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Fue un viaje marcado por los signos del desastre desde el principio. Bonham había estado en lo cierto. Pero no parecía que las cosas fueran a seguir aquel derrotero por la mañana, cuando el pequeño hidro de ocho plazas abandonó Kingston para flotar en el gozoso y soleado cielo del trópico, bajo la bóveda azul del firmamento. El aparato amerizó en las centelleantes aguas de la bahía, dirigiéndose al Club de Yates, en cuya terraza lo esperaban los cuatro pasajeros. El día era tan hermoso que invitaba a ir a cualquier parte. El barómetro estaba alto y seguía subiendo, anunció Bonham, lo cual significaba que disfrutarían de un buen sol, quizá, y que las aguas de Grand Bank, tranquilas, resultarían ideales para la caza submarina.

El avión llegó a las nueve y media. Bonham había dispuesto lo necesario para que una de las embarcaciones menores del Club les trasladara a su bordo, en compañía de sus efectos. Los cuatro pasajeros embarcaron en el bote, a remos, muy contentos, con esa alegría colectiva de las personas que se disponen a disfrutar despreocupadamente de unas horas de asueto. Todos agitaron sus brazos mirando a Hunt, quien, desde la barandilla de la terraza, asistía a su partida. Había ido allí exclusivamente para decirles adiós.

Grant y los Abernathy se habían levantado temprano, desayunándose en la terraza de Evelyn, bajo la fresca caricia del sol de la mañana. Cuando Hunt salió en busca del coche, Carol había aprovechado la ocasión para obsequiar a Grant, de la manera más suave y más triste, con un breve y secreto discurso. Ella se hacía cargo, desde luego, de que tenía derecho a casarse, con la mujer que él escogiese. Siempre había pensado que eso tendría que suceder algún día, es decir, se había anticipado a ello, y no quería que las cosas discurriesen por otro cauce. Un asunto que sólo a Grant incumbía. Y ahora lo único que pretendía era acompañarle en aquel viaje, pese a que habían dejado de ser amantes. Era un episodio que los dos recordarían siempre con agrado, como una muestra de amistad imperecedera.

Grant no sabía qué era, concretamente, lo que ella pretendía al dar aquel paso. Pero se figuraba que deseaba irritarle… Hunt reapareció con el coche, de suerte que no pudo facilitar a Carol una réplica satisfactoria. Sin embargo, ella daba la impresión de haberse expresado con absoluta sinceridad. En el Club, donde encontraron a Bonham y William, se pusieron a jugar al billar, suscitando las risas de todos las faltas de Carol. Luego, tomaron asiento en la terraza. William bebía Bloody Marys a cuenta de Grant. Carol pidió una limonada inglesa. Sabía ser alegre, divertida, cuando se lo proponía. Y se lo había estado proponiendo cada vez menos a lo largo de los últimos años. Sacó el máximo partido de sus torpezas en el billar. Quizá se excedió, incluso, en aquel terreno. Se estaba portando magníficamente, sin embargo, y por ello se incrementó la legítima piedad que Carol y sus culpas le inspiraban. Díjose que no tenía por qué estar preocupado. Pero una vez a bordo del hidro todo cambió.

Antes de sujetarse los cinturones dio señas, súbitamente, de sentir una gran antipatía por Bonham, antipatía que puso de relieve sentándose lo más lejos posible del hombretón. Y luego adoptó un aire de franca desaprobación por Bonham, que todos notaron. Ya en el cielo, cuando corrían y saltaban sobre la quieta bahía, cuando se habían soltado los cinturones y podían moverse libremente, Carol sacó dos libros de su gran bolso de mano, instalándose en un rincón, donde se dedicó a estudiarlos obstinadamente. Grant, que había estimado una cortesía permanecer sentado a su lado, durante el despegue, sentíase ahora oscuramente irritado, desplazándose hacia delante, con los dos hombres. No existía una explicación racional, algo que justificara un cambio tan repentino. Grant la dejó sola. Bonham, cuya sensibilidad animal le permitiera entrever el cambio, contraatacó de acuerdo con las normas de su estilo, reducidas a la ostentación de una botella de ginebra, lanzando rugidos y riéndose a carcajadas de una manera deliberadamente vulgar.

El pequeño hidro (verdaderamente, no era pequeño; se lo parecía a sus ocupantes, habituados a viajar en los «jets» gigantescos de las líneas aéreas), naturalmente, carecía de azafata. Pero Bonham se había preparado para hacer frente a tal contingencia. Y al sacar su botella de ginebra —una botella que, cosa sorprendente, no había pagado Grant—, extrajo también de su bolsa de descolorido paño varias de «Schweppes».

—¡No tenemos hielo! —exclamó alborotador—. Pero ¡qué diablos! Todos pretendemos pasar aquí por británicos.

Carol Abernathy, por supuesto, no bebió. Bonham, cortésmente, le ofreció lo que tenía, por ella se negó resueltamente a aceptarle nada. Ni siquiera quiso el agua tónica. Esto no alteró lo más mínimo a Bonham, ni a William; tampoco fue una preocupación para Grant, si bien lo lamentaba por ella. Habían ingerido tres Bloody Marys por cabeza en el Club de Yates. Paladearon la cálida ginebra y el agua tónica, empezando a narrarse mutuamente historias de buceo, con objeto de combatir el aburrimiento del viaje.

Y aquel fue el tono que tomó el viaje. Bebiendo y hablando, todos se esforzaron por olvidar la desagradable presencia de Carol Abernathy, quien desde el asiento último de la cabina proclamaba silenciosamente la desaprobación que le merecían los presentes.

