III
Algún tiempo más tarde, Lucky le dijo que fue precisamente su ronca voz lo que la había retenido, que la única razón de que le permitiera continuar hablándole, que le reprimiera en su deseo de colgarle el teléfono inmediatamente, había sido el timbre especial de su voz, que llegó a sobresaltarle, a intrigarle, que le decidió a seguir escuchándole.
—Ésa fue mi desgracia —dijo ella sonriendo, al mismo tiempo que bajaba una mano por su vientre y estampaba un beso en el centro de su pecho.
—¡Ésa fue mi suerte! —contraatacó Grant, atrapando su mano donde se había parado a descansar—. ¡Y pensar que era producto exclusivamente de los cigarrillos y el whisky! Normalmente, ella no hacía las cosas de tal manera, por lo cual Grant agradecía más su gesto. Habitualmente, Lucky se mantenía a la espera, deseaba ser estimulada, animada. La pasividad venía a ser para ella una prerrogativa. Grant la consideraba a veces una especie de arpa de carne y hueso, dotada de profundas y secretas cuerdas, que él había de tañer. Al igual que cualquier otro instrumento real, tenía que ser afinada. Una vez afinada, ya podía tocarse. Y Grant ponía en ello los cinco sentidos. Jamás había tenido una relación sexual de aquel tipo, nunca en su vida.
En realidad, aquélla no había sido una conversación telefónica normal. Grant se había excusado por su conducta de la noche anterior. Lucky le había contestado que cumplía con una obligación, pero no había aceptado sus disculpas. Entonces, Grant, torpemente, le sugirió (¿cómo se las ha de arreglar uno para disfrazar tales cosas?; ¡son tan escandalosamente evidentes!) que podía hacerle una visita.
—Gracias —respondió Lucky con viveza. Seguidamente, el tono de su voz fue más grave—. Ahora bien, ¿es que no tienes nada mejor que hacer hoy?
Suave o no, en aquella voz había una peligrosa inflexión.
—No, nada…
—Bueno, está bien —hubo una pausa—. De acuerdo. Ven a verme. En realidad, tampoco yo tengo nada que hacer.
Aquello podía tener otro significado, sin embargo. Pronto aprendería Grant, no obstante, que en Lucky no se daban tales cosas. Solía decir, simple y directamente, lo que pensaba.
Para un hombre acostumbrado a las complicaciones de la mujer de tipo medio dentro del Oeste, concretamente en Indianápolis, al lado de la cual su propia «amante» era una maestra, que nunca daba a una frase un solo significado cuando disponía de dos o más a mano, esto resultaba difícil de creer. Una vez creído, la dificultad estribaba en acostumbrarse a ello.
Por ejemplo: ella le había recibido en la puerta, mirándole detenidamente antes de exclamar con toda sencillez:
—¡Si pareces la encarnación de la cólera divina!
—Confieso que me siento algo irritado —dijo Grant sonriendo—. Un estúpido cometió la idiotez de despertarme a las ocho y media.
Estaba nerviosamente impuesto de que acababa de decir a Lucky su primera mentira, relacionada indirectamente con su «amante».
—Bueno, yo me encontraba acostada todavía cuando tú llamaste —admitió ella, también sonriente, completamente, asimismo, impuesta del embuste.
¿Por qué había de ser así sin embargo?
De todos modos, le daba igual. ¡Diablos! Ni siquiera sus productores podían atenerse con seguridad a lo de Carol Abernathy, si bien podían sospechar lo que se les antojase. No iba a hablar de ella a todas las chicas, nada más conocerlas.
No era aquel un comienzo que sugiriese los mejores auspicios. Pero Grant se sentía suficientemente bien para hacer frente a eso debido a que le había sucedido algo agradable por el camino, desde el New Weston.
Había decidido andar. Sólo le separaban de su meta quince pequeñas manzanas.
Y durante su paseo habíase enamorado nuevamente de Nueva York. Esto fue lo que le sucedió. Había llamado a Lucky alrededor de las once de la mañana. Sería ya el mediodía cuando terminó de afeitarse, de desodorizarse, vestirse y perfumarse, por lo que se pudiera presentar. Asomaba tímidamente el sol en las alturas. La atmósfera era fresca, pero no se podía hablar del frío que azotara la ciudad aquel invierno.
Aparecían en las aceras chicas destocadas, con los cuellos de sus abrigos subidos. Grupos de jóvenes que lucían sombreros casi desprovistos de alas, embutidos en abrigos de estrechos hombros, salían de las oficinas de aquella parte de la ciudad, en busca del refrigerio de mediodía. Pasó por Random House, donde conocía a alguna gente. Sentía una viva simpatía por las personas de la avenida Madison, aunque detestaba y deploraba cuanto hacían para vivir. Obraban de aquella manera para vivir y amar en la gran ciudad. ¿Y quién podía reprochárselo? Aquella ciudad era el Objetivo Número Uno para todo el mundo. Siguió pensando en aquellas cosas por Park Avenue, salida del holocausto de la última noche. Observó que los cestos de alambre, las papeleras, habían sido puestas de nuevo en sus sitios respectivos.
En realidad, no sabía si fue aquella disposición de ánimo interior lo que se había impuesto o si se trataba de alguna sutil esencia emanada por las axilas exquisitamente depiladas de Lucky. Tal vez fuesen ambas cosas. Ella poseía habilidad para conseguir eso, para lograr sutilmente, sin realzarlo, que un hombre se sintiese más hombre de lo que verdaderamente era. Por lo que fuese, él se veía viril, supersensible, casi omnipotente, capaz a causa de todo esto de barajar las cosas hábilmente a lo largo de aquella jornada. Enfrentábase con un espíritu amplio magnífico, pues, con la vida, con el trabajo, con cuanto no era susceptible de producir depresiones, temores o desesperaciones, todo, en suma, aquel día.
Más tarde, volvería a pensar, con un nerviosismo lindante con el colapso, en lo diferente que había sido aquel día, diciéndose que todo lo demás hubiera podido ser distinto también. Podía no haber llegado a conocerla, por ejemplo.
