¿no?

Merodeando por la isla precisamente había dado con el escondrijo del licor. El whisky se encontraba en el «sótano» del nuevo hotel de lujo que se estaba levantando allí. La edificación se encontraba ya en su fase final. La palabra «sótano» constituía allí un vocablo convencional. Un sótano auténtico en una isla era algo imposible, pues a la semana se habría llenado de agua. Por tanto, el «sótano», en aquella construcción, se hallaba por encima del suelo. Contaba con una burda puerta de madera porque la definitiva no había salido todavía del taller. Se cerraba con un candado. Orloffski habíase asomado al recinto por un ventanillo. Había allí una enorme cantidad de whisky. Los propietarios del hotel de lujo, una sociedad americana, habían estado algún tiempo acopiando las cajas de licor, con vistas al día en que se celebrara la inauguración del establecimiento. Por cierto que, según esperaban todos los del Naiad, con eso se produciría la caída del clan de los Green. Éstos quedaban definitivamente fuera de combate.

Estaban todos bebidos en aquel momento. Y cuanto hacían tenía el cariz de una travesura infantil. Pero Grant recordaba que fue Orloffski quien hizo la sugerencia. Orloffski, el ladrón; Orlofski el cleptómano; Orloffski, el que había robado a Grant la cámara «Exacta V». Fue Orloffski quien lo sugirió… Y estaba muy encariñado con la idea. Mucho, sí. Era como un individuo que, irreflexivamente, se hubiese lanzado en persecución de una mujer que le había sorbido el seso.

Nada más fácil para ellos que acercarse hasta allí, amparados en las sombras de la noche. Romperían el herrumbroso candado y se llevarían… ¿un par de cajas?, ¿cuatro o cinco? Nadie las echaría de menos. Eran muchas las que allí había. Solamente se encontraban en el lugar unos pocos hombres, dando retoques a los interiores. El candado se podía dejar igual que lo hallaran, aparentemente. ¿Quién pensaría eso? Ocultarían el fruto de su robo en la goleta. ¿A quién iba a ocurrírsele la idea de registrar el barco? Especialmente, si no se descubría nada raro en la puerta, en la cerradura del candado. Habrían de esperar, procurarían no obrar precipitadamente, para llevar a cabo su trabajo del modo más limpio posible.

Parecía habérseles ocurrido una gran idea. Bonham se mostró radicalmente partidario de llevarla a la práctica. Sus ojos brillaron codiciosamente. Y Grant pensó: ¿por qué no? Más grave era robar equipos a la Armada. O al Ejército. No era deshonroso el acto de robar whisky a una sociedad poderosa, que disponía de dinero en abundancia. Había más: era incluso honroso. Un sagrado deber, casi. Los viejos camaradas de la Armada habían considerado siempre con ojos muy benévolos los robos de equipos. Era un desahogo para Grant la empresa. Se encontraba entonces en la misma disposición de ánimo que cuando se enfrentara con el tiburón, el tiburón gigante.

El paseo, sobre la arena de la playa, resultó más bien pesado. El nuevo hotel de lujo se hallaba enclavado en una desértica zona. Todavía no habían sido abiertos los caminos que dentro de pocas semanas a contar desde aquellos días pisarían los turistas. Grant no recordaba el instante de su llegada al lugar, pero tenía bien clara en su mente la imagen de Orloffski, enfrentado con la puerta del «sótano» como si hubiese visto en ella a un enemigo feroz. En su entusiasmo, excitado, Orloffski actuó con demasiada brusquedad al empuñar la barra de hierro que sacaran de la embarcación. El herrumbroso candado era más fuerte de lo que se habían figurado. Al final, Orloffski rompió la puerta por uno de sus lados, ya que la madera se hallaban carcomida.

Por entonces empezaron las discusiones. Orloffski seguía adelante con todo. Estaba enfadado. Bonham vacilaba. Grant declaró que haría lo que fuese decidido por Al. Finalmente, influyó en la decisión la codicia de Bonham, al enfrentarse con el buen whisky, y en cantidad. Había que seguir adelante, llevar las cosas a sus últimas consecuencias.

Se llevaron cinco cajas. Avanzando pesadamente por la arena, haciendo grandes esfuerzos para no caerse, Bonham llevaba una en cada brazo. Orloffski le imitó. Grant sólo pudo hacerse cargo de una, que barajaba con ambas manos y bastante mal. Llegó a caer de rodillas un par de veces sobre la arena. ¿Y si Lucky, aquella condenada Lucky, le hubiera visto en aquellos instantes?, pensó sumido en una especie de alocada exaltación. Por último, llegaron a la playa, deteniéndose para descansar. El plan consistía en hacerse ahora del chinchorro del Naiad y trasladarse a bordo con el botín.