La isla de Grand Bank empezó a dejarse ver hacia el ala de estribor y poco después el pequeño hidro se posaba en el mar, cerca de la costa, desde donde los viajeros se trasladaron al hotel. Por entonces, todos se sentían casi inutilizados. A William esto le importaba poco, ya que no iba a bucear durante el resto de la tarde. Los demás sí que realizarían alguna inmersión. Fue, al menos, lo que Bonham declaró.

La isla de Grand Bank se encontraba situada a unas trescientas sesenta y cinco millas británicas de Ganado Bay, en línea recta. Sin embargo, en aras de una mayor seguridad y a causa de la prohibición de volar sobre Cuba, el piloto había seguido la vía de Cape Dame Marie y Cap á Foux, en Haití. Ésta ruta sumaba un centenar de millas al viaje, pero les mantenía en las proximidades de la tierra, por si sufrían alguna avería. Navegando a razón de 90 millas por hora, con un viento favorable, era un vuelo de cinco horas y media de duración. Normalmente, el hidro era gobernado solamente por su capitán-piloto. Pero esta vez, él se había hecho acompañar por un amigo suyo, un profesional del buceo, de Kingston, a quien Bonham conocía, quien también volaba y había ido como copiloto solamente por el desplazamiento hasta Grand Bank y la oportunidad de practicar la pesca submarina libre. El piloto, un sudamericano que cubría aquel servicio aéreo por designación de una importante compañía venezolana de aviación, mientras aguardaba su traslado a los «jets», era, asimismo, un ardiente aficionado a aquel deporte. Los dos hombres llevaban consigo sus gafas, aletas y fusiles, con la intención de pescar por aquellas aguas los días que estuvieran allí. Preferían eso a gastar combustible en el viaje de vuelta a Kingston para regresar más tarde.

Una vez arriba, el «copiloto» se había sentado con los pasajeros. Era un individuo fuerte, menudo, de rojizos cabellos. Aquel americano de pálidos ojos y rubias pestañas se llamaba Jim Grointon. Entre él y Bonham no existía una relación amorosa precisamente. Competían en el oficio. Pero los dos hombres llevaban su antagonismo correctamente, dentro de los límites naturales, dentro de las obligaciones impuestas por la educación. Daban la impresión de haber firmado previamente una tregua. Cuidadosamente, procuraban no llevar su competencia al terreno de las narraciones de aventuras submarinas, se esforzaban mutuamente por no «chafarse» sus respectivas historias.

Cuando Bonham se alejó para acomodarse en el sitio del piloto, quien le había dicho que le dejaría llevar el avión un rato, Grant se puso a charlar con Grointon.

Jim Grointon era tan famoso en su actividad como Villalonga, Della Valle o los hermanos Pindar. Poseía en Kingston una embarcación propia, proyectada por él mismo y construida allí, una especie de largo y esbelto catamarán susceptible de convertirse en una plataforma de buceo, provista de un cristal para observaciones submarinas retráctil e impulsada por dos enormes motores fuera borda. Se había especializado en el buceo libre y apenas usaba las botellas, si bien las tenía en su equipo con vistas a los clientes, siendo capaz de cubrir sin aparatos una profundidad de más de treinta metros.

—¡Nada más que conteniendo el aliento! —exclamó William innecesariamente—. ¡Fijaos en lo que eso significa! ¡Nadar a unos treinta y seis metros por debajo de la superficie! ¿Os dais cuenta de lo que representan esos metros bajo el agua? ¡Sin pulmón acuático ni nada que se le parezca!

Grointon sonrió tímidamente. Pero estaba muy lejos de sentir la menor timidez. Era, evidentemente, uno de los héroes de William. En Kingston le iban las cosas muy bien, tenía muchos clientes, quienes le buscaban año tras año. Él se sentía contento.

—Ahora, acaba uno cansándose, al cabo de cierto tiempo, ¿sabe usted? —dijo sonriente, mirando a Grant.

La distensión de sus labios, en la vecindad relativa de los pálidos ojos y las pestañas rubias, originaba una sonrisa bastante rara. Parecía un individuo concentrado en sí mismo y su persona hablaba de reserva. En ocasiones, hacía pensar en el clásico policía irlandés.

—La mayor parte de mis clientes aspiran tan sólo a darse unos paseos por los arrecifes más a la mano, contentándose con pescar unos cuantos peces papagayos. Disponemos de un par de pecios, que ellos se dedican a inspeccionar con pulmones acuáticos. Cuando llevo cierto tiempo en este plan me siento como un conductor de autobús de línea, que llevara a sus viajeros todos los días por el mismo camino… No fue eso precisamente lo que me llevó a desarrollar esta actividad al principio.

—¿Por qué se metió usted en esto primeramente? —quiso saber Grant.

—¡Oh! Me atraía la aventura. Buscaba la excitación, el peligro, quería sentirme libre… Se han derrumbado las fronteras. El Caribe y quizás el Pacífico son las únicas fronteras que quedan ya. Uno se siente revivir. —Grointon enarcó sus rubias cejas—. Era lo que pasaba en la guerra. ¿Se ha sentido usted alguna vez posteriormente tan vivo como en la guerra?

—No, creo que no —repuso Grant.

—Bueno, pues eso es lo que pasa. Desde luego, yo me considero un individuo afortunado, por el hecho de poseer una aptitud natural para el buceo. Por tal razón pienso que lo mío tiene un mérito muy relativo.

—¿Qué fue usted en la guerra? —inquirió Grant.