Su obra no contaba mucho y él le dijo eso con una sinceridad más bien brusca. Luego, resultó que ella estaba reescribiéndola para pulirla, para dar al diálogo un estilo hemingwayano.
Y era lo reescrito lo que él estaba leyendo. Cuando preguntó por el antiguo original, éste resultó mejor, pero no era todavía muy bueno, y así se lo comunicó él. Había allí algunas ideas acertadas y dos escenas notables en el primer acto. Principalmente, el problema era de estilo y también se observaba esa extrema atención a la propia persona a que son tan dados los aficionados. Pero él no acertaba realmente a pensar en aquello. Ni le preocupaba. Se sentía demasiado atraído, embelesado por ella, por la sola idea de encontrarse a su lado. Después, él observó que mientras hablaban, ella, quietamente, sin hacerse notar, recogió las hojas escritas, dándoles de lado.
Se había quedado nuevamente sin aliento ante su belleza, sintiéndose como azotado por una violenta tormenta de verano. Nada más pasar dentro. Ella vestía un estrecho jersey plumoso, blanco, que destacaba sus magníficos senos, y unos ajustados pantalones que moldeaban perfectamente su figura. Tenía unas caderas inverosímiles. Grant no sabía lo que se decía la mitad del tiempo, realmente, pero, al parecer, sus palabras producían el efecto oportuno. Por último, se trasladaron a P. J. Clarke’s, para comer algo y saborear una cerveza, y allí fue donde sucedió todo.
Grant se hallaba en excelentes relaciones con los camareros y empleados de Clarke’s. Conocía también al propietario del local, Danny, que había sido compañero suyo de andanzas por la ciudad en otros tiempos. Todos le saludaron, llamándole por su nombre. Pero esto no tuvo nada que ver con aquello. Quizá fuese efecto todo de la presencia de dos o tres parejas que ocupaban las mesas vecinas, sumidas en una discreta luz, que sugerían una idea de discreta intimidad. Era algo distinto de lo que podía encontrarse en el hogar, en una suite o en la calle. Estas cosas pasan a veces. Fuese lo que fuese, el caso es que después de saborear sus hamburguesas y vaciar dos altos vasos de cerveza, que Grant remató con un gran tazón de «chili», repentinamente, simpatizaron, sintiéndose plenamente a gusto.
Grant estuvo hablando y llegó a olvidarse incluso de una cita que tenía concertada. Al salir del establecimiento, hubo de tomar un taxi. Habló de sí mismo con esa espontaneidad que solamente se produce ante una nueva amistad femenina. Explicó muchas de las cosas que sobre su persona había estado queriendo decir desde hacía mucho tiempo. Habló de su vida, de su forma de vivir, de su nueva obra, de sus obras anteriores, del trabajo en general, de sus contemporáneos. Habló de sus ambiciones y siempre que aludió a Carol Abernathy y a Hunt, haciendo hincapié en su vida y forma de vivir, refirióse a ella como a su madre adoptiva.
—¿Quién es esa mujer llamada Carol Abernathy? —inquirió Lucky una vez. Los ojos le brillaban perversamente—. ¿Eres su amante?
—¿Bromeas acaso? —dijo él—. Tiene años suficientes para ser mi madre.
Pero todo lo demás era verdad. Y los cálidos ojos de Lucky siguieron con atención todos sus movimientos. Cuando él dejó caer una mano sobre las suyas, para realzar alguna de sus afirmaciones, Lucky no las retiró. Dos días antes no habría sido capaz de dirigirse a una chica en aquellos mismos términos sin toser continuamente, sin ruborizarse.
Más tarde, se puso a considerar aquellos repentinos brotes de sinceridad personal. Era como si todo hubiese estado contenido dentro de él por una especie de mágico dique, esperando que alguien hiciese funcionar, mediante una llave misteriosa, las compuertas de salida. En consecuencia, él no era incapaz de producirse de una manera real. Decidió que para que se diese tal fenómeno tenía que enfrentarse con una mujer a la que tomara en serio, con una mujer que no fuese la aventura de una noche. Lo demás era pura pose, un juego por ambas partes. Sin embargo, ¿qué diablos le pasaba concretamente? No acertaba a comprender por completo aquel fenómeno. No abrigaba el propósito de hacer de Lucky su esposa.
Fue ella quien le recordó la hora y la cita a que hiciera referencia durante su conversación. Frente al establecimiento había un solo taxi y Lucky le obligó a tomarlo. Ella se reintegraría a su apartamento fácilmente. Mientras se alejaba, a Grant le pareció casi insoportable la momentánea separación. Vio su espléndida figura en la acera… De no haber sido la secretaria de su productor quien le esperaba, una chica muy dulce, habríala dejado plantada, regresando al local. Ahora, todo lo que podía hacer era asomar la cabeza por la ventanilla y agitar un brazo, y decir: «¡Te llamaré mañana! ¡Te llamaré mañana!». Volvió la cabeza muchas veces hacia la chica que había dejado atrás, hacia la muchacha que estaba enamorada de él o que pronto lo estaría. Lo leía en su rostro. ¡Qué rostro el suyo!
¡Qué feminidad!
Las maravillosas horas vividas aquella tarde perfumaron el resto de aquel día, la noche, incluso, realzándolo todo. De un modo muy raro y peculiar, casi antes de que todo empezara, había adivinado que aquélla iba a ser la historia amorosa del tipo Clark Gable-Carole Lombard, con que soñara siempre. A lo largo de las dos o tres semanas que permanecería en la ciudad, antes de regresar a Indianápolis, para trasladarse seguidamente a Jamaica, se proponía hacer vivir a Lucky unos días como ninguna chica podía imaginarse. Y más adelante, cada vez que visitase la ciudad se uniría a ella y todo se reanudaría a partir del instante de su separación anterior. ¿Sería posible ir por Nueva York con más frecuencia que durante los años precedentes?
Grant se sentía tan feliz que ni siquiera el recuerdo de su «amante» consiguió enturbiar aquellas alocadas reflexiones.
Y el rasgo más sobresaliente de aquella velada fue que la secretaria de su productor, después de haberle sonreído en diversas ocasiones, antes, tras el cóctel en que participaron, la cena y el espectáculo, sintonizando su preocupación y su desinterés, se le ofreció prácticamente como en bandeja.