Tal vez fueron sus renovados esfuerzos con la carga durante el avance sobre la arena la causa de que se sintiera casi de pronto despejado. El caso es que en cuanto dejó la caja en el suelo, sentándose para descansar, Grant notóse limpio de alcohol, suficientemente limpio para advertir el alcance de lo que hacían, de lo que habían hecho.

A pesar de los agresivos Green, que se encontraban por todas partes, la isla formaba parte de un protectorado británico, siendo administrada por los británicos, contando con un administrador británico de esta nacionalidad, que representaba la ley en aquellos parajes. No se trataba ya de disputar con los Green, de sufrir algún encontronazo con ellos. Aquella gente nada tenía que ver con el nuevo hotel, además. Lo de atentar contra éste era otro cantar.

—Creo que sería mejor volver a dejar esto donde estaba —manifestó Grant, algo entorpecido todavía—. Creo que es nuestra obligación proceder así. Hablo en serio, ¿eh?

Fue entonces cuando empezaron realmente las discusiones. Orloffski estaba en contra de devolver las cajas. Formuló en seguida toda una lista de excusas y razones para justificar su postura. Bonham y Grant le escucharon pacientemente. Se habían sentado sobre las cajas de whisky, apoyando sus respectivas argumentaciones con mil gestos. Al final de la arenga de Orloffski, Bonham continuaba indeciso.

—Como la puerta ha sufrido daños —dijo Grant—, alguien descubrirá lo ocurrido mañana mismo. Y a primera hora. Deducirán inmediatamente que nosotros somos los autores de la fechoría. Ésa gente registrará el buque. No se dejarán un rincón del mismo por inspeccionar, con toda seguridad.

—¿Y por qué no zarpamos de aquí al amanecer? —repuso Orloffski, burlón—. Si procedemos así, nada tenemos que temer. No irá usted a decirme que van a mandar los guardacostas británicos en nuestra busca. ¡Bah!

Bonham estaba muy pensativo.

—Éste es un lugar excelente, digno de ser visitado en el curso de los próximos cruceros… Por otro lado, hay otros muchos lugares a los que también se puede ir.

—¿Es que no le preocupa la reputación del Naiad? —preguntó Grant—. Lo sucedido aquí se sabrá en Kingston, en «MoBay», en «GaBay». Se sabrá prácticamente en todo el Caribe. Bonham se rascó la cabeza.

—Es verdad. Desde luego, es posible que no nos cojan, pero nadie puede libramos de la acusación. —Con harto dolor de corazón, Bonham se inclinaba por la renuncia a las cinco cajas de whisky—. A todo esto, dentro de tres o cuatro meses es posible que volvamos por aquí. Quizá sea arriesgado. Bueno, tendríamos que dejar pasar seis u ocho meses para que todo fuese olvidado…

Aquello le parecía cada vez más ridículo a Grant. Tanta discusión por cinco cochinas cajas de whisky.

Orloffski manifestó despreciativamente:

—¡Por aquí vendremos cuando nos plazca!

De repente, Grant estuvo seguro de que allí iba a producirse alguna violencia. La discusión terminaría en riña. Empezó a prepararse mental y físicamente para lo que se avecinaba. Llegó a modificar su posición incluso sobre la caja de whisky.

—Oiga usted, Grant —dijo Orloffski con una mueca suprema de profundo desdén, volviéndose hacia él—. ¿Qué le pasa? Si no le conociera mejor pensaría que esa mujer ha llegado a privarle de sus atributos varoniles con la intención de confeccionarse algún elemento de adorno personal. ¿Qué ha hecho usted de su valor?

Grant se había anticipado al ataque, pero no había adivinado su violencia, ni la forma de producirse. Esto empeoraba las cosas. Naturalmente, no podía pasar aquello por alto.

—Váyase usted a hacer puñetas, Orloffski —contestó calmosamente—. Hombre, y ya que estamos ocupándonos de la conveniencia de robar o no robar, quiero hacerle una pregunta: ¿cuándo va a devolverme mi cámara «Exacta», la que usted me robó aquella vez en «GaBay»?

—¿Su cámara? —inquirió Orloffski.

El gesto de éste era de incredulidad.

—Usted ya me ha oído —repuso Grant, muy sereno. Era como si hubiese estado hablando otra persona por él—. Quiero que me devuelva la cámara que me robó. O que me dé otra igual, si es que ya la vendió.

