XVII
Lucky no quería asistir a aquella cena. Y así se lo notificó a Grant mientras se vestían. Ella hubiera preferido buscar un rincón tranquilo donde habrían podido hablar tranquilamente, sin inoportunos y alborotadores testigos a su alrededor.
—¡Oh! No seas así, cariño. Vamos a divertirnos, ya verás. Doug es un viejo amigo. Hasta sir Gerald es ya, prácticamente, un viejo amigo también para mí. Tendremos tiempo de sobra después para estar juntos. Quiero ver cómo es esta ciudad…
No había manera de combatir su nerviosa ebullecencia.
—De acuerdo —respondió ella—. Tú sabes que me gusta salir, que siempre me ha gustado.
Pero Lucky dirigió a Grant una extraña mirada.
Grant se encontraba animado por una rara disposición interior. La práctica amorosa, en lugar de relajarlo, había incrementado su excitación. Todas las bebidas que ingiriera a partir de aquel momento no conseguirían disminuirla. La sensación dé haber cruzado un vago pero peligrosamente definitivo Rubicón, había incrementado su torrente adrenal una enormidad. Presentía, impuesto de todas las mentiras de que había hecho uso a lo largo de aquel episodio de su existencia, que en alguna parte, sin saber por qué concretamente, se le avecinaba un choque con alguien, inevitable. Era esto lo que había sentido en la guerra, a bordo de su buque, poco antes de un combate cualquiera.
—Hay por aquí un par de buenos clubs nocturnos, he oído decir —manifestó.
Desde el otro lado de la puerta del cuarto de estar, Doug Ismaileh golpeó aquélla, impacientemente.
—¡Válgame Dios! ¿Qué diablos estáis haciendo ahí dentro? —rugió—. ¡Otra vez no!
Lucky, al lado de Grant, se ruborizó. Él la besó en la mejilla.
—¡Ya vamos! ¡Ya vamos, hombre!
Abrió la puerta.
La segunda gran velada de sir Gerald Kinton comenzó con bastantes buenos auspicios. Antes de nada, estuvieron tomando unas copas en el Racquet Club, sentados en la fresca terraza, desde la cual se dominaba el puerto. Un buque de turistas estaba entrando y aparecía iluminado alegremente de proa a popa. La ciudad pronto se llenaría de viajeros ataviados con las holgadas y floridas camisas hawaianas, tocados con sombreros de paja.
—Afortunadamente —comentó sir Gerald—, esa gente desconoce los sitios mejores de la población y, generalmente, no sabe a dónde ir.
Con una sensibilidad de que sólo sabía dar muestras cuando no se encontraba bebido, había preparado reflexivamente la reunión proyectada para aquella noche. No había chicas de sobra. A modo de deferencia hacia Lucky, que figuraba allí como la novia auténtica de uno de ellos, únicamente se hallaban presentes cuatro modelos, cada una de las cuales tenía su pareja de confianza. La sección masculina estaba representada por sir Gerald, Doug, el director del hotel («el Espía de la Familia») y (al parecer, esto era obra de Doug) el mayor de los hermanos Khanturian, el ex sargento de Infantería, el de los pies defectuosos… En consecuencia, el horizonte se veía despejado, libre por completo de problemas e incógnitas. Por añadidura, la actitud de Lucky no podía ser más cauta y prudente.
Después de las bebidas en el Racquet Club y la cena en un romántico establecimiento de la costa (sir Gerald se había preocupado oportunamente de que fuese un hotel alejado de la población, donde no corrieran el riesgo de tropezar con curiosos turistas), los ánimos, en general, se fueron caldeando. Y sólo cuando el alcohol produjo verdaderamente sus efectos —los martinis en el Racquet Club; el vino durante la cena; el whisky en el club nocturno, posteriormente—, y llegaron a la etapa de la «mutua y absoluta sinceridad», al alcanzar la cual los borrachos sienten la necesidad de decirse la verdad sobre cuanto sienten y piensan, empezó a suceder lo que de antemano era predecible.
Esto ocurrió en el club nocturno, que se encontraba a corta distancia del lugar en que habían cenado. La modelo número cuatro (que la noche anterior había estado nadando desnuda, jugueteando con Doug y sir Gerald) abofeteó al mayor de los hermanos Khanturian, por haber intentado introducir una mano por debajo de su falda, aprovechando el tablero de la mesa, llamándole «cerdo grasiento».
El mayor de los hermanos Khanturian no se molestó en seguirla, continuando, impertérrito, en su sitio. Doug procedió a referir a sir Gerald la historia de los pies helados de su primo en la campaña de Hürtgen. Pero sir Gerald, en lugar de mostrarse tolerante, acogedor, dio en preguntar con voz que delataba su afán de discutir dónde diablos se encontraban «los condenados americanos» en 1940, cuando los británicos los necesitaban de veras, cuando libraban batallas por su cuenta y riesgo, sin ayuda de nadie.
Esto condujo a varios desacuerdos en lo tocante al tema de la «Revolución Americana». En este punto de la conversación, sir Gerald mantenía que «si el caballero Johnny Burgoyne hubiera sido respaldado por el secretario para América, lord George Germain, que era lo obligado, nunca habrían llegado a existir los Estados Unidos de América». Nadie fue capaz de rechazar este argumento, porque nadie sabía quién había oído hablar siquiera de él.
Entretanto, Grant había estado librando una batalla de ingenio con el agudo actor americano del «show», quien le había reconocido, procediendo a su presentación desde la pista, enfocando uno de los proyectores sobre su mesa. Grant lamentó esto bastante. En otras circunstancias hubiera encontrado el gesto agradable, halagador. Por entonces, Lucky había salido ya del local, refugiándose en el automóvil. Poco después, Grant era descalificado en la lucha que se había entablado, con buen humor, sobre el uso de vocablos de cuatro letras.
Cuando descubrió que Lucky había desaparecido, Grant abandonó también el club, presa de verdadero pánico. Luego, los otros le siguieron. Pero antes de que sucediera tal cosa, él y Lucky se hablaron con entera sinceridad en la oscuridad del coche, estacionado junto a un macizo de bellas buganvílleas, al pie de una hermosa palmera real.
—¿Qué es lo que te ha pasado a ti? —inquirió Lucky, con un irritado medio gemido, al enfrentarse con él.
Había estado llorando. Había bebido bastante, por otro lado. Grant se echó hacia atrás, lo mismo que si hubiese esperado que ella le agrediese.
—¿A mí? ¿Qué es lo que puede haberme pasado?
Torpemente, movió la cabeza a un lado y a otro, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo al tiempo que se encogía de hombros, desvalidamente.
—Tú no eres el mismo hombre que conocí en Nueva York. Tú no eres el mismo hombre del que me separé en Miami.
Grant no supo qué responder a eso.
—¿No?