Al parecer, todo tenía que dársele bien ahora. Luego, de regreso al hotel, por la madrugada, despojándose de todo rastro de la noche anterior, religiosamente casi, antes de llamar a Lucky, sonó el timbre del teléfono. Sin detenerse a pensar, atendió la llamada mientras se secaba todavía con la toalla. Presa del pánico, sintiendo una punzada en el estómago, sintiendo que se le erizaba la piel y que el sudor comenzaba a correr por sus brazos y costados, escuchó un airado discurso de diez minutos pronunciado por Carol Abernathy, desde Miami.
Grant sintió varias veces la tentación de colgar el micro, interrumpiendo así la comunicación. Pero no se atrevió a concretar su disgusto con una acción tan radical. Naturalmente, terminó por enfadarse. Pero debajo de todas aquellas debilidades, notaba una firmeza cierta. Gustara a los demás o no, hiriera o no a alguien, seguiría aquella historia hasta el fin.
—Sé muy bien lo que sucede —dijo Carol, cuya voz sonaba con la misma claridad que si se hubiese encontrado en la habitación de al lado. (Grant se alegraba muchísimo de que no fuese así.)—. Habrás dado con alguna perra que te está diciendo lo maravilloso que eres, lo inteligente que eres, lo hombre que eres… Te habrá hecho saber, seguramente, que te encuentras en posesión de un talento extraordinario, que eres un gran hombre. Y tú te habrás estado dejando querer, ¿no es así? Será alguna pelafustana que quizá no te habría mirado a la cara siquiera antes de que yo te hiciese rico y famoso. Es lo que te pasa siempre, cada vez que disfrutas de un poco de libertad, débil y vanidoso necio.
Grant no contestó. Hubiera dado por cierto cualquier cosa con tal de que le hubiesen salido en Nueva York todas las oportunidades a que ella aludiera. Lo más sensacional no había sucedido nunca. No. Todavía.
—¿Me escuchas? ¿Me escuchas?
Una pausa.
—Que no se te pase por la cabeza la idea de colgarme el teléfono, hijo de perra —dijo ella. Otra pausa y agregó—: Hunt vendrá pronto.
¿Cómo podían parecerle las palabras de Carol tan sensatas en Indianápolis y tan ridículas en Nueva York?
—Acabo de decirte que Hunt vendrá pronto —insistió Carol. Nuevo compás de espera—. Seguidamente, nos trasladaremos a Ganado Bay. Te quiero aquí en seguida, inmediatamente, estúpido.
—No pienso ir —respondió Grant con voz ronca.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué es eso de que no piensas venir?
—Me quedo aquí. Por… una temporada indefinida. Un par de semanas, seguramente.
—¡Pues entonces me iré sin ti! —gritó Carol Abernathy, amenazadora, colgando inmediatamente el teléfono.
Grant percibió durante unos segundos un zumbido cada vez más tenue.
Había sudado tanto en aquellos últimos minutos que volvió a ducharse. Probablemente, no se hubiera dado cuenta de haberse encontrado vestido. Tuvo que esperar a que le desapareciera la punzada del estómago, a que se serenaran sus nervios, para pensar en llamar a Lucky. ¿Por qué le atenazaba a todas horas aquella sensación de verse retenido, aquel temor continuo? Todo radicaba en la misma figura de siempre, la figura negra y enmantillada, con el rostro escondido a medias, plantada sobre los peldaños, en la escalinata de la iglesia. Carol Abernathy no podía hacerle nada. Si había pensado que iba a llamarla ahora por teléfono, se equivocaba.
La cálida y sonora voz fue como un beso en su oreja. Y lo poco que dijo se lo decía todo. Grant supo que no había errado en sus suposiciones el día anterior.
—¿Dónde has estado? —inquirió Lucky—. Puesto que no me llamabas, me imaginé que estabas ya por el camino.
—Salgo ahora mismo —dijo Grant, sencillamente.
Por el camino, hizo un alto en un bar, donde saboreó dos martinis deliciosos. Paladeó la voluntaria demora. Gozaba con el tiempo que ahora estaba en condiciones de dilapidar, antes de enfrentarse con lo que durante tanto tiempo había estado aguardando.
Siempre le pareció a Grant después que sus dos cuerpos desnudos se habían encontrado en el centro de la habitación con un chasquido, como la palmada de dos enormes y airadas manos de un dios omnipotente, convocando a un recalcitrante Servidor Universal. Pero él sabía que eso no podía ser cierto. Ella llevaba sus ropas, de eso estaba seguro, y él, ciertamente, tenía que estar vestido, ya que llegaba de la calle. En consecuencia, tenía que haber habido alguna conversación, para llenar el tiempo necesario, al menos, empleado en desvestirse. La imagen más destacada que de aquel día tenía él fue la que lo presentaba a sus propios ojos yaciendo en el sofá del cuarto de estar. Lucky se inclinaba sobre su rostro, besándole, con la faz medio oculta por los cabellos. Y que Grant, cuya primera obra teatral, en la que presentara la amorosa aventura de un marinero con una prostituta de Honolulú, era de carácter más autobiográfico que otra cosa, habiendo aprendido a hacer el amor en una de las escuelas más crudas del mundo, era el hombre que se acomodaba a sus especiales necesidades.
Esto no había afectado a sus apetencias y gustos en cuanto al intercambio sexual corriente. Oscurecía al otro lado de las ventanas cuando Leslie, la compañera de Lucky, llamó discretamente a la puerta del apartamento. Procedió así porque ésta había tenido la precaución de colgar en aquélla un rótulo del tirador, un rótulo que rezaba: «No molesten», y que procedía del Beverly Hills Hotel. La llamada se produjo mientras tomaban un bocado, poco después de haberse preparado unos huevos revueltos. Ni siquiera se habían vestido, habiéndose acomodado en las inmediaciones del calientaplatos de dos fuegos, en la eficiente cocinita.
—¡Espera un momento! —contestó Lucky, cogiendo su bata, al tiempo que arrojaba una prenda a Grant—. Ponte esto, Ron.
Se trataba de una bata masculina.
