XXII

Después de cerrar la gran puerta de hierro y cristales de la entrada, a su espalda, Ismaileh se quedó quieto por unos momentos en el vestíbulo de la villa. Escuchaba los rumores producidos en la noche por el motor del coche de Bonham, cada vez más lejanos. Cuando hubieron desaparecido aquellos ruidos sintióse envuelto en un silencio casi absoluto. Allí parecía no vivir nadie. Una luz tan sólo estaba encendida en el vestíbulo. Lo demás se hallaba a oscuras.

Tras una vacilación que no duró más que unos segundos, Doug encendió las luces del gran salón, donde estaba el bar (bueno, había un bar; en aquella casa se encontraban bares por todas partes), sirviéndose un whisky con soda, con muy poca soda. Con el vaso en la mano, fue fijándose distraídamente en los sillones y divanes que contenía la gran estancia. Todo lo que veía contribuía a incrementar su depresión. Probablemente, Bonham había llegado a pensar que su actitud reservada era debida al robo de la cámara fotográfica de Grant, pero la verdad es que su reticencia y distanciamiento había que buscarlos en el tremendo abatimiento que le dominaba. Nuevamente, algo había cambiado, una etapa de su existencia quedaba cubierta, una aventura se cerraba. Después de tomar Grant y Lucky el avión que les llevaría a Kingston se apoderó de él una gran melancolía. A él ya no le quedaba nada por hacer allí. Se imponía la vuelta al trabajo. No más excusas. Si regresaba a Kingston ya no sería lo mismo. Allí encontraría una pareja, una pareja aislada de todo. Y sus ardientes ideas anteriores acerca de su proyectado viaje a Nueva York, en busca de Terry September, le hicieron sonreír ahora, apesadumbrado.

¡Diablos con Grant! La suerte le buscaba. Todo le estaba siendo servido en bandeja de plata. Sin poseer más talento, ni trabajar más que muchos otros miles de hombres, todo lo que tocaba se le volvía oro, fama, felicidad. No había más que fijarse en su encuentro con Lucky, por ejemplo. Y ni siquiera había ido en su busca. Era ella quien le había llegado a él. Doug, examinó el líquido que contenía su vaso al trasluz. Le costaba trabajo apurar aquél, bajo tantas luces, entre aquellos sillones vacíos, a solas. Dando media vuelta, se trasladó a la terraza, a donde llegaba la luz del salón como tamizada. Sintióse mucho mejor allí.

Acercó uno de los sillones de mimbre a la balaustrada, colocando los pies encima de ella. Contempló distraídamente las luces de la ciudad, algunas de ellas correspondientes a los locales por los que haraganearían los turistas. Sintió la tentación de abandonar la vivienda y unirse a ellos, para enzarzarse en cualquier discusión o riña. Cabía también la solución de matar el tiempo jugando al póquer o de quitarle la mujer a quien se pusiera a punto. ¡Qué tontería! Seguro que no encontraría en ninguno de aquellos establecimientos a Bonham, ni a Orloffski. Éstos, a la hora de las consumiciones, siempre iban de la mano de quienes pagaban: él mismo y Grant. Se habrían refugiado en la casa. Decididamente, no quería de momento nada con Bonham. Ni con el otro.

Doug estaba convencido, como todos los demás, de que Orloffski era el autor de la sustracción de la cámara fotográfica. Pero en cierto modo, eso le hacía gracia. Le hizo incluso reír en lugar de sentirse enfadado. ¡Ya era hora de que sucediese algo que contrariara a Ron Grant!

Tenía cierto significado aquello de que Orloffski cometiera el hurto cuando sabía que Bonham se esforzaba más y más por conseguir que Grant tomase parte en la transacción de la goleta. También podía ser que el hombre fuese, sin más, un cleptómano.

Lo dejó en eso: en cleptómano.

Pues sí. Lo que le había distanciado de ellos aquella noche era otra cosa enteramente distinta.

Su vida se le estaba escapando con rapidez. Aquella especie de tren expreso en que viajaba continuamente parecía ser día a día más veloz. Por tal motivo, cuanto divisaba desde sus ventanillas se le antojaba más y más borroso. La visión de Grant y Lucky unidos, incrementaba esta impresión.

¿Qué era lo que poseía en resumen? ¡Oh! Su primera esposa se encontraba en Los Ángeles, en compañía de aquella criatura suya. ¿Quién la había necesitado? La segunda esposa vivía en Detroit. La muy cerda vivía con su hijo, de diez años. Él nunca se hubiera avenido a concederle todos los beneficios de su primera obra teatral ahora. No debía haber hecho nunca eso. Estaba seguro de que había sido mal aconsejado por sus primos griegos de Nueva York, que intentaron evitarle el pago de determinados impuestos. Pero, en fin, todavía disponía para él de los beneficios de la segunda obra, que no había constituido un gran éxito, que había sido acogida con discreto aplauso. Disponía de su casa de Coral Gables, de su pequeña embarcación y contaba con un puñado de experiencias en el ejercicio de la pesca y de algunas oportunidades… Se enfrentaba por último con su tercera comedia, que iba por el segundo acto. Lo malo era que no había conseguido echar el telón sobre el primero, todavía. Todo ello significaba que no se desenvolvía a gusto, que no pisaba terreno firme. A eso se reducían todas sus posesiones en aquellos instantes.

En cambio, aquel condenado Grant… ¡El muy hijo de perra! ¿Cómo se atrevía a habérselas con una mujer como Lucky? No tenía sobre ella más derechos que cualquier otro hombre.

Y ella se mostraba leal a Grant, como una tigresa. Lucky le amaba. ¿Y por qué? Lucky lo había conocido casualmente… Un amigo mutuo los había presentado. Lucky se hallaba predispuesta a enamorarse y entonces, por casualidad, Grant se le había cruzado en el camino. Lo mismo hubiera podido enamorarse de otro hombre. ¿Por qué no había tenido Doug la suerte de conocerla antes? Pudo haber sucedido… ¿Qué era lo que de relevante había en Grant? ¿Su Integridad Moral? ¡Oh! Había estado viviendo con aquella mujer ya mayor, había estado acostándose con ella en su propia casa, en la casa del esposo, permitiendo que su marido lo mantuviera… Así hasta que su trabajo empezó a dar dinero. ¡Diablos! ¡Si ni siquiera se vería obligado a abonar ninguna indemnización cuando se separara definitivamente de ella! Es decir, no le ocurriría lo que a él con sus esposas. ¿Qué clase de suerte era aquélla? En cuanto a hablar de integridad moral… ¿Creía Lucky acaso que Grant era un hombre moralmente íntegro?

