XXXII
Estuvo despierta largo tiempo, con los ojos abiertos en la oscuridad, mirando hacia el sitio en que debía de encontrarse el techo, ya en sombras antes de ser apagadas las luces. Acertaba a calibrar la altura a que quedaba aquél, pese a no verlo. Resultaba chocante la forma en que una persona se acostumbraba a las cosas. A las cosas materiales, físicas. Curiosa, se preguntó cómo sería Jim Groiton en la intimidad. Desde el lecho próximo a ella no llegaba a sus oídos el menor sonido. Casi deseó que él tuviese otra de sus pesadillas…
Ahora todo había cambiado. Lo que estaba sucediendo era algo muy serio. Lucky comprendió que Grant había tenido que aguantar muchas impertinencias suyas en el transcurso de las dos últimas semanas. Comprendía que, a su manera, fuese de un modo u otro, él la amaba verdaderamente. La cuestión era esta: ¿valía la pena ese amor? Representase lo que representase el mismo… Ésta era la condenada cuestión, sí.
Lo que más la había afectado era que Grant había tenido una relación de carácter íntimo con aquella mujer después de haberla conocido (por dos veces), después de haberla enviado a Nueva York. ¿Cómo podía haber hecho él eso? Por dos veces… ¿No habrían sido más? ¿Y por qué no cinco, por ejemplo? Ó cincuenta. En todo caso, con una era suficiente. Esto quería decir que todo lo que había sucedido entre ellos en Nueva York fue una broma, una mentira, un plan con una aventurera neoyorquina. Ella, en suma. Eso era todo lo que Lucky significaba para él. Grant era para ella lo que otros hombres, como Buddy, Clint Upton, Peter Raven, aquel inglés el productor de Hollywood. Lucky, a su vez, había sido, desde su punto de vista, un número fuerte de Nueva York. ¿Qué diferencia podía encontrar entre Ron Grant y los demás, todos ellos hombres igualmente débiles?
Lucky recordó que lo del matrimonio había sido motivado principalmente por Lisa, Lisa y su amiga, el cisne negro, Paule Gordon. Ellas lo habían hecho todo. Grant no había hecho nada. Él, simplemente, se había dejado llevar por la corriente. Si Lisa y Paule no se hubieran ocupado de lo más importante, allí no habría habido matrimonio. Y Lucky encontraba irresistible la idea de habérselas habido con un hombre débil. Probablemente, Jim Grointon no era un hombre muy brillante. Pero ciertamente que de débil no tenía nada. Encontraba insoportable la idea de hallarse unida a un hombre débil. ¡Santo Dios! Al sugerirle ella la posibilidad de que tuviera un «affaire» amoroso con Jim Grointon, él ni siquiera le había golpeado…
Quizá debiera hacerle aquella jugarreta. Bien sabía Dios que se la merecía. Él era realmente una persona plagada de debilidades, un muchacho que se había unido a aquella poderosa Carol, a la que nunca podría dejar. Así había estado. Hasta que alguien —y no ella misma, sino Lisa y Paule Gordon— habíale forzado, a él, un individuo débil, a llegar al matrimonio, como si hubiese sido una embarcación sin timón.
—¡Santo Dios!
Por otro lado, si le hacía aquella jugarreta, ella sabía perfectamente que todo habría terminado. Incluso en el caso de que procediese con tanta discreción que consiguiera que él no se enterase. ¿Cómo podía ella respetar a un hombre que ni siquiera sabía que su mujer estaba engañándole? Y si Grant se enteraba de todo, la arrojaría a un lado. Estaba segura de ello.
¡Dios! ¡Estaba indignada con él! Estaba harta de él. Su ira la abrasaba, trasladándose a todas las partes de su cuerpo, distribuyéndose por todas las arterias y venas, disparándose en todos los sentidos.
Quizá fuera eso lo mejor, realmente. A ella siempre le cabía el recurso de regresar al antiguo piso de Park Avenue, con Leslie, para seguir esperando de nuevo. Esperando de nuevo… ¿Cuántos años permanecería así?
Sería un golpe terrible para su orgullo. Sus amigos se reirían de ella. Todos hablarían de Lucky Videndi y de Ron Grant, así como de su matrimonio, que no había durado más que dos meses. Pero eso pasaría. Y él tendría que pagarle algo, entregarle algún dinero… Sin embargo, ella no quería para nada su condenado dinero. Tal vez aquella fuese la mejor salida, sí.
¡Diablos! ¿Cómo podía haberle hecho él lo que le hiciera?
En primer lugar, él no debiera habérselo dicho. Grant debiera haber sido sincero al principio de sus relaciones o bien guardar para sí aquello para siempre. Ella no le había preguntado nada. Ella no había querido saberlo siquiera. Pero ante todo, él no hubiera debido pasar todo aquel tiempo mintiéndole, ¡mintiéndole…! ¿A qué venía luego decirle «la verdad»? Esto era una cobardía. Bueno, seguramente le había impulsado a proceder así la vieja Carol. Y él se había prestado a hacer todo lo que ella le indicara exactamente, acomodándose a sus secretos planes. Si ella, Lucky, no había hecho sus maletas, saliendo para Nueva York inmediatamente, no había sido por culpa de Carol Abernathy.
Y luego estaba toda aquella complicada historia, la de su afán por proteger las reputaciones de Carol y de Hunt. Quería salvar la reputación literaria de Carol porque no quería destruirla totalmente, pese a que tal reputación era falsa. Nuevamente, Lucky sintió una desagradable sensación en el estómago. Estaba disgustada consigo misma. ¿Cómo podía haber caído en aquella trampa?
Pero la idea de volver a lo de atrás, a todo lo de antes, a aquel año y medio que había transcurrido después de la muerte de Raoul, la sola idea de volver a aquella existencia la transtornaba. Suponía algo más de lo que podía soportar. En lo más íntimo de su ser había una nota de carácter religioso que no la había abandonado nunca. Algo le decía que debía ser castigada. Estaba siendo castigada ya, realmente. No había sabido conservar a Ron Grant. Y esto era así porque el Ron Grant que ella quería no había existido nunca. Jamás. Se lo había forjado ello. Esto era lo peor de todo.
¡Ella no era ninguna prostituta! No lo era ni lo había sido nunca, y le tenía sin cuidado lo que pudieran decir los demás. Todos se sentían felices al disfrutar de ella. Y Lucky no sólo no había hecho daño a nadie sino que habíales ayudado, a casi todos.
Por lo que a Jim Groiton respectaba, sentíase atraída físicamente hacia él. Siempre le había agradado aquel tipo de hombre, fuerte, de anchas espaldas, rudo. Ron mismo era así. Y Ron se había comportado como si deseara que Jim Groiton tuviese una relación amorosa con ella: ¡diciéndole que su amigo estaba enamorado de su persona! Pero ¿eso qué era? Estaba cansada de aquellos individuos que se querían tanto entre sí, hasta el punto de empalidecer el cariño que podían sentir por sus respectivas mujeres. Todos trataban a las mujeres como si fuesen unas simples botellas contenedoras de un líquido que les servía para adormecerse o embriagarse. No bien las vaciaban, arrojábanlas a un lado. Esto si no optaban por el recurso de ir a la tienda con objeto de recoger otra mediante un pequeño descuento por la entrega del casco viejo.
Todos aquellos condenados hombres se habían enamorado unos de otros. Ya había observado el fenómeno anteriormente, pero no con la intensidad de ahora. Bonham sentía una gran inclinación por Grant y éste estaba entusiasmado con Bonham. Grointon parecía apreciar mucho a Grant y éste le tenía, indudablemente, afecto. Hünt quería mucho a Grant y éste a Hunt. Doug Ismaileh sentía una gran debilidad por Bonham y por Grant. Allí no parecía haber sitio para una mujer.
Su esposo reunía unas cualidades especiales, que parecían atraer a determinados tipos de hombre, inspirándoles una gran afección. Para empezar, a ella no le agradaba eso… Pero luego podía decir, porque lo sentía, porque lo olía, que todos aquellos tipos, perversamente, terminaban por enamorarse de ella también, a la par que de su marido. ¿Era esto una tarea para lograr un mayor acercamiento a Ron? Quizá fuese lo contrario… Bonham solía obrar a la manera del escolar que insulta y molesta a la chica que prefiere entre todas con el exclusivo fin de atraer su atención. En cuanto a Doug y Jim Grointon, ella sabía a qué atenerse. Hunt era otro caso… Hunt era… ¡Santo Dios! ¿Qué era Hunt?
Recordó que apenas podía dar crédito a sus ojos cuando vio a Hunt llorando. Era asqueroso aquello. Bastaba para provocar el vómito en una persona. Allí había un hombre que había estado acostándose con su mujer, que había sostenido relaciones íntimas con su esposa durante catorce años, prácticamente delante de sus narices. Y al separarse de aquel hombre, al separar de él para siempre, el desventurado todavía se echaba a llorar. Nada puede inspirar más asco que una situación semejante. Se le revolvía el estómago de nuevo. Lucky sintió un estremecimiento. En lo tocante a Ron Grant, éste podía ser calificado de «gigoló» profesional.
¿Sospechaba Grant que Jim le había dicho ya que se hallaba enamorado de ella? ¿Era eso? ¿Lo habría adivinado? Era un hombre agudo.
Aquello había pasado la segunda vez que saliera con Jim en busca de huevos de aves marinas. Habíanse trasladado al punto opuesto de la isla. Esto no se lo había contado ni a Lisa siquiera. Aunque Lisa parecía sospecharlo. Las feas aves habían remontado el vuelo entre continuos graznidos (ella odiaba a aquellos pájaros, de todos modos), surcando los aires por encima de sus cabezas, protestando por su presencia.
Jim se había puesto en cuclillas delante del primer nido y de repente levantó la mirada, aquella famosa mirada de policía irlandés, fijándola en ella. Su actitud se hizo intrigante.
—Me imagino que te habrás dado cuenta ya de que me he enamorado de ti —dijo, simplemente.
—Pues no —respondió ella en seguida—. Nunca se me ocurrió pensar en nada semejante.
La sonrisa de Jim se acentuó.
—Lo que acabo de decirte, sin embargo, es verdad. Te quiero.
—Prefiero hacerme la idea de no haber oído de tus labios las palabras que acabas de pronunciar —manifestó ella—. Deseo advertirte, a propósito de esto, que aunque Ron no es, por ejemplo, un profesional de ningún deporte, llegó a destacarse mucho en la Armada como boxeador.
—¡Oh! Ésa es una cosa que no me preocupa lo más mínimo —dijo Jim, risueño. A continuación se puso en pie—. Vamos a inspeccionar este lugar. Seguramente, daremos todavía con un par de nidos más.
Por un momento, Lucky pensó en preguntarle qué haría si ella se decidía a comunicarle aquello a Ron. ¿Cómo podía estar tan seguro de que no llegaría a dar semejante paso?
Cuando, más tarde, le hizo una pregunta sobre tal particular, él contestó:
—¡Oh! No hay ninguna esposa que se decida a dar ese paso —parecía encontrarse muy al tanto de sus reflexiones—. Todas rehúyen el escándalo. No quieren complicaciones en el seno de la familia.
Pero entonces, ¿cómo había podido, en el viaje de regreso a Kingston, precisamente delante de ella, componer su discurso laudatorio en honor a Ron? Había ciertos tipos de hombres que gustaban de conquistar a la mujer casada sólo para estar más cerca del marido. Otra respuesta a su pregunta: su elogio de Ron era el discurso más cínico que había oído en toda su vida. No estaba dispuesta a convertirse en una presa barata, que se disputaran aquellos deportistas. Pero el coste era muy elevado, demasiado elevado. Se hallaba poseída por la misma sensación que la dominara durante tantos años en Nueva York, que Ron le había ayudado a desterrar, convencida de que sería para siempre.