Grant se quedó mirándola, pensativa.
—Perteneció a mi amigo el sudamericano —explicó Lucky, como si adivinara sus pensamientos—. Era menos corpulento que tú, sobre todo menos ancho de espaldas, pero creo que te servirá.
Seguidamente, se acercó a la puerta.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Leslie al entrar, dando los bruscos y cortos saltos peculiares en ella. Finalmente, se detuvo—. ¡Dios mío! A juzgar por el olor, una diría que se encuentra en el parque zoológico del Bronx.
—Vete al infierno, Leslie —contestó Lucky.
Luego, se volvió lentamente, apareciendo en su rostro la penetrante y luminosa sonrisa (de expresión beatífica ahora) que Grant sorprendiera en ella poco antes, estirándose.
—Me figuro —dijo Leslie— lo que habéis estado haciendo los dos aquí mientras yo estaba en la oficina, estrujándome el cerebro. —Se quitó el abrigo, dejándose caer en un sillón—. Bueno, no debía extrañarme esto, después de haber oído todo lo que ella dijo anoche. Tienes que ser bueno con Lucky, ¿eh, Ron?
—Intento serlo —repuso Grant—. Hola, Leslie.
—Tiene la complexión de un dios griego —informó Lucky.
—¿Sí? —inquirió Leslie.
—Nadie lo diría viéndole vestido. Tenemos que procurarle algunas ropas decentes.
—No estoy al tanto de las cosas que se venden en los establecimientos dedicados a los caballeros —manifestó Leslie.
—Tiene que dejar de vestir esos trajes de Indiana, con las hombreras enguantadas, que él usa.
—Bueno, bueno, un momento —meditó Grant—. He de deciros que el traje que llevo hoy lo compré en Broadstreet’s, en la Quinta Avenida.
Estaba dando fin a su refrigerio y se dijo que hacía tiempo que no pasaba un rato tan a gusto como aquél. Quizá no hubiese vivido jamás unos instantes semejantes.
—Pues entonces es que te vieron llegar —declaró Lucky.
—Me veo obligada a mostrarme de acuerdo con mi amiga —corroboró Leslie.
—Por supuesto —afirmó Lucky.
—¿Lo creéis así realmente? —preguntó él.
Grant miró, sonriente, a Lucky. Pese a haber entrado Leslie, a él le habría gustado que ella hubiese seguido como estaba, sin embutirse en la bata. Su cuerpo sin ropas era increíblemente más bello todavía que con ellas. Pensaba en sus turgentes senos, en las mórbidas curvas de las caderas, sin descubrir en ninguna parte un gramo de grasa de más, con la posible excepción de la parte baja del vientre, sobre el protuberante monte de Venus. Y aquél era el cuerpo femenino más flexible que Grant había tenido entre sus brazos. Hubiera podido doblarse hacia atrás, tocándose los pies con la cabeza, de haberlo deseado. Grant, embutido en la estrecha bata, suspiró. ¿Quién sería aquel tipo sudamericano? Aún no se sentía saciado.
—Tendré que llevarte a alguna parte mañana —dijo Lucky—. Por lo de la ropa. ¡Hum! ¿Adonde vamos a ir?
—Mañana no puede ser —objetó Grant—. Tengo un compromiso. He de comer con mi productor. Lo que quiero saber es qué vamos a hacer esta noche.
—Lo que tú desees —respondió ella simplemente—. ¿Tienes tú algo que hacer? —añadió, dirigiéndose a Leslie.
Leslie hizo un movimiento denegatorio de cabeza desde el fondo del sillón.
—Ésta es una de las noches que mi amigo dedica a su esposa —respondió, apesadumbrada.
—Entonces, ¿por qué no cenamos los tres juntos? —propuso Grant—. Podríamos ir a Twentyone. O al Voisin, si os parece.
—No. No quiero aguaros la fiesta —contestó Leslie—. Id vosotros solos.
—No nos aguas la fiesta —manifestó Grant—. Yo me sentiré muy a gusto si nos acompañas.
Pero la morena muchacha continuó moviendo la cabeza.
—Me haré cualquier cosa y me pondré a leer. Tengo muchas cosas que leer.
Solamente cuando Lucky, quien, aparentemente, había esperado a asegurarse de que Grant era sincero, de que había algo más que cortesía en su actitud, se lo pidió, cambió Leslie de propósito, diciendo acompañarles.
Y así empezó todo. Muchas noches, cuando Leslie no estaba citada con su amigo, crítico de teatro en sus horas libres, de un diario de Trenton, si bien vivía en Manhattan, cenaba con ellos. Pero casi siempre regresaba al apartamento sola, debido a que al día siguiente tenía que presentarse en su oficina a las nueve.
Atenta con su amiga, abandonó uno de los lechos gemelos del pequeño dormitorio y utilizó el sofá del cuarto de estar. Lucky había hecho lo mismo anteriormente, siempre que se presentaba en la casa su amigo. Manifestó que no era cuestión de espacio lo que resolvía así, ya que Ron y Lucky, invariablemente, dormían en el mismo lecho, sino que obraba de tal modo por pudor. Les pidió únicamente que la dejaran conciliar el sueño antes de ponerse a hablar o a hacerse el amor, para no tener ocasión de escucharles y sentirse más sola todavía. Habitualmente, al llegar al apartamento se la encontraban durmiendo. El único inconveniente era que tenía que entrar en el dormitorio por la mañana para coger sus ropas, y si Lucky quería evitar que su dios griego fuese contemplado en todo su esplendor y gloria tenía que despertarse a tiempo y taparlo. El arreglo era satisfactorio, pero exigía la cesión del dormitorio a Leslie cuando aparecía su amigo por allí. Entonces, Grant se trasladaba al New Weston. Leslie no se sentía muy a gusto con aquel individuo. Iba a verla muy de tarde en tarde y pensaba dejarlo para buscarse otro. En realidad, no ofrecían muchos alicientes aquellos hombres casados que, pese a su infidelidad, permanecían unidos de una manera muy especial a sus esposas.
La verdad es que empezaron a pasar las noches en el New Weston, debido a que les gustaba, al despertar, hacerse servir el desayuno en la cama.
