XXX

Así pues, todo continuó igual. Y por lo que se veía, no se producirían variaciones en el futuro. Si Grant había esperado una especie de reconciliación basada en la brusca reacción de ella ante Lisa, al defender la unidad familiar «Grant», se hallaba en un error. En realidad, Grant no pensaba en eso. Sus reflexiones se centraban en algo completamente distinto y al día siguiente, cuando se sintió despejado por completo, bajaron a saludar a una Lisa sonriente que ni siquiera se molestó en disculparse, tras lo cual Ron continuó con sus vacilaciones. Tratábase de algo que había surgido en medio de la discusión entre René y Lisa. Hablaban de lo bien o mal que Grant tratara a Lucky… Aquello tenía que ver con la palabra «prostituta».

Lisa había venido a decir que de haberla tratado Grant como hiciera con Lucky, ella se habría sentido como una «prostituta». René, acalorado, había contraatacado afirmando que ella lo era en realidad, que todas las mujeres lo eran, que iba con su naturaleza… Una sucinta y razonable actitud gálica. Pero la utilización de dicha palabra había avivado algún recuerdo en la mente de Grant, recuerdo que no acertaba a concretar. Parecía ser algo reconocido y recordado por él fragmentariamente. Ron no acertaba a definirlo. Habíase prometido pensar en ello y al día siguiente, por la mañana, cuando se sintiese más despejado… Realizó, pues, un esfuerzo en ese sentido mientras Ben, Irma, Lucky y Jim Grointon se bañaban en la piscina.

La noche anterior, cuando Lisa formulase sus comentarios, acerca de lo de sentirse como una prostituta, Lucky había permanecido tan tranquila en su sitio, sumida en el suave torpor producido por el alcohol, sin producirse en ella la menor reacción. Grant recordaba que varias de sus riñas más serias guardaban relación con la palabra «prostituta». Recordó que había sido ese vocablo, utilizado por Lucky, la clave de la escena del baño, completamente desnudos todos, en la villa de sir Gerald Kinton, la noche en que Lucky se echara a llorar, gritando: «¡Yo no soy una prostituta! ¡Yo no soy una prostituta!», terminando por esconderse en uno de los grandes armarios de la casa.

Recordó Grant también que había sido esa misma palabra la causante de una terrible riña cierta noche, hallándose los dos acostados, bebidos ambos. Él se había mostrado celoso al aludir a Jacques, el ex amante de Lucky en Jamaica. Ron había dicho que aquello de tener a los antiguos amantes merodeando alrededor de su esposa le producía la sensación de estar casado con una prostituta. Lucky se había puesto furiosa. Grant recordó que le había contestado, muy fría: «Pero yo nunca tomé dinero de nadie». La excepción en este aspecto había sido Raoul, añadió, quien era rico y con el cual iba a contraer matrimonio.

Todavía evocó Ron otra riña enconada: la de la noche en que ella le dio con el bolso en la cara, abandonando el hotel. Él había estado mal aquella vez. ¿Había sido pronunciado también en tal ocasión el vocablo? ¿No? No acertaba a dilucidarlo. Había notado entonces por primera vez la falta de tino, de proporción en las respuestas. Y ahora, desde luego, después de hablarle de Carol, fue ella constantemente la autora de la referencia: «prostituta», «trotacalles», «furcia neoyorquina», «plan fácil»… ¿Complejo de culpabilidad? ¿Odio contra sí misma? El hecho de haber sido él amante de Carol antes de su encuentro con Lucky, ¿le llevó a pensar en ella como una prostituta? Bueno, esto carecía de sentido. ¡Santo Dios! Él la había amado…

Y aquellas cosas, entre otras, amenazaban con hacer naufragar su matrimonio cuando ni siquiera había empezado.

Grant se conocía a sí mismo bastante bien. Había estudiado su carácter, sin necesidad de recurrir a los sicoanalistas. Se sabía en posesión de una especie de «síndrome de rechazo» que formaba parte de su siquis, el cual podía hacer acto de presencia con el más leve y a veces inocente motivo. Sabedor de esto, habíase adiestrado gradualmente en la tarea de controlarlo. Sin embargo, de vez en cuando, habitualmente cuando se hallaba bebido, es decir, cuando menos controlable era, un «rechazo» real o imaginario podía convertirle en un refunfuñante y casi carnicero animal.

Era lo que le había sucedido la noche en que riñera con Lucky, por culpa de Jacques Edgar. (Había recordado la íntima satisfacción que experimentara ante Sam Finer pensando en el plan que había tenido con su esposa, Cathie Finer; lógicamente, suponía que Jacques Edgar podía haber llegado a sentir un contento por el estilo). Y en tales ocasiones, hallándose bebido, nada podía hacer con respecto a sí mismo. ¿Había en Lucky alguna cosa incontrolable, como ésas, que tuviese que ver con prostitutas o que fuese visto así? No obstante, nadie, nadie, probablemente, había llegado a considerarla una de esas mujeres…

Lucky y Jim Grointon fingían competir en una carrera dentro de la piscina mientras Grant, caviloso, los observaba. Si ya no hubiera desconfiado de ella, la forma en que flirteaba con Jim como con casi todo el mundo, le habría producido un ramalazo de celos. Era lo que ya había sucedido un par de veces, cuando por el hecho de encontrarse bebido no le había sido posible dominarse.

Y luego, de repente, se hizo la luz en su cerebro. ¡Ella se sentía avergonzada! ¡Se sentía avergonzada! Sí. De la vida que había llevado en Nueva York. ¡Estaba realmente avergonzada! Tan avergonzada como una palurda de cualquier parte educada de acuerdo con los más antiguos y rígidos principios morales. Estaba avergonzada de «su pasado», y todos sus despreocupados comentarios acerca de los hombres constituían una especie de defensa. Se reía para librarse de admitir que se sentía avergonzada. Secretamente, se juzgaba a sí misma una prostituta, al parecer, pero no podía soportar el reconocimiento franco de eso para sí misma. Así que miraba a su alrededor y lo presentaba todo como si Grant (o cualquier otra persona) la calificara de aquel modo. Seguidamente, odiaba a aquél (o a otra persona) por tal motivo. ¿Qué había más natural? Y, probablemente, todo resultaba tan automático e incontrolable como el propio «síndrome de rechazo» de Grant.