No sabía a qué atenerse. Ésta era la verdad. En Jim, aparte del atractivo físico, que tenía que reconocerle, se daba una nota misteriosa y perversa. Le producía una impresión parecida a la que experimentara con el motorista del chaquetón negro, de un domingo ya lejano, en Jersey. No había nada allí, desde luego, «sobre lo cual levantar una vida». Era verdad que Jim resultaba ser el primer hombre que la atraía desde el día en que conociera a Ron. Pero Lucky era suficientemente inteligente para advertir que de no haber sido por el incidente Carol Abernathy, habría seguido sin sentir inclinación por nadie que no fuese su marido.
¡Oh! Aquel miserable, aquel hijo de perra… ¿Cómo se había atrevido a hacerle aquello? Habíala llevado a aquella casa para vivir bajo el mismo techo, casi, que la vieja señora, sabiendo todos que ella había sido su amante a lo largo de muchos años. ¿Habría en el mundo alguien capaz de perdonar una cosa como aquélla?
No sabía a qué atenerse, por supuesto. Vacilaba. Tendría que esperar para ver qué ocurría.
Supondría para ella un alivio alejarse de él y tener una relación íntima con otro hombre. Estaba cansada, muy cansada, de enfrentarse con complejas responsabilidades, de luchar con el complejo carácter de Ron. Aquella relación íntima con otro hombre supondría, sí, un alivio. Especialmente, si el otro la adoraba y ella, por tanto, podía manejarlo a su antojo. Lucky sabía que Grant la arrojaría de su lado si procedía así y ella no quería mentirle nunca (se sentía incapaz de respetarle si él llegaba a creer en su mentira). Así que la aventura supondría el fin de todo. El fin real. Y, no obstante, sentíase fuertemente tentada a adoptar una resolución afirmativa. Se lo tenía merecido… Ser la esposa de un buceador de Kingston no venía a ser nada grande, ningún dato a su favor, ciertamente. Naturalmente, ella podía hacer que cambiara. Pero en realidad no le amaba.
Por último, Lucky se quedó dormida.
Por la mañana, mientras se vestían para trasladarse al comedor y tomar una taza de café, Grant se limitó a darle cortés-mente los buenos días. La miró como si les separara una distancia astral y esto fue tan evidente que Lucky correspondió al suyo con un gesto de incredulidad, sintiéndose a continuación terriblemente irritada. ¿Era eso todo lo que él iba a hacer entonces? ¿Iba a seguir él su marcha, permitiéndole que le hiciera aquello? ¡Santo Dios! Lo más probable era que ella no retrocediese ya.
Si él se hubiese excusado… Si le hubiese dicho que lamentaba lo ocurrido, que se había equivocado lamentablemente al llevarla a Ganado Bay, para vivir con su ex amante. ¿«Ex»? ¡Diablos! Era discutible la oportunidad de la aplicación del vocablo.
Doug estaba preparado ya. Sus dos maletas se calentaban al sol, en el porche. Estaba obsequiándose a sí mismo, al parecer, con la segunda edición de «Bloody Marys», a modo de celebración. Jim Grointon, ante su vaso, sonreía y reía, pero se limitaba a tragar a pequeños sorbos su contenido. Jim no había sido nunca un hombre bebedor, del tipo de Doug y Grant. Tampoco había sido ella bebedora. Hasta el día en que conociese a Grant.
René y Lisa se hallaban allí. Doug había pagado ya la factura del hotel y sostenía, lleno de buen humor —aunque en sus palabras se advertía un ligero tono de decepción— que todo estaba en aquella casa por las nubes. En cuanto todos los que integraban el grupo estuvieron sentados, Lucky, disimuladamente, estudió a Jim con toda atención, mirándole como miraba a los hombres antes de enamorarse y de convertirse en una mujer casada. Se hallaba en condiciones de tomarlo y hacerlo pedazos, si quería. Estaba convencida de eso. Se lo tenía merecido también. Se acordaba de lo que Bonham le había contado de él en Ganado Bay, cuando se fijara en la esposa de otro buceador de Yucatán. Los dos hombres, por fin, se habían enzarzado en una violenta pelea, en la que no hubo vencedor y el otro abandonó a su mujer. Lucky no comprendía cómo podía un tipo de aquellos alardear de ser un buen amigo de cualquier compañero al mismo tiempo que intentaba birlarle la esposa. Era terrible. Y eso hacía que un escondido «diablillo» interior se riese perversamente.
Y Ron, Ron Grant, su esposo, se portaba exactamente como si aquello le tuviese sin cuidado. Trataba a Jim lo mismo que el día anterior, antes del discurso de ella por la noche. Y cuando salieron para el aeropuerto y Jim le preguntó si podía comer con ellos, Grant se mostró de acuerdo, contestando afirmativamente. Ben e Irma estarían presentes, desde luego, pero ¡aun así! Tenía que estar haciendo todo aquello deliberadamente.
Ben e Irma habían decidido ir a despedir a Doug, de manera que se juntarían bastantes, ya que René y Lisa habían expresado el mismo deseo, aparte de que se hallarían acompañados por su hijo mayor, Ti-René (por Petit René), quien había tomado mucho cariño a Doug y pretendía también despedirse cumplidamente de su amigo.
René conducía el vehículo más grande del hotel, no el «jeep», llevando a Lisa y Ti-René al lado de él, delante, sentándose Doug detrás, con Ben e Irma. Lucky y Ron viajaban con Jim, en el maltratado «jeep». Jim había preguntado a Ron si tenían inconveniente en desplazarse en su compañía y Grant le contestó que no, en absoluto. Jim había insistido en acomodar en la parte posterior de su «jeep» las maletas de Doug, así que Lucky se sentó entre ellos, delante. Todo parecía indicar que los tres iban a ir en lo sucesivo a todas partes juntos. Llevaban ya muchos días así.
Sentada entre los dos hombres, con los brazos extendidos por detrás de sus asientos, para ir más cómodos y atenuar de algún modo los bruscos saltos del vehículo, mientras intentaba hurtar sus desnudas piernas (vestía pantalones cortos) a la mano de Jim, que tenía forzosamente que manejar la palanca de cambios, Lucky se acordó de pronto del día en que dijera a Ron que pudiera engañarle alguna vez con otro hombre, a lo cual él había contestado que si hacía eso tendría que dejárselo ver. ¡Santo Dios! ¿Es que intentaba empujarla a algo como eso? La idea de entenderse con otro hombre delante de él, mientras él los miraba, hizo enrojecer su rostro, pese a la fresca brisa que azotaba su rostro. Pero aquello, naturalmente, era tan sólo una fantasía. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía estar haciendo él, de la forma en que se estaba conduciendo? Y a todo esto, Jim no dejaba de ejercer cierta atracción sobre ella. ¿Lo sabía él?
En el aeropuerto, mientras los demás se acomodaban en el bar, con aire acondicionado, Doug había conseguido hacer un aparte con ella. Doug poseía un encanto personal enorme, con el que podía cautivar a cualquiera siempre que se lo proponía. No había más que ver el afecto que le profesaba Ti-René, a quien apenas había tratado. Ahora utilizó el arma sobre Lucky. Haciendo aparecer en sus labios su cautivadora sonrisa, al tiempo que su frente se arrugaba curiosamente, dejó caer suavemente una mano sobre el hombro de la esposa de Ron.
—No creas que no me he dado cuenta de lo que está pasando —manifestó—. No creas tampoco que no he apreciado tu actitud.
Ella había retrocedido… Interiormente, tan sólo.
—¿Sí?
—Y a mí me consta que saldrás bien de eso.
—Te consta a ti.
Se trataba de una distante declaración sin compromiso y no de una pregunta, claro.
—Sé que has experimentado últimamente toda una serie de «shocks». Has tenido que digerir muchas cosas. Y toda esa comida no te cabe en el estómago… Quiero que sepas, sin embargo, que cuentas con el voto de confianza de papá Doug Ismaileh.
—¡Oh, Doug! —Lucky se encontró de nuevo atrapada en la red de la honradez casi contra su voluntad—. Ni siquiera sé si él me ama. Honradamente, es que no lo sé.
—Naturalmente que te ama —aseguró Doug, sonriente—. A su modo. ¿Es que tú no conoces a nadie que sea amada de la misma forma? —No hubo aquí la indispensable pausa para obtener su respuesta—. Nadie sabe mejor que yo lo difícil que es entenderse con él. Habría que ser un santo para poder soportarlo durante más de una semana. Pero yo sé que tú eres capaz de manejarlo a tu antojo.
—Eso es lo que tú piensas —murmuró Lucky.
—Lo sé, sí. Recuerda que yo lo conozco más tiempo que tú. Tú puedes, tú sabes cómo (independientemente de lo que te haya sucedido en la vida, y quizás a causa de lo que has vivido) manejarlo. Tú tienes habilidad suficiente para llevarlo por el camino que escojas. —Aquí, Doug hizo una pausa muy expresiva—. ¿Me has oído? Por el camino que escojas. Y permíteme decirte que suceda lo que suceda, decidas lo que decidas, estoy convencido, estoy absolutamente seguro de que os veré a los dos, juntos, en Nueva York, dentro de… seis semanas o un par de meses.
Por una razón inexplicable, Lucky no dijo nada. Si él estaba diciendo lo que ella pensaba que decía… Ni siquiera pudo pensar en ello.
—Ten presente siempre lo que acabo de indicarte —dijo Doug, risueño, besándola en una oreja.
Luego, apartó la mano de su hombro, conduciéndola suavemente al bar, donde se encontraban los demás. Avanzando a su lado, Lucky pensó que en aquellos momentos hubiera debido sentirse reanimada. Le ocurría, en cambio, lo contrario. Sentía una tremenda, una profunda depresión. Sentía una terrible repugnancia por sí misma, por Ron, por todo. Y cuando el gran griego la besó suavemente de nuevo, parpadeando afectuosamente, viéndole salir por la puerta del servicio de aduanas, en dirección al enorme «jet», que esperaba, y luego plantado en lo alto de la escalera de acceso, agitando los brazos, despidiéndose, Lucky volvió a vivir las impresiones de minutos antes con mayor intensidad.
Salieron en el catamarán aquella tarde, tras la comida a la que Jim se había invitado. Ben e Irma fueron con ellos, ya que Ben opinaba que su esposa debía acostumbrarse a las cosas de la mar, para cuando llegase el momento de participar en el crucero del Naiad. («Naturalmente», le explicó Ben, «no estaremos navegando siempre. El buque pasará unos días en las costas de las Nelson, para estudiar las islas y todos lo demás»).
Lucky se alegró de que Ben e Irma les acompañaran. No podía soportar a Ron, simplemente. O su actitud. Él se mostraba cortés con ella: habíala ayudado a subir al «jeep» en el aeropuerto, a apearse de él; había abierto todas las puertas para ella; era considerado y solícito en los momentos de subir a la embarcación o de saltar desde la misma a tierra. Pero siempre advertía, en todo instante, la distancia astral —astral era la palabra— que les separaba. Llegó a lanzarse tras un par de pargos solo, dejándola en la embarcación en compañía de Jim. Desde luego, también se hallaban a bordo Ben e Irma… Irma, por lo menos. Lucky notó (sin comprenderlo) que Ron dispensaba a Jim el mismo trato de siempre. Se le veía incluso escrupuloso en eso.
Aquella noche, a su regreso, antes de que oscureciera, se encontraron con que Bonham y Orloffski habían regresado.