—Marino mercante. Luego, figuré en el servicio de guardacostas. Hice la ruta de Mursmansk un par de veces. —Grointon sonrió—. Naturalmente, si el buceo fuese tan peligroso como la guerra no lo practicaría. Voluntariamente, no, desde luego.

—A veces la gente sale malparada.

—Eso ocurre en muy pocas ocasiones.

—Me gustaría verle bucear alguna vez —manifestó Grant. Pero la verdad era que aquello le tenía sin cuidado. En realidad, se sentía extrañamente resentido.

Grointon sonrió, moviendo la cabeza.

—No tendrá usted ocasión de verme. Lo más seguro es que tampoco vea a Raoul. Hay aquí una cuestión de ética implicada y es una situación más bien delicada. Usted es cliente de Bonham y él se hará de otros a no mucho tardar. No puedo emprender nada que dé la impresión de que he estado intentando quitarle parroquia. —De repente, sus musculados hombros se encogieron bajo la limpia y fina camisa que vestía. Sus labios volvieron a distenderse en la sonrisa peculiar—. En consecuencia, no será fácil que nos vea actuar. Yo no hubiera debido venir. Pero cuando Raoul me habló del viaje no supe resistir la tentación… Yo ya me he sumergido en anteriores ocasiones frente a las costas de Grand Bank y en el arrecife de Mouchoir. Cuando se conocen ciertos sitios estratégicos, se ven por ahí buenos ejemplares…

—Buenos ejemplares —repitió Grant—. ¿A qué se refiere usted concretamente?

—Se ven rayas, tiburones, grandes meros…

—¿Grandes meros? ¿De qué tamaño?

—De doscientos cincuenta kilos, por ejemplo.

Por una razón desconocida, Grant se sintió incómodo. El pequeño «irlandés» presumía. Grant alcanzó una botella.

—¿Qué tal si bebemos algo?

—Yo no puedo. Nunca bebo cuando estoy «trabajando». —Grointon sonrió—. Bueno, si alguna vez va usted por Kingston y desea que hagamos una excursión no tiene más que decírmelo. Saldré con usted con mucho gusto. ¿Ha practicado ya el buceo libre?

—No. La verdad es que yo no había hecho nunca nada en este campo, hasta que trabé relación con Bonham. Con él he utilizado siempre el pulmón acuático.

Grointon asintió, estudiando a Grant.

—Usted tiene pulmones para el buceo libre.

Luego, hizo una mueca, un gesto cínico que nada tenía que ver con su sonrisa. Inmediatamente, a Grant tornó a gustarle aquel tipo.

—Hágase cargo, ¿eh? Yo no intento arrebatarle a Bonham sus clientes.

—Ya —contestó Grant—. Me hago cargo, no se preocupe. ¿De veras que no quiere beber nada?

—Se lo agradezco mucho. La verdad es que no puedo beber nada cuando vuelo.

A Grant se le antojó falso esto. Tenía, no obstante, el presentimiento de que el hombre era sincero. Se preguntó qué tipo de conversación que no fuese por el estilo de aquélla podía sostener con su interlocutor, un sujeto reservado y no reservado a la vez.

—¿Sabe usted que he leído todas sus obras? —dijo Grointon—. Creo que son verdaderamente importantes. Ha sabido usted ver la Armada y sus hombres como pocos escritores.

—Muchas gracias.

Grant se sentía embarazado. Experimentaba el mismo embarazo que cuando se plantara ante las cámaras de los miembros del Club de Yates, al lado de la gran raya.

—Ésa señora de ahí, ¿es su madre? —inquirió Grointon de repente.

Grant apartó la vista de la botella de ginebra que tenía en las manos. ¡Santo Dios! ¿Hasta ese punto estaba ella envejecida?

—Es mi madre adoptiva —declaró.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Grointon con brusquedad.

—¡Oh! No se encuentra de muy buen humor —contestó Grant, fijándose en la etiqueta de la botella de «Schweppes» que acababa de coger, después de dejar la de ginebra.

—Bueno, creo que debo volver ya ahí delante —dijo Grointon, con su peculiar voz.

Grant lo miró y el buceador correspondió a su gesto con una amistosa sonrisa.

Observó sus musculados hombros y la amplia espalda, al apartarse de ellos. Como la mayor parte de los atletas de tipo medio que no se destacan realmente en nada, había admirado siempre secretamente a los verdaderamente superiores, quienes le disgustaban al mismo tiempo, porque los envidiaba. Volvióse hacia William, que se hallaba sentado a su lado, preguntándole cuál de los dos buceadores era mejor.

—Son distintos —manifestó William—. Jim Grointon es uno de los mejores buceadores libres y pescadores submarinos del país. Estoy centrándome en el terreno deportivo, ¿me entiende? En Al Bonham hay que ver uno de los mejores trabajadores submarinos, donde los haya. Háblele usted de salvamentos submarinos, instalaciones de tubería y cables, corte y soldadura, demoliciones… En todos estos trabajos se destaca… Se trata de dos hombres diferentes. No se puede decir cuál de los dos es mejor, en términos generales.

Gracias a aquella conversación se enteró Grant de que había sido Bonham quien propusiera a William que vendiese su pequeña tienda de Miami para instalarse en Jamaica. Bonham le había prometido grandes ventajas. Hasta el momento no habían dado con ellas. Pero, seguramente, su buena oportunidad surgiría. William no podía quejarse, en realidad. Con la esposa y sus cuatro hijos le costaba vivir la mitad que en Miami. ¡En Miami no había podido permitirse el lujo de una criada! Resultó que William no tenía absolutamente nada de buceador. Sólo se había puesto unas gafas de buceo en una piscina, en cierta ocasión. El pulmón acuático no lo había experimentado nunca. William juzgaba aquellas prácticas peligrosas, estimando que quienes se dedicaban a las mismas, como Grointon y Bonham, estaban locos. Aseguraba que a él no le sacarían ahogado de las profundidades marinas. Todo lo que quería era que le saliera bien lo que llevaba entre manos, tal como Bonham le garantizara. Y si Bonham iba adelante con lo de la goleta, la cosa marcharía.