Resultó que no fueron al «Veintiuno» ni al «Voisin» aquella primera noche. Se trasladaron al «Colony», donde ambas chicas conocían tantas o más celebridades que Grant. Las dos habían sido compañeras de habitación durante cuatro años en el colegio, en Cornell. Leslie procedía de Toledo y Lucky de Siracusa. Juntas habían vivido en Nueva York los últimos cuatro años de los siete que Lucky llevaba en la ciudad. Leslie trabajaba para una gran firma publicitaria de Hollywood-Nueva York, en un alto puesto, y se ocupaba personalmente de los asuntos de numerosas «estrellas». Lucky, de momento, no trabajaba en nada. Disponía de algún dinero, le contó a Grant, con cierto aire de superioridad, y no se veía obligada a eso. Pero no visitaron solamente los restaurantes de aquel tipo, tan caros, en el transcurso de los días siguientes, que Grant pasó inmerso en una amodorrada atmósfera de felicidad. Las chicas conocían muchos otros establecimientos más populares, franceses, rusos, italianos. Conocían, por ejemplo «No haye Berry», en la calle Cincuenta Oeste, frecuentado por muchos jóvenes de ambos sexos que gustaban de exhibirse, por marineros franceses de los trasatlánticos de línea, que iban allí a comer… Después de los dos primeros días empezaron a gastar más meticulosamente, sobre todo Leslie. Pero lo que le hacían ahorrar en restaurantes quedaba compensado y excedido por lo que gastaba en ropas. Especialmente, cuando andaba por en medio Lucky. Ropas varoniles, no ropas femeninas.
Ella lo había mencionado aquella primera tarde, hallándose Leslie en el apartamento, pero en realidad fue en la casa del crítico Hervey Miller donde empezó todo, al igual que, en cierto modo, su relación… En otro aspecto, algo más comenzó allí también, algo sombrío, oscuro, desgraciado.
El día en que tropezara primeramente con Buddy Landsbaum en casa de Hervey, había sido invitado a un cóctel que se daría diez días más tarde. Grant había murmurado entonces: «Desde luego que podéis contar conmigo», pero, secretamente —dado el estado de desánimo en que se encontraba—, abrigaba la intención de no asistir. Diez días después, con el olor de Lucky en su nariz, penetrándole, no se habría perdido el cóctel de Hervey, ni la oportunidad de enseñar la chica a sus amigos del teatro, por nada del mundo.
Mientras subía las escaleras, llevando a Lucky colgada de un brazo, sintiendo en éste el suave roce de uno de sus turgentes senos, le pareció increíble que sólo diez días atrás no la conociera, que se hubiese encontrado entonces aislado y desesperado, que hubiese estado buscando otro conocimiento femenino, cualquier chica, la primera que se interpusiese en su camino. Hervey se alegró de verle, por supuesto, si bien no conocía a Lucky. Al ver la cara de alegría de Grant sonrió de repente, celebrando su contento. Al estrechar su mano, le notificó que Buddy había partido para la Costa Occidental dos días antes.
Con motivo de aquella visita, Lucky se había mostrado nerviosa.
—No conozco a ninguno de esos ilustres personajes del teatro —objetó cuando Grant le habló de aquel cóctel—. No es la gente que yo trato. Con la excepción de Buddy. Y ni siquiera le conocí perteneciendo al teatro; sólo cuando hacía películas.
—Me doy cuenta perfectamente de tu situación —había respondido Grant, afectuoso.
Nerviosa o tímida no se manifestó ciertamente Lucky llegado el momento, a juzgar por su forma de comportarse y las cosas que dijo. Esto era ya normal en ella, pensó Grant.
Se habían sentado en un extremo del largo y estrecho cuarto de estar. Grant habíase acomodado en un sillón y Lucky estaba sentada sobre uno de sus brazos para hallarse cerca de él. Escuchaba a Hervey y dos de sus amigos, un novelista y un crítico de cine, que charlaban sobre el escaso valor del teatro americano contemporáneo. Sentíase él muy a gusto, muy contento de cuanto había hecho hasta entonces, al lado de aquella exquisita mujer, que veía pendiente de sus palabras, de sus menores gestos. Luego, en la pausa que siguió a uno de sus comentarios jocosos, tras las risas, Lucky se volvió hacia Hervey, diciendo con toda naturalidad:
—Estoy enamorada de él.
No se esforzó por levantar la voz, ni tampoco por bajarla. Sus palabras corrieron, sin embargo, de un lado a otro de la habitación, por el seno de aquella reunión literaria. Se echaba de ver que cuando Lucky amaba, amaba realmente; su actitud no era un sentimiento más, sino que contaba de veras.
Hervey se sintió encantado ante aquella espontánea declaración, manifestando gravemente:
—Desde luego que está usted enamorada de él. Por supuesto. Se trata de algo que no es muy difícil de apreciar, querida.
En muchos meses, dentro de su casa, no había pronunciado unas palabras tan sinceras. Hervey sonrió, mirando a Grant antes de añadir:
—A mi modo, yo también creo estar enamorado de él, supongo.
Grant se sintió embarazado. Pero era el suyo un embarazo feliz, saturado de bienestar. Limitóse a seguir sonriendo. Cosa curiosa: en aquel extremo de la habitación los demás hacían el mismo gesto, se sentían felices también.
Grant tomó una de las manos de Lucky, bien impuesto que los que se encontraban en la parte opuesta del cuarto de estar, asimismo, les observaban.
—Bien —dijo Hervey—. Te encuentras en tus glorias, ¿eh? Seguro que sí.
—Fíjese en él —dijo Lucky con su tono de voz más culto—. ¿Quién diría que bajo ese feo y mal cortado traje del Oeste medio se oculta el cuerpo de un dios griego?
Hervey se sintió más encantado que nunca. Después de pasear la mirada por el cuarto para asegurarse de que no le faltaba auditorio, manifestó:
—Estoy informado. He estado bañándome con Ron en cierta piscina para desembarazarme de cierta «resaca» un día. —Guiñó un ojo a Lucky—. ¿No se encontrará también ahí el cerebro de un genio?