—Yo creo que Doug influye en ti perniciosamente —aseguró Lucky—. Siempre que anda por tus inmediaciones algo cambia en ti y entonces te conviertes en otra persona, en otra persona completamente distinta. Te vuelves más brusco, más malicioso, más cruel. Es como si…
—¡Ah! Ése hijo de perra del actor tiene la culpa —gruñó Grant—. ¿Con qué derecho vino a fijarse en mí? Ésa gente cree que puede aferrarse a cualquier cosa, a cualquier pretexto, para salir adelante.
—No he querido referirme a eso…
—Debiera haberle propinado un buen puñetazo… Sí, eso es lo que debiera haber hecho.
—Lo que yo quiero decirte, Ron…
—Son todos unos tipos falsos. Su misma profesión es una pura falsedad. Todo es falso, todo lo que hay en el mundo… Nadie dice lo que siente. Excepto yo. Excepto yo y tú, como decía el quáquero, y yo dudo de ti.
Su irritación iba en aumento, pero tuvo que detenerse para hacer una profunda inspiración.
—Es posible que tengas razón —respondió Lucky—, pero tú no puedes ir delante y detrás de cada persona, intentando corregirlas. Pero ¿es que no pasó por tu cabeza que me estabas poniendo en una situación embarazosa?
—¿A qué diablos te refieres? ¿Qué demonios quieres decir?
—Me refiero a lo que estabas haciendo, exhibiéndote en honor a Doug —dijo ella—. ¿Querías granjearte su admiración incondicional acaso? Esto es lo que me pareció a mí. Cada vez que te acercas a él cambias de personalidad. Es como si… Es como si, deliberadamente, él actuase para convertirte en otro ser, con objeto de poder manejarte mejor.
Conciliador de pronto, Grant hizo un lúgubre gesto de afirmación.
—Ésa era la verdad. Es lo que le gustaría. Con toda seguridad que le gustaría lograr eso. Pero no va a lograr nada. No va a poder manejarme nunca. Nunca.
—Yo no estaría tan segura de ello —declaró Lucky.
—Bueno, tú tampoco eres una santa.
Ella le miró fijamente.
—No te comprendo. La verdad es que no te comprendo. En Nueva York eras amable, tierno, cortés. Y compresivo.
—No siempre —declaró Grant bajando la voz.
—¿Qué es lo que te atormenta, Ron?
Grant hizo un gesto de asombro primero. Luego, pareció sentirse ultrajado.
—¿Qué es lo que me atormenta? ¿Quieres saber tú qué es lo que me atormenta? Te lo voy a decir. Voy a morir. Cualquier día de éstos… Eso es lo que me atormenta. Voy a morir. Yo, sí. Y a nadie, dentro de este condenado mundo, va a importarle mi muerte un bledo. He aquí lo que me atormenta… Ni siquiera tú, ni siquiera tú te sentirás apenada por ello. Si me casara contigo mañana y cayera muerto al suelo de repente al día siguiente, al cabo de un año volverías a casarte con cualquier otro y te sentirías tan feliz y contenta. Porque tú no puedes pasar ni aun quince minutos sin un amante, pongamos por período de tiempo dilatado. Ya te he dicho la verdad. Ésa es la verdad acerca de todo. Acerca de todo el mundo. Y todo este amor, don sus ternuras e integridad, es «paja». Sucede solamente que la gente no quiere admitirlo. Todos pretenden que la cosa no es así, a fin de poder continuar viviendo con su terror a cuestas. Las personas componen con sus vidas historias. Cuando éstas son registradas por escrito, nace la Historia. ¿Quieres tú saber qué es lo que me atormenta? Pues lo que acabo de explicarte. Y todo lo que yo pretendo es que eso sea admitido por una vez, con vistas a una mitad de un tercer acto final.
En medio de esta apasionada declaración, Lucky había empezado a sollozar silenciosamente. Al guardar él silencio, dijo:
—¡Oh! Eres terrible. ¿Cómo voy a saber si llegaría a enamorarme de alguien con el tiempo? Lo que yo sé ahora es que te amo. ¿Cómo voy a saber si con el tiempo llegaría yo a casarme con otro hombre? ¡Ciertamente que no encontraría a nadie que fuese como tú! Y yo no estoy tan segura ahora misma de que quiera casarme contigo, ¿sabes?
—De acuerdo —dijo Grant súbitamente, amable de nuevo, como un hombre que acabara de sentirse aliviado de algún trastorno físico—. Entonces, trasladémonos a Kingston los dos para pasar allí una temporada feliz. Dejaremos las preocupaciones para más adelante.
Grant suspiró profundamente. En su suspiro había un gesto de gran satisfacción, por un motivo u otro. Luego, echó la cabeza hacia atrás, fijando la vista en el firmamento.
—Sal del coche, Lucky —dijo Grant al cabo de unos segundos, con una voz de tonos nuevos y tensos—. Apéate y acércate a mí. Fíjate en esto. Mira.
Ella le obedeció dócilmente, plantándose a su lado, con la cabeza casi en contacto con su hombro. Por encima de ellos, en el firmamento nocturno, de un extremo al otro del horizonte, centelleaban millones y millones de estrellas.
—¿No es esto que estás viendo el espectáculo más escalofriante, más horrendo del mundo? ¿No has pensado que a cualquiera de esos mundos lejanos le importa un bledo que tú y yo muramos o que sigamos viviendo?
—No sé… —respondió Lucky, en un murmullo—. Supongo que no somos nada para ellos. Pero voy a decirte una cosa. A mí también me importa un bledo la suerte que puedan ellos correr.
En este momento, cuando él la besaba apasionadamente, salieron del club nocturno los miembros del grupo, en su busca. Naturalmente, desde allí se trasladaron todos a la villa de sir Gerald, junto al mar. Y, desde luego, inevitablemente, se impuso el baño en la piscina, en completa desnudez. «El Espía de la Familia», que en su hotel se había enterado del todos los detalles de la fiesta de la noche anterior, jadeaba como un toro acosado. La cosa no empezó con brusquedad, de repente, por supuesto. Todos aparecieron al principio decorosamente vestidos para el baño: ellos con la prenda clásica, ellas con el bikini de rigor. Finalmente, llegó un instante en que una de las modelos se lamentó de la molesta sujeción de todos los trajes de baño, incluidos los bikinis, procediendo a desprenderse de los dos pañuelos de hierbas que constituían su atuendo deportivo, arrojándolos desde el agua a uno de los bordes de la piscina. Ésta fue la señal. Y fue entonces también cuando se produjo el gesto de rebeldía de Lucky.