Cuando el buceador regresó para dedicarse exclusivamente a beber, interrumpiendo aquellas explicaciones con sus carcajadas, Grant se descubrió contemplando a Bonham con otros ojos, bajo una nueva luz. La nueva luz era la información que le facilitara William. Había que tener cierto carácter —¿se trataba de una total irresponsabilidad moral?— para invitar a otro hombre a dejar una cosa segura para lanzarlo tras otra azarosa (¡un hombre con esposa y cuatro hijos!), máxime cuando el incitador no podía ofrecer la menor garantía de éxito. En la parte posterior del avión, Carol Abernathy miraba con un gesto de desaprobación a todo el mundo, recostada en su solitario rincón.

Dieron una vuelta en torno al hotel y todos miraron por las ventanillas, contemplando los edificios circundantes, desparramados, y también el muelle. Del hotel salió el director agitando los brazos. En el muelle había un grupo formado por cuatro blancos en traje de baño y tres personas de color. Todos agitaron sus brazos también, en dirección a ellos.

Nada más amerizar, salió del muelle una embarcación grande para recogerlos y llevarlos a tierra. Cuando Bonham, con los ojos ligeramente vidriados a consecuencia del alcohol, ofreció su mano a Carol Abernathy para ayudarla a bajar, ésta se la aceptó en silencio, con los labios apretados, en un desdeñoso gesto. De buena gana Grant le hubiera propinado en aquel momento un puntapié en el trasero, arrojándola al agua. De pronto, rió para sí…

Al llegarle el turno vio que aquellos dos hombres vestidos con pantalones cortos y tocados con sombreros de anchas alas que se encontraban en la embarcación y andaban ocupados distribuyendo a los viajeros, con los equipajes respectivos, por aquélla, al objeto de mantenerla debidamente equilibrada, no podían ser otros que Sam Finer y Orloffski, de acuerdo con las descripciones facilitadas por Bonham. Orloffski, con su cabeza en forma de proyectil y su corte de cabello, habría podido pasar por un guardameta futbolístico. En relación con los demás, excepto Bonham, podía pasar por un individuo grande. Finer era pequeño y moreno, muy moreno; tenía un vientre notable, pero su espalda era ancha y musculada. Sus ojos poseían la dureza de las rocas, pero en torno a ellos se descubría un rostro curiosamente débil y móvil. Grant estrechó sus manos, presentándose a sí mismo antes de acomodarse donde le ordenaron. Le habían estrujado los dedos hasta casi hacerle daño. Los dos individuos lo estaban pasando a lo grande, al parecer. No sabían nada acerca de la presencia en el hidro de Jim Grointon y la señora Abernathy, y ahora resultaba que la embarcación no tenía capacidad suficiente para albergar a todos.

—¡No hay por qué preocuparse! —dijo Grointon, animoso—. Ya desembarcaremos. Bueno, de todos modos, Raoul y yo tenemos que dejar el hidro en condiciones, bien fondeado y amarrado.

Raoul… Grant oyó este nombre y la figura de Lucky revivió en su mente por vez primera en el espacio de media hora. Sintió una doble punzada en el estómago, una causada por la ausencia de Lucky y otra por la existencia —existencia anterior— de Raoul, su Raoul. ¿Y qué diablos estaba haciendo él allí, en el Caribe, en compañía de todos aquellos tipos, desarrolladores de actividades que les mantenían a todas horas al aire libre y en contacto con la Naturaleza?

Pensó, súbitamente extrañado, curioso, que aunque habíase acordado a menudo de Lucky, no había experimentado ninguna excitación sexual (excepto por las mañanas), a lo largo de los cinco o seis días que llevaba buceando.

Había de volver a ver a Grointon y a Raoul a la noche siguiente, cuando regresaran con un montón de peces de pequeño tamaño y un tiburón de casi dos metros de largo, cazado por Grointon, sin la colaboración de nadie. Era una presa de considerable importancia, al menos a los ojos de Grant.

Ya en el muelle, fueron presentados a las esposas de Finer y Orloffski. La del primero era muy bella. Con un culpable sobresalto, Grant, nada más mirarla a los ojos y estrechar su mano, sintióse de pronto seguro de conocerla de antes, de Nueva York. Pero no acertó a recordar, por más esfuerzos que hizo, si había llegado a tener relaciones íntimas con ella. Bonham le había explicado que Cathie había trabajado en Nueva York como modelo. Era una pelirroja de muy buen aspecto físico. Finer habíala conocido en el transcurso de un viaje de negocios a aquella ciudad, dos meses atrás. Pero aquello era como meterse en uno de los taxis neoyorquinos para preguntarle al conductor si se acordaba de haberle llevado a uno a alguna parte anteriormente… ¿Qué probabilidades había de que contestara afirmativamente el hombre?

Los ojos de Cathie Finer parecían haberle suplicado el silencio, parecían haberle pedido que no abriera la boca para formular cualquier pregunta de difícil respuesta.

Se acordó de que Bonham le dijera que aquélla no era su luna de miel, que habían pasado en Miami Beach. El viaje, eso sí, llevaba camino de ser la segunda… Era la primera vez que Sam la introducía en su mundo, el del buceo.