—No me sorprendería lo más mínimo —repuso Lucky, sonriente.
Hervey se había sentido definitivamente encantado.
—¿Adonde podríamos llevárnoslo, Hervey?
—¿Llevárnoslo? ¿Para qué?
—Para comprarle algunas prendas de vestir.
Hervey se mostró radiante.
—¡Oh! ¿Qué le parece Paul Stuart? Yo frecuento ese establecimiento. Sí. Voy por allí a veces. A comprar alguna cosa que otra.
—Perfecto. ¿Por qué demonios no habré caído yo también en la cuenta de ese local?
Hervey estaba ya fuera de sí.
—¡Eh! ¡Eh! Un momento. Después de todo no voy tan mal vestido —protestó Grant.
—Bueno, Ron —pontificó Hervey—. En ocasiones, una mujer puede decir cosas que el mejor de los amigos no se atrevería…
—¡Estáis conspirando contra mí! —exclamó Grant en broma.
—En esta cuestión, Ron, tú lo único que puedes hacer es callarte —meditó Lucky—. Iremos mañana mismo. —Colocó una de sus manos en la nuca de Grant, señalando con la otra su cuello—. Fíjate qué corbata.
Hervey se sentía radicalmente cautivado. La mitad de los que formaban parte de la reunión les escuchaban y comprendió que aquellos momentos podían ser los más brillantes de su cóctel.
Grant lo vio venir, siguiéndole a Lucky la corriente.
—¿Qué le ocurre a mi corbata?
Hervey actuó como el consabido hombre de teatro que era.
—Bueno, Lucía, nada puedo hacer por lo que a su traje respecta, ya que Ron no es de mi talla. Pero por lo que a la corbata se refiere sí que puedo decidir algo.
Los demás se echaron a reír.
—Acompáñame —dijo el dueño de la casa a Grant, echando a andar hacia las escaleras.
—Desde luego, te has hecho de toda una mujer —comentó mientras rebuscaba en la percha de su guardarropa, donde guardaba sus corbatas.
—¿Verdad que sí?
—¿Dónde la encontraste? No la he visto nunca antes de ahora.
—¿Y a ti qué te importa? —exclamó Grant, sonriendo—. La verdad es que me la presentó Buddy. Fue el otro día… Es un antiguo amigo suyo…
No vaciló al pronunciar la palabra «amigo», pero le pareció que no la había dicho con la inflexión adecuada.
—Un amigo suyo —añadió innecesariamente.
—Aquí está. Una bonita corbata de color marrón con una tira de azul oscuro. Verdaderamente, querido, tu corbata es horrible. La chica tiene razón. Pues sí, Ron, a mí me ha parecido una mujer de una vez.
—Lo sé —respondió Ron, haciéndose el nudo—. Me voy a quedar con tu corbata, ¿estamos? —agregó mirándose al espejo. Detrás de él, Hervey le estudiaba atenta, astuta, pensativamente, con el mentón apoyado en los dos dedos pulgar e índice de la mano derecha.
—Creo que debes quedártela, en efecto —confirmó—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, ¿no, Ron? Nuestra relación no es tan antigua como la que te une con tu señora Abernathy, pero se le aproxima… Estaba pensando en esa mujer de Indianápolis. —Bruscamente, miró a otro lado, agregando—: A todo el mundo le cae bien un amante.
Cuando bajaron para reunirse de nuevo con sus amigos, éstos les obsequiaron con una ovación y más risas. Fue entonces cuando Lucky, que de puro contenta aparecía arrebolada, dijo a Hervey aquello que tan gran repercusión había de tener dentro de Grant, por sus corredores mentales, y que proyectaría una débil, pero bien visible sombra sobre la felicidad de sus semanas siguientes más inmediatas.
—He decidido ya casarme con él —anunció ella a Hervey y a quienes les rodeaban.
—Le aseguro, mi querida Lucía, que podría usted hacerle mucho, mucho más daño —contestó Hervey, definitivamente conquistado por aquella mujer.
Grant no hizo ningún comentario. La declaración de Lucky le había hecho ruborizarse casi de puro orgullo. Pero despertó algo especial dentro de él pese a estar moviéndose en aquellos instantes como en el seno de una nebulosa. Una cosa era que Hervey, escaleras arriba, hubiese aludido vagamente a Carol Abernathy, y otra muy distinta que Lucky, quien no sabía absolutamente nada acerca de aquel asunto, dijese lo que acababa de decir. Su viejo instinto de protección, tan engranado que equivalía ya a una señal de reacción, le había atrapado en aquella rutina de la «madre adoptiva», de suerte que ahora su relación con Lucky no era por su parte de carácter honesto, y no resultaba justa para ella. Y a medida que pasaban los días y él se sentía más y más bajo su hechizo y más y más enamorado de ella, tal inicial falta de honestidad provocaba un sentimiento molesto, punzante, que en ocasiones se tornaba insoportable. Curiosamente, ello también daba a sus relaciones con Lucky un tono especial. ¿Sería posible que de haber sido él más fácil de atrapar Lucky no hubiese sentido tanta apetencia por su persona?
El problema radicaba en que, desde luego, él iba a tener que dejarla. En un momento u otro. Esto hacía que las estatuas y los desnudos árboles, y la ópera al aire libre que frecuentaban en el Parque por el que paseaban los días soleados, el Zoo, las focas y la Cafetería, suscitasen sentimientos en él más encontrados y punzantes que si ellos hubiesen tenido que permanecer juntos, instalándose en algún sitio. Esto era válido para los locales en que hacían acto de presencia. El de P. J. Clarke, por ejemplo, a donde habían ido aquella misma tarde. Grant sabía que muchas personas (muchos de sus buenos amigos ofrecían este rasgo) buscaban realmente esta nota dulce y triste, feliz y trágica, en sus aventuras amorosas para hallar las mismas interesantes y plenas. Él mismo disfrutaba de eso. Como Lucky, evidentemente, a veces. Pero en muchas otras ocasiones todo resultaba demasiado doloroso para ser agradable. Y Grant carecía de esposa hacia la cual volverse, a menos que se decidiese a considerar a Carol Abernathy como tal. Grant se negaba a esto.