Escogía las palabras lentamente, como si hubiese estado calibrando su efecto.

—No sé nada de su maldita cámara —gruñó Orloffski.

—Le digo que usted me la robó —insistió Grant—. En usted hay un malsano e instintivo impulso. Yo creo que es usted un cleptómano. Existe una especie de perversión sexual que conduce a la gente al robo, principalmente a las mujeres. Supongo que no puede evitarlo, en cierto modo. Voy a decirle, no obstante, que yo le juzgo, simplemente, un ladrón.

Estaba preparado cuando Orloffski atacó. Desde luego, Orloffski tuvo que ponerse en pie y salvar la distancia que le separaba de Grant, cerca de metro y medio, pero para eso no necesitó mucho tiempo. Fue cuestión de unos segundos. Grant decidió apartarse de las cajas, conducido a terreno despejado. Lo malo era que el piso, de arena, no tenía nada de firme. Esquivó un derechazo hábilmente y disparó su puño izquierdo contra el vientre de su poderoso adversario, al que arrancó un gruñido que le llenó de contento. Orloffski, entonces, retrocedió, en dirección al agua, donde la arena resultaba más apretada y consistente.

Grant no había peleado jamás con un individuo de la envergadura de Orloffski. En los viejos días de la Armada había boxeado como peso ligero y luego como «welter». Ahora, a sus treinta y seis años, pesaba alrededor de los ochenta kilos. Le sobraban algunos, ciertamente, pero gracias a la natación y al buceo se conservaba en una forma física excelente. Lo mismo le ocurría a Orloffski, naturalmente. Calculó que se enfrentaba con escasas posibilidades de vencer. Su única salida era el golpe decisivo, capaz de tumbar a aquella mole de carne y huesos que era el polaco. Grant había tenido siempre una pegada muy fuerte, desproporcionada con respecto a su clase. Después, al propinar un buen derechazo en la mandíbula a su enemigo y ver que el hombretón no lo acusaba lo más mínimo, comprendió que no tenía nada que hacer, con él, como en el fondo sospechara desde el principio. Podía considerarse vencido.

Grant, entonces, se propuso prolongar el combate todo el tiempo que pudiese. Abrigaba el propósito de infligir a su oponente el mayor daño posible. Orloffski, desde luego, no era un boxeador. El hombre intentó llevarle a un terreno en el que contaba sobre todo su peso y su fuerza. Grant le asestó entonces una serie de ganchos rápidos, retirándose, procurando ponerse fuera de su alcance. Dos o tres veces, el polaco hizo lo posible por asestarle una patada en la ingle, pero Ron se escabulló, cambiando entonces Orloffski de táctica. Comprendió que no podría lograr nunca allí una victoria por k. o. Optó por utilizar la derecha después para abrir el corte que presentaba el polaco en una mejilla, inmediatamente debajo de un ojo. También procuró castigar a su adversario en las costillas y el vientre.

Pero aquello no podía seguir de esta manera indefinidamente. Pegarse con Orloffski era como hacer puños con un saco de arena en el gimnasio. O dar golpes a un buey en un matadero. Orloffski parecía inconmovible, con todo.

Durante aquellos momentos, Bonham permaneció sentado sobre una de las cajas de whisky, bebiendo. Había sacado una botella de la que abriera el polaco con la palanca de hierro empleada para forzar la puerta del «sótano», en el hotel de lujo por inaugurar.

Grant se sentía perfectamente de las piernas y respiraba acompasadamente, sin notarse demasiado fatigado. Hubo un instante en que se le hizo aquello pesado, en que pensó que el intercambio de golpes no iba a terminar nunca. Naturalmente, se equivocaba.

Finalmente, el irritado polaco dio en el blanco con tanta ansia buscado. Fue un derechazo desde muy cerca, que Grant no logró esquivar, ni desviar con la izquierda. Ron sintió lo mismo que si su cabeza hubiese sido separada del tronco de súbito. El puño de Orloffski se incrustó en la nariz de Grant, rompiéndosela. Realmente, a éste le pareció oír dentro de su cabeza el crujido del cartílago al quebrarse. Experimentó también la impresión de que su cara había acabado de ocupar el lugar de la nuca, constituyendo una prolongación de la columna vertebral. Retrocedió vacilando unos cuantos pasos y se quedó sentado en la arena. No veía nada. Por último, pareció recuperar la visión. Orloffski se había quedado parado. Estaba sorprendido, evidentemente. Le sorprendía, desde luego, haber logrado asestar a Grant un golpe eficaz. Seguidamente, sonriendo, continuó andando.