La llegada de Bonham y Orloffski alivió la tensión en que viviera los últimos días. Le desagradaban aquellos hombres, pero agradecía ahora su presencia. El tema de la charla de aquella noche se centró, por supuesto, en el viaje del Naiad. Lucky fue allí… Y Jim Grointon se unió a ellos. Una vez más, Lucky se vio en el asiento delantero del «jeep», entre los dos hombres, con los brazos extendidos sobre los respaldos de sus asientos. Ben e Irma se habían acomodado detrás. El regreso fue así también. Lucky tuvo que admitir que era un bello espectáculo el que les ofreció el gran tren con ruedas que soportaba la embarcación en su lento descenso por la rampa del astillero, retenido por los cables de un gigantesco chigre, hasta que el Naiad tocó las aguas del puerto, quedando a flote, mecido ya por las pequeñas olas levantadas a su alrededor por su propia arribada. Ni que decir tiene: todos subieron a bordo después. Lucky, al verse sobre la cubierta, al notar la ligera oscilación del Naiad, pensó que era como si el buque hubiese vuelto a la vida tras un largo paréntesis de inmovilidad, de muerte.
La noche anterior, Bonham les había dado todo género de instrucciones. De lo único que no se había ocupado había sido del viaje en sí. Naturalmente, él y Orloffski habían cenado con ellos, por cuenta de Ron, desde luego, si bien Bonham declaró, sin apartar la vista de ella, que aquello era la última vez que sucedía. La cosa le resultaba excesivamente cara a Ron y él y Mo harían sus comidas en la ciudad, en un sitio u otro más tarde. Él y Mo dormirían a bordo del Naiad mientras trabajaban en sus velas y aparejos. También procederían a arreglar los alojamientos, bajo cubierta. Se había puesto de acuerdo con René para la cuestión de las reservas de Sam Finer y su esposa, quienes llegarían aproximadamente por la misma fecha, pero se quedarían a dormir a bordo, con objeto de evitarse gastos. Además, el cirujano deseaba colaborar en los preparativos. Bonham se imaginaba que tras siete u ocho días de trabajos en el velamen y aparejos y algo de pintado y limpieza se hallarían en condiciones de hacerse a la mar.
En la segunda noche, después de su visita al buque y de haber presenciado la «botadura», fiel a su palabra, Bonham no apareció a la hora de la cena. Pero llegó posteriormente, trayendo consigo las necesarias cartas y mapas, unos compases y reglas. Quería explicarles detalles del viaje a los que en esta cuestión se encontraban interesados. Lucky no era de éstos. Cuando se enfrentaron con las cartas marinas de las Nelson, se fue al bar a beber algo. No comprendía los mapas de que disponían, como no había entendido jamás los de las carreteras e itinerarios nacionales. Irma, que se hallaba en la misma disposición de ánimo que ella, se reunió con su amiga casi inmediatamente. Mientras bebían, observaron a los cinco hombres. Bonham, Orloffski, Ban, Ron y Jim charlaban muy excitados ante aquellos papeles, desplegados sobre una de las mesas más grandes del local. Lucky pudo ver que las otras personas que circulaban por los alrededores, incluidos el astro de la pantalla y su esposa, se mostraban muy impresionados. Ella permanecía insensible.
—¿Vas a participar en el viaje realmente? —le preguntó a Irma por fin.
—Sí. ¿Por qué no? —inquirió Irma. Ésta se echó a reír—. Hasta puede ser que aprenda a nadar. Bonham me prometió que se ocuparía de mí, que me enseñaría.
—Pues yo creo que voy a acabar por quedarme aquí —manifestó Lucky.
Irma se inclinó de repente hacia ella, observando de reojo el grupo que formaban los hombres.
—A mí no me queda, por lo visto, otra salida —dijo en voz baja—. Escucha, Lucky. Ben y yo hemos estado hablando. De ti y de Ron. Nosotros no sabemos qué problema tenéis. Sólo sabemos lo que tú me dijiste acerca de esa «madre adoptiva» de Ron. Mi marido y yo hemos llegado a la conclusión de que es mejor que vengas con nosotros. Ben me ha encargado que pusiera esto en tu conocimiento. Es decir, si quieres salvar tu matrimonio, si deseas impedir que naufrague. ¡Diablos! ¡Pero si sólo lleváis de casados un par de meses! —Para Irma, aquellas palabras componían un discurso tremendamente largo—. Nosotros creemos que quieres salvarlo… Los dos queremos que hagas lo posible para alcanzar tal objetivo.
—Yo no estoy tan segura de querer que nuestro matrimonio se salve de un naufragio cierto —declaró Lucky con un hilo de voz.
—Bueno, eso ya es otra cosa —contestó Irma.
Ésta vez no rió.
Lucky fijó su mirada en el grupo de los hombres. No hubiera debido decir aquello. Instintivamente, rechazaba la idea de hablar de sus cosas íntimas con los extraños. Le daba igual que se tratara de Irma. Estudió detenidamente a los componentes del grupo e Irma pareció hacer lo mismo.
Todos presentaban sus notas curiosas. Bonham, quien, cuando le interesaba, sabía mostrarse cortés y civilizado, se hallaba completamente desplazado en aquel local tan chic, de ambiente internacional. Orloffski resultaba allí una figura que inspiraba horror. Su voz era ruda, brutal; sus maneras hacían pensar en un orangután allí dentro. Un orangután carente de pelo. Desgraciadamente. Y, al parecer, él se daba cuenta de aquello. Miraba a su alrededor continuamente, fijando la vista en todos los hombres sucesivamente, como si estuviese calibrándolos, como si hubiese querido comprobar si allí dentro se encontraba alguno a quien él no fuera capaz de azotar. Era una actitud la suya de beligerante autodefensa, que provocaba un movimiento de incomodidad entre los presentes. Una semana o diez días en el mismo barco, en compañía de aquel mono, era algo más de lo que podía soportar una esposa complaciente en honor a su marido. ¡Y a Ron parecía caerle bien aquel individuo! Lo mismo le pasaba a Jim Grointon… Apenas le habían hablado los dos desde que Bonham y Orloffski llegaran, el día anterior.
—Vámonos —sugirió Irma—. Tenemos que volver allí las esposas.
Todas las lecturas de los mapas, las discusiones sucesivas y las mediciones oportunas se concentraban en las Islas Nelson, situadas a medio camino entre Pedro Bank y Rosalind Bank. Hubieran debido disponer de unas cartas a escala mayor para poder hablar con conocimiento de causa. Había allí cuatro islas mayores y doce islotes deshabitados. Las dos septentrionales se llamaban, apropiadamente, North Nelson y South Nelson. Eran las más grandes. Medirían unas siete millas de longitud, contando con un paso de media milla entre las dos. Adoptaban la forma de una U caprichosa, cayendo el paso hacia el fondo de la letra citada. A causa de ello, dentro de la U se encontraban múltiples puntos ideales para un buen anclaje.
Las dos islas principales del sur, llamadas Dog Cay y Green’s Cay, estaban a diecisiete millas, siendo mucho más pequeñas, con un paso entre ambas de sólo un centenar de metros. La primera, Dog Cay, había sido comprada por un grupo de ricos hombres de las Bahamas, ingleses y americanos, y había quedado reducida a un club privado, gobernado al estilo británico, contando incluso con un residente fijo de esta nacionalidad. Aquella gente era notoriamente hospitalaria con los yates particulares que anclaban por allí fuera de la temporada.
Tres de los diminutos islotes quedaban entre estas islas y las del norte. Las otras nueve islitas formaban una línea recta —relativamente— al sur de Dog Cay, a lo largo de doce o trece millas. Por todas partes se encontraban arrecifes. El plan de Bonham consistía en dirigirse inmediatamente a North Nelson, en donde se encontraba la capital, denominada, naturalmente, Georgetown. Aquí pasarían un par de días dedicados a la pesca submarina y a la exploración. Luego, se encaminarían a las restantes islas del grupo, deteniéndose cosa de un día en Dog Cay. Inmediatamente, zarparían para Ganado Bay, desde el islote último, al final de la cadena. A Lucky le tenían sin cuidado todos aquellos preparativos.
A la hora en que finalizó la lectura de las cartas marinas, cuando terminaron todas las discusiones y cálculos, resultó que los presentes, incluidas Lucky e Irma, habían dado buena cuenta de una respetable cantidad de bebidas. Irma se había pasado la mayor parte del tiempo en el mostrador del bar, charlando con Sam. Todos estaban dispuestos a dar por liquidada la jornada, con objeto de irse a la cama.
En cierto modo, pese a todo, aquel aburrido despliegue de conceptos náuticos, Lucky lamentaba la llegada de aquel instante. La subida a la «suite», colofón de todas las noches, era para ella un acto cada vez más duro. Ella y Ron apenas habían cruzado una palabra aquella noche. Lucky pensaba en lo que Irma le dijera en el bar, en el mensaje que Ben le había transmitido a través de su esposa. Todo llevaba camino de divulgarse, pues. ¿Qué pensaría Jim? Le disgustaba ahora desnudarse ante Ron y para eso se refugiaba en el pequeño cuarto de baño. No procedía siempre así, desde luego, ya que temía que Ron se irritara. Podía dar lugar a otra riña entre ellos y Lucky ya no tenía ganas de más peleas.
—¿Te propones entonces seguir saliendo con Jim por las tardes? —inquirió ella finalmente, después de haberse embutido en su corto camisón de costumbre.
Deliberadamente, había pronunciado aquellas palabras con voz velada, para que la pregunta perdiese importancia. Grant, desde luego, dormía siempre desnudo.
—Ciertamente —respondió el desde la mesa, donde se estaba preparando la última bebida del día—. ¿Y por qué no había de proceder así?
—Lo que yo te dije acerca de Jim la otra noche no te ha llevado a tratarlo de otra manera, ¿eh?
—¿Crees que me propongo hacer saber a Grointon que estoy enterado de que ha dado determinados pasos para atentar contra nuestro matrimonio? Debieras estar enterada a tu vez de que soy demasiado orgulloso para eso. Además, él no tiene ningún problema. Aunque esté locamente enamorado de ti. El problema es tuyo. Y mío, quizá.
Lucky se cubrió la cabeza con la almohada, sin contestar de momento.
Finalmente, dijo desde su sitio:
—Creo que te has expresado correctamente. Y de todas maneras no fue Jim quien intentó destrozar nuestro matrimonio, como has expuesto, tan delicadamente.
Si ella había estado esperando que estas frases fuesen un disparo inicial, no advirtió ninguna señal de que hubiesen producido tal efecto… Si había esperado una respuesta sufrió una desilusión, ya que no llegó a sus oídos ninguna.
Conforme a lo anunciado, se hicieron a la mar al día siguiente, dedicándose ellos a la pesca submarina desde el catamarán. Ben e Irma embarcaron esta vez. Lucky se entretuvo con los prismáticos, observando a los desnudos pescadores nativos, más para irritar a Ron que por otra cosa. Le amaba un poco, en ocasiones. O, por lo menos, a veces, renacía algo de lo que por él había sentido, ligeramente. Y este era el motivo de que quisiera herirle.
Bonham (con su inseparable Orloffski) no se dejó ver por el hotel en todo el día. Ni por la noche. Evidentemente, se habían metido dentro de la goleta y pensaban permanecer en ella. Así pues, cenaron solos aquella noche, con Jim Grointon, naturalmente, y Ben e Irma, quien daba la impresión de encontrarse visiblemente alterada. No era ese el caso de Jim. Al parecer, no podía sentirse el hombre más feliz. Y además insistía en que la factura de la cena fuese a su cargo. Se pasó la mayor parte de la velada ensalzando las continuas proezas de Ron en el buceo libre y en la pesca submarina.