Bien. Y ahora que él sabía a qué atenerse con respecto a aquel punto, ¿qué podía hacer? Nada, por lo que a primera vista apreciaba. Ciertamente que no podía hablar con Lucky de tal asunto. ¡Santo Dios! Serían necesarios dos años, por lo menos, de condenados «análisis» para que ella alcanzara aquella meta. ¡Santo Dios! Una esposa analizada, como la mitad de las hijas de perra que conocía. Para Grant, el psicoanálisis, como la religión, era simplemente autoindulgencia. Esto era verdad para más del setenta por ciento de las personas que tenían que ver con él. Y él consideraba odiosa la sola idea de ver a su mujer tendida en el clásico diván del doctor, refiriendo a éste todos los detalles de tipo sexual que no podía decirle a él. Luego, vendría lo de la condenada Transferencia. ¿Debía hablar con Ben de esto? Por otro lado, si ella estaba tan absolutamente segura de que era una «prostituta», ¡quizá lo fuera! La otra mitad de sus hijas de perra que conocía se hallaban en tal posición. Y ahora (de una forma u otra) sería igual que todos los malditos novelistas, autores teatrales y poetas con que había trabado relación. ¡Exactamente lo que se había esforzado en evitar toda su vida!

Grant dejó de pensar en aquello, levantándose para lanzarse de cabeza a la piscina. Buceando, se desplazó hasta el extremo más profundo, donde emergió, asiéndose al borde. Inmediatamente, Jim Groiton se le acercó.

—¡Tengo buenas noticias para ti! —dijo el buceador, sonriendo.

—¿Qué buenas noticias puedes tener tú para mí, diablos? —inquirió Grant, irritado.

—¿He dicho algo ofensivo? —preguntó Jim Grointon a su vez, sin dejar de sonreír.

—Lo siento, Jim… Hace ya algunas horas que ando muy preocupado. Tengo demasiadas cosas en que pensar.

—¿Se trata de algo en lo que yo pueda serte útil?

Grant le miró fijamente.

—¡Oh! —exclamó perversamente—. No quisiera nunca verme obligado a contestarte que sí. ¿Qué son esas buenas noticias?

—Verás. Nuestro amigo, el astro de la pantalla, y cliente mío, me ha dejado hoy —informó Jim—. En consecuencia, la embarcación queda libre por las tardes.

—¿Pues qué ha ocurrido?

Jim esbozó ahora una sonrisa especial, que en él venía a ser de superioridad.

—Ayer lo llevé a un nuevo sitio, un punto de Morant Bay. Estando allí vimos varios tiburones.

—¿De veras? ¿Cuántos?

—Bueno, serían dos o tres. Y se mantuvieron en el límite máximo de visibilidad. Tenía uno que asegurarse bien de que eran tiburones antes de decir que los había visto. Por aquel lugar suele haberlos. Nuestro amigo me los señaló. Se figuraba que a mí se me habían escapado. Me imaginé que querría intentar arponear alguna de aquellas piezas, así que le pregunté… No podía prometerle que íbamos a acercarnos mucho a ellos. Me contestó rotundamente que no. Después, tras haber efectuado un par de inmersiones, me notificó que se sentía muy fatigado. Hoy me comunicó que iba a hacer un paréntesis en sus actividades submarinas, debido a que su esposa se lamentaba de que no salían nunca los dos juntos de excursión por la isla. Ésta mañana cogieron un coche, dirigiéndose a Ocho Ríos. —Jim abrió la boca y rió silenciosamente. Los párpados quedaron reducidos a dos trazos de pestañas. De pronto, por unos momentos, Grant sintió cierta antipatía por él—. Creo que he perdido a mi cliente para siempre. ¿Tú qué opinas?

¡Cualquiera sabe! —murmuró Grant—. ¿Eran grandes los tiburones?

Cogiéndose al borde de la piscina, Grant dejó que sus piernas flotaran.

No puedo hablar de eso… Los tiburones se hallaban demasiado lejos para que pudiésemos verlos bien. Los que por allí merodean habitualmente vienen a medir de metro y medio a tres metros.

—¿Era ese el sitio al cual nos llevaste? —preguntó Grant.

—No. No está tan lejos. Y hay menos profundidad. El fondo se encuentra a los doce o catorce metros, si no dieciséis, quizás, en los corales. Por tanto, hubiera podido hacerlo, con un esfuerzo —Jim rió silenciosamente de nuevo—. El viejo Jim y su catamarán, pues, se encuentran libres otra vez.

—Deja que piense en ello —repuso Grant—. Acompáñanos en el aperitivo de la comida y discutiremos ese asunto con Lucky.

—Conforme —contestó Jim, afable.

Grant continuó asido al borde de la piscina, sin pronunciar una palabra. Jim se mantuvo cerca de él.

—No te comprendo —dijo Grant finalmente.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Entiendo que tú debiste saber de antemano que ese hombre haría lo que hizo. Dado su temperamento, su carácter, y sus pocas facultades de buceador (actúa como tal sólo para exhibirse, como tú has dicho) no podía reaccionar de otra manera.

Y sin embargo te lo llevaste a un sitio en el cual tú sabías que se encuentran tiburones con frecuencia.

Jim sonrió.

—Eres un hombre muy inteligente, ¿eh?

—No lo sé. Quizá lo sea. Es que no te comprendo. Por añadidura, cuando él te los señaló le preguntaste si le gustaría probar a hacerse con uno. Hubieras debido conocer de antemano la respuesta. De manera que la cosa te ha costado un par de semanas de trabajo, dos semanas de ingresos. Y tú me dijiste que le estabas cobrando el doble de lo normal. ¿Qué has ganado con eso?