Sus siguientes pensamientos le inmovilizaron. Se sintió atónito.

¿Qué pasaría si alguien ponía a Lucky al corriente de las relaciones de Grant con Carol? ¿Qué diría ella entonces acerca de la integridad moral de su prometido?

Era esta la idea que acababa de cruzar por su mente.

¿Por qué no se había encargado él de eso? ¿Por qué diablos no habíase decidido a dar tal paso? Hubiera podido deslizarlo tan hábilmente en sus oídos que ni siquiera se habría dado cuenta la joven de la procedencia de la información. Y Grant se tenía merecido aquello. ¡Diablos! ¿Por qué no se le había ocurrido tal maniobra? ¿En qué había estado pensando?

No, no. Uno no podía hacer cosas como esa al mejor de sus amigos. Ni aún en el caso de que se lo tuviese merecido… Hallándose sentado en aquel sillón de mimbre, de alto respaldo, Doug presintió más que oyó los pasos de alguien que salía a la terraza.

Cogió el pesado cenicero de cristal que hasta aquel instante había tenido sobre las piernas, retirando los pies de la balaustrada. Sin saber por qué, de repente sintióse aliviado.

—¿Doug? —inquirió suavemente Carol Abernathy, a su espalda—. ¿Eres tú, Doug?

Éste se puso en pie.

—Sí. Hola, Carol. ¿Te desperté acaso? Lo siento.

—No, no. Me desperté yo sola. Luego, vi estas luces y pensé que podías ser tú.

—Estaba tomando esto antes de irme a la cama.

Doug volvió a pasear la mirada por las luces de la población, apretando las mandíbulas sin saber por qué. Varias de aquéllas se habían apagado en los últimos momentos.

Ella dio unos pasos, colocándose junto a Doug. Habíase embutido en una de sus más elegantes batas, que ceñía a su cuerpo mediante una especie de fajín de corte japonés. De los extremos del mismo colgaban unas borlas. Doug examinó un poco de reojo su saliente busto. No tenía la pujanza de otros, había que reconocerlo, pero no estaba mal Carol en tal aspecto…

—¿Partieron al fin los jóvenes amantes para Kingston? —inquirió ella, bajando la voz.

—Sí —respondió Doug con naturalidad—. En efecto, se fueron ya. Y todo el mundo parecía tan feliz a la hora de la despedida.

—¿Dónde pasasteis el día de hoy? Yo tenía entendido que la partida había sido fijada para ayer por la noche.

—Bueno, es que Bonham tuvo que hacer una inmersión hoy. Una pareja se precipitó por el puente, sobre el río, cuando viajaba en su automóvil. Bonham quiso que Ron le acompañase. La marcha, en consecuencia, se retrasó veinticuatro horas. Yo me quedé con ellos.

—Sí, me enteré de ese accidente. Un hombre casado al que acompañaba una chica… ¿Estaban contentos ello s?

—A mí me parece que sí, que se sentían muy felices —dijo Doug, sabiendo exactamente a quienes se refería Carol, aunque ésta, sin transición, había pasado a hablar de Grant y Lucky.

Entristecida más bien, Carol acercó un sillón de mimbre al que ocupara Doug, colocando sus pies en la balaustrada, como hiciera él antes.

—¿Tú crees que se casarán? —preguntó.

—Sí. Estoy convencido de que no tardarán mucho en estar casados. Él vacilaba al principio, tenía sus dudas, pero ahora acepta el hecho de su inminente matrimonio como algo inevitable, algo que le reservaba el destino. Y ella está dispuesta a hacer lo que sea para que la convierta en su esposa.

Carol guardó silencio largo rato, con los ojos clavados en la lejanía.

—Naturalmente —comentó, muy seria.

Carol adoptaba aquella noche una actitud fría. Era la suya una melancolía que sintonizaba muy bien con la suya. A Doug, tal actitud, le hacía recordar la primera noche de su encuentro con ella, hallándose Grant en Nueva York, después de haber cubierto en su coche la distancia que mediaba entre Detroit e Indianápolis.

—¿Crees que ella accederá a trasladarse a Indianápolis, para vivir con Ron? —inquirió Carol.

—¿Qué? —Doug se expresó en un tono de íntima satisfacción que esperaba no fuese advertido por su interlocutora—. Pues sí… Creo que ella no tendrá el menor inconveniente en trasladarse a Indianápolis, para vivir con Ron. Yo opino que esa mujer hará todo lo que sea para casarse con él, para ser luego su esposa efectiva. Está locamente enamorada de Ron. —¿Cómo se había metido él en esto? Pero la verdad era que la estaba gozando. No creía a pies juntillas en lo que estaba diciendo, sin embargo. Relativamente, todo lo más—. Pero ¿por qué me has preguntado eso?

—Que por qué te he preguntado eso… —Carol volvió la cabeza hacia Doug apoyado en la balaustrada. Era como si sus ojos se hubiesen cegado. Una lágrima tembló en cada uno, sin llegar a deslizarse por sus mejillas—. Supongo que tú nunca te diste cuenta, nunca lo advertiste, pero lo cierto es que yo fui su amante. A lo largo de años… ¿Nunca llegaste a pensar en la posibilidad de que nos uniera otro lazo distinto del amistoso?

—No —mintió Doug—. De veras. Reconozco que en una ocasión o dos se me pasó por la cabeza esa idea, no obstante… Me pareció demasiado… —Había estado a punto de pronunciar la palabra incongruente, pero se contuvo a tiempo. Encogióse de hombros, abriendo los brazos al tiempo que le enseñaba las palmas de las manos, en un gesto expresivo—. Creo que lo disimulasteis muy bien…

Carol había apartado de nuevo los ojos de él.

—Me inclino a pensar, sin reservas, que fue todo una sucia jugarreta mía. El caso es que le hice comprar aquella casa e invertir una cantidad de dinero para mantenerlo alejado de Nueva York y de determinado tipo de mujeres. En la actualidad no dispone de todo el dinero que necesitaría para intentar trasladarse a otra parte.

—¿Qué hay acerca de la nueva obra?

—Claro, si la nueva obra constituye un éxito todo eso no habrá servido de nada.

Doug dejó oír una burlona risita.