Hubo dos días, con sus noches, casi repetidos. Los días fueron pasados a bordo del catamarán y las noches comiendo y bebiendo en compañía de Jim y los Spicehandler. Luego, Lucky, hinchada, nerviosa a causa de la tensión en que vivía y del fastidio que le producía todo aquello, formuló una pequeña propuesta. A ella no le gustaba aquel tipo de existencia, no la había querido nunca. No había deseado juntarse jamás con aquella clase de personas; no había esperado llevar aquella vida, en suma, al contraer matrimonio con Ron Grant. Habíase imaginado que vivirían en Nueva York, que pasarían, quizás, un año o dos en Europa, de vez en cuando. Estaba harta de aquello y también de todos sus amigos.
Lucky no sabía qué «diablo interior» la había impulsado a proceder así. Tratábase del mismo «diablo» que había hecho actuar a Jim. Grant también lo conocía. Habíalo conocido en su primer encuentro. Pero ahora todo eso había cambiado. Después de la cena y de haber bebido algo más en el bar, Ben e Irma anunciaron que tenían el propósito de trasladarse a la ciudad para visitar el «casino» ilegal, con objeto de probar suerte en la ruleta y en el «chemin de fer». Ron se limitó a manifestar que pensaba acostarse temprano aquella noche. Las inmersiones del día habíanlo dejado algo fatigado. El juego no le atraía lo más mínimo.
Fue entonces cuando Lucky se oyó a sí misma en el momento de formular una proposición totalmente contraria. Le pareció que la voz no era suya, que estaba hablando otra persona.
—¡Pero si son solamente las doce y media! Todos estamos de acuerdo. ¿Por qué no subes y te acuestas? Yo iré con Ben e Irma. Jim cuidará de mí.
La voz que oyó no era un poco irónica. Sus frases estaban calculadas, en su mayoría, para molestar a la persona a quien iban dirigidas.
La voz de Ron sonó totalmente calmosa al contestarle. Pero ella advirtió, pese a todo, que por debajo de aquella calma había algo más completamente distinto.
—No. Prefiero que te quedes aquí, conmigo —dijo él—. Aparte de que tú me das la impresión de que estás cansada. Es mejor que descanses, por tanto.
Grant la miró afectuosamente.
—Conforme. Si tú dices eso…
—Yo tampoco pienso ir a la ciudad —declaró Jim Grointon—. Con la idea de estar dedicados a la pesca submarina todo el día de mañana, lo más conveniente es irse a dormir.
Sin embargo, no había sido esto lo que dijera antes.
Mientras seguía a Grant, camino de la «suite», dócilmente, ella pensó que por lo menos ahora podía estar razonablemente segura de que él no la empujaba hacia los brazos de Jim. Cuando se hubieron desnudado y acostado, Grant se volvió hacia su mujer.
—Quisiera hacerte el amor esta noche —manifestó con una voz que parecía serenamente saturada de desesperación—. Tiene que haber algo más que lo otro… Quiero hacerte el amor.
—Muy bien, Ron. También yo lo deseo.
Grant no contestó.
Al día siguiente llegaron los Finer y todo cambió nuevamente. La llegada de los Finer cambió un montón de cosas, pero no alteró el problema básico de Lucky. Todavía no sabía a qué atenerse. No lo sabía, simplemente. Si ella le amaba un poco, como cuando él le pasara uno de sus brazos por los hombros, sonriéndole efusivamente, ese poco no bastaba para borrar la ira que sentía, no era suficiente para fundir la gruesa capa de hielo seco en que Lucky se había encajado. No podía amarle como antes. No podía olvidar que le había mentido y que, por consiguiente, su embuste podía repetirse. ¡Ella no era ninguna prostituta! Sentía una tremenda desconfianza. Y ella había estado pensando que todo era puro. Había llegado a creer que Carol Abernathy era un elemento importante para el trabajo de Grant. Él había hecho todo lo posible para que creyera eso. Se lo había dicho. La llegada de los Finer no podía alterar tal estado de cosas.
Los Finer habían irrumpido en Kingston, Jamaica, y el Grand Hotel Crount como uno de los clásicos huracanes del Caribe. No hubo «jeep» del hotel para Sam Finer. Él ya había cablegrafiado desde Nueva York en solicitud de una limusina privada, pese a que el Crount se encontraba a sólo tres millas del aeropuerto.
Ron Grant ya le había dado instrucciones con respecto a ellos antes de su llegada, pero, sin embargo, no esperaba lo que vio al distinguir sus figuras apeándose de la limosina, al verlas entrar en el establecimiento, al presenciar las presentaciones de rigor, al verles acomodarse. Ron, por ejemplo, le había hablado de lo enamorados que estaban uno del otro, de la buena cosa que esto era para ellos, para los dos, pero Lucky, nada más verlos sentados en la terraza, con sus vasos en la mano, su primera bebida allí, supo instintivamente que no estaban enamorados, ni mucho menos. Lo evidente, en lugar de eso, era que se odiaban a más no poder. En los ojos de Cathie Finer sorprendió una ansiosa mirada que hablaba de largos sufrimientos, muy clara, al menos para Lucky. ¿Y cómo podía una mujer enamorarse de un individuo como Sam Finer? Esto era algo incomprensible para ella. Ron le había dicho que lo más seguro era que Sam hubiese conocido a su esposa en Nueva York. Lucky pensó que la conocía y que este conocimiento no se basaba en unos cuantos encuentros casuales. Cathie Finer, o Cathie Chandler, que ése había sido antes su nombre, era en Manhattan Island célebre por sus relaciones íntimas con una serie de escritores. Era en este terreno una de las mujeres más destacadas allí, pese a no haber sido miembro del «The Club». El viejo Club. Esto reavivó en la mente de Lucky un puñado de recuerdos, recuerdos que, dadas sus relaciones actuales con Ron Grant, la dejaron terriblemente deprimida. Evocó su antigua existencia, la que creía perteneciente al pasado ya para siempre. Y supo, instintivamente, con seguridad, aunque no habría sabido explicar por qué, que en un momento u otro del pretérito, Cathie Finer —Cathie Chandler— se había acostado con Ron Grant. Bien. Todo resultaba ahora más complicado, ¿no?
Ron le había explicado también peculiaridades del carácter de Sam Finer, un hombre que todo se lo debía a sí mismo, un diamante en bruto. Éste individuo había aportado 10.000 dólares para la compra del Naiad, para poner en marcha la compañía. Y probablemente aportaría 10.000 dólares más. Esto era, al menos, lo que afirmaba Bonham. Aun así, ella no estaba preparada para enfrentarse con aquel tipo de rudos modales, que hablaba siempre en voz alta, que se mostraba tremendamente egoísta, que miraba a todo el mundo con frialdad, que deliberadamente le estrujaba la mano hasta hacerle daño al saludarla.
Había estado esperando que con la llegada de los Finer se incorporarían al grupo dos personas amables, alguien con quien poder juntarse si aquel condenado crucero se llevaba por fin a cabo. Ron parecía tener una facilidad especial para rodearse de gente desagradable en general. O tal vez fuera que en aquel mundillo de las actividades submarinas y de la navegación a vela y de los deportes marinos en general no cupiesen más que todos aquellos sujetos.
De la misma forma que Orloffski había estado mirando a su alrededor para ver si por sus inmediaciones había algún hombre a quien él no fuese capaz de azotar, Sam Finer miró por todas partes dentro del hotel, con objeto de comprobar si andaba por allí algún tipo con más dinero que él. Evidentemente, no localizó a nadie. Y esto pareció complacerle mucho. En fin de cuentas, la mayor parte de los clientes del Crount eran artistas, o pertenecían al mundo del espectáculo de una forma u otra, y aunque vivían a gusto no podía decirse de ellos que lo hiciesen como unos millonarios, como unos reyes de las finanzas. Sam Finer, por otro lado, no disimulaba su riqueza. Muy seguro de sí, pidió para él un martini doble e invitó a todos los que se encontraban en la amplia terraza, llena a medias. Lucky notó que su esposa sólo tomó un Campan.
Sam Finer anunció, después de haberse bebido su segundo martini doble, que no pensaba comer. ¡Al diablo con la comi-da! Él quería ver inmediatamente el buque. Había hecho, con tal fin, que la limusina le esperara, así que a los pocos minutos se levantó para irse. Ron se fue con él. Lo mismo hizo Grointon. Y Ben. Lucky se quedó en compañía de Irma y Cathie Finer. Las tres pasaron la tarde en la piscina.
Casi inmediatamente, las tres se sinceraron. Cathie Finer, una vez lejos de su esposo, se tornó una criatura amable, llena de solícito interés, una persona divertida, encantadora. Después de la comida, rociada con una botella de buen Burdeos y tres copas de champaña, no le costó mucho trabajo deshacerse de sus preocupaciones, de la carga de sus malestares, vaciándolas en las otras dos, que eran en todos los aspectos «neoyorquinas de importación», como ella misma. Todo era muy simple. Su esposo, Sam, había empezado a salir con otras mujeres poco después de haber conocido a Grant y a aquella madrastra o madre adoptiva suya, con Bonham y Orloffski, en Grand Bank Island. Ella no sabía si había estado haciéndolo antes. Sencillamente: se había enterado de eso después de salir de Grand Bank para Nueva York. Ella se había casado con Sam de buena fe. Había confiado en su marido… Al menos hasta que tuvo la seguridad de estar siendo engañada, añadió con una sonrisa de amargura. Cierto que no se habían amado nunca como Clark Gable y Carole Lombard en sus películas, pero habían logrado formar una pareja seria, honorable. Quizá no hubiese habido nada entre ellos…
Mientras hablaba apareció en sus ojos aquella mirada especial que llevaba a Lucky a recordar al caracol en el momento de esconder sus cuerpos en su menudo caparazón al temer algo y sentir la necesidad de protegerse. La expresión de su linda faz cambió también. Pero tras la cuarta copa de champaña, aquello pasó gradualmente, como pasa una nube, lentamente, que se desplazara sobre una extensión de tierra en un día deslumbrante. ¿Qué iban a hacer ahora? No lo sabía. Le tenía, además, sin cuidado, confesó entristecida. Luego, se echó a reír. Sí. Ella se acordaba de Lucky. La había visto en una ocasión. Ron Grant había hablado mucho de ella en Grand Bank. La recordaba muy bien de cuando los viejos tiempos, los tiempos de Nueva York. Bien. Al menos, Lucky era una de ellas que había podido ir adelante, que se había casado, saliéndole el matrimonio a la perfección. Cathie Finer declaró que se alegraba de esto, que tal cosa constituía una noticia excelente para ella.
—Pues sí —confirmó Irma rápidamente—. A Lucky le ha ido bien. Ben y yo tampoco marchamos mal. Pero es que Ben y yo somos dos personas que apenas hemos estado relacionadas con otras… Bueno, hubo algo entre los dos. Seis meses después de habernos casado me dejó y permaneció lejos de mí por espacio de un año. Pero nos reunimos de nuevo y ahora somos felices. He tenido suerte. Y Lucky también.
Su rostro, de finos rasgos, mostraba toda la simpatía de que era capaz. Su delgado y moreno cuerpo, embutido en el traje de baño, se inclinó hacia delante para acentuar el gesto, movida además por el afán de ser comprendida por su oyente. Lucky no tuvo más remedio que seguirle las aguas a Irma.