La sonrisa de Jim se tornó menos afable, muy poco menos. A Grant le recordó su rostro, más que nunca, el del clásico policía irlandés.

—Eres muy listo, sí.

—Pues no. No acierto a comprender qué es lo que has ganado con ello. Eres un profesional, por otro lado. Esto significa que has de cuidar a tus clientes, sean quienes sean éstos, procurando en todo momento que no les ocurra nada, esforzándote por que no se vean en situaciones peligrosas.

—Él no se encontraba en peligro. Yo sabía que esos tiburones no se acercarían más adonde estábamos nosotros.

—Él no lo sabía, en cambio. La clave de tu actuación como profesional radica en conseguir que tus clientes se sientan a gusto y que se desenvuelvan sin dificultades. Tienes que adiestrarlos, procurar que no se asusten por nada. No valía la pena, persiguieses lo que persiguieses, perder tus ingresos…

—Ése hombre no me era simpático —declaró Jim.

—¿Por qué no se lo diste a entender entonces? Te habrías evitado todos esos rodeos.

—No se puede decir a un cliente que a uno no le ha caído bien. El negocio no marcharía. ¿Qué pasaría de divulgarse tal actitud por mi parte?

—No te perjudicaría más de lo que pueda haberte perjudicado este asunto. ¿Es que crees que ese hombre va a ir ahora de un lado para otro recomendándote a sus amigos? Con seguridad que te ha tomado asco.

—Yo soy valiente para todas mis cosas —afirmó Jim.

—Me lo imagino —repuso Grant, caviloso, agitando sus pies sobre el agua—. No obstante, a mí me parece que esa cuestión no tiene nada que ver con lo que estamos hablando.

—Ése individuo me carga.

—Tampoco a mí me cae bien —declaró Grant—. Pero, en fin, no se trata de eso. Él es un astro de la cinematografía. Tú eres un profesor de buceo profesional. Él no… Yo creo que tú hiciste lo que hiciste por ser él precisamente lo que es. Te reventaba aceptarlo. A ti te hacía ilusión ser lo que él es, fastidiándote mucho la certeza de que jamás conseguirías tal cosa.

Jim soltó ahora una carcajada.

Probablemente, estás en lo cierto. Tengo un cliente en la actualidad a quien lo único que interesa es la caza submarina de tiburones. Viene aquí cada año, sólo para eso. Suelo llevarlo al mismo sitio. Le gusta desde que se lo enseñé. En su oficina de Nueva York tiene una boca de tiburón disecada, de un tamaño equivalente a dos veces tu cabeza.

—Eso está bien, pero ¿qué relación guarda tal hecho con nuestro amigo?

—Sus prácticas en el fondo del mar han hecho otro hombre de él.

¿De nuestro amigo?

—No. De mi hombre de negocios de Nueva York.

—Estupendo. Mejor para él.

—¿Has arponeado tú algún tiburón? —inquirió Jim bajando la voz.

Grant pensó detenidamente la respuesta a esta pregunta, agitando de nuevo los pies.

—No —dijo por fin—. Me enfrenté con uno pequeño que intentaba arrebatarme una presa arponeada por mí —añadió al cabo de unos segundos—. Es algo, sin embargo, que he ansiado hacer siempre. Desde que vi el ejemplar que cazaste tú en Grand Bank.

—¿Te gustaría probar ahora? —inquirió Jim en el mismo tono. Volvía a sonreír—. Podríamos visitar ese lugar mismo. Existe allí un puente de coral. A los tiburones les gusta reposar debajo de él.

—Bonham me explicó algo semejante —declaró Grant, moviendo los pies cuidadosamente otra vez—. ¿A qué es debida su conducta?

—El tiburón es un animal que no puede flotar —contestó Grointon inmediatamente—. Carecen de bolsa de aire, contrariamente a lo que les ocurre a los peces ordinarios. Tiene que nadar continuamente si no quieren hundirse. Así, pues, cuando desean descansar se posan en el fondo. Creo que prefieren para eso los salientes de coral y pueden… Bajo ellos se sienten protegidos, a salvo de cualquier peligro.

»La caza del tiburón no es empresa de grandes dificultades o peligros. Los obstáculos son perfectamente superables. Lo más arduo es conseguir acercarse a uno de esos animales para arponearlo. Los tiburones son cobardes. Y cuando son alcanzados y no mueren, huyen. El único ser marino que te atacará de ser herido es la morena, que yo sepa. Desde luego, siempre existe el riesgo de que un tiburón se lance sobre el buceador, habitualmente cuando éste ha arponeado un pez. Pero esto sucede en muy raras ocasiones. Además, el hecho de que un tiburón se lance contra uno no quiere decir nada. Se le puede tener a raya siempre y cuando el buceador tenga la cabeza en su sitio. Eso no significa que aquél tenga que considerarse forzosamente hombre muerto.

—Sólo el nombre, tiburón, ya le aterra a uno —manifestó Grant—. La verdad es que me espanta la idea de enfrentarme" con ese animal…

—Pues déjalo —sugirió Jim.

—Permíteme que me lo piense —dijo Grant—. Hablaremos con Lucky de ello… Pero no concretes, por lo que más quieras. No le hables de tiburones.

—Ni siquiera se me hubiera pasado por la cabeza.

—Sí, me lo pensaré.

Existía un extraño, oscuro y sexual (sexual en el sentido de que se hallaba implicada en ello la virilidad, el valor del hombre) reto allí, en la forma de plantear Jim la aventura. Pero Grant no iba a dejarse influir por semejante circunstancia. Los atrevimientos infantiles («atrévete a hacer eso; vamos, atrévete») se habían esfumado de su vida, allá por la época de la guerra. Pero descubrió, al pensar en eso, después de que Jim se alejara nadando de su lado, en la piscina, que no tendría que dedicar a la cosa ninguna reflexión. Quería hacerlo, iba a hacerlo. Y casi toda la causa de su actitud radicaba en el estado de sus relaciones con su esposa, con Lucky. Además, ya en Grand Bank y a raíz de la captura del tiburón por Jim Grointon, habíase prometido llevar a cabo una prueba en aquel sentido, antes de regresar a Nueva York. La oportunidad había surgido. ¿Y por qué no entonces? Sintiose excitado anticipadamente; un escalofrío le corrió por la espalda. Ni siquiera sentía miedo, a decir verdad, ante aquella perspectiva. Al parecer, su irritación, su continua indignación con Lucky, bombeaba una gran cantidad de agresiva adrenalina en su torrente sanguíneo.