—Sí, desde luego, la tuya fue una sucia jugarreta. ¿Y qué tal es la nueva obra?

—No lo sé. No estoy en la posición ideal para poder juzgarla. Ando metida en ella. No puedo decir tampoco si ganará dinero o no con ella. Es posible que sí.

—Si gana dinero podrá irse de Indianápolis en compañía de su mujer, ¿verdad?

—Cierto. Ya doy por descontado que ella no sentirá ninguna simpatía por mí, naturalmente.

—Y si la cosa no da resultado habrá que pechar con la misma casa, ¿no?, en la que se instalará la joven esposa.

—En efecto.

—¿Y viviréis entonces frente por frente, en la misma calle? Carol miró un momento a Doug, apartando en seguida los ojos de él.

—Sí.

Doug se mordió el labio inferior. Todo aquello le producía una gran admiración. ¡Lo que se le avecinaba a Grant! Algo en el carácter de Doug, algo de naturaleza esencialmente femenina, de tipo conspiratorio, respondía a la perfección a las perversidades también típicamente femeninas que Carol Abernathy había concebido. Él había tramado alguna jugarreta que otra, asimismo, en sus tiempos, cosas de las que se sentía orgulloso (de otras, menos), pero aquello las dejaba en mantillas. Los horizontes de aquel enlace se oscurecían con presagios de tormenta. Repentinamente irritado, a Doug le dieron ganas de decir que Grant ya había previsto aquellos nubarrones. Pero optó por callar eso, limitándose a inquirir:

—Surgirán ciertos conflictos por parte de su madre adoptiva, ¿eh?

—Me limito a interesarme por su trabajo, ahora. No tengo derecho a más, actualmente —repuso Carol.

—Bueno, supongo que tú habrías esperado que algún día la situación quedaría planteada así, ¿no?

La mirada de Carol siguió paseándose por las luces de la ciudad.

—Creo que sí —manifestó—. Pero me figuré que ejercería más influencia en lo tocante a su elección.

¡Diablos!, pensó Doug, admirado una vez más. Era un envidioso. Aquello de elegir a la sucesora, aquello de imponerle la mujer que había de compartir su vida, era más de lo que cabía esperar. Había planeado llegar muy lejos. ¡Había planeado hasta ese importantísimo detalle! Ahora experimentaba Doug la impresión de enfrentarse con una tragedia griega. ¡No era de extrañar que ella hubiese estado a punto de volverse loca! Lo raro era que Grant no participase ya de tal locura. O, probablemente, había perdido la cabeza ya. ¡Vaya carga para una joven esposa! ¡Qué argumento para una obra! Todos los escritores natos debían ser también parlanchines natos. Aparte de en las habladurías, ¿en qué otro sitio podían hacerse de semejantes materiales? ¡No había posibilidad alguna de inventar tales cosas!

—Unicamente porque me intereso por su trabajo… —corroboró Carol.

—En él estamos interesados todos, ¿no? —replicó Doug con aspereza—. Mira, Carol… —Ahora fue más brusco de lo que se había propuesto en un principio. Y era porque deseaba ser sincero. Pero también era posible que hubiese allí un destello de malicioso placer, ¿no? Probablemente, eso era—. Voy a decirte lo que pienso. Creo que no ha podido encontrar otra chica mejor que esa. ¡En todo este ancho y largo mundo! Te estoy hablando con absoluta franqueza. Por añadidura, a ella le preocupa también su trabajo. Si en el mundo existe una mujer apropiada para unirse a él, ésa es Lucky.

—¿Lo crees realmente así? —murmuró Carol.

—Sí. Sin ningún género de dudas —repuso Doug, mirando fijamente a Carol. Le poseía ahora una inmensa satisfacción—. Y yo creo también que debieras hacer lo posible por comprenderlo… ¡Diablos! Yo no vacilaría un momento en casarme con Lucky si ella estuviese enamorada de mí en lugar de querer a él…

—¿Te casarías con ella?

—Con toda seguridad.

—Y luego serían ya tres las mujeres que vivirían a costa de las indemnizaciones matrimoniales por ti facilitadas, a consecuencia de cada divorcio. Ya no serían dos sino tres…

Doug emitió un discreto gruñido. Luego, sonrió.

—De acuerdo. Tocado, Carol. Es verdad que a lo largo de los años anteriores le has librado de la desagradable obligación de abonar alguna de esas indemnizaciones. Pero yo he sido sincero al decirte lo que opino sobre esta unión. Y es mejor que lo tengas muy en cuenta.

¡Dios! ¿Por qué había dicho eso? ¿Por qué se había mostrado tan rudo? No creía realmente en lo que acababa de decir. Por lo menos con la energía con que se había expresado. Como una relación de cualquier otra clase, allí jugaría su papel el azar. ¿Quién podía saber lo que pasara con entera certeza?

—Por añadidura, la chica es inteligente —añadió él—. Tiene la cabeza en su sitio.

—Yo siempre me imaginé que él acabaría casándose con una estúpida mujer de buen carácter —murmuró Carol—. Como Joyce —pero eso no había sido una respuesta para Doug y seguía contemplando con mirada distraída la ciudad—. Es un papel muy difícil el que yo me he asignado, Doug —dijo Carol por fin, cavilosa—. A veces me pregunto si seré capaz de desempeñarlo hasta lo último…

Doug dio unos pasos, apartándose de la balaustrada.

—Voy a prepararme otro vaso de lo que sea, Carol. Seguidamente, pienso acostarme.

—Yo también me voy —respondió Carol, levantándose. Pero ya en la puerta se detuvo—. Tengo que marcharme de aquí, Doug —manifestó repentinamente—. ¿Quieres sacarme de aquí? Llévame a cualquier parte, adonde se te antoje. Ésta casa me resulta insoportable. Los rostros de las personas que la habitan me parecen irresistibles. No quiero verlos a mi alrededor. Especialmente, el de Hunt… Es que no puedo ni mirarlo. Doug se mordió el labio superior.

—¿Quieres irte ahora? ¿Ésta noche mismo?

—No. Ésta noche, no. No quiero coger uno de los coches de Evelyn porque no sé a dónde iré a parar ni cuánto tiempo estaré fuera —Carol suspiró, frotándose la frente—. Partamos mañana. Trasladémonos a Montego Bay. Trabaremos relación con tus amigos, con tus parientes. Sólo por una semana… Una semana lejos de aquí. Luego, todo marchará bien. Quizá marchemos bien… Daremos la vuelta a la isla. Me han dicho que es una excursión muy agradable.