—Sí, en efecto —dijo mirando a Irma—. Finalmente, lo conseguí. Creo que nunca llegué a imaginarme que saldría tan bien parada en este sentido.
—Ninguna de nosotras teníamos, generalmente, la menor idea acerca de nuestro porvenir —declaró Cathie, con un dejo de amargura—. Imposible figurárselo después de todos aquellos ajetreados y atormentadores años de Nueva York. Bueno, hablemos de algo que resulte más agradable, ¿queréis? Así pues, tú y Ben os vais a unir a nosotros en ese crucero, ¿eh, Irma? Irma asintió. Lucky dejó de escucharlas. Habíale impresionado algo que Cathie Chandler dijera, y esto había sido lo del encuentro con Ron Grant, en Grand Bank, en compañía de su madre adoptiva. Registró pacientemente su memoria y aunque no logró recordar que él le hubiese hablado de aquello estaba segura de que sí lo había hecho, ya que cuando pensaba en él en Grand Bank pensaba también en la presencia de Carol Abernathy allí. Pero él nunca le había dicho que Hunt Abernathy no hubiese estado en aquel lugar. No había afirmado ni negado, en este aspecto. Lucky, al imaginarse el desplazamiento de Ron a Grand Bank, había supuesto siempre que él estaba allí. En consecuencia, habíale mentido nuevamente, si bien de un modo indirecto. ¡Oh! ¿Cómo había podido ser capaz de sostener relaciones íntimas con aquella sucia y vieja mujer durante años y años? En Ron debía de haber algo de carácter enfermizo para llegar a eso. Una grande y negra nube pareció cernirse entonces sobre ella.
Cuando sus dos amigas se pusieron en pie para subir a sus habitaciones a cambiarse de ropa, Lucky pareció volver en sí de su temporal ensimismamiento.
—No sé qué pensar, Irma —estaba diciendo en aquel momento Cathie Chandler (Cathie Finer)—. Él es un hombre terrible en Wisconsin. Es un individuo rudo, brusco… Esto, sin embargo, daba igual cuando nuestro matrimonio marchaba. ¡Oh! A veces le odio —añadió Cathie apretando los dientes—. Es también un hombre muy violento, ¿sabes? En ocasiones. En ocasiones. Cuando bebe mucho, cuando está embriagado. Lucky decidió inmediatamente, de un modo intuitivo, que no debía prestar atención a las palabras de Cathie. No sabía concretamente por qué.
—Bueno, muchachas —dijo alegremente—. ¡A la ducha! Esos condenados «boy-scouts» —así denominaba Irma generalmente a los marineros— estarán aquí de vuelta muy pronto.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que Sam Finer se mostrara con toda la violencia de que era capaz. Tampoco se hizo esperar su alarde normal de hombre rico. Cuando los hombres regresaron, después de haber pasado aquella tarde en el Naiad, cuando se hubieron duchado, vestido y reunido con las mujeres en el bar para tomar unas copas, todo fue por cuenta de Sam Finer. Los que se encontraban en aquellos momentos en el local lo tenían todo pagado; a nadie se le permitía pagar un sólo cóctel antes de la cena. La cena fue también por su cuenta, excluidos, naturalmente, quienes no formaban parte del grupo.
El grupo incluía ahora de nuevo a Bonham y Orloffski y, desde luego, a Jim, presente en todas partes, quien obsequiaba con continuas sonrisas a Lucky, guiñando un ojo solemnemente a espaldas de Finer, de vez en cuando.
Por añadidura, Sam Finer anunció con su vozarrón de ganso a todos que después de lo que acababa de ver por la tarde estaba dispuesto a aportar otros 10.000 dólares a la sociedad de Bonham y al buque. Indudablemente, era sincero. No hablaba por hablar.
A René, evidentemente, Sam Finer no le agradaba lo más mínimo. A Lucky le sucedía lo mismo que a René. Por otro lado, se veía con toda claridad que Grant dejaba ya de ser el «gran pagano» de todas las cenas y bebidas ajenas. Sam Finer se hacía cargo de las «obligaciones» de Grant. A Lucky esto no la emocionaba mucho. Había llegado el momento de que pasara una cosa como aquélla. Y que la cosa no iba a parar allí se vio en seguida…
En los dos días siguientes, Sam, su esposa y todo el grupo (con la excepción de Bonham y Orloffski, desde luego, que tenían que trabajar en el buque) salieron de pesca en compañía de Jim Grointon, utilizando el catamarán de éste. Sam Finer lo pagó todo. Éste «todo» abarcaba los gastos de la embarcación y su alquiler, hasta los bocadillos y las botellas de cerveza y preparados en el hotel. Se había hecho enviar por vía aérea su pulmón acuático Scott Hydro-Pak, con sus tres juegos de tanques, utilizando el aparato mientras los demás practicaban el buceo libre. Se sintió impresionado por los progresos de Ron. Él había hecho poco buceo libre, el cual le gustaba escasamente. Aquello de comportarse deportivamente con los peces no le convencía. ¿Qué tenían en definitiva ellos mismos de deportistas?, razonaba. Disponía de una facilidad: Jim poseía un compresor, circunstancia que le permitía volver a llenar sus botellas. En la noche del tercer día fue cuando se produjo la demostración de violencia.
Lucky no había de saber nunca cuál vino a ser la causa inicial de aquello. Lo mismo les pasó a las otras personas, a aquellas con las que intercambió unas impresiones. Ella había hablado ya con Grant acerca de los Finer, comunicándole su impresión de que no se hallaban enamorados uno del otro como él afirmaba.
—Bueno, yo no sé una palabra de eso —manifestó él, a la defensiva—. Ciertamente, no he observado nada extraño. Yo no te digo que no tengas razón. Todo lo que sé es que cuando los conocí en Grand Bank estaban tan enamorados como nosotros…
De pronto, Ron hizo una pausa. Había querido decir, evidentemente, «como nosotros estamos». Luego, pasado aquel momento, pensó decir sencillamente «como nosotros estábamos». Pero claramente se vio que no quería expresarse así tampoco. Por último, dejó la frase como había sido pronunciada, sin puntos suspensivos, gramaticalmente correcta: «como nosotros», fue la terminación. Pero esa no había sido su intención original y no había habido énfasis en la última parte de su declaración. No obstante todo, prosiguió su discurso bastante airosamente, pensó ella.
—Es lo único que sé —remachó.
Lucky procedió a referirle después la conversación que ella y la mujer de Ben habían sostenido con Cathie junto a la piscina. No le confesó su sospecha de que él, Ron, podía haber tenido relaciones íntimas con ella, en una ocasión u otra.
—Me imagino que todo es debido a que él empezó a engañarla —resumió Lucky, finalmente.
—Bueno, he aquí algo de lo cual tú no puedes acusarme —replicó él.
—¿Que no puedo? ¡Sí que puedo, ya lo creo!
—Mira, Lucky: si vas a comenzar con la misma historia de siempre, dejémoslo. Ya te lo expliqué todo a su tiempo.
Aquella noche fue una más de soledad para los dos.
En todo caso, sucedió que Sam Finer no había salido con ellos en el catamarán aquel tercer día, trasladándose a la población para visitar el astillero y personarse en la goleta. Insistió en cambio en que Cathie fuese a la primera embarcación, informando a todos, entre ellos a Jim, por supuesto, que aunque él no se haría a la mar tenían que considerarse sus invitados y que, por tanto, los gastos que se produjeran corrían a su cargo. Había regresado aquella tarde, a eso de las seis y media, con Al Bonham, pero no con Orloffski. Los dos se hallaban en bastante mal estado, explicó René más tarde. Evidentemente, habían estado visitando los bares de la ciudad. ¿Y por qué no un par de casas de prostitución también?, pensó Lucky para sí cuando se enteró de todo más adelante. Por lo que sabía acerca de Bonham, no tenía por qué abstenerse de pensar lo contrario.
Quizá fuese todo efecto del alcohol y no procediese ello de una íntima sensación de culpabilidad. Ninguno de ellos había estado en el bar —donde tenían que verlo (habían quedado en eso) para tomar unos cócteles—, y tal vez de haber ido alguno por allí no habría sucedido nunca lo que sucedió. Lucky y Ron se encontraban arriba, terminando de cambiarse de ropa para bajar. Tal era el caso de los Spicehandler. Cathie, que también estaba en su habitación, al parecer, había oído su voz en el instante en que él y Bonham cruzaban la entrada del jardín y echaban a andar por el camino interior del recinto del hotel, subiendo luego las escaleras. Viendo en todo eso, instintivamente, un conato de conflicto, ella bajó corriendo. Pero o actuó con demasiado retraso o no obró como debiera.
Sam y Bonham, instalados en un extremo del mostrador, habían dado una orden al camarero para que les sirviera determinada bebida. Antes de vaciar el vaso que tenía en la mano, Finer pidió otra. El bar estaba atestado de clientes, pues era la hora del cóctel. Había allí huéspedes del hotel y personas de la ciudad. Viendo Sam que el camarero no les atendía con la debida rapidez, lanzó su vaso lleno a medias por el mostrador, deslizándose el mismo como si hubiese salido disparado, derribando otros servicios y manchando las ropas de los presentes.
—¡He pedido que me sirvan! —gritó Sam—. ¡Y cuando yo digo que me sirvan tienen que atenderme sin más remedio! ¡Y de prisa!
Bonham había logrado contenerle, pero su acción no sirvió para borrar las manchas aparecidas en las blancas pecheras de los clientes del bar y en los vestidos de las señoras.
René se había asegurado los buenos oficios de dos gigantones jamaicanos, los cuales, normalmente, merodeaban por los alrededores del establecimiento, a modo de guardianes en potencia del orden. No los había necesitado nunca y ahora que tenía necesidad de aquellos hombres realmente, como es lógico, no logró localizarlos.
René se había acercado a la pareja con la mayor rapidez posible.
—¡Será mejor que saques a tu amigo de aquí, Al! ¡Cuanto antes! —dijo. El hombre estaba irritado—. De otra manera, llamaré a la policía.
—¿Y qué es lo que crees tú que estoy intentando por todos los medios? —inquirió Bonham, redoblando sus esfuerzos para retener a Finer, quien pugnaba por aproximarse de nuevo al mostrador y muy especialmente al camarero que tan claramente había querido insultarle, a su juicio.
Por último, Bonham había conseguido sacar a su amigo a la terraza, llevándolo hasta la escalinata. El «portero» jamaicano de René, embutido en su uniforme de general haitiano, entonces, subió corriendo, a fin de ayudar a Bonham a bajar a su acompañante. Ya al pie de la escalinata, sobre la calzada, Finer logró desprenderse de los dos.
En este momento se había dado cuenta ya todo el hotel de lo que ocurría, acudiendo los huéspedes al lugar de la trifulfa, entre ellos Ron y Ben, que habían identificado la voz de Finer y esperaban serles útiles, seguidos de Lucky e Irma.
El portero jamaicano era un hombretón, casi tan corpulento como Bonham si no igual, pero se mostraba sobresaltado. Su desconcierto resultaba grande por el hecho de no haberse visto jamás en una situación semejante. Nadie había oído hablar nunca de que el portero del Grand Hotel Crount hubiese sido atacado, como nadie sabía que hubiese sido objeto de cualquier agresión el portero del Sardi o el del Pavillón. Sin embargo, aquello era lo que Finer hiciera. Después de apartarse de los dos hombres, estuvo respirando agitadamente unos instantes. Luego, se abalanzó contra el portero, quien se había plantado frente a las escalinatas, como si guardara las mismas. Finer pretendía volver al punto de partida, golpeando al hombre con todas sus fuerzas. Pero su capacidad de resistencia era notable. Aquel cuerpo, de anchísimas espaldas, era muy duro. Para empezar, el portero acabó rechazándolo, asestándole al mismo tiempo un par de tremendos golpes en la cabeza. Finer arremetió de nuevo contra él y esta vez el portero optó por devolverle golpe por golpe, aunque bien se notaba que de boxeo sabía poco. Por otro lado, no parecía disfrutar mucho con aquella situación. Daba la impresión de que no acertaba a creerse lo que contemplaba. Una de sus mejillas comenzó a sangrar.