En consecuencia, volvía a sus experiencias en el campo submarino. Tras la comida, en la que estuvo presente Jim, en compañía de Ben e Irma, Lucky declaró que a ella no le importaba lo que hiciese. Y cuando Jim, riendo, declaró que le había asegurado el disfrute de unos estupendos prismáticos de la Armada inglesa, se puso a favor de la reanudación de las excursiones cotidianas. Jim afirmo que el sitio que iban a frecuentar no quedaba muy lejos de aquel en que trabajaban normalmente los pescadores nativos. Lucky sonrió y flirteó ostentosamente con todos los varones a mano y se quedó luego mirando fríamente a su esposo. Cuando Ben confesó que a él le gustaba la idea de acompañarle, Grant miró expresivamente a Jim. Éste parpadeó para indicarle que había captado su mensaje, pero se limitó a inclinar la cabeza en dirección a Ben. Él no tenía nada que decir si Ben abonaba los costes de costumbre. Por supuesto, no se trataba de pagar lo que el astro de la pantalla famoso. Más tarde, comunicó a Grant reservadamente, que Ben no corría peligro alguno. Lo garantizaba. Irma, por otra parte, dejó oír su risa de bruja, haciéndoles saber que no estaba dispuesta a pasarse la tarde tontamente, metida en una embarcación, ya que ni siquiera podía tirarse al agua, puesto que no sabía nadar. Se quedaría en el hotel, junto a la piscina, leyendo. 0 se bañaría en la parte menos honda de aquélla, de sentirse acalorada.

Grant ayudó a Jim en el anclaje aquella primera tarde. Por el camino, de regreso a Port Royal, se interesó por lo de Ben.

—¿Estás seguro de que no pasará nada desagradable yendo Ben con nosotros? Yo no quisiera que por mi gusto alguien llegase a verse en una situación peligrosa.

—Te garantizo que no habrá novedad —declaró Jim—. Mira… Lo peor que podría pasar es que algún tiburón se atreviese a aproximarse con el propósito de hacerse con una presa capturada por nosotros. En cuanto a lo de un probable ataque contra una persona, todo lo que hay que hacer es lanzarse sobre ellos como si uno fuese a morderles. Huyen en seguida, en tales casos. Somos tres, por añadidura, cada uno con un fusil. Un arpón bien encajado en las agallas haría huir a cualquier animal de Ben. No te preocupes. Ben no es ningún osado.

Y tú eres un hombre de sangre fría.

—No estoy yo tan seguro de eso —afirmó Grant.

—Bueno, no tardaremos en ver si estaba yo en lo cierto.

—Pero ¿tú no crees que debiéramos poner a Ben al corriente de todo esto también? ¿No estimas que debiéramos aleccionarlo? —insistió Grant.

—No. No le digas nada —contestó Jim—. Lo más probable es que luego se confiese con su esposa. A Ben no le va a pasar nada en absoluto. Te lo prometo.

Por delante de ellos apareció la blanca playa, con el promontorio geométrico del hotel, más atrás, iluminado, por el sol. Todo marchó como si, de antemano, hubiese sido físicamente ordenado, en alguna parte, por algún Cielo administrativo. El catamarán aparecía cubierto por su gran toldo, que libraba a sus ocupantes de los ardores solares, flotando sobre un mar verdoso. Nada había en él que hiciese pensar en el peligro. Flotaba a su vez en el ánimo de todos, sin embargo, un eco del riesgo latente, que era como una advertencia. Grant pensaba que no hubiera hecho acto de presencia ninguno de sus amigos en aquel lugar de no haber sido por él. Ben no sabía nada acerca del verdadero objetivo de aquellas excursiones. Pero Grant y Jim dudaban ya, puesto que no habían llegado a ver un solo tiburón.

Transcurrieron así tres días. Bajaban hasta dieciocho metros, explorando las masas coralíferas, por donde se suponía que merodeaban los tiburones. Había muchos otros peces por allí. Lucky andaba ocupada con sus prismáticos. Después, para entretener a Grant, con objeto de que tuviese algo que hacer, Jim le condujo a una serie de cuevas de coral que él conocía, situadas a unos nueve metros de profundidad. A lo largo de aquellos tres días, Jim trajo a colación un tema que había mencionado muchas veces durante su primera estancia en Kingston. Tratábase de un viaje de cuatro o cinco días de duración a las Morant Cays, situadas a unas cincuenta y cinco millas náuticas al sur de Jamaica. En el transcurso de la tercera de aquellas jornadas, Evelyn de Blystein llamó desde Ganado Bay. Evelyn y Doug Ismaileh…

La llamada se produjo al mediodía, esperando que a aquella hora estarían todos reunidos, aguardando el momento de pasar al comedor. Afortunadamente, se encontraban arriba todavía, en la «Suite de la Luna de Miel de Ron Grant», denominación oficial, creada por René. Por tanto, Grant no tuvo que llamar ni buscar a Lucky, con objeto de que escuchara la conversación. No estaba dispuesto a atender ninguna conferencia telefónica con Ganado Bay en la que no estuviese presente Lucky.

—¿Cómo estáis? —inquirió aquella grave voz, que llegaba con toda claridad por el micro.

Él se hallaba en aquel instante en la silla que había junto a su lecho. Acababa de ponerse unos pantalones blancos y de calzarse una zapatillas.

—No tengo por qué escuchar tus conversaciones telefónicas —le dijo Lucky, fríamente.