Luego, cuando estrechaba cortésmente la mano de la «esposa» de Orloffski (una mujer que no era gorda, pero que daba la impresión de que las carnes le colgaban por todas partes), se acordó de todo…

Aquello había sucedido hacía un par de años, con motivo de una visita a la ciudad, vagando por ella en compañía de un novelista (un novelista que no era Frank Aldane). El novelista le había presentado aquella chica (un favor de un artista a otro), que llevara a una fiesta nocturna de fin de semana. En el pequeño piso de la muchacha, pequeño pero muy agradable, habían pasado un alocado y amoroso «week-end». El fin de semana, por el hecho de no trabajar ella durante la primera parte de la siguiente, se extendió desde el domingo hasta el miércoles. Grant recordó lo que ella le dijera: que no había conocido a nadie que la correspondiese tan bien como él. Pero de aquel fin de semana, pese a que los dos intentaron otra cosa, con auténtico interés, no habían sacado más que unas horas de esparcimiento sexual, así que se separaron amigos. Después, Grant la había visto en un par de reuniones más. Aquélla era Cathie Finer.

Grant había abierto varios años atrás un número de Playboy, por casualidad, descubriendo, encantado y atónito, que la play-mate del mes era una joven poeta con la que, sólo un par de meses antes, pasara otro amoroso fin de semana en Nueva York. Ésta experiencia venía a ser como aquélla. Había estudiado las fotos del desnudo cuidadosamente, con un lascivo gesto de posesión. Sentíase tan halagado que habría querido echar a correr por las calles del suburbio de Indianápolis con la revista en la mano, abordando a los amigos. Con algún retraso, comprendió que sus amigos de la localidad pensarían, probablemente, que estaba viviendo un sueño, que mentía. Y si se imaginaban lo contrario, en fin de cuentas, ¿qué más daba? Era una especie de triunfo frustrado; lo mismo que pasaba con aquél.

Al parecer, nadie había advertido nada de particular en el encuentro.

Unos minutos más tarde, Grant saludaba al director del hotel. Apenas volvió a fijar la vista en Cathie Finer. No quería sembrar la discordia en su matrimonio, no quería herir a Finer; principalmente, no quería que se esfumaran las probabilidades de Bonham a la hora de entenderse con aquél, sobre el asunto de la goleta. ¡Qué casualidad aquel encuentro, en semejante lugar, donde menos podía esperar que se produjese una coincidencia semejante!

Echó un rápido vistazo a Carón Abernathy, quien, a pesar de su proclamada intuición, de la que tanto había alardeado, daba la impresión de no haber advertido nada. Inmediatamente, se sintió disgustado. Ni siquiera eran amantes ya. ¡Qué fuerza tan poderosa era la costumbre!

La embarcación dedicada a las prácticas de buceo, más grande que la que les había recogido, estaba ya preparada para ellos (Finer y Orloffski habían salido por la mañana con ella, en compañía de sus esposas), y Bonham, Finer y Orloffski andaban atareados. Unos mozos del hotel se hallaban allí para ocuparse de sus equipajes. Todo lo que tenían que hacer era ponerse los trajes de baño y marcharse.

Cathie Finer y Wanda Lou, que así se llamaba la amiga de Orloffski, habían decidido no partir en esta breve excursión de la tarde, por el hecho de haber tomado demasiado el sol durante la larga mañana. Es lo que dijeron a Carol Abernathy a espaldas de Grant. Y sobre este punto, Carol decidió que tampoco saldría, prefiriendo quedarse en el hotel, con las «chicas», como dijo. Por lo que se veía, le había caído bien Cathie; le agradaban sus acogedores ojos, su rostro.

Pero cuando Grant se limitó a asentir, sin formular ningún comentario, Carol lo llamó aparte.

—¿Vas a ir tú, realmente? ¿Sin mí?

«Bueno, ¿y qué?», se preguntó él.

—¡Naturalmente que voy a ir! El motivo del viaje ha sido ese: bucear.

Pensó que debía haber vacilado un poco, quizá. Se encontraba más bebido de lo que en un principio se figurara.

—Bueno, pues no esperes a que me ocupe de tu equipaje; no creas que voy a dedicarme a poner en orden tus cosas —contestó ella con los dientes apretados—. Esto reza también para él… —agregó señalando con un violento movimiento de cabeza a Bonham.

—¡Yo no esperaba que hicieses nada! —contestó Grant, gritando, casi. Se sentía de pronto terriblemente enfadado e intentaba evitar una escena en público—. Son los empleados de la casa los llamados a hacer eso —añadió, más serenamente.

—Sólo quería poner de relieve que no esperases que hiciese nada por ti durante este viaje —dijo Carol con una amarga sonrisa.

—De acuerdo. Ya estoy informado.

Bonham se les acercó en aquel momento.

—Ron: el director quiere estar al tanto de la distribución de las habitaciones, como es lógico —manifestó en el tono tranquilo, inmutable, que empleaba en el transcurso de sus lecciones—. William paga lo suyo y ha conseguido una pequeña habitación en la parte trasera, barata; conocía al hombre… La señora Abernathy querrá un cuarto para ella sola, desde luego, pero no existe ninguna razón que impida que nosotros dos nos alojemos juntos. Así se ahorra usted el coste de una habitación completa.

Por unos instantes, Grant no pudo pensar, ni siquiera oír… Hasta ese punto se hallaba irritado.

—Conforme —contestó luego—. Está bien. ¿Por qué no hemos de proceder así?