—De acuerdo —se oyó Doug decir a sí mismo—. Tomaré un coche Hertz mañana. Pero yo no te aconsejaría echar un vistazo a ellos en Kingston…

—¡Oh, no! Nada de eso —dijo Carol.

Cuando Doug regresó del bar con el vaso lleno de licor ella se había marchado.

Frunció los labios como si hubiera ido a silbar, pero no emitió ningún sonido. Doug avanzó por la terraza con su vaso de whisky en las manos. Pero primeramente tomó la precaución de apagar las luces. Su habitación se encontraba abajo, en el otro extremo de la larga galería. Con las luces apagadas nadie se enteraría de sus movimientos.

Tornó a sentarse en el sillón de mimbre, colocando de nuevo los pies en la balaustrada. Pensó en la nueva obra de Grant, y en la suya propia. Carol, a pesar de su actual trastorno y de su angustia, parecía negarse a hablar del trabajo de Grant con él. Grant habíase mostrado reticente también cuando había intentado sacarle algo sobre el tema, camino de Montego Bay y posteriormente. Así que Carol figuraba en ella. Como un personaje. Esto podía explicar por qué ninguno de los dos deseaba hablar de aquello. También podía ser que ninguno de los dos tuviera mucha confianza en su discreción. Tal vez pensaran que Doug Ismaileh podía robarles el argumento. O una parte del mismo.

Pensó en Grant, irritado y admirado al mismo tiempo. Doug Ismaileh no acertaba a comprender cómo aquella tercera obra podía llegar a constituir un éxito. La había leído desde el principio hasta el fin mucho tiempo antes de que hubiese sido producida y habría apostado su último centavo a que fracasaba. Desde luego, no había hablado con Carol ni con Grant de eso. ¿Por qué removerlo? Pero… Cinco marineros atrapados en una cámara de máquinas, dentro de un destructor de Pearl Harbour, al día siguiente de la catástrofe de Pearl Harbour. A eso se reducía todo. Todo un montaje. Un montaje casi en la oscuridad. Y cinco hombres que esperaban a que su aire se acabara, cinco hombres que esperaban morir. Eran cinco hombres que hablaban de la vida y de la muerte y también de sus respectivas existencias. De vez en cuando, fuera del escenario, alguien hacía sonar un trozo de plancha de acero, para provocar el «suspense», indicando que los hombres-rana intentaban llegar a ellos. «Hubiera debido sacarle algo más. ¿Y qué? ¿Lo conseguí? No, señor. No pude lograr nada». Aquello iba a ser un éxito del calibre del primero, seguramente.

Doug tenía que admitir con toda sinceridad que lo bueno, lo grande acerca de eso, era que aquellos seres enfrentados con la muerte pretendían ser individuos duros, honestos y bravos, en tanto que mientras hablaban lentamente iban demostrando de una manera concluyente, con sus manifestaciones sobre el pasado, que no eran ninguna de aquellas tres cosas. Lo demostraban de una manera concluyente para el auditorio, ya que no para sus camaradas, quienes, encontrándose en el mismo bote (literalmente), veíanse forzados a aceptar sus ficciones si querían que sus respectivos papeles fuesen respetados. Había allí una buena dosis de ironía. Y todos morían entorpecidos, sin deducir ninguna enseñanza de la experiencia.

Pero eso no era ninguna razón para que la obra constituyera un éxito. Más bien ocurría lo contrario. Y sin embargo, podía ser considerada como tal. Ya gente acudía en masa. El Blanco de sus Ojos. Un buen título, pero no tanto como para todo eso. No obstante, la gente iba…

Doug sabía que no habría intentado acometer una empresa semejante. Incluso en el caso de haber pensado en ella, lo cual no había ocurrido. Imposible de todo punto que pensara en aquello… Una especie de angustia soterrada se apoderó de él al pensar en su nueva obra. No quería acordarse de ella. Había basado el héroe en sí mismo, agregándole un tipo que conociera en la guerra, en Persia. El planteamiento arrancaba de un conflicto amoroso que él había vivido un par de años antes de contraer matrimonio. Había recurrido a lo anterior y a ciertos acontecimientos de gran violencia cuyo escenario fuese Persia, también a lo largo del conflicto armado. Habíase dado cuenta de que el máximo peligro de la idea radicaba en la tendencia a hacer a su héroe excesivamente heroico. Y sin embargo, no sabía cómo soslayar el riesgo.

Parecía incapaz de conducir a aquel tipo a hacer cosas malas.

Y, de un modo u otro, además, tenía que ser heroico. Había intentado preparar, cubrir esto, haciendo a su personaje más áspero y cruel de lo que él, probablemente, había sido. Pero luego, Paul Gibson, que había leído todo lo que él escribiera, declaró que a su juicio el personaje era demasiado rudo, que tenía demasiada sangre fría, que andaba necesitado de unos toques de cortesía y de compasión. Pero siempre que anotaba algo que podía ser esto último, Paul Gibson respondía que no había llegado a aprehender la compasión, cayendo en el sentimentalismo. ¿Qué diablos querían que hiciese? ¡Al diablo todo! Habiendo apurado el contenido de su vaso, se levantó con la intención de acostarse.

De pie ya, descubrió que se hallaba casi bebido. Mejor. Esto, tal vez, le permitiría dormir. Así que mañana tenía que llevar a Carol a «MoBay». Bien. Una semana o algo más lejos del trabajo. La perspectiva de la inesperada vacación le seducía. Tenía un ejemplar de la nueva obra en su poder. Se lo enseñaría a Carol, haría que la leyera. Quizá se le ocurriera a ella alguna idea provechosa. Tal vez no supiese descubrir adonde él apuntaba. A lo largo de los dos últimos años le había estado sucediendo eso con alguna frecuencia. Bueno, nada se perdía con realizar una intentona.

Lo último en que pensó al acomodarse en el lecho, dejando que el sueño se apoderara de él, al amparo del alcohol ingerido, fue en que si lograba mantenerse tan cuerdo como había demostrado estar aquella noche, podía ser que su desplazamiento en compañía de Carol resultase una experiencia agradable, divertida.