—¡Oiga, oiga! Nos encontramos muy bien, gracias —respondió Grant, tapando seguidamente con la mano el microteléfono—. ¡Me importa un comino que quieras escucharlas o no! ¡Estarás aquí hasta que termine! —añadió, dirigiéndose a su mujer. Ella se encogió de hombros, pero le obedeció. Grant apartó ligeramente de su oído el auricular y Lucky inclinó la cabeza a su lado, hasta el punto de que sus cabellos rozaron la mejilla de su esposo. A medida que la conversación fue transcurriendo, colocó una mano levemente sobre el hombro de Grant. Tenía necesidad de apoyarse en algo, pensó Ron, y gracias al interés del momento habíase olvidado de que tenía que mostrarse despegada, de que tenía que odiarle…

—Me figuraba que podría localizaros a esta hora de la comida, queridos —dijo Evelyn—. Doug se encuentra aquí, conmigo. Se pondrá al teléfono dentro de unos segundos. Hemos estado hablando de vosotros, preguntándonos si no os gustaría venir a pasar en mi casa una semana o dos ahora.

—¿Bromea usted, Evelyn? —gruñó Grant.

—¡No, no, querido! Los Abernathy se han ido. Han regresado a Indianápolis. Se fueron ayer, en el vuelo del mediodía, para Miami. No os habría llamado, de haber seguido ellos aquí. ¡Cielos! Lo cierto es que me he venido sintiendo disgustada, molesta, a causa de lo que ocurrió. Y nosotros queremos invitaros a regresar, para que paséis una temporada aquí que os compense de lo anterior. Me gustaría mucho volver a veros. La atmósfera ya no está enrarecida.

—No sé si va a poder ser… —repuso Grant cautelosamente—. Y dice usted que los Abernathy se fueron…

Cosa curiosa: sentía un gran alivio.

—Se fueron y mucho me temo que algo apurados —dijo Evelyn en un tono de voz todavía más grave de lo normal en ella.

—¿Qué quiere usted decir, Evelyn?

—Quiero decir que Hunt se encuentra en un mal momento por lo que respecta a sus negocios. Sí, eso es… Carol y yo le prevenimos a tiempo, ¿sabes? Incluso antes de venir aquí ya estaba en peligro. Estaba expuesto entonces a perder el control como directivo de sus negocios de maderas y materiales de construcción. Y ahora todo parece indicar que le fait est accompli. Tú sabes que yo tengo allí muchas relaciones de tipo comercial. Parece ser que, si no lo pierde todo, dejará de ser directivo, por lo menos.

—Pero las acciones que tenga…

—Sí. Todavía le queda eso. Sin embargo, los que se han enfrentado con él puede ser que hagan algo para sacárselas.

Y hasta que lo consigan. Me han informado que, tal como sospechaba, es lo que pretenden.

—Tendrá que retirarse —opinó Grant.

—Eso sería su muerte —manifestó Evelyn calmosamente, como un serio oráculo—. Especialmente, si se tiene en cuenta cómo bebe nuestro hombre. No le daría ni dos años de vida en ese caso. Bien. Yo le puse en guardia.

—Sí, me consta. Es lo que haría Carol. Sólo que Carol…

—¡Tienes mucha razón! —dijo Evelyn—. Cosa curiosa: aunque Carol le previno, le previno muchas veces, fue realmente ella quien le trajo aquí, fue ella quien le retuvo con motivo de vuestra llegada… Bueno, esta es una historia notable, bastante triste, además. No sé qué puede hacerse para remediarla. ¿Quién va a poder mediar aquí con alguna eficacia? Perfectamente. ¿Qué me dices de lo de venir por mi casa para pasaros en ella una o dos semanas?

—No sé cómo va a poder ser eso, Evelyn —contestó Grant. Lucky hizo unos cuantos gestos de asentimiento, muy vigorosos, aprobando su respuesta, sin apartarse de su lado.

—Me he comprometido para una serie de excursiones que he de realizar en el transcurso de las dos próximas semanas, seguramente. Y luego habré de regresar a Nueva York para ocuparme de los ensayos de mi obra. ¿Está Doug ahí?

—Sí. Se encuentra junto a mí, intentando arrebatarme el teléfono. Espera… Va a ponerse. Quizá logre él hacerte cambiar de opinión.

Lucky hizo unos movimientos denegatorios de cabeza, menos vigoroso que los anteriores.

—¿Oyes? ¿Doug?

—¿Eres tú, Ron? —Aquella era la voz de Doug—. ¿Eres tú, Ron…? ¿Me oyes? ¿Por qué no venís a pasar aquí una o dos semanas? Tengo que decirte que el tiempo es excelente desde que os fuisteis. Bonham tiene una gran cantidad de clientes ahora. Salimos todos los días en la embarcación y nos divertimos mucho. Él quiere volver a trabajar en los cañones, ya que las condiciones atmosféricas le son propicias.

—¿Te gustaría en lugar de eso un viaje a las Morant Cays? —inquirió Grant.

—¿Las islas que quedan al sur de Jamaica? —preguntó Doug—. La idea me parece buena.

Es posible que las visitemos en compañía de Grointon. Nos llevaremos sacos de dormir y acamparemos allí por espacio de cuatro o cinco días. Prácticamente, allí no ha hecho nadie inmersiones ni se ha dedicado a la pesca submarina.

—¡El plan me parece estupendo! —exclamó Doug, entusiasmado—. Oye… Tengo una nueva amiguita. ¿Podrá ir conmigo?

Claro que sí. Alquilaremos un par de embarcaciones a vela para nuestro crucero. Las mujeres dormirán en ellas, si lo prefieren.

Entonces, ¿está decidido que no vengáis aquí? —inquirió Doug de nuevo—. A Evelyn le encantaría volver a veros. Y a todo esto lo estamos pasando muy bien.

—¿Puedo hablar, Doug? —preguntó Grant bajando la voz—. ¿Está Evelyn cerca del teléfono?