Lucky no vestía ningún bikini. Llevaba un traje de baño de una pieza, de estilo olímpico, de tela de nylon fina. Solía decir que su figura resultaba demasiado lujuriosa para lucir bien con el bikini. Había dado unas cuantas brazadas por la piscina, demostrando que el deporte de la natación no le era desconocido, ni mucho menos. Seguidamente, se encaminó al borde de la piscina, quedándose sentada, con la barbilla apoyada distraídamente en una rodilla, la de la pierna levantada. Contemplaba (no muy a gusto) todo lo que tenía su alrededor, como si hubiese entrevisto todo lo que iba a suceder. Grant había estado ejercitándose a fondo, en torno a ella, gozando del placer de nadar por nadar, sin la adición del pulmón acuático ni las aletas. Ocasionalmente, juguetón, besaba el pie de Lucky que quedaba en el agua. Pero cuando la primera modelo se deshizo de su bikini, Lucky se puso en pie y echó a andar hacia la casa, sentándose en uno de los sillones de mimbre. Grant siguió, preocupado.
—¡Eh, Lucky! ¿Qué te ocurre?
Lucky se había acurrucado en el sillón, procurando abultar lo menos posible, como un feto.
—Quizá no conozca tus gustos —dijo ella, en voz baja—. Tal vez no nos conozcamos suficientemente todavía… El caso es que las orgías no son mi flaco precisamente.
—Oye, oye… Un momento.
—Una vez te dije que había dormido con unos cuatrocientos hombre. Era una cifra aproximada, bastante precisa. Pero nunca dormí con ellos en tándem, ni en grupos. Nada de orgías.
—Vamos, vamos —protestó Grant—. Esto no es una orgía. Aquí cada hombre tiene su pareja…
—¿Es que a ti te gustaría que me quitase el traje de baño y que me viesen esos hombres desnuda?
—Pues no, no me gustaría —se apresuró a contestar Grant—. Desde luego que no.
Ésta no era estrictamente la verdad. Se dio cuenta de ello inmediatamente. Pero se trataba de una mentira a medias. Aquel paso de Lucky le emocionaba anticipadamente, causándole al mismo tiempo una especie de dolorosa sensación, como una punzada en sus entrañas. Más dolor le producía aún su alusión a sus «cuatrocientos hombres». Lo cierto era que Lucky habría procedido mejor mostrándose algo circunspecta en lo tocante a este punto. Le complacía, sin duda, atormentarlos a todos.
—Tú sabías, sin embargo, que iba a suceder lo que está sucediendo.
—No había pensado en ello —respondió Grant, desalentado, aunque ésta era la verdad exacta.
—Tú oíste, no obstante, lo que Doug me dijo en el coche, que todo esto fue lo que hicisteis ayer…
—No pensé en ello —insistió Grant.
Pero a despecho de eso, fue suficientemente honesto para admitir que él hubiera debido pensar en aquello. Tenía que haber considerado si a ella podía gustarle o disgustarle. Había una especie de subterfugio allí.
—Bueno, ¿qué diablos…?
Los ojos de Lucky centellearon peligrosamente.
—Escúchame… ¡Y puedes creerme! Si tú me dices que sí, yo me prestaré a ello. ¡No tienes más que indicármelo! Pero si yo procedo de acuerdo con tus deseos llegarás a ser el individuo más celoso del mundo. ¡Te lo prometo!
—Ciertamente que mi respuesta es negativa —contestó Grant, calmosamente. Su calma era fingida; los oídos le zumbaban—. Desde luego que mi respuesta es que no. Podríamos permanecer sentados aquí, tranquilamente, sin hacer nada. Eso si no quieres que te lleve…
En este momento, la pareja de Doug, Terry September, vistiendo todavía su bikini, de vuelta del tocador de señoras, le interrumpió.
—Bueno, ¿es que no pensáis tomar parte en nuestras bromas?
—No, no, gracias —replicó Lucky, fríamente.
Terry se enfadó.
—Vamos, vamos, querida. Yo te conozco de Nueva York, por donde has corrido lo tuyo. ¿Por qué no dejas de mostrarte estirada por unos minutos? ¿Por qué no te relajas un poco? Te hará bien.
Luego, sonriendo, Terry se sentó en uno de los brazos del sillón, pasando uno de sus brazos, amistosamente, por encima de los hombros de Lucky. Como si aquel contacto le hubiese producido una quemadura, Lucky se levantó de un salto, echando a correr hacia la casa, llorando.
—¡Yo no soy ninguna prostituta! ¡Yo no soy ninguna prostituta!
Grant la oyó decir eso. Nadie notó nada. Toda la escena se desarrolló sin violencias extremas. Terry sí que se dio cuenta…
—Oye, ¿qué es lo que yo dije? —se lamentó.
—Nada. Bueno, olvídalo —repuso Grant—. Voy a hablar con Lucky. El viaje ha debido de dejarla muy fatigada.
Se marchó de allí a toda prisa.
La encontró en uno de los dormitorios. Habíase introducido en un armario empotrado, cerrando la puerta del mismo y dejándose caer en el suelo, en un rincón, entre los faldones de unos abrigos. Lloraba con el desconsuelo de una criatura injustamente castigada o que acabara de perder a su padre.
—Cariño, cariño… Vamos, no seas así. No llores, querida, no llores.
Las palabras eran lo de menos allí. Lo que más interesaba era que siguiese hablando, que continuase pronunciando frases en el tono más suave posible. Ella se comportaba como un animal herido. Finalmente, Grant logró que accediese a incorporarse y la sacó del armario. Sentáronse en el borde del lecho, él la abrazó y Lucky cesó de llorar.
—Eres un cualquiera —dijo ella por último, secándose los enrojecidos ojos, respirando acongojadamente—. No tienes derecho a tratarme así. Nunca te hice nada que te diese el derecho a tratarme de esta manera, como si yo fuese una de esas mujeres…
—Desde luego que no —manifestó Grant, razonable—. Naturalmente que no. Pero has de tener en cuenta, Lucky, que esas muchachas no son prostitutas. Son jóvenes que intentan ahora que pueden hacerlo divertirse un poco. Igual que hace todo el mundo.
—Lo sé… —respondió Lucky. Estaba recobrándose lentamente—. No. Eso no es verdad… Son enfermas. Yo nunca estuve enferma. Nunca estuve como ellas.
Grant la miró fijamente, escuchándola. Estaba tan cerca de Lucky que la hubiera oído perfectamente, incluso expresándose en un murmullo, hablando para sí. Él estaba pensando que, a sus propios ojos al menos, había demostrado una considerable falta de valor, por haber retrocedido cuando la escena del baño desnudos.
Casi automáticamente, él se había comportado de una manera cobarde. Le había dado miedo su reto. Pero Grant había entrevisto claramente, poniéndose alerta, conteniendo el aliento al percibir el inminente peligro, que de haber reaccionado de otro modo, de haberla dejado seguir adelante, de haberle permitido reunirse con los bañistas desnudos, los dos habrían destruido algo no susceptible de recuperación en el futuro. Pero ¿comprendería ella eso? ¿Se daría cuenta de lo que él hiciera? ¿Y estaba él en lo cierto? Silenciosamente, Grant continuó pasándole la mano por la espalda, mientras ella se secaba la cara y volvía a respirar con el ritmo de siempre, el normal. En este momento apareció el mayor de los Khanturian.