Aquella noche, después del cóctel en la casa de Hervey, que había servido para acercarlos de otra manera inédita, cenaron en el «Billy Reed’s Little Club», situado en la calle Cincuenta y Cinco Éste, un local frecuentado por Lucky con algún que otro amigo, en el que ella conocía a todo el mundo, donde exhibió orgullosamente a Grant. Luego, él la llevó a una tertulia de última hora formada por literatos y gente de teatro, en el Central Park West, por las calles setenta y tantos. El viaje en taxi por el frío «Park», enmarcado de centelleantes edificios y rótulos, el (para ellos) «guía de amantes» del termómetro de la Mutua de Nueva York, solidificó todavía más su nueva relación, y Grant llegó a ver al conductor del vehículo mirándoles sonriente por el espejo retrovisor. A todo el mundo verdaderamente le caía bien un amante, al parecer, y aquél era un Nueva York que Grant no había conocido nunca. En el apartamento en que se celebraba la reunión, en el West Side, los edificios del centro de la ciudad parecían más bellos y ellos estuvieron contemplándolos desde una de las ventanas, con las manos cogidas. Tal vez en el oscuro «Park», se encontrasen en aquellos instantes algunos chicos puertorriqueños y de Harlem matando a golpes de cadena de bicicleta a algún adulto… Nada podía importarle menos a Grant. Cada uno se divertía como podía. Ya en la casa, medio bebidos los dos, se buscaron ansiosamente durante toda la noche, hasta el amanecer, hasta la mañana, hasta el momento en que Leslie llamó a la puerta del dormitorio, a las siete y media, para coger sus ropas. Más tarde, se desayunaron los tres juntos.
Habiendo empezado con aquello, Lucky no olvidó lo de la cuestión matrimonial, iniciada en la casa del crítico, de Hervey Miller. Pero nunca se mostró brusca en eso y Grant no llegó a sentirse molesto. Casi siempre la cosa se producía en forma de bromas. Por ejemplo:
—¿Sabes, Ron? Tienes que casarte conmigo —dijo ella una vez—. Tengo ya veintisiete años y tú vienes a representar mi última oportunidad. Además, eres el último de los escritores solteros y yo sólo puedo casarme con un escritor. Aparte, claro está, de que me he enamorado de ti.
Había en tales manifestaciones la peculiar franqueza que él le había observado en otras cosas. Había también en sus palabras una extraña y terrible tristeza, como si Lucky se diese cuenta de que todo aquello era demasiado bello para ser cierto. Y la tristeza de Lucky hería a Grant, era más de lo que él podía soportar. Ella no se mostraba irritada, ni exigente. Parecía una mujer completamente desvalida, totalmente a su merced, que no se avergonzaba de mostrarse así, que se sentía despreocupada por completo en ese aspecto.
Él la había puesto al corriente de sus planes, en relación con su idea de trasladarse a Kingston para aprender a bucear. Luego, resultó que ella conocía Kingston muy bien, que tenía muchos amigos allí, que había frecuentado el lugar. Su amigo sudamericano la había dejado en aquel sitio por espacio de varias semanas, con ocasión de regresar a su país para colaborar en una revolución que se estaba fraguando.
—¡Oh! ¡Llévame contigo! No te causaré la menor molestia —afirmó ella muy excitada—. Te presentaré a todo el mundo. Conozco sitios maravillosos. Conozco Kingston como…
—No puedo llevarte conmigo —respondió Grant casi automáticamente.
Luego, procedió a explicarle que había concebido aquel proyecto como algo que tenía que realizar solo por completo. Pensaba que la experiencia podía dar realidad a sus escritos, algo que él se imaginaba que éstos estaban comenzando a perder. Quería hacerse también de nuevos materiales, nuevos elementos de reflexión para su labor. No le explicó, naturalmente, que en el proyecto había intervenido el deseo oculto de alejarse de Carol Abernathy por algún tiempo, ni reveló, claro está, que Carol le había hecho fracasar en tal aspecto por el hecho de haberse invitado a sí misma…
—¡Debes llevarme contigo, Ron! —dijo Lucky, entristecida, con toda la vehemencia de una niña—. ¡Conozco aquello tan bien! Me gustaría volver por allí. Conozco el mejor de los hoteles de la localidad. Su propietario es un hombre maravilloso. Si yo te acompaño nos hará un buen descuento. Conozco muchos rincones, muchas cosas de allí.
—No puedo, Lucky. Es que no puedo, de veras. Me gustaría complacerte, pero…
Ella no insistió. Sacó el tema a colación de vez en cuando, sin embargo. Obraba así esperanzada, creyendo que acabaría por convencerle. Después de haber concebido la idea de casarse con él, en la casa de Hervey, relacionaba eso con su proyecto: podían contraer matrimonio en Kingston, en el hotel; su amigo René Halder, el propietario del establecimiento, actuaría como testigo. Se sentiría encantado. Grant se limitaba a sonreír y a denegar con movimientos de cabeza. Se sentía en tales instantes trastornado.
Lucky lo llevó a Paul Stuart. No fue al día siguiente del cóctel en casa de Hervey, sino una semana más tarde, casi. Después de una perezosa mañana en la cama, con el brillante sol invernal filtrándose por la ventana, por las leves cortinas, mientras se bañaba, Lucky anunció a Grant que aquél iba a ser el día de la visita a Paul Stuart. En consecuencia, añadió, debía estar preparado. Ron Grant iba a ir de compras. Comerían en algún restaurante del centro de la ciudad; buscarían algún local pequeño y acogedor. Se prepararían con dos o tres martinis, y no más. Luego, directamente, al establecimiento. Nada de vagar de un lado para otro. Dócilmente, Grant se prestó a ser conducido hasta allí. A cambio de esta docilidad vivirá la tarde más deliciosa de toda su vida, la mejor de todas las que había conocido a lo largo de treinta y seis años.