—No, no mucho. ¿De qué se trata? —dijo Doug con naturalidad.

—Bueno… He de decirte que conservamos un recuerdo bastante desagradable de nuestra estancia en esa casa. A Lucky no le gusta la perspectiva de volver. Tampoco a mí me complace…

—Está bien. Entonces iré yo a veros. Con mi amiga. No os vayáis sin mí, ¿eh?

—Te esperaremos, te lo prometo.

—No quiero tomar el avión de la medianoche y el que sale después es el de las tres de la tarde de Nueva York, mañana. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —confirmó Grant.

Tras unas cuantas palabras de despedida, Grant colgó. Lucky se había apartado ya de él, para sentarse en el borde de su lecho.

—¿Realmente te agrada hacer ese viaje? ¿Con Jim y los demás? —le preguntó ella con un tono de voz extraño.

—¿Y por qué no había de agradarme? —dijo él—. Cierto que tendremos un contacto demasiado continuo y estrecho, pero eso a ti y a mí nos tiene que dar igual —añadió con una sonrisa de amargura—. ¿No es así?

Lucky irguió la cabeza, dirigiendo a Grant una extraña mirada.

—Muy bien. Iremos, entonces. —Su voz sonaba de una manera muy rara—. No he sido nunca muy aficionada al «camping». No obstante, pudiera ser que esta experiencia me pareciese divertida.

Doug haría acto de presencia allí en la tarde del día siguiente. Disponían, pues, de un par de días más para salir en el catamarán. Ben formó parte del grupo. El astro de la pantalla y su esposa habían regresado ya de Ocho Ríos y se dejaban ver mucho por el hotel. Grant tropezaba de vez en cuando con el primero y bebían algo en ocasiones en el bar. El astro cinematográfico no mostró el menor deseo de unirse a ellos. No sabía, por lo que Ron pudo colegir, que frecuentaban el lugar que él visitara en su último día de excursión. El de la llamada telefónica, por la tarde, tras la comida, Grant y Jim hablaron extensamente del proyectado desplazamiento hasta las Morant Cays.

Jim había estado allí una vez y la idea de volver a las islas le entusiasmaba. En efecto, habíase referido muy a menudo a aquel viaje durante la primera estancia de los Grant en el Crount, pero entonces ellos habían desechado el proyecto porque les obligaba a alternar muy estrechamente con sus amigos, y lo que les agradaba en aquellas fechas, principalmente, era estar solos. Ahora habían cambiado las cosas y aquel detalle carecía de importancia. Grant, en consecuencia, se sentía hasta contento.

Las tres pequeñas islas quedaban al sudeste de Morant Point, a unas cincuenta y cinco millas marinas. Desde Kingston había siete horas de navegación. Explotábase el guano de las islas en cuestión. En mayo eran visitadas para proceder a la recogida de los huevos de las aves marinas, sobre todo golondrinas de mar, que allí anidaban en grandes cantidades cada año. El resto del año, generalmente, si se exceptuaba la presencia de alguna embarcación que cargaba guano, las islas aparecían desiertas.

—No hay por qué preocuparse por lo del guano —advirtió Jim—. Se encuentra siempre en sitios aislados.

La tierra se encontraba allí cubierta de matorrales, viéndose principalmente, mimosas silvestres. Hacia el norte había muy buenas playas, en las dos más septentrionales, que podían ser utilizadas como puntos ideales para un desembarco. La tercera isla era rocosa y difícil. En la más septentrional del grupo, denominada con imaginación típicamente británica «North-East Cay», se veían altos cocoteros, plantados allí por el año 1825, según se decía, por algunos agricultores jamaicanos, quienes pensaron juiciosamente en los probables náufragos. Había en las islas mucho coral y numerosos arrecifes, a su alrededor y entre ellas. No faltaban mosquitos. Dos años atrás, Jim no había visto edificios por allí. Tan sólo una choza de madera en no muy buen estado. Suponía que se ofrecería a sus ojos ahora el mismo panorama. Podían alquilar para unos cuatro o cinco días la misma embarcación que utilizara la primera vez, en compañía de una pareja de buceadores a los que sirviera de guía. «Ésta pareja de hoy es distinta de la otra», puntualizó Lucky. Y si Ben e Irma deseaban acompañarles siempre, les cabía el recurso de alquilar una embarcación de más tamaño. Jim sabía de uno que no tardaría en estar a su disposición si daban los pasos necesarios para ponerse de acuerdo con su dueño.

Pero Ben optó por mantenerse fuera de aquel plan desde el principio. A él le habría gustado acompañarles, de no haberse visto obligado a dejar sola a Irma durante tanto tiempo. Irma, como no sabía nadar, no le hallaba atractivo a aquello de corretear a lo largo de cinco días por las islas, lugares deshabitados, carentes de todo interés, a su juicio. El grupo, pues, quedó reducido a cinco miembros. Participarían en la expedición Doug y su nueva amiga, Grant, Lucky y Jim. Aparte, naturalmente, estaba el capitán de la embarcación. Podían llevarse sacos de dormir y pasar las noches en tierra. O instalarse en aquélla. Desde el punto de vista de la pesca submarina, aquella zona estaba virgen prácticamente. Se llevarían conservas para dar alguna variedad a la alimentación, pero el plato básico de la cocina sería el pescado, condimentado a bordo o en la costa. Las puestas de sol en las islas eran un espectáculo delicioso, aseguró Jim. ¿Qué más se podía pedir?

—¿Estás dispuesta a acompañarnos? —inquirió Grant más tarde, dirigiéndose a Lucky, cuando se hallaban preparados para salir en el catamarán.

Lucky le correspondió con la extraña y enigmática mirada que él observara en sus ojos antes.

—Yo sí. Si tú no tienes nada que oponer —respondió, lacónica.

Grant no acertaba a comprenderla.

—¿Cómo reaccionarías tú de haberme negado a acompañaros? —inquirió Lucky en un raro tono de voz.