Desgraciadamente, como pudo apreciar en seguida, nada más verla a la mañana siguiente, no iba a ser lo que él se había figurado…

No acertó a ver qué era en aquellos instantes lo que la torturaba. Pero lo cierto fue que la dulzura y el raciocinio de que hiciera gala en general la noche anterior se habían esfumado. Mostrábase descortés con todo el mundo. Evelyn, desde luego, jamás exteriorizaba una palabra de crítica. El conde Paul procedía igual. Doug pensaba cínicamente que tal estado de cosas era debido a que ellos sabían a qué atenerse plenamente en cuanto a su huésped. Eran las únicas personas que respetaba.

Pero con todos los demás era terrible. Durante el desayuno, en la terraza, bajo el ardiente sol, pronunció un discurso contra cierto miembro del Grupo Teatral de las Colinas de Hunt, autor de una obra cuyo segundo acto, detestable, acababa de serle entregado con el primer correo de la jornada.

Las causas de estos fallos eran para ella siempre defectos de tipo moral por parte de los individuos que escribían: pereza, glotonería, codicia, alcoholismo, vida sexual anormal, etcétera. Había dado fin a la conferencia antes de que Doug bajase. Luego, le llegó el turno a él. Le riñó, echándole en cara que estuviese en Jamaica tomando el sol cuando hubiera debido hallarse instalado en Coral Gables, trabajando. Sí, pese a haber sido ella quien lo llevara allí, quien le hacía ahora perder una semana más en «MoBay»… Hubiera querido castigarlo por haberse levantado demasiado tarde. Carol se hallaba en pie desde las seis de la mañana…

Tiempo atrás, Doug había aprendido a cerrar sus oídos a lo que no le agradaba escuchar. A esta treta recurrió entonces. Contestó entonces con monosílabos, afirmativos o negativos, y solamente cuando se le hacía una pregunta directa. ¿Por qué aguantaba todo aquello? ¿Por qué seguía allí? Él sabía muy bien por qué… Porque a pesar de aquellos alocados modales, ella le había ayudado en el pasado y podía ayudarle todavía. Estaba decidido a conseguir ayuda donde la encontrara, quería tener algo sólido en que apoyarse. Nunca venía mal.

Luego, le llegó el turno a Hunt, que acudió a desayunar embutido en su bata. Estaba algo ojeroso. ¿Qué diablos estaba haciendo el hombre en Jamaica, cuando hubiera debido estar en Indianápolis, cuidando de sus negocios? De creerla a él, sus escurridizos socios iban camino de quedarse con el suyo si no se preocupaba. Aquello era una cadena: alcohol, sexo y el repugnante instrumento para el escapismo llamado golf. Unas vidas desperdiciadas. Mientras Doug le observaba, una curiosa transformación se operó en Hunt. En vez de irritarse adoptaba la actitud del culpable… Sí, se veían las huellas de su mortificación en el rostro, la sensación de disgusto que experimentaba ante su propia persona. El gesto de culpabilidad de su cara hablaba de ello.

Doug se preguntó qué hubiera sucedido de haber sido alguien realmente cruel con Carol. Alguien realmente duro. Lo más seguro era que ella se hubiese convertido en la esclava de su atormentador. En la Costa Occidental, después de recuperar la libertad y antes de casarse de nuevo, había trabajado para una organización que regentaba un lugar de juego y punto de citas de todas clases, un hotel, habiendo llegado a conocer a algunos chulos auténticos, profesionales. Y bajo su tutela, él mismo, incluso, había llegado a hacer sus chulerías personales. Resultaba desconcertante ver lo que podía lograrse de una mujer cuando se acertaba a ser suficientemente cruel con ella. A las mujeres les gustaba el hombre de maneras bruscas. Primero, sin embargo, había que hacerse amar de ellas; luego era la hora de recurrir a las rudezas. Sorprendente, pero cierto. Doug miró a Carol Abernathy por el rabillo del ojo y sonrió para sí.

En aquellos momentos se advertía perfectamente que andaba mal de nervios. Probablemente, pensó Doug, había estado esperando y esperando que él volviera, confiada en que al final se produciría algún cambio que trajera como consecuencia la recuperación de Grant. El que recientemente no hubiese regresado Doug, unido al hecho del alargamiento de la estancia de Grant por un día más, de lo que se enteraría por otros medios, había tenido que ser para ella, probablemente, un signo favorable, algo así como un tanto a su favor. Y ahora, desde luego, todo había terminado. Los pájaros habían volado. Afortunadamente, después de haber regresado él con el coche alquilado, una vez colocadas las maletas en el portaequipajes, Carol parecía haberse calmado. Guardaba silencio. Un silencio, sin embargo, que no revelaba nada saludable.

Hallándose ella todavía arriba, Hunt se lo había llevado aparte para hablarle de su mujer. Con voz autoritaria, con la actitud característica del que espera ser obedecido, con el tono de hombre de negocios metódico que le distinguía normalmente, con aquel aire que nada tenía que ver con el abyecto con que se presentaba ante la esposa, le había pedido que cuidara de Carol.

—Ha vivido unas semanas muy agitadas, Doug. La verdad es que necesitaba olvidarse de todo, descansar un poco. El descanso que ella busca no puedo dárselo yo. Quizás a ti te sea posible proporcionárselo.

—Es posible —respondió Doug, dándole a Hunt unas palmaditas en la espalda—. Con tal fin hago esto. Sé muy bien por la prueba que ha tenido que pasar. Ron era su primer protegido, el favorito, además de ser el más famoso. Me hago cargo de todo.

Hunt Abernathy asintió.

—Yo creo que él volverá. Incluso en el caso de que llegue a casarse con la chica. ¿Y por qué no ha de volver? —inquirió el hombre con una fatigada sonrisa.

Cuando Carol apareció dirigióse al coche, acomodándose en él sin pronunciar una palabra. Hunt se acercó a la ventanilla para decirle adiós, depositando un beso en su mejilla. Tras esto, ella sonrió, levantando un brazo para saludar a Evelyn, en la entrada de la casa. Hunt se retiró.

—¡Por Dios! ¡Vámonos de aquí cuanto antes! —dijo Carol en un susurro a Doug.

Su voz tenía inflexiones raras, denotadoras de una profunda desesperación. Fueron aquellas las últimas palabras que pronunció. Ya no había de volver a hablar hasta una hora más tarde.