Por una razón que solamente Grant debía de conocer, habíase puesto calcetines y zapatos, así que ofrecía un aspecto un tanto extraño, ya que por indumentaria no llevaba otra cosa que su traje de baño. El hombre los miró y remiró, como si no hubiese captado la nota rara que existía allí, gimiendo en su borrachera unas palabras que no parecían tener sentido.
—¡Jesús! Mis pobres pies me están matando —anunció con un gesto lúgubre—. ¡Lo que daría yo por tener alguien que me los frotase!
Aquello era ridículo. Desde luego, no tenía a nadie a su lado, pues su pareja le había dejado llorando. Aparte de que ella no le hubiera hecho nada de encontrarse presente. Estaba bien claro que él se hallaba cansado de ver cómo los otros hombres jugaban en la piscina con sus respectivas parejas.
—¿Quieres frotarme los pies? —preguntó a Lucky.
—Venga… Siéntate aquí —dijo Grant, dirigiendo a la muchacha una sonrisa—. Naturalmente que quiero.
Y cuando Khanturian se derrumbó sobre el lecho, él se arrodilló y, quitándole los zapatos, con un guiño a Lucky, empezó a frotarle los pies por encima de los calcetines, estando así unos minutos. Khanturian suspiró complacido.
—Espero no estar molestando, ¿eh? —inquirió, grave, de pronto.
—No —respondió Grant—. No, no. Oye, ¿por qué no duermes un poco?
Le daba pena aquel hombre. Le daba pena todo el mundo. Cogiendo a Lucky por un brazo, la llevó afuera.
—En realidad es un cerdo grasiento —manifestó Lucky con un gesto de profundo desagrado cuando se encontraron fuera del dormitorio, en el cuarto de estar—. Ella tenía razón…
—Bien —se limitó a murmurar Grant.
Tenía que admitir que era un cerdo grasiento.
—Y yo soy italiana —afirmó Lucky.
—Vamos —dijo Grant—. Voy a llevarte al hotel. Voy a decirles a Dour y a sir Gerald que nos marchamos.
Durante el largo viaje de vuelta, ella se colgó de su brazo con ambas manos, acercándose mucho a él, dejando caer la cabeza sobre su hombro. Parecía una niña asustada, que recurriera a la protección de su padre. En el aeropuerto, según pudieron observar al remontar el promontorio, brillaban muy escasas luces a aquella hora.
—Se me ha ocurrido una cosa con respecto a los clásicos veteranos —declaró Grant por último, al cabo de un prolongado silencio, que había empezado al subir al coche, frente a la puerta de la villa de sir Gerald. (Habían permanecido allí algunos minutos, escuchando las risas y las voces de los que se hallaban dentro de la casa)—. He estado pensando en los antiguos marineros, en los viejos soldados. Yo sé lo que significa no ser nada, verse uno manipulado, convertirse en un dato estadístico, notarse movido de acá para allá, igual que la pieza de ajedrez, con el fin de alcanzar un objetivo estratégico.
»Y cuando todo termina, los jugadores forman a todos esos individuos y les dan las gracias en masa, siempre gobernados por la estadística, hasta el fin. Nadie importante llega a conocer el rostro de uno, ni su nombre. Todos permanecemos en nuestro sitio; somos, simplemente, una pirámide de faces. Y el mayor de los Khanturian es así en la paz, lo mismo que en la guerra. Nadie. Y sigue sin ser nadie ni siquiera dentro de ese grupo nuestro de esta noche.
—El mayor de los Khanturian y sus hermanos, todos ellos —respondió Lucky.
Doug había empezado a implantar la costumbre de llamar a los hermanos por su orden de nacimiento: el primer Khanturian, el segundo Khanturian, etcétera.
—No me gustaste nada viéndote frotarle los pies.
—La verdad es que no quería hacerlo. Pero alguien tenía que atender a su ruego. Un viejo veterano merece algo más que eso. Yo no sé lo que darles en estos casos, simplemente.
—Seguro. Se merecen el derecho a incorporarse a la Legión Americana para luego convertirse en reaccionarios.
—Lo sé, lo sé —dijo Grant, moviéndose ligeramente al tomar una curva—. Me consta que es una reacción sentimental. Pero no puedo evitarla. Es que me siento espantado. No me gusta verla…
—Ver… ¿qué?
—Ver el desvalimiento de la enorme masa de humanidad, soportando con su pirámide de faces a los ambiciosos, a los inteligentes, a los dotados de talento, quienes, simplemente porque todos creemos en el orden de selección, con un profundo instinto animal, pasarán a la «Historia». Ellos merecen algo mejor.
—¡La Falacia de Rousseau! ¿Quieres decir que tú todavía crees en el «noble salvaje»?
—No, no, en absoluto. Yo sé que son bastardos, animales. Pero eso es lo que son los ambiciosos, los inteligentes, los dotados de talento. Es su desvalimiento lo que me espanta. Ellos no tienen nada que decir acerca de lo que les sucede. Y eso va camino de empeorar. Es la Edad del Futuro, temo, y todo será igual en tiempo de paz como en tiempo de guerra.
—Es que siempre ha ocurrido lo mismo.
—Lo mismo, no. Si César Augusto pudo seguir adelante mostrándose más cruel que Harry Truman o el general Eisenhower le fue eso permitido por la gente, él no dispuso de sus modernos medios de imponerse, elaborando un atractivo retrato de su persona.
—A mí me gusta la gente atractiva —murmuró Lucky.
—Desgraciadamente, no abunda mucho en el mundo.
—¿Y eres tú una de esas personas? —inquirió Lucky.
—¿Yo? Claro que sí. Yo soy famoso. Y si tú consigues ser famosa como yo, eso es tan bueno como ser político. No te enfrentas con el problema. Con el de ser nadie. La gente cuyos prados segaste humildemente, por los cuales libraste batallas, te invitan después a comer, para mostrarte a aquellas gentes en cuyos prados no te moviste. Te eligen como miembro de los clubs. ¡Diablos! Después de conquistar la fama, en una ocasión, llegué a jugar al póquer con un general, incluso.
Lucky dejó oír una disimulada risita. Volvía a ser de nuevo la dicha desvalida, asustada, nerviosa.
—¿Qué hay de malo en todo eso?
—Nada, en absoluto. Yo estoy a favor de ello. ¡Me lo merezco!
—Tú no eres como el mayor de los Khanturian, de todos modos. Tú nunca fuiste un don nadie.
—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que lo fui! Me acuerdo muy bien.
—¿Por qué crees que no llegó él a casarse?
Grant se sintió cauteloso. Aceró entonces su voz, dándole un tono de análisis.
—Es fácil de adivinar. ¿Conoces a la madre? Ella cree en la «Familia». No está dispuesta a permitir que ninguno de esos muchachos se deshaga de su autoridad. Y si ella no consintiera, cosa que no sucederá, ahí está el viejo, cortando el suministro de dinero. No les ha ofrecido la menor oportunidad en este sentido.