—Yo me habría quedado aquí —respondió Grant sin la menor vacilación—. No creerás que iba a dejarte sola en el hotel, ¿verdad? Y menos encontrándose ese condenado de Jacques merodeando por los alrededores.

—¡Oh! —exclamó ella—. A mí me parece que procederías mejor dejándome aquí que llevándome con vosotros —añadió, misteriosa.

—Bueno, ¿y qué diablos quieres darme a entender con eso? —quiso saber Ron.

—¡Oh, nada! —repuso ella, sonriendo.

La noche anterior, Grant había hecho uso de sus «privilegios conyugales», una denominación que él utilizaba para sí. La experiencia no había sido muy satisfactoria…

Habían cenado en compañía de Jim, Ben e Irma, en el hotel, trasladándose posteriormente al club de juego clandestino. Por vez primera, Jim les acompañó en aquella visita, haciendo unas cuantas apuestas, muy pocas, y con las máximas precauciones. Todos ganaron algún dinero, excepto Grant. Se hicieron servir unas cuantas rondas en el bar con aire acondicionado de Barry Street (¿o era Tower Street?), hablando del viaje a las Morant Cays y de sus experiencias en la pesca submarina. Seguidamente, se separaron de Jim, regresando al hotel. Ya en la habitación, cuando ella se hubo acostado, Grant abordó a su esposa, invocando cortésmente sus derechos conyugales. Lucky no tuvo nada que oponer a ello… Todo resultó muy prosaico. «Pero, en fin —se dijo Grant—, mejor era algo que nada». Con el mayor cinismo, ella le preguntó a continuación si podía dormirse ya.

—Sí —respondió él, cansado—. Puedes dormirte ya.

A bordo del catamarán, Grant la observó mientras reía y bromeaba con Jim y Ben. Sintiose furioso. Temblaba de furia, realmente. Luego, de pronto, su actitud se trocó en otra de profunda depresión, tan perturbadora que le dejó sin voz. Su «síndrome de rechazo» actuaba nuevamente sobre él. Afortunadamente, no estaba bebido, por lo cual podía controlarse. Es lo que hizo. Pero notó que por dentro de él empezaba a circular una especie de ponzoñoso ácido, que irritaba sus tejidos, que quemaba sus células, arterias y venas. Media hora más tarde mataba su primer tiburón.

Aquello le produjo una extraordinaria exaltación. El tiburón medía más de dos metros y medio de longitud.

Llevaban en el agua unos cuantos minutos y habían estado nadando por las inmediaciones de las cuevas que Jim conocía, emplazadas a dieciocho o diecinueve metros de profundidad, cuando Grant vio avanzar al tiburón sobre el fondo, entre dos macizos coralíferos. Hizo una señal a Jim, mostrándoselo al tiempo que se lanzaba en dirección al animal. Pero al acercarse a éste, el tiburón parecía incrementar su velocidad de modo que la distancia entre los dos continuó siendo la misma.

Enfrente de ellos, la masa de coral parecía cerrarse, originando un callejón. En tales condiciones, el animal no tendría más remedio que elevarse, permitiendo a Grant que lo alcanzara, o dar la vuelta, en cuyo caso también se encontraría con su perseguidor. Desgraciadamente, invisible para Grant, había por allí un túnel de unos seis metros de longitud. El tiburón se precipitó en el mismo, perdiéndose de vista. Grant creyó no verle más. Pero Jim dio la vuelta inmediatamente, después de haber advertido la señal de su amigo, nadando con celeridad, y cuando el tiburón apareció por la boca de salida del túnel consiguió asustarlo, obligándole a girar en dirección a Ron. A Grant le pareció recordar que así habían atrapado Jim y Raoul, el piloto, el animal de Grand Bank.

Sea lo que fuere, estaba preparado para aquel encuentro al abandonar su tiburón el túnel. Avanzó directamente hacia él, que en tales instantes se le antojó de mayor tamaño. El arpón le atravesó la cabeza, o la espina dorsal, por lo menos. El animal se detuvo en el acto, como si le hubiesen descargado un mazazo en la cabeza. Y allí acabó la aventura. La ascensión a la superficie se le hizo interminable a Grant. Sus pulmones pedían aire ya. Recordó entonces su antigua pesadilla. Había triunfado y ya todo le daba igual. Ya no pensaba más que en ver su presa a bordo de la embarcación, para que pudiera contemplarla a sus anchas la engreída Lucky.

—Éste tiburón es de la misma especie que aquel que mataste tú en Grand Bank, ¿no? —inquirió subido a la embarcación ya, muy satisfecho.

Jim sonrió.

—No lo sé. No me acuerdo. ¡He matado tantos!

—¿Qué me dices? ¡Orgulloso, creído! —le apostrofó Grant, dándole una palmada en la desnuda espalda—. No puedes acordarte de ese detalle, claro, debido a que ¡son tantos los que has matado! Bueno, hombre, bueno.

—¡Eh, esposa! —chilló Ron seguidamente, llamando a Lucky. Ésta se había acomodado en el extremo opuesto del sitio en que había sido acomodado el tiburón. Hacía pensar en que iba a lanzarse al agua de un momento a otro, asustada.

—¡Eh, esposa! —dijo Grant, de nuevo—. ¿No estás impresionada?

—Sí que estoy impresionada —manifestó Lucky—. De lo que no estoy segura es de si la impresión que he experimentado es buena o mala… Pero sí, sí que me siento impresionada.

Jim Grointon miró a Grant disimuladamente.

—Hay cosas acerca de las mujeres que uno no comprende ni comprenderá nunca —comentó, siempre risueño.

—Es posible que tengas razón —contestó Lucky—. Lo mismo que los hombres tenéis cosas que las mujeres no entendemos ni entenderemos jamás. En consecuencia, estamos en paz.

—No te muestres tan segura —dijo Jim, escrutando su rostro con curiosidad.

Grant les observaba sin comprenderlos. Se acordó de la actitud que adoptara Lucky cuando diera muerte a su gran mero.