Doug se lo agradeció. Había esperado otra reacción cuando se encaminaba al coche. Carol se arrellanó en su asiento y volviendo la cabeza hacia la ventanilla se quedó dormida. O quizá fingía que dormía. Doug no estaba seguro de eso. Instintivamente, presentía lo contrario de lo que observaba. De momento, no pensaba hacer preguntas que dieran lugar a un interminable discurso por parte de Carol, como el que había tenido que oír durante las horas de la madrugada. El silencio de Carol le caía a él a las mil maravillas.

Había visto a Orloffski por la mañana, cuando realizaba las gestiones necesarias para procurarse el automóvil, tomando los dos unas botellas de cerveza. Orloffski le había dicho que Bonham había salido temprano, en su embarcación. Aquél se había echado a la calle con el propósito de procurarse el pasaje de avión para Baltimore. Tenía que regresar ya al norte y traerse el cúter. Doug había estado pensando en Bonham, en Grant y en sí mismo, en todos, y también en las actividades subacuáticas. Se lo resumió todo más tarde. Mientras cubría los farragosos trámites, llenando papel tras papel, para obtener el coche, en las oficinas de la Hertz Company, llegó a la conclusión de que en lo tocante a él cuando tenía que desenvolverse con el pulmón acuático era tan sólo un cobarde despreciable. Simplemente: no acertaba a respirar por aquellos tubos hallándose en el fondo de la piscina. La garganta parecía cerrársele; se ponía extraordinariamente nervioso; tenía la impresión de que toda el agua de la piscina estaba a punto de ir a deslizársele por entre los labios, camino de su estómago. Y entonces se debatía desesperadamente para llegar a la superficie. Luego, se quedaba atónito al comprobar que dentro de la boca no tenía ni una gota de agua. Ya en el automóvil, comenzó a pensar en estos detalles. La única agua que llegaba a penetrar en su boca era la de la superficie, gracias a sus aparatosos manoteos, burbujeos y escupitajos. En lo tocante a otras cosas, no se había conducido nunca como un cobarde. Sucedía también que, a diferencia de lo que sentía Grant, a él no le inspiraba ninguna pasión la práctica del buceo. Entonces, ¿para qué diablos…? ¡Condenado Grant! ¿Quién se creía ser? ¡Al diablo con él! ¿A qué viene forzarse uno a sí mismo cuando no le agradaba determinado deporte?

Doug consultó su reloj de pulsera, observando que llevaba ya una hora conduciendo. Volviendo la cabeza hacia su ventanilla descubrió que se hallaban en las proximidades del río Dunn.

Y sólo entonces, quizá por haber estado pensado irritado en su amigo Grant, o por haber descansado un momento la mirada sobre la rígida forma de Carol Abernathy, o por alguna razón misteriosa que no acertaba a identificar, semejante a un timbre que vibrara en su mente después de haber sido golpeado, cruzó una idea por su cabeza. A Doug le entraron ganas en aquellos instantes de poseer a Carol Abernathy. Y hasta llegó a pensar que abrigaba aquel deseo desde hacía mucho tiempo. Le costaba trabajo creer que fuese él quien había concebido tal idea. Le faltaba preparación para enfrentarse con ésta. A lo largo de los años nunca había pensado en Carol en semejantes términos. Y de no haber sido así, jamás había tenido plena consciencia de tal impulso. Habíala considerado siempre una especie de segunda madre. ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora, de repente?

¿Sería a causa de Grant? Pero eso carecía de sentido. No era Grant, ya. Él se había desentendido de Carol, la había dejado. ¿Era Doug Ismaileh un hombre capaz de ir de un lado para otro, recogiendo lo que desperdiciara Grant?

¿Habría pensado en aquello ahora porque antes no se le deparara ninguna ocasión en aquel sentido? Existía la posibilidad de que antes pensase en que estaba comprometida con otra persona, no permitiendo que su mente consciente reparara en el censurable impulso que ahora le dominaba…

Más adelante, cuando dispuso de tiempo para reflexionar y analizar aquel sentimiento, se convenció de que había sido la propia Carol quien, con su rigidez, con su aparente sueño (cuando se hallaba completamente despierta), le había metido la idea en la cabeza. Concentrándose profundamente, en una de sus tretas ocultistas, ella le había hecho pensar de aquel modo, intentando hacerle ver al mismo tiempo que era él quien decidía. A la luz de lo que Carol hizo luego, de lo que sucedió, Doug no acertó a dar con otra explicación.

Nada de eso, sin embargo, contaba para él en aquellos instantes. Cruzó el río Dunn. Y siguió conduciendo. El coche se desplazaba a escasa velocidad. El deseo, cálido, estaba en él, poderoso. Supondría una «delicada evasión». Pero ¿cómo orientar la cosa? Decidió que lo mejor era esperar a llegar a Montego Bay. Pero no bien se había formulado este propósito, inesperadamente, todo se le fue de las manos, pasando la iniciativa a las de Carol.

Más allá del puente del río Dunn, la carretera se adentraba en la isla, perdiéndose de vista el mar. A la derecha, por el lado del mar, divisaron una extensión de unos dos kilómetros de longitud cubierta de pinos. Crecían con profusión en ella las malezas, de todo orden. Fue por allí donde Carol, irguiéndose en su asiento, exclamó:

—¡Para! ¡Para, Doug! Quiero adentrarme en esa pineda… Doug había visto también el camino vecinal. No corría mucho en aquellos momentos. Fue muy fácil retroceder y enfilar la otra ruta. La carretera tenía un repecho, perdiéndose más adelante, entre la arboleda. Ya en el interior de la pineda, los árboles y los matorrales se aclaraban un poco. Recorrieron todavía casi un kilómetro, hasta llegar a un pequeño promontorio, alcanzando así un sitio en el que varios pinos formaban con sus copas una especie de cornisa. El suelo aparecía allí despejado de obstáculos, desapareciendo los zarzales. A lo lejos se divisaba desde aquel lugar parte del océano, que brillaba bajo los rayos solares. Soplaba una fresca brisa.

—Nos quedaremos aquí —dijo Carol.

Una vez se hubo apeado, ella se encaminó al promontorio. El suelo estaba cubierto de agujas de pino. Se tenía la impresión de que por allí no había andado nadie a lo largo de los últimos cincuenta años. Doug la siguió.

Al llegar a su altura, Carol se tendió en el suelo, extendiendo los brazos. Aspiró con fruición el aire perfumado de mar y de olor a pinos. Al notar su presencia junto a ella, Carol dijo:

—Quiero que me hagas el amor, Doug. Ámame. Quiero que me hagas el amor, Doug.