Grant esperó un momento a que Lucky formulase la comparación evidente.
—Odio a mi madre —susurró ella, en vez de lo que Grant esperaba—. Y ella, a su vez, me odia a mí. Nos comprendemos mutuamente; solamente que yo lo admito y ella sonríe con sus fríos, estúpidos y egoístas ojos, alegando que me ama. ¿Cómo puedo probar yo ante cualquier persona que no es así? Todo lo que ha hecho para herirme, lo ha hecho «por mi propio bien». La gente da crédito a eso. La única cosa que ella realmente ama es su personal estupidez, codiciosa e ignorante. Pero eso no sería demostrable.
—No parece ser esa la estampa de una señora dispuesta a regalamos diez mil dólares como presente de bodas —manifestó Grant, quien se acordó de repente del gesto de asentimiento de Frank Aldane, bebido, a modo de aprobación, al referirle él aquello mismo.
Hubo una breve pausa.
—Eso fue una mentira —murmuró Lucky con los labios pegados al brazo de Grant—. Se mostrará más bien dispuesta a regalarnos una o dos menudas piezas de las vajillas de plata que mi padre coleccionaba.
Otro silencio.
—Mentí porque pensé que con ese acicate te sentirías más inclinado al matrimonio.
El coche había pasado ya por delante del Racquet Club, adentrándose por las primeras calles de la población. Grant no le contestó, de momento. Luego, se echó a reír.
—Perfectamente. No te preocupes por eso.
—No es eso lo que me preocupa —manifestó Lucky—. Me siento preocupada por nosotros.
En el hotel, ya en el interior de la «suite», ella se pegó a Grant con más fuerza que en el coche.
—No debemos permitir que los demás nos destruyan. Y todos lo intentarán, si les facilitamos la oportunidad que ansían. Yo sola no puedo defenderme contra «ellos». Los dos juntos tal vez consigamos algo… Estoy un poco bebida. No estoy a gusto aquí. Vámonos, por favor, vámonos.
«Ellos»… Grant comprendió. Lucky había aludido a todos aquellos que habían obtenido un dólar a costa de otra persona, a los que habían hundido el machete de una bayoneta en los cuerpos de unos semejantes, al que solicitaba alianza de otro, a los que habíanse ganado la vida a expensas de otros, empezando por sus madres y siguiendo por sus amigos, maestros, profesores universitarios, llegando hasta los miembros de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, hasta los miembros del Senado, y los votantes, especialmente éstos… ¿Quién podía saberlo? Incluso el mismo presidente podía haberse valido… Si conocía la existencia de ella… Pero la verdad era que no sabía ni que existía, ¿cierto? Como no sabía de la existencia de otros seres. Los presentían, todo lo más. Los suponían presentes en alguna parte. Y se podía alargar la lista incluyendo en ella a los banqueros de Inglaterra, al Presidium comunista, la Liga Árabe, el ejército de Israel, la estructura social de la China roja y cada una de las tribus de Africa. Por añadidura, la NAACP, los Musulmanes negros, el Ku-Kux-Klan, y John Wayne, y la Sociedad de Aves. Grant había comprendido porque aquella era la sensación que había experimentado muchas veces a lo largo de su vida. Y más de cinco años en la Armada de Estados Unidos, luchando por la Democracia, no habían contribuido a proporcionarle un alivio precisamente.
¿Paranoia, señor analista? Podría ponerse el cuello. Podría ponerse lo que fuera. La Condición del Hombre Moderno. Y muéstreme usted, señor analista, en la humanidad de que me habla, quiénes no experimentan la necesidad de destruir, incluso la más breve de las palabras. Sin tener que pensar para ello en las bombas atómicas.
—Nos iremos —dijo él—. Nos iremos mañana. Será lo primero que hagamos por la mañana. Te lo prometo. Acostémonos. Déjame tenerte un poco entre mis brazos, Lucky.
No se marcharon al día siguiente, sin embargo. Y todo fue, estrictamente, por culpa de Grant. Mediada la mañana, descubrieron que Doug y Terry September habían regresado al hotel, encontrándose en el cuarto de estar de la «suite» desayunándose. El mayor de los Khanturian se había cansado de deambular por el paraíso privado de sir Gerald sin una compañía femenina; pidió ser trasladado a la ciudad y ellos le habían llevado hasta allí en su coche. Luego, en lugar de emprender el regreso, se habían quedado en el establecimiento, donde podían estar a solas y a sus anchas.
—Esas bromas cansan y pueden llevarla a una muy lejos —dijo Terry con voz ronca—. Yo soy más bien como tú, Lucky. Prefiero habérmelas con un solo hombre, un hombre, desde luego, que me guste.
Doug miró a Terry radiante. Los dos estaban todavía medio embriagados y, prácticamente, no habían pegado un ojo en toda la noche.
—¿Tú has visto a dos personas tan enamoradas como ésas? —le preguntó Doug.
—No he vuelto a ver una pareja de ese estilo desde que salí del colegio —replicó Terry, riendo.
Por ellos se enteraron Grant y Lucky de la excursión planeada por sir Gerald para aquel día.
—Quiere que visitemos el extremo occidental de la isla —explicó Doug, imitando con extraordinaria precisión el acento de sir Gerald. Siempre había tenido muy buen oído—. Ha pensado en un lugar denominado Negril Bay. No es una propiedad suya. Pertenece a un granjero. Vive a base de unas cuantas papayas y de los cocos. Le paga unos cuantos dólares al año por servirse de la playa, que es estupenda. Hay por allí un arrecife grande, maravilloso. Se va a llevar un «punch» de ron que él suele preparar y piensa elaborar un buen asado, de acuerdo con las normas tradicionales. La cosa va a resultar divertida. Nos bañaremos a placer y luego tomaremos el sol. Participarían en la excursión, con sus respectivas parejas, Doug, sir Gerald, Ron y «el Espía de la Familia». Inmediatamente, a Grant le entraron deseos de ir. En parte por aprovechar la oportunidad de probar en el grande y maravilloso arrecife de que hablara Doug el pulmón acuático que se había llevado alquilado y no había llegado a sacar del coche, en cuyo portaequipajes se encontraba. De otro lado, descubrió de pronto en él una gran resistencia a hacer cualquier cosa que acelerara su partida de allí y le devolviera a Ganado Bay, donde tendrían una escena con Carol Abemathy, en lo tocante a la visita a Kingston «solo».
Le había dicho una vez que pensaba trasladarse a Kingston en compañía de su chica, pero la verdad era que entonces no se había propuesto tal cosa, ni ella diera crédito a sus afirmaciones. Para evitarse molestias, gritos y exclamaciones, pensaba decirle que se trasladaba a Kingston solo, pero él sabía que pese a tal maniobra surgiría la discusión. ¡Dios mío! A pesar de lo que Carol le había hecho, comportándose al correr de los años con tanta brusquedad y egoísmo, con tanta perversidad, a veces, con todo el mundo, incluido Hunt, todavía se conducía como una persona culpable, como un esposo demasiado aficionado a las faldas. Un pequeño Rotado, poco varonil. La imagen de nuevo: oscura, plantada en los peldaños de la iglesia, señalando las sombrías puertas del mal, claveteadas. Fue esta sensación la que originó todo aquel condenado asunto del buceo. Pretendía valerse de éste para acabar definitivamente con ella, para sobreponerse a la misma.