Finer, en total, tuvo dos o tres arrancadas. Maldecía, aullaba palabras incoherentes y, con todo, parecía estar pasándolo a lo grande. Bonham, en todo momento, se mantuvo a sus espaldas, sin cesar de decirle:
—Sam, Sam, Sam… No te das cuenta de lo que haces. Nos encontramos en el Crount. Por el amor de Dios, deja ya esto… ¡Nos encontramos en el Crount, hombre! No estamos en los muelles de la ciudad. ¡Basta, basta ya!
Los clientes del bar se habían ido congregando en la terraza, apoyándose en la barandilla de la misma para contemplar aquel espectáculo gratuito. Estaban allí incluso los que habían salido más malparados, los que tenían sus camisas mojadas, sus trajes echados a perder. Nadie había presenciado una cosa semejante en el Grand Hotel Crount. Cuando Ron, que se encontraba a la derecha de Lucky, intentó abrirse paso para llegar al pie de las escaleras y ayudar a Bonham en su tarea, ella le retuvo por un brazo. Hubiera podido ahorrarse el gesto. Ron se vio interceptado por un famoso columnista de Nueva York que se hallaba hospedado en el Crount y que había sido en otro tiempo un buen amigo suyo, por espacio de algunos años.
—¿Conoce usted a esos hombres? —oyó Lucky que le preguntaba a su esposo en voz baja.
—Sí. Son amigos míos. Quiero ayudar a que esto se acabe de una vez.
—No se mezcle en este asunto —dijo el columnista, también en voz baja ahora. Aunque no tenía la corpulencia de Ron se atrevió a ponerse decididamente delante de él.
—Éste señor te está aconsejando bien —subrayó ella, a espaldas de su marido.
El columnista asintió.
—Se encuentran aquí en estos instantes una docena de periodistas… Hay también columnistas del Time, tanto del país como neoyorquinos. Todo esto se sabrá en Nueva York y en Kingston mañana por la mañana, gracias a las primeras ediciones de los periódicos. Procure que su nombre no se mezcle con los de los promotores del incidente, por el amor de Dios. Hay mucha gente que daría cualquier cosa por meterle en eso. Muy especialmente, la gente del Time.
—Éste señor tiene razón —repitió Lucky.
Ella se sintió tremendamente aliviada al notar que la resistencia de Ron era progresivamente menor. Su brazo, el brazo que tenía cogido Lucky, se relajó.
Al pie de las escaleras, Sam Finer había retrocedido unos pasos para volver a embestir contra el fornido, pero confuso, portero. Seguía gritando frases incoherentes. Luego, dijo que no había allí nadie capaz de sacarlo a la fuerza de aquel lugar. ¿Quién diablos creían ser ellos? Él tenía una «suite» en el hotel. Bonham, en estos momentos, tomó la decisión final. Con la mirada infinitamente paciente del hombre acorralado, que en plena tormenta no sabe a dónde dirigirse, una mirada que había sorprendido en sus ojos Lucky muchas veces, Bonham dio la vuelta delicadamente a Sam Finer, con la misma agilidad y delicadeza de un bailarín de ballet, rápidamente también, enjacándole un puñetazo en la mandíbula.
Finer cayó al suelo como hubiera podido caer un saco de cemento. Bonham lo contempló con un gesto de tristeza, como si hubiese acabado de hacer algo que se había propuesto no intentar nunca, completamente ajeno a la multitud que se agolpaba en la terraza. Después, se inclinó, asiendo al pesado Finer como si hubiese sido un chiquillo, para echárselo al hombro. A continuación, se dirigió hacia el lugar en que se estacionaban siempre los taxis.
Por segunda o tercera vez, desde el día en que lo conociera, Lucky se sintió a su lado, por entero. La gente se agolpaba a su alrededor. Todos se mostraban muy excitados; no cesaban de hablar. Ron, Ben e Irma se comportaban como los demás. Luego, empezaron a retroceder, hacia el lugar en que se hallaban bebiendo al producirse la interrupción. Oíanse las quejas de los que habían salido de la refriega con las camisas o los trajes mojados. Cathie Finer guardaba silencio. Lucky la cogió por un brazo, para asegurarse de que no iba a separarse de ellos. En el preciso instante en que se volvía divisó a Jim Grointon en la calzada. En su rostro había una fuerte impresión de desconcierto. En el momento de situarse a la altura de Bonham, que seguía llevando a cuestas al insensato Finer, se detuvo, pronunciando unas palabras. Pero el gigantesco Bonham continuó su camino, sin contestarle. Avanzaba impertérrito, con paciencia, con su carga, en dirección a la fila de taxis.
Lo que sucedió al día siguiente carecía en cierto modo de lógica. Bonham no se dejó ver en absoluto y tampoco Orloffski, como si ellos hubiesen considerado este comportamiento la mejor política a adoptar. Pero, en cambio, alrededor de las once, Sam Finer sí que se dejó ver. Parecía hallarse bastante abatido y lucía un morado tremendo en la mandíbula, por efecto del puñetazo de Bonham que había puesto punto final a la reyerta. Uno de sus ojos estaba por el estilo, por haberle alcanzado uno de los puños del portero del hotel. Encaminóse el hombre directamente a su «suite», donde Cathie le esperaba. Inmediatamente, llamó a Ron y a Ben por el intercomunicador. Por último, los seis se congregaron en la «suite» de Sam Finer. Sam no podía ir a hablar, por las buenas, con René. Sentíase demasiado embarazado ante tal perspectiva. Por tanto, hubo que designar unos intermediarios. Fueron éstos Ben y Ron.
—Es que no puedo —manifestó Sam—. Me siento avergonzado. Por otro lado, René os escuchará a vosotros con más atención y respeto que a mí. Seguramente, de verme, ordenaría inmediatamente que me echasen a la calle, sin querer oír una sola de mis palabras. Muchacho: ¿has visto qué morado? —añadió orgullosamente, acariciándose con el pulgar de la mano derecha la mandíbula—. ¡El suyo fue un golpe perfecto! ¡Perfecto, sí! ¡Santo Dios! Habría podido matarme, de haberlo querido. Sí. Nada más exacto, nada más perfecto.
Su adoración por Bonham, que había nacido en Grand Bank, según sabía Lucky, por habérselo dicho Ron, no había disminuido… Todo lo contrario: habíase incrementado con el paso de los días. De manera que si Bonham abrigaba algunos temores respecto a la nueva inversión de 10.000 dólares (que era lo que Lucky había sospechado, con su predisposición contra Bonham), la verdad era que no tenía por qué andar preocu-pado. Había más: el incidente, probablemente, había servido para asegurar la inversión adicional.
—Qué muchacho, ¿eh? ¿Habéis visto alguna vez en cualquier otro lado un tipo como él? —dijo Sam con los ojos brillantes, profundamente admirado, nada más evocar la figura de Bonham.
Así que Ron y Ben fueron los intermediarios de Sam Finer ante René. Lucky los acompañó por habérselo pedido Ron. No en balde su amistad con René databa de bastante tiempo antes que la de ellos. Y por haber accedido a la petición de Ron, se hizo acompañar a su vez de Irma. En consecuencia, los cuatro abordaron a René —lo atraparon, sería la expresión adecuada—, en el bar, tranquilo, desierto al mediodía.
Ron fue el portavoz.
Ahora bien, Lucky se hallaba cansada de todo aquel juego.
Y también de todos ellos. Ben e Irma eran, quizá, las únicas personas que podía soportar. Aquellos eran juegos de niños. Los hombres con quienes trataba se pegaban entre sí, forcejeaban. Para luego presentarse mutuamente excusas y hacerse a la mar con el propósito de matar tiburones. Estaba harta de aquellos condenados juegos infantiles. Aquéllas no eran las personas con quienes soñara compartir su existencia, su precioso futuro. En cuanto a Cathie Chandler —Cathie Finer—, si tenía problemas que se preocupara de solucionarlos. Ella misma se los había buscado. Lucky Videndi —Lucky Grant— tenía también los suyos, a los que, naturalmente, habría de hacer frente. Pero, bueno, en todo caso, Ron fue quien actuó en calidad de portavoz.
—¡Ten en cuenta, Ronnie, que jamás había sucedido una cosa como ésa en mi hotel! —exclamó René, muy furioso—. ¡Jamás!
¡Y ya llevo siete largo años aquí! ¿Qué esperas que haga yo?
—Mira, René… —siguió diciendo Ron, obstinadamente—. Quiero hacerte ver que no ganarías nada con echarlo de aquí. Eso es todo. Y piensa que todos saldremos de tu hotel dentro de unos días, para iniciar nuestro crucero.
—Ése individuo es un mala sombra —contestó René, tan obstinado como Ron—. Te lo digo tal como lo siento. Nunca me fue simpático. Nunca. Nada más verlo, al llegar, pensé que me traería muchas complicaciones. Le di la «suite» por vosotros. Especialmente, por ti y por Lucky.
Ron —cuyos métodos eran bien conocidos por Lucky— asintió solemnemente, afectuosamente. Por último, miró a René tal como ella se figuró con anterioridad que llegaría a mirarlo.
—El echarlo de aquí, esto de rechazarlo, supondría una pésima publicidad para ti, René. Tal como está la cosa, la información sobre el incidente no pasará de un par de columnas. Échalo de tu hotel y se duplicará, por lo menos. Habrá quien saque tema para un par de semanas, tal vez.
—Eso que dices es verdad —repuso René, caviloso—. No había caído en ello.
—Me refiero, especialmente, a esos individuos del Time. Ya sabes cómo se ensañan con las personas que se encuentran en la cumbre, que se destacan. Gustan de derribarlas. Y tú, gracias al Grand Hotel Crount, eres de los que conocen las alturas. —Por último, Ron, tal como Lucky se figurara, añadió el argumento decisivo—: Y yo puedo prometerte, te prometo, que mi amigo Leonard no mencionará ni de pasada el hecho. En su columna no se publicará una sola palabra acerca del asunto. He ahí mi promesa. Ya está hecha. Pero si se te ocurre expulsarlo de aquí de mala manera…
—De acuerdo —manifestó René, quien se encogió expresivamente de hombros, reconociéndose vencido—. Has ganado este «round». Has dado en el blanco, como siempre. Te conozco muy bien, Ronnie. —René se tocó una sien con el dedo índice, expresivamente—. Tú tienes que ser así. De acuerdo. Pero dile a tu amigo que procure no hallarse presente en el bar a la hora del cóctel. Después de la cena ya es otra cosa. Pero de estar allí a la hora del cóctel, ni hablar.
—Perfectamente, René. Se lo diré —respondió Ron—. Y muy agradecido, René.
René sonrió. Para celebrar el feliz resultado de sus gestiones, la comisión pidió algo de beber. Luego, se retiraron.
Lo chocante del caso fue que aquella confrontación pudo ser evitada, ya que al día siguiente Sam Finer tuvo noticias de Nueva York donde se le requería urgentemente por cuestiones de negocios. Eran cosas que no admitían espera, que no podía resignarse a perderlas, por otro lado. Sam no especificó, no señaló la cuantía de lo que tenía en juego. Pero, evidentemente, se trataba de una suma más importante que la que prometiera invertir en lo de Bonham, por encima de los 10.000 dólares ofrecidos. Aquella noche marchó a Nueva York.