Había pensado que al alojarse con Bonham se libraría de ser importunado por Carol Abernathy en alguna ocasión. Ella ya no podría colarse en su habitación cuando se le antojara, por la noche, especialmente.

—Bien —dijo Bonham—. Le notificaré lo que hay al director. ¿Qué tal si fuésemos a cambiarnos de ropa?

Seguía teniendo los ojos como vidriados, uno de los efectos de la ginebra ingerida. Pero, suavemente, diestramente, había logrado echar a un lado a la señora Abernathy. Era eso lo que le hubiera gustado hacer a Grant, siguiendo, además, el mismo camino.

—Es lo indicado. Para allá voy —respondió Grant, girando sobre sus talones.

El hotel estaba constituido por anexos separados, agrupados en torno a un vestíbulo y comedor centrales, con el bar.

Ya dentro de la habitación, se tendió en uno de los lechos gemelos, confesando que se encontraba muy bebido.

—Lo que a mí me apetece en estos momentos es quedarme aquí, durmiendo a pierna suelta hasta que Dios quiera.

Desde la otra cama, junto a la cual Bonham había empezado a desnudarse, aquél le miró, echándose a reír.

—Puede usted hacer lo que más le guste. Ahora bien, como esto le cuesta el dinero, debe salir. Escuche la voz de la experiencia: la mejor manera de que desaparezca su modorra, evitando la consabida y molesta «reseca» que sigue a todos los excesos alcohólicos, es bucear un poco.

Bonham vaciló de un modo alarmante al quitarse la camiseta.

—Por añadidura, me siento asustado.

Bonham rió de nuevo.

—No existe ningún motivo para que se sienta así.

—De todos modos, estoy asustado.

La habitación era fresca. Llegaban hasta ella muy apagados los ruidos del exterior cuando llegaba alguno. Estaba protegida del ardiente sol de las Bahamas por una frondosa parra que cubría el camino que discurría a lo largo de las ventanas.

—Es verdad. Siempre me siento muy asustado cuando buceo. ¿No lo ha notado nunca?

Bonham no contestó nada. Se comportó como si Grant no hubiese pronunciado una sola palabra. Éste llegó a preguntarse si, en efecto, había hablado. Hizo un esfuerzo, poniéndose en pie.

—Bueno, creo que será mejor tomarse una copa de lo que sea, si he de ir con ustedes…

Coreó sus palabras una carcajada de Bonham.

—¡He ahí una idea muy sensata!

Grant se desnudó con perezosos movimientos. Se sentía fatigado, extenuado, listo. Bonham le esperaba, paciente.

—Usted es todavía un novato en esta actividad —dijo Bonham cuando avanzaba ya por el camino sombreado por la parra y las celosías.

Ahora fue Grant quien no formuló el menor comentario. Cuando el sol dio en sus cuerpos, fue como un golpe físico lo que experimentaron. Las mujeres habían desaparecido. Y Finer y Orloffski aguardaban en el muelle, dando muestras de una gran impaciencia.

—¡Vamos, vamos ya! —dijo Orloffski, con su brusca, con su brutal voz—. Me estoy quemando los pies plantado aquí…

—¿Dónde paran sus zapatillas japonesas? —inquirió Bonham, muy amable.

—¡Uf! —fue la contestación de Orloffski.

Todos, con la excepción de aquél, calzaban unas zapatillas de corte japonés, hechas en América, con las plantillas de goma, cuyas correas pasaban entre los dedos. Bonham había recomendado a Grant la adquisición de un par en Ganado Bay.

—Perdió una de ellas esta mañana —aclaró Finer, riendo.

Era perfectamente cierto lo que había afirmado Bonham. Un rato de natación simple, o de buceo, y de una manera casi misteriosa la «resaca» alcohólica se esfumaba. Grant se sintió mucho mejor físicamente casi en seguida. Pero aquello fue lo único realmente bueno de toda la tarde.

En primer lugar, se les había hecho tarde cuando empezó todo aquello. Ya no era hora de visitar la llamada «laguna» ni otros puntos parecidos, donde la pesca submarina se daba bien normalmente. En consecuencia, lo que hizo Bonham fue rebasar el sitio en que se encontraba el hidro, ahora anclado y desierto, y echar él a su vez el ancla de la embarcación a cosa de un par de kilómetros del hotel.

No había por allí más de cinco metros de profundidad. El fondo, plano y arenoso, no albergaba ningún coral casi. Consecuentemente, no se veían peces. Bonham explicó que en la dirección que habían estado siguiendo hubieran tenido que navegar a lo largo de millas y millas para situarse en un lugar profundo. Habrían tenido que llegar a Inagua, poco más o menos. Las corrientes habían convertido aquel sector en algo muerto, amontonando arena y más arena. Pero a Bonham (se vio bien claro), esto le tenía sin cuidado, pues lo que quería hacer era concentrar la atención en Sam Finer y su cámara «Minox», que se había traído él mismo. Y eso fue lo que hizo.

—Usted, Grant, sumérjase y resista debajo del agua todo el tiempo que pueda, a modo de buena práctica —dijo Bonham. Luego, desapareció en compañía de Finer. Si a Finer le agradaba la pequeña cámara, dijo, se la cedería.

Sam Finer parecía ser un tipo excelente. Pero, claro, había estado buceando toda la mañana también. Y ahora disponía de la cámara para jugar. Era el único de ellos que disponía de equipo de buceo, habiendo hecho transportar por vía aérea, pagándolo muy caro, un Scott Hydro-Pak con tres juegos de tanques dobles, puesto que el aire filtrado no se encontraba en Grand Bank.