Habló con Lucky de su proyecto de participar en la excursión tan pronto Terry se hubo marchado, nada más quedarse solos en el dormitorio.
—Me gustaría ver Negril Bay. He leído algunas cosas sobre ese lugar. Y quisiera disponer de una oportunidad para probar ese condenado pulmón acuático, que es, en realidad, a lo que vine aquí.
Ella accedió fácilmente, pero se le quedó mirando de una manera extraña.
—La verdad es que no me siento a gusto aquí —manifestó—. Y no sé por qué, realmente. Se trata de una especie de presentimiento. Pienso que nos acecha algo terrible… Me figuro que va a sucedemos algo desagradable, cuando menos lo pensemos.
—¿Es que no te agrada sir Gerald? —preguntó tímidamente Grant.
—No. No es eso. La verdad es que me resulta simpático, muy simpático…
—¿Sí? ¿Eres sincera? ¿Te resulta de veras tan simpático? —inquirió él, celoso.
—No seas tonto, Ron. También me agrada Doug, mucho. Y de esas chicas no tengo nada que decir. Es lo que tú afirmabas anoche. —Lucky hizo una pausa—. No sabría explicártelo, pero siento que algo va mal. Estoy asustada.
Grant decidió guardar silencio después de esto. Cuando terminaron de vestirse, saliendo al cuarto de estar, vieron que Doug les estaba aguardando.
—¡Qué pareja formáis, amigos! —exclamó aquél—. Parecéis un anuncio viviente de la Gran Industria de la Canción Amorosa Americana. Dais la impresión de haberos desprendido del McCall’s. Nada más veros he pensado que debiera enamorarme de nuevo. ¡Y yo que creí que había terminado para siempre con esas cosas!
Doug se pasó una mano por los cabellos, echando a andar con explosiva energía de un lado a otro de la habitación.
—¿Qué os parece Terry? Debajo de su espléndida fachada se esconde una buena chica. Tan asustada como el resto de nosotros, supongo. —Doug levantó la vista—. ¿Eh?
—Yo creo que es una gran muchacha —opinó Grant.
—Perfectamente. Nos reuniremos en la Cueva del Doctor para tomar unas cervezas a las doce y cuarto. Saldremos todos de allí…
Doug dirigió a los dos una sonrisa. Se sentía, evidentemente, muy complacido.
Había unos ochenta kilómetros hasta Negril Bay. Pero necesitó hora y media para cubrir aquella distancia, a causa del mal estado de la carretera, que discurría a lo largo de la costa, describiendo un sinfín de curvas al acomodarse a las hondonadas en forma de cuevas de las laderas.
Doug y Terry viajaron en compañía de Grant y Lucky, y el «Espía de la Familia» con su modelo y sir Gerald. Doug y Terry se instalaron en el asiento posterior del coche, dedicándose principalmente a beberse parte de la cerveza aportada por Grant para la excursión. También intercambiaron algún beso que otro. Cuando se colocaron por unos momentos al lado del automóvil de sir Gerald y luego lo adelantaron, penetrando en el sector arenoso en que crecía una jungla de papayas y cocoteros, Grant comprobó que el «Espía de la Familia» y su pareja habían estado entregados prácticamente a la misma tarea que los otros.
Al deslizarse por delante de la pequeña casa, plantada con no poca gracia sobre unas estacas, en la arena, el «granjero» salió. Sir Gerald paró su coche, apeándose. Al lado del diminuto negro parecía el doble de alto. Los dos hombres pasearon juntos unos minutos, escuchando pacientemente sir Gerald cuanto el otro quiso referirle. Finalmente, aquél puso una mano sobre el hombro del «granjero», deslizando en sus manos lo que a los demás les pareció un billete de Banco.
Grant, sentado impacientemente detrás del volante del segundo coche ahora, habría deseado que sir Gerald no se mostrase tan parsimonioso, preguntándose qué cantidad de odio albergaría el corazón del negro, disimulado por su sonrisa. Si no existía ninguno dentro de él (cosa de la que Grant no podía estar seguro del todo), ya surgiría alguna organización, como CORE, o la NAAPC, o cualquiera jamaicana equivalente, que se encargaría de provocarlo. Un negro no podía sentirse feliz mientras no lo fueran todos los de su raza. Un ser humano no podía ser feliz mientras el prójimo no lo fuese. Quizá…
Pero por un momento, Grant sintió una gran envidia. Envidiaba al pequeño negro, con sus papayas, con sus cocoteros, con su desvencijada casa, montada sobre unos pilotes, que no necesitaba ninguna estufa durante el invierno, que sólo necesitaba alguna protección contra la lluvia. Envidiaba su patio delantero, a cuyo término se encontraba la lámina brillante del mar, cuyo clamor llegaba hasta los oídos de Grant, al lamer el lecho inclinado de arena de la playa.
¿Qué más podía necesitar uno para vivir? Y por unos instantes se mostró dispuesto a cambiarse por él, pese al color de la piel… La única condición que ponía era la de retener a su lado a Lucky, desde luego. Más adelante, la Otra Parte de su mente le decía que de haberse visto los dos recluidos allí habríanse entregado a la bebida hasta morir. En cierta ocasión, Grant había fabricado licor en el lejano Pacífico, llenando de azúcar unos cocos y poniéndolos al sol para que fermentaran.
Sir Gerald se separó por fin del negro, y cuando los dos coches reanudaron la marcha, Grant descubrió, enmarcados por una ventana, cuatro pares de grandes ojos blancos que le miraban desde la altura del antepecho, desde dentro de la vivienda. En aquella oscuridad, los ojos parecían carecer de las faces respectivas.
—¿Qué diablos ha estado usted haciendo ahí todo ese rato? —preguntó a Kinton cuando se apearon de los vehículos.
La cara de caballo de sir Gerald se animó con una sonrisa.
—¡Oh! Las máquinas no funcionan si no se las engrasa previamente, ¿sábe? Hay que dar tiempo al tiempo.
—¿Pero de qué le estuvo hablando durante todo ese rato?
—¡Oh! Pretende hacerme un seguro de vida.
Grant no había visto nunca un sol tan deslumbrante como el de allí, ni siquiera en el tropical Pacífico. Era más fuerte que el de Ganado Bay o el de Montego Bay. Tanto brillaba, era tan cálido, tan blanco, que daba a todas las cosas exteriores, fuesen del tono que fuesen, un matiz superclaro, convirtiendo en negras, de una negrura absoluta, aquellos objetos en sombras.