Éste sonrió.

—Aquí —siguió diciendo Carol—. Ahora mismo.

Carol correspondió a su primer beso, pero después, al insistir en la caricia, ella apretó los labios obstinadamente. Doug la miró, sorprendido. Sus manos se deslizaron entonces hacia sus piernas, pero Carol también las contuvo.

Doug frunció el ceño. Aquello iba a ser algo así como una carrera de obstáculos, pensó, sombrío. ¡Pobre Grant! ¡Pobre Hunt!

Después, cuando todo hubo terminado, Doug, plenamente confirmados sus presentimientos, se quedó quieto, tendido al lado de ella. Carol no hizo el menor intento para acortar la escasa distancia que los separaba. Al cabo de un rato, Carol se puso en pie, contemplando el panorama que se divisaba a lo lejos, por entre los árboles. Volvió inmediatamente sobre sus pasos y subió al coche.

—Será mejor que prosigamos nuestro viaje —declaró. Avanzando por la carretera de nuevo, Doug tuvo la impresión de que entre los dos no había ocurrido nada. Desfilaron por los caminos de la bahía de Santa Ana, por el Priorato, por Laughlands… No cruzaron por aquellos parajes ni una sola palabra.

Doug se alegró de que todo marchara así. En realidad, no tenía nada que decir. Le poseía una rara euforia, tan fuerte que se vio obligado a cogerse enérgicamente con ambas manos al volante para evitar empezar a reírse a carcajadas. «¡Me he metido en tus terrenos, Grant! ¡Me he metido en tus terrenos!»… Esto era lo que sentía, si bien no poseía plena consciencia de tales palabras. «¡Me he metido en tus terrenos, Grant!». ¡Qué plan más chocante! Lo mejor era seguir callado. Fue Carol quien por fin rompió aquel silencio.

—¿Ha sido de tu agrado la experiencia? —inquirió ella débilmente.

—¡Oh, sí! Ha sido algo maravilloso.

—No. No lo fue. Yo sé muy bien que mientes. Soy una mujer acabada…

—Vamos, vamos, Carol. Eso no es cierto.

—Sí que lo es. Siempre he pensado que la relación sexual no es cosa de mucha importancia. Conozco mucha gente, claro, que no opina igual que yo.

—Bueno. Sobre ese punto hay mucho que hablar. Lo sexual carece de importancia cuando se tiene resuelto el problema propio —manifestó Doug, profundo—. En tales condiciones, la cuestión sexual es la menos importante de todas.

Carol guardó silencio.

—Es posible que todo se reduzca a que a ti te falte experiencia en este terreno —añadió sonriente él.

Pero si era eso de lo que Carol andaba necesitaba, cosa que él no creía, no iba a ser Doug quien se encargara de facilitársela, según se advertía claramente. Durante el resto del viaje, Carol no le hizo más preguntas, ni aludió de nuevo a aquel tema. Tampoco Doug se mostró insistente. ¡Al diablo con todo! Se inscribieron en uno de los mejores hoteles, en habitaciones separadas, en vez de ir al Khanturian Hotel. Carol permaneció tendida al sol, sobre la arena, por espacio de seis días. Finalmente, de pronto, declaró que se encontraba en condiciones para emprender el regreso a casa. Es decir, a la de Evelyn. Durante aquellos días, Doug la vio de tarde en tarde. La primera noche de su estancia en aquel lugar le presentó a sir Gerald, con el que cenaron. Pero Carol no podía resistir a sir Gerald. Y sir Gerald, automáticamente, sintió por ella una profunda antipatía. En las noches sucesivas cenaron los dos solos. Tras la cena, en el hotel, ella subía a su habitación y Doug se iba en busca de sir Gerald, con quien se dedicó a explorar la ciudad. Desgraciadamente, después de la temporada de las modelos, la población se les mostró tan carente de mujeres sin compromiso como un desierto. Exceptuadas, naturalmente, las profesionales del amor.

En ocasiones, Doug pasaba algunos ratos en compañía de Carol, en la playa. Pero dedicaba más tiempo al bar del Khanturian Hotel, en el que solía reunirse con los cinco hermanos Khanturian y sir Gerald. Carol parecía necesitarlo bien poco.

Ella leyó su obra. Pero, como ya había sospechado, sus críticas no le sirvieron de nada. Hablaba un poco a tontas y a locas, sin ningún objeto, diciendo que era preciso cambiar esto o lo otro. Y Carol ni siquiera se fijó en la crítica básica y válida de un Paul Gibson, recalcando la idea del heroísmo demasiado grande, llevado a sus últimos extremos.

Por lo que a él se refería, el desplazamiento suponía una estupidez de las mayores que hubiera podido cometer. Y a todo esto, en Coral Gables estaba esperándole aquella condenada obra.

—¿Quién es esa extraña mujer con la que estás viajando ahora? —le preguntó sir Gerald en una ocasión, cuando los dos se entregaban inútilmente a la caza de una compañía femenina que les convenciera—. ¿Qué le ocurre, concretamente?

—Se encuentra un poco trastornada. Acaba de perder a su amigo, que le ha arrebatado una muchacha —declaró Doug.

—¿Quién era?

—¿Él? No lo conoces —aseguró Doug.

Sir Gerald hizo como si hubiese husmeado algo.

—A mí se me antoja que ella tiene ya muchos años para pensar en amigos.

Doug se había echado a reír.

—Vamos, vamos, Gerry. Tú sabes muy bien que las mujeres no son como nosotros, los hombres. Las mujeres no son nunca demasiado viejas para el amor. Siempre están en condiciones de practicarlo…

Sir Gerald asintió gravemente.

—Cierto. En el terreno sexual se encuentran muy por encima de nosotros.

En el viaje de regreso a Ganado, intencionadamente, Doug aminoró la marcha al pasar por las cercanías de la pineda en que se detuvieran en el de ida. Carol contempló más allá de él el paisaje. Entonces le obsequió con una conspiradora mirada que le dejó pensativo. ¿Quién de los dos había llevado la voz cantante en aquel episodio? Carol no pronunció una sola palabra.