Habían estado casi todo el día metidos en la embarcación de Jim, dirigiéndose al oeste y al sur, hasta llegar a Wreck Reef y Hotch Kyn Patches, donde efectuaron varias inmersiones.
Habían cubierto casi dieciocho millas en total. Y todo había comenzado a las diez y media de la mañana, llevándose consigo la comida, a propósito para la excursión, bien acondicionada. De nuevo los gastos por todos conceptos corrían a cargo de Sam Finer.
El regreso fue alrededor de las siete de la tarde. Desde Nueva York habían estado llamando con regularidad, cada media hora, aproximadamente, preguntando por el señor Finer.
Después de hablar con Nueva York desde su «suite», él y Cathie invitaron a todos a beber (incluidos Bonham y Orloffski, a quienes se había llamado al astillero), instalándose en una de las mesas más apartadas de la terraza, fuera de los límites que le habían señalado a Finer. Simplemente: no existía otra salida. Sam tenía que irse. Había un avión «jet» que volaba directamente a Nueva York, el cual despegaba a las nueve. No existía ninguna posibilidad de que estuviese de regreso antes de la iniciación del crucero. Sam tendría que permanecer en Nueva York una semana, por lo menos. Sería imposible recogerlo en las Nelson, ya que no había vuelos desde Nueva York, en «jet». El aeropuerto de que se disponía en las islas era muy pequeño. Y si partían todos en un plazo de dos o tres días, como se había planeado, por la fecha en que él pudiera trasladarse a aquellos parajes, en un avión ordinario, todos se encontrarían de vuelta a Ganado Bay.
—Y yo sé muy bien, Ron, Ben, que estáis ansiando poneros en camino —dijo Finer con su brusquedad afectuosa característica. Todo parecía indicar, pues, que se iba a perder aquel viaje—. Pero, en fin, habrá otros —manifestó entristecido—. ¡Santo Dios! Lo que siento perderme este crucero inaugural… Ahora bien, tú no tienes por qué perdértelo, Cathie. No es absolutamente indispensable que regreses a Nueva York conmigo. Y no me gusta que te dediques a esperarme, aburrida, en cualquier condenado hotel. Yo creo que debes acompañar a nuestros amigos. Por mí, desde luego, no hay inconveniente… Lucky creyó haber detectado una leve inflexión de pesadumbre en las palabras de Sam Finer, al formular su proposición a la esposa, pero no se encontraba en absoluto preparada para escuchar la respuesta de Cathie.
—Muy bien. Pues entonces, haré el crucero con ellos —declaró Cathie Finer, animosa, alegre—. He estado esperando la iniciación de este viaje con el mismo interés que tú, querido Sam. Y, como acabas de decir, en Nueva York no puedo hacer otra cosa que aburrirme en cualquier maldito hotel.
Así que eso fue lo acordado. Sam Finer no parecía hallarse muy sorprendido. Lucky sí que lo estaba en cambio, y ella pensó que lo mismo les ocurría a los demás. Ron, indudablemente, y Ben, con Irma… Al Bonham, de otro lado, ofrecía en su rostro un gesto extrañamente natural.
Todos lo vieron desaparecer en el interior del gran «jet» de las nueve. Sam Finer había contratado los servicios de su grande y particular limusina, pero el vehículo no bastaba para todos. En consecuencia, tras haber dicho a René que encargara la cena para ellos, Lucky, una vez más, se vio a sí misma en el centro del asiento delantero del viejo «jeep» de Jim, entre éste y Ron. Una vez más también, había pasado los brazos por los respaldos de los asientos de sus acompañantes, con objeto de amortiguar en lo posible los botes violentos del vehículo. Ahora vestía ella una sencilla camisa. Ben e Irma —de nuevo— habíanse acomodado en la parte de atrás. Los demás viajaban con Finer.
Una vez el gran «jet» hubo despegado, perdiéndose en la oscuridad de un firmamento tachonado de estrellas, todos pasaron al bar del aeropuerto. Fue aquello una manera de celebrar, con tristeza, sin la menor alegría, la feliz partida de Sam Finer. Fue entonces, mientras consumían las rondas, cuando Cathie Finer informó a los Grant y a los Spicehandler que no regresaría al hotel para cenar en su compañía. Estaba trastornada. La comida del hotel le cansaba, y habiendo comido mucho pescado en el transcurso de los días precedentes había terminado por aborrecerlo. Pensaba tomar la limusina para cenar en uno de los dos o tres mejores restaurantes de la ciudad, con Bonham y Orloffski. Con Al y Mo… Así lo dijo. Después saldrían para jugar un poco. Por tanto, no era razonable que se dedicaran a esperarla. Y si lo querían podían volver a verse todos en el menudo e ilegal «casino». Ninguno de ellos abrigaba semejante propósito. Nuevamente, en consecuencia, Lucky se encontró viajando, ahora camino del hotel, en el centro del asiento delantero del «jeep» de Jim, con un brazo por el asiento de éste y el otro aprisionado a medias contra el respaldo del ocupado por su esposo.
Y las cosas fueron tomando el mismo cariz a lo largo de los siguientes días. Sin saber por qué, ella terminaba por encontrarse siempre entre Jim y Ron. Bonham y Orloffski no dieron fin a sus tareas en la goleta en el plazo de dos días que ellos fijaran en la partida de Finer (más adelante Lucky había de saber por qué), declarando que todavía les quedaban un par de jornadas más. Transcurrirían en total cinco días más antes de que pudiesen hacerse a la mar. Cathie Finer dejó de salir en el catamarán, pasándose los días en la ciudad, a bordo de la goleta, evidentemente. Dejó también de comer en el hotel. Hacía sus comidas en la ciudad, con Bonham y Orloffski, probablemente. Éste último parecía no dar importancia a la cosa cuando hacía acto de presencia en el hotel con Bonham. Los dos llegaban en el coche que ella alquilara en sustitución de la limusina.
Ben e Irma, por el hecho de estar pasando sus últimos días allí, en Kingston, que abandonarían luego para siempre, puesto que la goleta, al regreso, recalaría en la costa norte y «GaBay», decidieron alquilar un coche y efectuar una excursión de tres días de duración para ver las cosas que aún no habían tenido ocasión de contemplar. En el catamarán, pues, quedaron tres personas, que se tostaban al sol todos los días. Es decir, Lucky, Jim y Ron. Ella se veía a todas horas entre Jim y Grant, Jim y Ron, Jim y su esposo. Éste no había alterado, en absoluto, su actitud —su actitud de abierta amistad ante Jim— hacia Jim Grointon. A veces tenía Lucky la impresión de que la gente del hotel hablaba de ellos. Había que tener en cuenta la reputación de que gozaba Grointon en la localidad.
Ella se había mostrado orgullosa de Grant en el momento de imponerse a René, defendiendo a Finer. Pese a haber tenido que ver todo aquello con una gente que ella estimaba baja, vulgar, habíase mostrado orgullosa de él, por las suaves maneras con que había sabido llevar aquel asunto. Pero al mismo tiempo el incidente le llevaba a recordar también los igualmente suaves modales (tan engañosos como suaves) con que él la llevara a través de la historia de sus relaciones con Carol Abernathy. Ya René lo había dicho: Ron sabía dar siempre en el blanco. Y era verdad. Siempre se había salido con la suya. Eso la había enfurecido de nuevo y entonces Lucky se encontró, por tercera vez, quizá, mirando a su esposo —a quien ella había creído conocer a fondo— con otros ojos, con una perspectiva diferente.
Había querido invitar a Ben e Irma por la noche con la cena a base de «spaghetti». Ella misma había quedado tan harta de pescado como Cathie Finer. Sin embargo, el pescado, tiempo atrás, había sido su plato favorito. Repetidas veces había asegurado que nunca tendría bastante en la mesa, por mucho que le sirvieran. Pero ahora tenía que admitir que todo eso había pasado. Por ello había concebido la idea de confeccionar un plato italiano del que conocía sus secretos.
Las «suites» mejores del Crount se hallaban equipadas con sus pequeñas cocinas. Esto había sido idea de René, quien pensara en la posibilidad de que desfilasen por su establecimiento buenos «gourmets» y «chefs» aficionados deseosos de prepararse sus platos. Por tanto, en el terreno de la práctica, no existía ningún inconveniente para que Lucky hiciese realidad su deseo. Por supuesto, con René y Lisa no podía contar, ya que éstos tenían que estar en su trabajo, supervisando lo que se hacía en la cocina del hotel. Esperaba, sin embargo, disfrutar de la asistencia y compañía de Ron, Ben e Irma.
La invitación había sido planeada para la noche del regreso de la pareja, tras la excursión de tres días por la isla. Pero ellos no hicieron acto de presencia aquel día. No supo por qué. Naturalmente, no invitó a comer a Cathie Finer, principalmente porque no quería invitar a Bonham. Y no quería invitar a Bonham por no verse obligada a formular su ofrecimiento a Orloffski. De todos modos, sus sentimientos hacia Cathie Finer habían cambiado considerablemente a lo largo de los últimos días, desde el momento en que se convenciera de que Cathie se estaba acostando con Al Bonham. (En eso radicaba el retraso de las obras en la goleta). ¿Y cómo podía haber una mujer, incluso una criatura amargada como Cathie Chandler —Cathie Finer—, que fuese capaz de dormir con Al Bonham? Jim Grointon era otra clase de persona… ¿Quién podía compararlo con Bonham o con Orloffski?
Por lo tanto, al final se reunieron los tres de siempre: ella y Grant, ella y Ron, con Jim.
Habían estado todo el día fuera, a bordo del catamarán. Hallándose solos, sin nadie que formulara objeciones, efectuaron inmersiones en el sitio ya familiar de las proximidades de Morant Bay, en busca de tiburones. Desde luego, Lucky no aprobaba eso, pero nada podía hacer para impedir que desarrollaran aquel género de actividades. Lo único que podía hacer era permanecer a la espera, desando que no ocurriera nada malo. La marea se acomodaba a sus propósitos, había declarado Jim. No habían pescado casi nada. Sólo lo estrictamente indispensable para proporcionarse un cebo con que atraer a los tiburones. Habían estado allí la mayor parte de la mañana y toda la tarde. Finalmente, entre los dos, habíanse hecho con un tiburón que medía cuatro metros desde la cabeza a la cola. Habíanlo amarrado al chinchorro que remolcaban para emprender el regreso al muelle. Lucky no acertaba a comprender a aquellos hombres. ¿Por qué se metían en tales empresas? En todo caso, Ron se había pasado la jornada bebiendo cerveza, casi desde el mismo momento de iniciar la salida. Al llegar al muelle, donde el tiburón causó sensación entre los curiosos, se hallaba exhausto, si no medio bebido. Anunció que iba a tenderse a dormir un poco, por espacio de una hora. A las ocho y media se presentó Jim, fresco y hambriento. Lucky preparó unos aperitivos. Los dos hablaron y rieron, chocando sus vasos con fuerza. Ron, su esposo, continuaba durmiendo entretanto. Y no se despertaba.
Lucky estaba furiosa. Él sabía que Jim tenía que presentarse allí. Y que Jim llegaría solo. Y que estarían los dos solos. Irma y Ben no habían regresado. Ella decidió entonces dejarlo dormir, hasta que se hartara. ¿0 era que tenía algún truco entre manos? De todos modos, la cena estaba prácticamente dispuesta. La salsa que preparara había estado en el fuego muchas horas; más que nada para que se cociera lentamente, para que se mantuviera también caliente. Todo lo que le quedaba por hacer era verter el «spaghetti» en el agua que ya hervía… Era cosa de unos siete minutos. Después de servir dos aperitivos más, no habiéndose despertado todavía Ron, Lucky llevó a cabo aquella operación. Luego, Jim y ella se sentaron a la mesa, cenando solos.