Al cabo de unos minutos, los ojos, ofuscados, castigados por el sol, cesaban de percibir los colores. Éste sol era de tipo extrabrillante debido, según mantenía sir Gerald Kinton, a que aquel extremo occidental de la isla no era, a diferencia del resto, sombreado jamás por las nubes. Pudo subrayar tal peculiaridad mostrando sobre el mar una larga línea de blancas nubes, las cuales se dirigían lentamente hacia el noroeste, sobre las islas del Caimán, igual que una flotilla de grandes buques veleros en línea. A Grant le costaba trabajo creer en lo que pasaba allí, pero, al parecer, el firmamento respaldaba lo declarado por sir Gerald: todas las nubes que quedaban sobre la isla daban la impresión de ir encadenándose a la larga línea que se desplazaba hacia el noroeste, en tanto que a los lados de aquélla, perfectamente delimitada, no se veía una nube en el cielo, hasta donde una vista normal podía alcanzar.
Bajo este ardiente sol vieron un recinto desprovisto de tejado, con las paredes hechas de palmas entrelazadas. Fue aquí donde las chicas, sin dejar en ningún momento de hablar, se pusieron sus trajes de baño. Sobre la playa, con los pies en contacto con la arena, que casi quemaba, Grant empezó a pensar en los lejanos días del Midwest y en la especial sensación que suscitaba el recuerdo. Se trataba de otros tiempos distintos… El mar lamía la playa con el más leve de los murmullos. No bien habían acabado de ponerse los trajes de baño los hombres, sir Gerald anunció que el «punch» de ron y la cerveza se hallaban preparados sobre el capó de uno de los coches.
No supieron si fue efecto del sol, del agua o del «punch» de ron, o una combinación de esos tres elementos, pero el caso es que a los veinte minutos se hallaban todos bebidos. El «punch», declaró sir Gerald, orgullosamente, sosteniéndose en pie gracias a que había tomado la precaución de apoyarse en una portezuela, mirando a su reducido auditorio con ojos vidriados, contenía cinco clases de ron, un poco de jugo de limón y jarabe. Era bueno hasta caliente, añadió, pese a que había llevado consigo una buena provisión de hielo. De todos modos, tomarlo equivalía, bajo aquel cálido sol, a ser golpeado con fuerza en la base del cráneo con una mazo.
De aquí a empezar a nadar todos desnudos, para tomar después el sol, no había más que un paso…
Había una nota de inocencia e infantilismo en aquello esta vez. Hacía pensar la escena en un grupo de chicos que se hubiesen puesto de acuerdo para llevar a cabo algo juntos. Tratábase de algo que no era francamente malo. Instintivamente, los niños sabían que no era malo lo que hacían, pero no perdían de vista que sus mayores no opinarían como ellos, por lo cual se quedarían muy mal impresionados.
Doug y Terry se adelantaron a todos en esta ocasión. Después de dejar sus trajes de baño en la arena y avanzar nadando unos momentos en el mar, se les unieron el «Espía de la Familia» y su chica, riendo los dos a carcajadas. Cuando sir Gerald y su modelo se les acercaron, Grant dirigió una significativa mirada a Lucky.
Habíanse sentado, con sus vasos de licor en la mano, alrededor de una mesa de forma redonda, a la sombra de uno de los grandes árboles, donde había sido construido el asador. Lucky, que se hallaba completamente bebida, y que ya se había caído una vez cerca del agua, se irguió, empezando a quitarse su traje de baño, de una pieza.
—¡No! —susurró Grant, angustiado—. ¡No hagas eso, Lucky! Ella le miró, sonriente. Tenía el rostro ligeramente enrojecido.
—Tú deseas que lo haga —declaró—. Lo sé muy bien. Lo descubro en ti. Lo presiento. Lo veo en tu rostro.
—Es cierto —dijo Grant—. Lo quiero. —Sentíase casi sin aliento—. Pero no lo hagas. Me resultaría demasiado doloroso.
—Eres un cobarde —manifestó Lucky—. Y yo quiero hacerlo —añadió obstinada—. Realmente, lo ansio. En realidad, me gusta…
—Muy bien. Soy un cobarde. Pero te estoy pidiendo que desistas…
Sin pronunciar una palabra más, Lucky volvió a colocar la hombrera del bañador sobre la misma marca de su piel, sentándose para coger su vaso de nuevo.
El grupo de accidentales desnudistas, riendo y chapoteando en el agua, había estado nadando, deteniéndose después en un sitio en el que aquélla llegaba a todos por la cintura. Empezaron a hacer un simulacro de riña entre ellos. Otro grupo, integrado por nativos vestidos con trajes de baño, entre los cuales se veían algunas criaturas desnudas, pasó por la playa, sonriendo al ver lo que sucedía a unos metros de ellos.
—Están jugando —explicó Grant—. Se divierten. ¿No lo veis? —agregó con un movimiento de cabeza, mirando a los sonrientes jamaicanos.
—Eres un hombre muy chocante —declaró Lucky—. Mucho. Me dijiste antes que lo que yo me proponía hacer te resultaría doloroso. Sin embargo, todavía estás deseando que lo haga. Todavía.
Grant no respondió. La fingida riña había cesado en el agua y Doug y Terry avanzaban hacia la orilla. El primero se quedó por un momento con la mirada fija en la casa del menudo negro, tendiéndose luego en la arena, sobre una toalla de Terry, que se acostó junto a él. Los otros cuatro salieron también del agua, acomodándose a su alrededor. A juzgar por la ausencia de partes no tostadas en los cuerpo de las muchachas, éstas se hallaban habituadas a tomar el sol completamente desnudas. Grant notó que los hombres se conducían con toda naturalidad, sin mostrar la menor excitación. A él le sucedía lo mismo. Cosa curiosa: más bien ocurría lo contrario de lo que cabía esperar en aquellas condiciones.
A su lado, Lucky se puso en pie repentinamente, echando a andar hacia el agua. Tendióse ya en ésta, desplazándose a nado a lo largo de un corto trayecto, con el cuerpo medio sumergido. Luego, se detuvo, haciendo diversos movimientos. Grant no la perdía de vista…
Súbitamente, Lucky se puso en pie, con las manos sobre su cabeza, en una posición clásica de ballet. Resbalaba lentamente el agua por su cuerpo; veíasela en toda su gloriosa sensualidad; sus redondas caderas hacían de las otras chicas, más delgadas, unos seres asexuales.
Con los brazos todavía en alto y llegándole el agua escasamente a la rodilla, hizo una serie de clásicos ballonné fouetté, un auténtico pas de bourrée, directamente hacia ellos, bellamente ejecutados. Debía de haber escogido aquel movimiento, durante el cual una de las piernas, la que se levantaba, formaba un ángulo recto con la otra, intencionadamente, por la progresiva violencia de la postura. Se produjo alguna agitación entre los reducidos espectadores de la playa cuando hizo el pas de bourrée. Sus cabellos, del color del champaña, no habían llegado a mojarse y al moverse relucían como si hubieran sido una masa de oro blanco. Finalmente, Lucky sumergió su cuerpo en el agua, hasta la cabeza, como antes, acercándose al punto en que había dejado el bañador.