Dentro de la embarcación, Bonham y Orloffski le ayudaron a ponerse eso, pese a no exceder la profundidad de los cinco metros. Después, el hombre saltó por la borda. Para ahorrar aire respiraba solamente por el «economizador de aire», semejante a un tubo respiratorio, situado a un lado de las gafas, que abarcaba todo el rostro. Bonham, valiéndose únicamente del tubo, le acompañó, entregándole la cámara. Orloffski cogió su fusil y empezó a gruñir, lanzando maldiciones porque no era de su gusto el fondo.

No habían transcurrido más de doce segundos y Grant se vio por completo solo en el agua.

Cinco metros venía a ser la profundidad de muchas piscinas por cuyos fondos se había paseado Grant en muchas ocasiones, sin más precaución que la de contener la respiración. Ni siquiera había allí profundidad suficiente para sentir molestias en los oídos. Ciertamente, había poca ocasión allí de aprender algo nuevo acerca del buceo libre. Y la mayor parte de los fondos de las piscinas eran más interesantes que aquél. Por lo menos, en ellas podía uno encontrarse horquillas, cadenas, etcétera. Grant vio por aquellas aguas unas cuantas agujas que giraban caprichosamente hacia un lado y otro y varios pequeños peces que parecían husmear entre los diminutos rizos de la arena. Esto era todo lo que había allí.

Enfadado por la actitud que había adoptado Carol Abernathy, irritado al considerar lo mucho que estaba gastando en aquel viaje, indignado porque Bonham no le estaba dando las lecciones prometidas sobre buceo libre, Grant estuvo nadando por los alrededores de la embarcación, estudiando luego la primera liebre marina que veía, que se le antojó una especie de tarta. Fijóse con aterrorizado disgusto en la tinta oscura que derramaba, al hurgarle el cuerpo con la punta de un arpón. Más adelante, se dedicó a sumergirse y a emerger, conteniendo cuidadosamente la respiración, hasta que, fastidiado, aburrido, fue alejándose poco a poco de la embarcación. Entonces divisó, en el límite de su visibilidad, a Orsoffski, que avanzaba en persecución de una pieza. Grant nadó en dirección a él.

El gran polaco había dado con un pequeño sector cubierto de coral. Llevaba un aro sujeto a su bikini, en el que había ensartado varios peces papagayos, ninguno de los cuales tendría más de treinta centímetros de longitud. En el momento de verlo Grant, iba detrás de otro. El hombre que daba la impresión de ser un guardameta futbolístico de fama perseguía a aquellos pequeños seres con la misma perversidad con que Bonham se lanzaba detrás de las piezas grandes… Bueno, quizá pusiese más afán en su empeño Orloffski.

Brutalmente, pensando tan sólo en lo que llevaba entre manos, olvidado de todo lo demás, se lanzó sobre otro pez papagayo, atravesándolo con su arpón en el instante en que éste redoblaba sus esfuerzos por huir. Ya tenía seis. Grant le hizo una seña y se alejó de él, volviendo a la zona de sus aburridas prácticas. Él no tenía valor para atacar a un pequeño pez, preguntándose entonces si es que era un hombre excesivamente débil. Mientras rozaba la arena del fondo o emergía pensó en Cathie Finer. Resultaba extraño aquel encuentro, después de tanto tiempo sin verse en Nueva York… ¡Qué casualidad ir a parar a aquel olvidado rincón de Grand Bank los dos, en la misma fecha! Y a todo esto resultaba que su marido se hallaba en tratos con el hombre que era amigo reciente y profesor de Grant. Al pensar en Cathie pensó también en Lucky. ¿La conocería Cathie? De pronto, oyó la voz de Bonham, llamándole desde la embarcación, dirigiéndose a ella después de hacer una seña a Orloffski para que se les acercara.

Resultó que la cámara se hallaba bloqueada. El mecanismo que William ideara para ella, el de disparo, no funcionaba adecuadamente, y había ido de mal en peor. Bonham, un individuo habitualmente impasible, estaba irritado. Al ver a Orloffski con sus peces papagayos, aulló:

—¿Qué diablos se propone hacer con eso?

—Tenía que pasar el rato entretenido con algo, ¿no? —contestó Orloffski, con idéntica brusquedad.

—¡Tire esos peces por la borda, hombre! —indicó Bonham—. ¿Qué piensa hacer con ellos?

—A mí no me dé órdenes, ¿estamos? Ya encontrará algún negro a mano que haga caso de sus indicaciones, yo no —repuso Orloffski, haciendo todo lo contrario de lo que Bonham le había señalado, es decir, metiendo sus peces en la embarcación.

Grant notó que en estos instantes Sam Finer estudiaba con toda atención a Crloffski… A continuación, trepó, asiéndose firmemente a la borda de la embarcación.

—Ustedes sigan adelante que yo iré nadando —dijo Orloffski—. Lo más seguro es que no vea nada por aquí, pero nada pierdo probando. Déme ese otro aro.

Bonham le arrojó lo que había pedido.

La embarcación comenzó a separarse de él y Grant vio que la cabeza de Orloffski se hacía más y más pequeña, a sus espaldas. Estaban a una milla de la costa, aproximadamente, y a él no le habría gustado quedarse solo por aquellos parajes, sin nadie que le acompañara, nadando pausadamente en dirección a tierra. Pese a la escasa profundidad podía presentarse un tiburón en el momento menos pensado. Esto, al parecer, no preocupaba a Orloffski lo más mínimo.

Cuando llegó a su habitación se apresuró a darse una ducha, para quitarse la sal, tendióse en uno de los lechos gemelos y se quedó profundamente dormido.