—Ron está terriblemente fatigado, a consecuencia de los esfuerzos que ha realizado hoy, durante la pesca —fue la explicación de Lucky—. Creo que lo mejor es dejarlo dormir. Lo más seguro es que tarde todavía un poco en despertarse. Está terriblemente cansado, sí. Después, si tiene ganas, le calentaré su ración de «spaghetti».
Fue después de la cena (durante la cual Jim comió vorazmente, mostrándose al mismo tiempo locuaz y buen conversador) cuando se hizo evidente que Grant seguiría durmiendo… Jim, entonces, aprovechó la oportunidad para insinuarse. Ésta vez pidió a Lucky que dejara a Ron para casarse con él.
Ella apenas pudo dar crédito a sus oídos. Su esposo estaba durmiendo en la habitación contigua. ¿Estaba durmiendo en realidad? Instintivamente, ella se levantó de la mesa y todavía con el último vaso de vino en la mano se instaló en un sillón que había en el rincón opuesto de la estancia. Quería oír desde allí las palabras de Jim Grointon, lo que tuviera que explicar acerca de ellas.
A pesar del audaz paso, o tal vez por su osadía, Lucky se sintió profundamente interesada y excitada. Aquél era realmente un irlandés «del demonio»…
—Debes de estar loco —dijo ella finalmente—. Estás casado, ¿no?
—Pero voy a conseguir el divorcio.
—Tienes dos hijos con tu mujer, sin embargo.
—Tengo dos hijos también con mi primera mujer.
—Tu esposa querrá tu dinero.
—Sus padres pueden ocuparse de todos, de su hija y de sus nietos.
—Yo te dejaría sin un centavo en su lugar —afirmó Lucky.
—Sé que lo harías —respondió Jim, sonriendo—. Creo que ésa es una razón por la cual se justifica que no esté enamorado de ella y que en cambio lo esté de ti.
—¿Pero tú eres capaz de imaginarme como esposa de un buceador jamaicano, viviendo en Kingston?
—Bueno, es que yo no he sido siempre buceador. Y esta cabeza mía ha sabido regir muy buenos negocios, para los cuales no me faltan condiciones. Tengo muchas relaciones en Nueva York. Sé de muchos sitios en los que para empezar me darían de diez a quince mil dólares por año. Haría eso por ti. Por que fueses mía.
—¿De veras?
—Con toda seguridad. Ya te lo he dicho: estoy enamorado de ti. Te quiero para mí.
—¿Te das cuenta de que mi marido puede haberse despertado? ¿No piensas que puede estar escuchando esta conversación desde la habitación de al lado?
—Lo sé muy bien. Y lo siento. Pero te estoy diciendo la verdad. La verdad se la diría a él también.
—Te rompería la cabeza —repuso ahora Lucky.
¿Haría aquello Grant realmente? ¿Podría hacerlo?
—Tal vez, sí. Tal vez, no. En un caso u otro, la situación vendría a ser la misma. Nada cambiaría.
—Me parece increíble lo que estoy oyendo.
—Yo sorprendo, lo reconozco. No puedo evitarlo. ¿Por qué no quieres cerrar la puerta?
—Me parece que es lo mejor, sí.
Lucky cerró la puerta. Ron, al parecer, no se había movido desde la última vez que lo viera. Solamente entonces se dio cuenta Lucky de que se había metido en una trampa, en una posición comprometida. Jim sonreía, observándola desde la mesa mientras ella se acomodaba en su distante sillón.
—¿A cuántas mujeres casadas con alumnos tuyos de buceo les habrás dicho todas esas cosas hasta ahora? —inquirió ella, mordaz.
Jim la obsequió con una de sus sonrisas típicas de policía irlandés.
—No se lo he dicho a ninguna realmente. Bueno, eso no, exactamente.
—Eres fabuloso —afirmó Lucky—. Pues bien, mi contestación es negativo. ¿Motivo de la respuesta negativa? Sencillamente, que no estoy enamorada de ti.
—Bien. Conforme. De acuerdo. Eres sincera. Absolutamente sincera. Sin embargo, a ti te gustaría acostarte conmigo. Lucky notó que sus orejas se le encendían. No contestó. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a seguir durmiendo tranquilamente mientras aquella conversación tenía lugar? Dormido o no dormido, ¿por qué permitía semejante cosa? ¡Santo Dios! Se tenía ganado lo peor.
—¿No es cierto que te gustaría? —insistió Jim.
—No observo en mí ningún deseo especial. No descubro nada de particular en mis sentimientos.
—Algo habrá en ti, por poco que sea: algo así como un juvenil impulso. —Jim sonrió una vez más. Luego, su sonrisa se esfumó, de pronto—. Muy bien. Quiero dormir contigo. Quiero hacerte mía. Ahora. Ésta noche. Y te deseo con un afán jamás igualado por ningún otro hombre…
—De varón estoy servida sin tener que salir de casa —contestó Lucky—. La verdad es que dispongo de hombre de sobras. Hay en él más de lo que yo puedo precisar.
Jim Grointon asintió.
—Te creo.
—Eres tremendo, Jim —consideró Lucky—. No acierto a comprenderte, desde luego. Te tengo delante de mí, solicitando los favores de la esposa de un hombre por el que, según tú, sientes una gran simpatía, a quien admiras. Y por añadidura, formulas tus proposiciones en casa de él. A lo largo de estas dos semanas últimas no has desaprovechado ninguna de las oportunidades que se te han presentado de ensalzarle, de elo-giarle, a mi entender. No obstante, estás ahora realizando denodados esfuerzos por birlarle la esposa. No acierto a comprenderte, desde luego.
—Lamento que las cosas hayan tenido que plantearse así. Lo que acabas de decirme es verdad. Ahora, yo no puedo dar de lado lo que siento. Y yo me juzgo su amigo. En serio. Me juzgo mucho mejor que otros. Creo incluso que quiero a Ron, en la forma que muchos bravos hombres quieren a otros. Lo de que me haya enamorado de su esposa, lo de que yo la desee con todas mis fuerzas es, simplemente, una coincidencia desgraciada.
—Eso es algo que no puedo entender —manifestó Lucky, obsequiando a su interlocutor con la más fría de sus miradas.
Él era realmente un diablo. Y de los más perversos. ¿Por qué excitaba su interés de aquella manera? Siempre había procedido así.
—Jamás había oído nada más turbio, más sucio, más repelente…
—Lo que te estoy diciendo merece seguramente esos calificativos. Quizá sea yo también un individuo sucio. Pero creo, con todo, que tú me deseas. Y aquí me tienes, en consecuencia. A tu disposición. Háblame… Dime con franqueza que no me deseas. Yo, entonces, silenciosamente, sin el menor alboroto, desmontaré mi tienda y me iré por donde he venido.
—El hecho de que yo te desee o no nada tiene que ver con la cuestión —dijo ella, un tanto desesperadamente—. ¿Es que no lo ves?
—Está bien. Pues contéstame. Limítate a contestarme.
Él estaba sonriendo todavía. Enarcaba las cejas al mismo tiempo, en un gesto de divertida confianza, una confianza que rayaba en lo más alto. Lucky pensó que sus orejas debían de estar rojas como la grana, a juzgar por lo que sentía dentro de sí misma.
—¿No has pensado que lo que tú sugieres podría cambiar por entero el rumbo de mi vida? —inquirió Lucky—. En cambio, tu existencia seguiría siendo sustancialmente igual.
—Vamos, vamos… ¿No te parece eso excesivamente melodramático? Y de todos modos ¿No fue eso lo que te ofrecía, ese cambio, desde el principio? ¡Diablos! Tú estás hablando a todas horas de esos cuatrocientos hombres con quienes, según has afirmado, tuviste relación íntima; te pasas los días estudiando ciertas partes de los nativos, notables por sus proporciones; has estado coqueteando conmigo durante semanas enteras. ¿Tú crees que yo estaría ahí, dormido, si mi mujer se encontrase aquí CONMIGO? Ha llegado el momento de tomar una decisión, señora Grant. De ir adelante o de dejar las cosas como estaban.
—¿Te has vuelto loco? —inquirió Lucky—. ¿Aquí?
—Afuera está mi coche. Incluso hay alguna ropa de cama en él. Él no va a despertarse. Permanecerá dormido mucho tiempo.
Lucky miró atentamente a su interlocutor, quedándose pensativa. Aquella observación, formulada a la ligera, hería su orgullo. Pero, desde luego, él procedía así con tal fin.
—¿No te das cuenta de que yo puedo cogerte y hacerte pedazos, para a continuación arrojar tus fragmentos al arroyo? —preguntó ella, fríamente.
—Es posible. Sí, cabe esa posibilidad. —Lentamente, él se sirvió otro vaso de rojo vino. Tenía una botella de Chianti, cruzada con tiras de paja, al alcance de la mano—. Y hasta es probable que yo ande buscando eso, señora Grant.
Lucky volvió a mirar a Jim con atención, tornando a sus reflexiones de minutos antes. No era fácil escapar de las garras de aquel tipo irlandés. Sentía aún su atracción. Y se mostraba él sincero. Por supuesto, no se casaría nunca con ella. Jamás había pensado en semejante cosa. Pero aun así… Y, por otro lado, allí cerca se encontraba aquel hijo de perra, durmiendo tranquilamente. ¡Durmiendo! Se trataba del hombre que se había acostado con la vieja protectora, después de haberla conocido a ella. Había sostenido relaciones con la bruja después de haberla conocido a ella en el plano de la intimidad. Y había sabido mentir. Se lo tenía merecido. Sí. Cuanto planeara contra él. ¡Estaba durmiendo! Ya había anunciado Jim lo que pasaría.
Y no se había equivocado. De repente, se le figuró que todo transcurría con arreglo a los días de Nueva York. Fue algo súbito. La soledad eximía de muchas responsabilidades. Lucky se encontraba cansada de afrontar algunas.
De otro lado, sabía que lo suyo con Grant había terminado para siempre si seguía adelante en aquel terreno. Una cosa era desearlo y otra hacerlo. ¿Y qué clase de beneficios descubría allí para ella? Ciertamente, en aquel asunto dinero no había, ¡ni mucho menos! Aunque Jim se casara con ella, aunque se trasladaran a Nueva York, aunque llegase a ser verdad todo el resto de su historia. Y sin embargo… ¡Estaba dormido! ¡No muy lejos de ellos! A unos metros de distancia tan sólo. De todas maneras, si ella lo hacía, aunque no trascendiera el episodio, éste supondría el fin. Y en realidad, teóricamente, ¿no había terminado todo ya? Aquella sucia vieja… Sí. Aunque él no descubriera jamás su acción (y Ron podía comportarse a veces estúpidamente, tan estúpidamente que sus reacciones se juzgaban increíbles en un comediógrafo de tanto talento y experiencia vital como él), todo terminaría entre ellos. ¿Y no había terminado realmente? Todo volvía a ser como lo de Nueva York.
Lucky se puso en pie, alisándose la falda, ordenándose las ropas para aproximarse a la mesa. O para encaminarse al dormitorio. Tenía que echar a andar en una dirección o en otra. Acercóse antes de nada al mueble-bar para servirse un whisky. Luego daría a conocer a Grointon la decisión adoptada, su decisión. De momento, ignoraba todavía la respuesta.