En la playa estallaron nutridos aplausos. Oyéronse también algunos gritos.
Al volver junto a Grant, éste vio que ella se reía. Habíase ruborizado. Luego, Lucky lo besó en la boca.
—¿Estás enfadado conmigo?
—¿Que si estoy enfadado contigo? ¡Dios mío, qué bella eres! ¡Lo que te quiero! Fue muy bonito lo que hiciste, Lucky.
—¿Te sentiste excitado?
—¿Qué? Ya lo verás más tarde.
Y sin embargo, en lo más recóndito de su ser, no sabía dónde, albergaba cierto rencor, se sentía irritado. Al mismo tiempo, notaba que jamás había sido presa de una excitación sexual tan intensa como aquélla. Observábase tan acalorado que temía que su fuego interior acabase fundiendo sus oídos, quemando sus cabellos, haciendo arder su cerebro… En ocasiones, Lucky parecía entenderlo mejor que él se entendía a sí mismo.
Sir Gerald Kinton se incorporó sobre su toalla y, sonriendo, manifestó:
—Bueno, creo que no está bien que me ponga a atender a mis deberes de «chef de cuisine» vestido como nuestro padre Adán…
Púsose sus pantalones cortos antes de encaminarse al lugar en que iba a preparar el asado. Lentamente, los otros imitaron su gesto y así terminó aquel episodio.
No fue éste, sin embargo, el fin de la excursión. Ni dejó de circular entonces la bebida. Las deliciosas hamburguesas y costillas preparadas por sir Gerald sobre el humeante asador no llegaron a actuar de elementos compensadores de los efectos producidos por el famoso «punch» del improvisado «chef». Lanzado ya, con una insistencia en la autodestrucción cuya causa no acertaba a discernir Grant, sir Gerald fue sirviendo más y más «punch» de ron. Daba la impresión de disponer de unas existencias inagotables.
El «grande y maravilloso arrecife» resultó no tener ningún atractivo. Grant lo visitó, utilizando las gafas y el tubo respiratorio, descubriendo que se reducía a unas cuantas cabezas de coral de cerca de un metro de altura y alrededor de los dos por debajo de la superficie. Vio unas cuantas piezas corrientes por allí, aunque de pequeño tamaño. Como buceador, incluso como bañista provisto de tubo respiratorio, sir Gerald resultó tener menos conocimientos que el más modesto de los aficionados. En consecuencia, el pulmón acuático volvió a quedarse en el coche. De todas maneras, había bebido demasiado Grant para dedicarse a bucear en serio. En general, estaba demasiado bebido para intentar lo que fuese. Más adelante, cuando pensó nuevamente en Carol Abernathy, volvió al alcohol…
El sol era tan fuerte que al cabo de un par de horas de hallarse expuestos a él todos se sintieron como tostados… Nada de atezarse, de ponerse morenos. Todos pensaban en el símil a mano: la clásica rebanada de pan pasada por la lumbre. Durante la larga y cálida tarde, Grant llegó a quedarse dormido sobre la toalla, con un brazo pasado en tomo al cuerpo de Lucky, y de nuevo tuvo la pesadilla que había sufrido en otras ocasiones.
Otra vez se vio arponeando el mismo gran pez, precipitándose bajo un saliente rocoso. Otra vez el orgullo le impidió abandonar su fusil. Notó entre los dedos claramente la empuñadura del arma. Arriba, por encima de sus cabezas, la lámina plateada de la superficie le hacía guiños. Luego, consumió su última reserva de aire. Unas grandes burbujas se elevaron, buscando la temblorosa bóveda de azogue, ondulante y líquida. Aquél era su último aliento. Entonces despertó, profiriendo un grito ahogado.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió Lucky.
—Tuve una pesadilla, eso es todo.
—¿Qué clase de pesadilla?
—¡Oh! Nada del otro mundo. Soñé que había arponeado un gran pez, sin poder hacerme con él. No quise perder el fusil y terminé ahogándome.
Grant se echó a reír, agregando:
—Ya he pasado anteriormente por el mismo trance.
Lucky manifestó, mirándole de una manera extraña:
—Si la práctica del buceo te lleva a sufrir pesadillas de ese tipo, ¿por qué sigues con él?
—¿Por qué…? —repuso Grant, sin tono, como un eco. A continuación se sintió irritado—. No estoy haciendo del buceo mi profesión. No se trata de una actividad a la que voy a estar entregado durante toda mi vida. Es algo que yo aspiro a dominar, a aprender. Ya no hay más.
Después, habiendo cruzado por su mente la figura de Carol Abernathy, pidió otro vaso de «punch» de ron.
El «punch» y sus efectos se hicieron presentes en el viaje de regreso. Todos se sentían entumecidos, torpes. Salieron de Negril Bay poco antes de ponerse el sol y en la primera pequeña población que cruzaron Grant se precipitó contra la «isla» de una calle. La rueda izquierda del vehículo saltó sobre el bordillo de la pequeña acera. Hubo un poco de traqueteo, pero no daños. La sacudida bastó para alarmar a Doug y Terry, quienes se habían quedado dormidos sobre el asiento posterior, abrazados. Cuando vio de qué se trataba, Doug se echó a reír estruendosamente.
Lucky, antes de hablar, se cercioró de que los dos se habían quedado dormidos de nuevo.
—No sé concretamente qué es lo que te pasa a ti, pero estoy convencida de que te sucede algo. A los demás les sucede una cosa parecida. Algo terrible pende sobre nosotros y yo me siento profundamente asustada. Tienes que llevarme lejos de aquí, lejos de toda esta gente. ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes, Ron!
—Tienes razón —dijo él—. Tienes muchísima razón. Estoy de acuerdo contigo. Por otra parte, lo que me ha pasado a mí hace unos momentos pudo pasarle a cualquiera. ¿A qué diablos viene colocar esa isla en un poblacho tan inmundo como el que acabamos de dejar atrás?
No obstante, a partir de aquel momento corrió menos. Sir Gerald, tan bebido como él, le llevaba bastantes kilómetros de ventaja. Esto le tenía sin cuidado. A la hora de entrar en Montego Bay se había despejado mucho, con la ayuda de una botella de cerveza que Lucky procedió a abrir, para él.
—¡Dios mío, qué «punch»! —dijo al entrar en la ciudad. Tomaron un bocadillo y embalaron sus cosas rápidamente. Aquella misma noche salían para Ganado Bay.
Doug no se marchó con ellos. Mirando sonriente a Terry September, declaró que había decidido quedarse en Montego Bay hasta que se fueran las chicas, es decir, cuando el trabajo de ellas hubiese llegado a su fin.
En consecuencia, Grant y Lucky se adentraron en la oscuridad de la noche solos.