Lucky fue quien se encargó de elegirlo todo. Nada quería para ella. La verdad era que en aquella tienda no había nada para el público femenino, si se exceptuaban unas cuantas bufandas. La luz del amor era tan visible en el rostro de ella que los dependientes del establecimiento se sintieron inmersos en el afectuoso juego en seguida, mirando a Grant con envidia. Hasta los clientes esporádicos de aquellos momentos sintiéronse cautivados, moviéndose alrededor de ellos para observar la escena, curiosos. Lucky entró con Grant en el probador. Dar con un traje que viniese bien a la espalda de él requería la modificación total de los pantalones. Lucky dio las instrucciones necesarias. Y cuando el dependiente abandonó el pequeño cuarto, Lucky se echó sobre Grant, riendo y besándolo, como si estuviese viéndole por vez primera en paños menores. Riéndose todavía con más ganas, se negó a salir del probador a una invitación de él. El dependiente, discretamente, entregó a Grant luego un pañuelo para que se limpiase los restos de carmín que aparecían en su cara. «La casa le está muy reconocida, señora», dijo a Lucky. Fue aquella una escena propia de una película protagonizada por Clark Gable y Carole Lombard. Fueron unos momentos felices, de los que participaron otras personas aparte de ellos.
Finalmente, salieron de allí con dos trajes, uno oscuro, otro de color marrón con una lista, calcetines largos, hasta la rodilla, corbatas, camisas, pañuelos… Todo menos ropa interior. Lucky consiguió la promesa de que los pantalones a modificar le serían entregados al día siguiente. Después tomaron un taxi para trasladarse al New Weston. Se derrumbaron, riendo, sobre la cama del dormitorio, aquella cama grande, blanda y fea que a Grant no le parecía ya tan horrible.
La verdad era que él no podía realmente creer que Lucky estuviese convencida de que vivía en plena realidad. Y si no era así, ¿por qué no llevársela a Kingston? ¿Por qué no casarse con ella en el hotel, dirigirse luego a Indianápolis, dejar las cosas arregladas y emprender el regreso allí? Mejor todavía: ¿por qué desplazarse a Indianápolis? No tenía por qué… Tomando un avión podían dirigirse a Kingston sin más, sin detenerse siquiera en Ganado Bay. La verdad era también que se sentía espantado. Temía en primer lugar la escena —o escenas— que le haría Carol Abernathy. Todo lo demás, por si eso fuera poco, en general, le daba miedo. Implicaba un cambio, enmendar su vida, reajustar los planes forjados. No obstante, había entrado en sus proyectos casarse algún día. Pensaba en el futuro, vago, incierto… Bueno, ¿y qué? ¿Qué podía hacerle Carol Abernathy? ¿Señalarle la iglesia?
Era una situación muy peculiar. Justamente, por el hecho de no estar casado. Suerte. Porque, en un aspecto, era libre como los pájaros. No estaba casado, no tenía que divorciarse de nadie, ni pagar ninguna indemnización, ni desprenderse de ninguna propiedad común. Por otro lado, había allí catorce años de una forma de vivir, de una manera de pasar los días (crecientemente insoportable, esto era verdad), cuyas raíces resultaban difíciles de arrancar. Para colmo de males, andaba preocupado por la cuestión del dinero. Había gastado en aquel viaje a Nueva York mucho más de lo que planeara, mucho más de lo que le permitía su economía. Y con la forma de vivir que había adoptado, careciendo de inversiones o capital, si sus sucesivas obras teatrales no eran recibidas por el público calurosamente, iría a la bancarrota.
¿Y qué pasaría si aquella mujer de la que se estaba enamorando perdidamente resultaba estar en total desacuerdo con la realidad que él se había forjado? ¿Qué pasaría si, al igual que le ocurriera con otras chicas de las que se había enamorado o estuviera a punto de enamorarse, Lucky venía a ser en fin de cuentas un complicado juego de complejos, una ególatra a la que no pudiera controlar? ¿Y si era una megalómana como Carol Abernathy?
Aquella noche, después de su visita a Paul Stuart, no salieron. Se hicieron subir unas bebidas, la cena, el café, vieron el programa de televisión y… se buscaron con el apetito casi insaciable de la velada del cóctel en casa de Hervey, como tantas otras veces.
Estaba más o menos concretada la fecha de la partida de Grant. Se iría tres días más tarde, seguramente. Hablaron de esto.
—Me has hecho saber que buscas realismo en la experiencia del buceo —dijo Lucky una vez—. La realidad soy yo. La verás casándote conmigo, corriendo todos los azares propios de la existencia. Teniendo hijos, quizás. Unos hijos que pueden ser unos imbéciles. O que pueden salirte mongólicos. O genios. En esto radica la realidad, mi querido Ron.
Éste guardó silencio durante unos instantes.
—Quizá —dijo finalmente—. Yo sé que te amo.
Ella se había sentado en el lecho, con las piernas recogidas contra su pecho, apoyando el mentón en las rodillas. Luego, le miró.
—Pero no creo en el amor —añadió Grant.
—Yo tampoco. Yo tampoco creo en el amor —declaró Lucky—. Resulta divertido, ¿eh?
Lucky no hizo el menor movimiento.
—Sólo sé que necesito estar solo por algún tiempo, para encontrarme a mí mismo —mintió del todo o a medias él—. He de pensar en muchas cosas.
Ella siguió todavía sin moverse y sus grandes y azules ojos le miraron con toda solemnidad.
—¡Oh! ¡Te quiero tanto! —exclamó Lucky con una voz apenas audible, como la de una niña—. No sé qué será de mí cuando te vayas.
Dos lágrimas corrieron silenciosamente por sus mejillas. Y ella siguió con la vista fija en Ron. Después, repentinamente, echó la cabeza hacia atrás, suspiró, secóse los ojos y empezó a reír, con una risa sofocada, ahogada.
—Estaré de vuelta dentro de seis semanas —anunció Grant, dolorido.
Lucky había abandonado la anterior posición, cruzándose de piernas.
—¡Ah! Pero ya no será lo mismo —dijo—. ¿No lo comprendes?
Por toda contestación, Grant la abrazó expresivamente. Lucky suspiró.
Nada de decisiones tajantes. Grant, decidió aplazar la fecha de su partida por otra semana. Alquiló un coche y la llevó a la casa de Frank Aldane, en Connecticut, con la intención de pasar allí el sábado y parte del domingo.