Mientras Grant dormía, cuando Bonham regresaba de la habitación de William, con objeto de lavarse las manos, después de haber trabajado en compañía de aquél en la cámara, Carol, que se había apostado delante de la puerta de su cuarto, le abordó cautelosamente.

—Quisiera hablar con usted un minuto, Al, si eso es posible —le dijo.

Bonham miró atentamente aquel rostro de ojos negros que tenía ante él, de expresión ansiosa y aire conspirador. Ya había sufrido bastantes molestias aquel día con la maldita cámara, que se negara a funcionar.

—Perfectamente, señora Abernathy. ¿De qué se trata?

—Acompáñeme al comedor. —Carol echó a andar hacia la puerta más cercana—. Ron duerme.

Ella se había vestido ya para la cena, luciendo unas prendas con muchas flores.

Bonham se lo pensó un momento. Él no se había sentido muy afectado por su actitud evidentemente despegada durante el vuelo. Ahora bien, aquello no arreglaba mucho las cosas.

—De acuerdo.

—Supongo que estará usted preguntándose por qué razón me comporté de una manera tan rara en el avión hoy —dijo ella nada más enfilar el camino sombreado exterior del edificio. Había oscurecido casi. Unos minutos más y el director del establecimiento y uno de sus empleados andarían ocupados poniendo en marcha el generador auxiliar accionado por gasolina que permitía encender también las luces exteriores del hotel, aparte de algunas complementarias de dentro. Su rítmica palpitación se incorporaría a los ruidos familiares, entre ellos los zumbidos de los insectos, y estaría en marcha toda la noche, por lo menos hasta que el último huésped se acostase, en cuyo momento, seguramente, el vigilante daría por terminado su turno, hasta la noche siguiente.

—Pues no, no he pensado mucho en eso —dijo Bonham—. A todos extrañó algo su conducta retraída, claro, especialmente después de lo bien que lo pasamos en el Club de Yates.

Ella asintió.

—Yo tenía mi razón especial para obrar así.

Carol guardó silencio, pero Bonham no formuló ningún comentario.

Entonces, ella se inclinó sobre Bonham y con una tímida mirada prosiguió diciendo:

—Tengo razones para pensar que Ron se halla calibrando la posibilidad de poner algún dinero en este asunto de la goleta.

—¿Está usted enterada de tal historia?

—Es una cosa que todo el mundo sabe.

—No lo creo —repuso Bonham bruscamente.

—Bueno, digamos que Ron me puso al corriente. ¿Qué más da?

Bonham movió la cabeza.

—En cualquier caso, creo que sería una buena cosa que Ron mediara en el trato. Podría aportar cinco mil, diez mil dólares, si de veras quiere participar. Y me inclino a pensar que no perdería nada.

—Entonces, ¿por qué…? —empezó a decir Bonham.

—Así es él… —murmuró Carol Abernathy, oscúramente. Prosiguió diciendo—: Él suele hacer siempre lo contrario de lo que yo quiero que haga. Por tanto, al mostrarme ruda con usted, yo pretendía empujarle hacia el otro lado. De pensar Ron que usted me es simpático y que me gustaría que invirtiese su dinero en ese asunto que usted lleva…, en lo del bote…

Los nervios de Bonham se pusieron en tensión al ver que se refería a la gran goleta con el nombre de «bote».

—… él, automáticamente, se negaría a dar un centavo. Por otra parte, si pensaba que yo estaba contra usted y su proyecto, se inclinaría más a unirse a usted. ¿Qué le parece? ¿No cree que he obrado juiciosamente?

—Creo que sí —manifestó Bonham—. Sin embargo, dígame: ¿por qué desea que Ron entre en eso conmigo? Después de todo, usted apenas me conoce.

—Busco su salud —explicó Carol Abernathy—. Su salud física y mental. Las obras teatrales que escribe, le obligan a trabajar mucho. Su trabajo destroza los nervios, es muy cansado. Estimo que lo de su embarcación y lo del buceo en su compañía, en tres o cuatro períodos del año, le irá muy bien. Habían llegado a la puerta del gran comedor-bar y las voces de los otros llegaban débilmente a sus oídos, a través de las grandes mosquiteras. De repente, el gran generador del establecimiento empezó a funcionar y todas las luces extra se encendieron, en torno al edificio principal.

—Entonces, cuando yo finja ser su «enemiga», en una ocasión u otra, usted ya sabe a qué atenerse; ya sabrá cuál es el objetivo que persigo —subrayó Carol Abernathy—. Tendrá entonces también una prueba más de que estoy a su lado, de que pretendo ayudarle.

—Pensaré en todo lo que acaba de decirme —contestó Bonham, perplejo—. Usted quiere que yo siga adelante, que intente meterle en lo mío, ¿no?

—Naturalmente. ¿No acabo de decírselo? Bueno, voy a dejarle. Quiero tomarme un cóctel en compañía de la simpática Cathie.

Bonham la vio alejarse con aquel paso de persona satisfecha que a veces se podía observar en ella. Dio media vuelta para ir a lavarse las manos, lo cual había sido su intención en un principio, al tropezar con Carol. Grant dormía en una de las camas cuando entró en la habitación. Por toda indumentaria, si a aquello podía llamársele indumentaria, llevaba una toalla echada sobre sus caderas. Sonriente, Bonham se lavó las manos antes de despertarle para la cena. Al tocarle en un hombro suavemente, Grant se incorporó de un salto, sujetándose bien la toalla al cuerpo y ruborizándose. Bonham se echó a reír.

—Vístase, amigo, que tenemos que bajar a cenar.