A Doug le tenía sin cuidado aquel detalle. De vuelta a «Ga-Bay» recogería sus cosas y partiría al día siguiente. Y no pensaba regresar a Coral Gables. Bueno, si iba allí sería tan sólo para coger algunas ropas. La verdad era que se sentía cansado de todo… Estaba cansado de Jamaica, de Florida, de la vida en el campo, de todo lo demás. Hasta la pesca le fatigaba. Se plantaría en Nueva York. Y si no podía llevar adelante la obra que tenía entre manos, se desentendería definitivamente de ella. Desentendido ya de ella, se entregaría al trabajo para el cine, que le buscara su agente artístico, quien había insistido mucho en que lo aceptara. Las obras teatrales suponían un tremendo quebradero de cabeza. Prefería las películas. Por lo menos, en el mundo del cine se disponía siempre de alguien a mano, un director, un productor u otro escritor, al que endosar las ideas propias. No se laboraba nunca tan en solitario como en el teatro.

No le salieron así las cosas, sin embargo, ya que al día siguiente al de su regreso, mientras Doug preparaba su maleta, hizo acto de presencia en la villa un visitante. Era el corresponsal en Jamaica del Time, llegado en el último avión de Kingston, un negro, en posesión, no obstante, de los mismos duros rasgos faciales que caracterizaban a los hombres blancos de la publicación.

Estaba allí, dijo, para averiguar lo que la señora Abernathy pensaba sobre el matrimonio de su protegido número 1, Ron Grant, con una conocida joven de Nueva York, Ron y Lucky se habían casado en el Grand Hotel Crount, de Kingston. Se hallaba dispuesto a permanecer allí varios días, con el proposito de charlar con ella. Su faz daba a entender que había recibido instrucciones diversas, de las cuales no debía dar cuenta a nadie. Alegó que le inspiraba una gran curiosidad el hecho de que ella y su esposo no hubiesen sido invitados a la ceremonia del enlace, especialmente si se tenía en cuenta que en el momento de celebrarse aquélla los dos se encontraban en la isla. ¿Habían tenido diferencias con Ron Grant a causa del matrimonio precisamente? Le agradaría muchísimo charlar con Carol y anotar sus manifestaciones, todo cuanto ella quisiese decirle para desahogarse, si venía al caso.

Después de marcharse el hombre, Carol se sintió fuera de sí. La ira la dominaba. La expresión de Hunt era severa. Estaba muy pálido. Doug, que había sido presentado a aquel individuo del Time, fue llamado, con Evelyn para colaborar en el consejo de guerra que vino a continuación.

Viendo a Carol asumir su antiguo papel de madre adoptiva, Doug no daba crédito a sus ojos. Él la estuvo observando, divertido y admirado. Y, ocasionalmente, con envidia. Viendo la conducta de Carol, nadie podía creer que hubiese sido la amante de Grant, ni que hubiese tenido una relación íntima con Doug.

—Ésa gente desea que se produzca algún conflicto entre nosotros… Quieren enfrentarnos a Hunt y a mí con Ron Grant. Pues bien, no pienso ayudarles en su juego. Yo no me tiré catorce años educando a ese muchacho, ni le enseñé todo lo que sabía, ni le apoyé en otras cosas, ni hice de él el primer autor teatral de América para que esa gente se empeñe en presentar el matrimonio, la unión de esas dos personas, como motivo de un grave escándalo familiar. ¿Por qué ha de ser así? Los hijos, al fin, terminan siempre por casarse con alguien.

—¿Y no estaría bien que él viniese a pasar aquí una semana o dos, en compañía de su esposa? —propuso Doug serenamente.

—Sencillamente: tiene que venir aquí con ella —repuso Carol, con toda naturalidad—. No hay más salida que esa. Podrían pasar en esta población una o dos semanas. Para demostrar a todo el mundo que no existen entre nosotros rencores de ningún género. Voy a llamarle a Kingston. Pero no estoy segura de que acceda a hablarme… Aquí es donde tú entras, Doug. ¿Tienes la maleta preparada?

—Sí —repuso éste.

Había decidido ya partir incluso antes de que ella hablara. No quería perderse aquello por nada del mundo. Evelyn, notó, se llevaba su larga boquilla a los labios, parsimoniosamente. Su mirada delataba una burlona ironía. Podía vérsela muy divertida, interiormente. Sí. Evidentemente, sus sentimientos eran muy semejantes a los de Doug.

—Perfectamente. Tú no tomarás el avión a Miami —dijo Carol—. Volarás a Kingston. Tendrás que darle algunas explicaciones a él. Le dirás lo mucho que lo necesitamos. Contigo hablará, no va a rechazarte. Y tú eres un antiguo componente del Grupo Teatral… Esto quiere decir que llamarás menos la atención que Hunt, por ejemplo.

—Es verdad. Iré, por supuesto —repuso Doug.

Éste sonrió. Decididamente, le agradaría ver qué tal lo pasaba aquella gente por allí. Y ninguna diversión mejor que la segunda parte de la comedia.

—De otro modo, ésos —señaló Carol— podrían arruinar mi trabajo, destrozarlo, acabar con todos mis planes. Todo cuanto he hecho a lo largo de los años en el Grupo de Teatro de las Colinas de Hunt se perdería, convirtiéndome yo en el hazmerreír de muchos. Bien… Ron fue mi primer protegido. Él me ayudó a fundar el grupo.

—Claro —corroboró irónico Doug.

Éste fijó la vista en Hunt. Pero Hunt no tenía el menor deseo de sonreír. Estaba muy serio y circunspecto. Pero bueno, ¿no sabía acaso que era un marido engañado? ¿O sí lo sabía?

Y en caso afirmativo, ¿qué clase de danza era la que practicaba Hunt? Doug sintió unas ganas enormes de reír.

—Desde luego, pudiera ser que no lograse plaza en el avión de hoy —optó por señalar Doug, apartándose por completo de lo que pensaba.

—A ti no te importará que ellos se queden aquí una semana o dos, ¿verdad, Evelyn? —inquirió Carol—. Con tal de ayudarme…

—Nada podría caerme mejor, querida —respondió Evelyn de Blystein, sonriente, con su voz grave de siempre, aspirando una bocanada de humo de su boquilla.

—Ron se alegrará de que les des ocasión de atender al pago de los víveres y las bebidas que aquí se consuman.

—No pienses en eso, querida —dijo Evelyn.

Ya en la puerta, cuando él se disponía a salir hacia el coche que esperaba, en el que se encontraba su maleta, Carol le dijo para que no pudiese oírla nadie:

—Explícale bien que lo necesito de veras. Sólo será por poco tiempo.

Doug asintió, dándole unas palmaditas en un hombro y besándola en una mejilla.