Grant se puso en pie, dispuesto a encajar los golpes que le llovieran. Había estado esperando aquello, con mayor o menor convicción, desde el principio, desde el momento en que insultara al polaco, cuando había comprendido que la riña era inevitable. De la nariz le salía mucha sangre, que le cubría los labios, que llegaba hasta su pecho. Pero prefería que lo que viniese le cogiera de pie. No veía bien del todo aún, pero abrigaba la esperanza de propinar al gigantón un buen golpe en el vientre o en el corazón. Y le quedaba siempre la vieja treta de sopar la sangre en el rostro del adversario para desorientarlo. «¡Ay, Lucky!», pensó abatido. «¡Si pudieses ver a tu heroico esposo ahora!».

Después, de pronto, vio delante de él otra cosa, algo ancho, algo extraordinariamente ancho. Comprendió al cabo de unos segundos: se trataba de la espalda de Bonham. «¡Uf!», resopló, aliviado. «¡Gracias a Dios!». No sentía la menor vergüenza por pensar del modo que revelaban sus exclamaciones.

—Yo está bien —oyó que decía Bonham—. Siéntate, bebe y tómate un descanso. Ciertamente te lo has ganado, Mo.

La inflexión irónica que advirtió Grant en las palabras de Bonham le procuró una gran satisfacción.

—Éste tipo me acusó de haberle robado su cámara —señaló Orloffski.

—Y sigo diciendo que usted me la robó —manifestó Grant en un tono de voz muy extraño, que él no reconoció.

—Recurriendo a estos procedimientos no es posible lograr nada positivo —afirmó Bonham, conciliador—. Ya habéis hecho bastante. Sentaos. Bueno, si es que no queréis que yo tome parte también en este combate de boxeo…

Orloffski no hizo ningún comentario y a los pocos segundos se fue hacia donde estaba la caja abierta, sentándose encima de misma.

—Bueno, ¿me va a pegar o no? —preguntó Grant con su extraña y nueva voz—. Porque en caso negativo yo quisiera sentarme.

—Él no va a seguir pegándote, Orloffski —manifestó Bonham—. Se acabó, Grant. Siéntese. Aquí.

Alargó su pañuelo de bolsillo a Grant.

En total necesitó cuatro, sin moverse de aquella caja de whisky utilizada como asiento. Él siempre llevaba encima un par de pañuelos a causa de que sudaba con exceso y ello le fastidiaba.

Y sucedió que Bonham llevaba encima también un par, otros dos… Rechazó el ofrecimiento de un quinto, que era el de Orloffski, el cual, más o menos directamente, Bonham había solicitado. Y mientras Grant realizaba intentonas desesperadas con sus cuatro pañuelos, para ver si cortaba la hemorragia, Bonham y Orloffski empezaron a discutir de nuevo: ¿qué harían en definitiva con el whisky? Bonham era partidario de devolverlo y de quedárselo a un tiempo. No acertaba a tomar partido por nada.

—Supongo que esto de la nariz me impedirá bucear en mucho tiempo, ¿verdad? —preguntó Grant con su nueva voz, que él no reconocía.

—Me imagino que sí —contestó Bonham.

—Bueno, Orloffski, quiero todavía comunicarle que sigo pensando que usted me robó la cámara —declaró Grant.

Orloffski dio un salto… Bonham le cortó el paso. Ron se levantó.

—Señores —dijo—: voy a acostarme. Si ustedes tienen todavía algún sentido común les será fácil ver que lo que más conviene es volver a poner el whisky donde fue encontrado. Sí, a pesar de que una de las cajas haya sido abierta violentamente.

Grant no se molestó en esperar sus respuestas y se alejó lenta y vacilantemente de allí. Llevaba en las manos los cuatro pañuelos empapados de sangre y la hemorragia nasal no cesaba, no había manera de cortarla. Oyó las voces de Orloffski y Bonham, todavía discutiendo a sus espaldas. Algo le parecía haber aprendido aquella noche, algo que había necesitado aprender hacía tiempo, algo que, tal vez, inconscientemente, había ido a buscar al Caribe. Pero no sabía concretamente de qué se trataba. De lo único de que estaba seguro era de eso: de que había asimilado una enseñanza. No podía decir qué era, sin embargo. Bien. Quizá, la apreciara con entera claridad con unos minutos de reflexión, más tarde.

Ya en el hotel, intentó entrar en la habitación y luego en el cuarto de baño silenciosamente. Pero, por supuesto, Lucky se despertó. Bueno, si acaso había dormido…