Pero ella no reaccionó entonces del mismo modo. Al cabo de unos minutos, y después de haberle asegurado que el pez estaba completamente muerto, se les acercó para inspeccionar al enorme animal, desplegando una especie de aterrado y supersticioso interés. Grant había terminado por sentir algo semejante.

—He de confesar que me siento impresionado —declaró Ben Suicehandler—. Estoy terriblemente impresionado. Nunca me habría lanzado detrás de un animal como éste… Ni siquiera en el caso de que las circunstancias me hubiesen favorecido, realzando mis aptitudes de buceador mediano. ¿Hay muchos tiburones como éste por aquí?

—No tantos como para justificar que estés preocupado, Ben —afirmó Jim.

—Muy bien —respondió Ben—. Si tú lo dices…

El hombre procedió a calzarse las aletas, para volver al agua cuanto antes.

—Voy a cortarle la mandíbula, con objeto de que puedas conservarla como recuerdo —manifestó Jim, esgrimiendo su cuchillo.

—No. Espera un momento —dijo Grant—. Quiero llevármelo al hotel y colgarlo de algún sitio en la playa. Antes de eso he de hacerme una fotografía con él.

Jim estaba afilando su cuchillo en una piedra de aceite.

—Es lo mismo. No se verá en la foto —Jim levantó la cabeza del animal—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Grant, fascinado por la abierta boca—. En esa boca cabe mi cabeza, ¿no?

—Para meter tu cabeza en esa boca tendrías que hacerte algunos arañazos —opinó Jim, disponiéndose a utilizar su cuchillo—• Sin embargo, no creas… Es grande.

Parecía experimentar un auténtico placer con la mutilación que llevaba a cabo. Se recreó con los dientes. Había unas cinco hileras de ellos, haciéndose progresivamente más pequeños y menos visibles a medida que se adentraban en la boca.

—Los tiburones no tienen huesos —explicó Jim, como si estuviese dando una conferencia—. Son todo cartílagos. Necesitaré de una semana a diez días para conseguir la imprescindible sequedad y rigidez de esta boca. Luego, será como un pedazo de cuero. Tendrás un bonito adorno para tu despacho, Ron. Sus manos trabajaban diestramente, a todo esto. Había abierto y cerrado la boca del animal varias veces antes, explorando su campo de operaciones. En efecto, hallándose abierta aquélla, un hombre hubiera podido introducir su cabeza allí. Jim la dejó abierta por completo, en definitiva, colocándola después al sol. Por último, se quedó mirándola con aire de satisfacción.

Grant tocó con la punta de un pie el cuerpo del tiburón, una inerte masa de carne.

—¿Cuánto tiempo se aguantará esto? —inquirió—. Es decir, ¿cuándo empezará esta carne a corromperse? Es que quisiera que el tiburón permaneciese colgado hasta la llegada de Doug, para que éste lo viese.

—¡Oh! Se conservará bien más tiempo —repuso Jim—. Podríamos tenerlo colgado por espacio de cuatro o cinco días. De todos modos, quedará expuesto el tiempo suficiente para que lo vean todos los clientes del hotel. Como propaganda, no hay nada mejor.

—¿Qué dirá nuestro amigo, el astro de la pantalla? —inquirió Grant.

—No tengo la menor idea —respondió Jim, secamente—. Claro que lo que él pueda pensar me tiene completamente sin cuidado. Pienso decirle dónde nos hicimos con este animal, ya ves.

Jim había hablado atinadamente al sostener que el corte que practicara en la presa no se vería al quedar colgado el animal por su cola, en las proximidades de la playa. Su tamaño, en la fotografía, se apreciaba perfectamente, junto a la alta figura de Grant. René, muy orgulloso, se hizo cargo de la boca del tiburón, llevándosela al bar, donde fue mostrada a todo el mundo, turistas y gente de la localidad, que se asomaron por allí. Pero si Grant había pensado que su hazaña impresionaría favorablemente a Lucky, hasta el extremo de hacerla recapacitar, llevándole a ver la conveniencia y oportunidad de amarle y obedecerle, luego se dio cuenta de que estaba equivocado. Le secundaba, ciertamente, pero a regañadientes. En cuanto a lo de amarle como antes, eso era ya otra cosa. En realidad, Grant no pensó mucho en la posibilidad de que su mujer cambiara de actitud. Lo de la exhibición del animal estaba fundamentado en su deseo de hacerle ver que sus reflexiones le tenían sin cuidado, le importaban un bledo. Había adoptado una resolución y no cedería. Estaba completamente seguro de que a ella no le gustaba la idea de que anduviese dedicado a la pesca de tiburones. No se equivocaba en semejante aspecto. Y, desde luego, ni él ni Jim le dijeron que habían visitado aquel lugar deliberadamente, con un propósito definido. Pero Grant había descubierto en sí mismo un detalle inédito, probablemente derivado de su experiencia. Ya no era tan cauteloso como lo fuera antes. Ya no extremaba sus precauciones. Se consideraba más endurecido, más inclinado a afrontar el peligro. Y eso porque le daba lo mismo una cosa que otra.

—¿Verdad que esto hace que te sientas más hombre que nunca? —inquirió Jim Grointon, mientras los dos contemplaban el tiburón, ya colgado—. He de decirte que eres el mejor de los alumnos que he tenido jamás.

—Digamos que esto hace que me sienta como un gran muchacho —respondió Grant, precavido—. Lo soy, ¿no?

Su nueva actitud se revelaba en otras cosas, aparte de lo del asunto de la pesca del tiburón. Aquel mismo día, tras haber conseguido la gran presa, aquella misma tarde, al no verse nada de interés en el sector familiar, Jim levó el ancla y los llevó a aguas más profundas. Se comportaba como si de repente hubiese tomado una decisión de trascendental importancia.

—Quiero enseñarle a Ron algo que no he enseñado a muchas personas —explicó a Ben y a Lucky—. Se trata de una especie de rara superstición, o de una posesión especial, algo mío. Vosotros podríais verlo desde la superficie. Tú sobre todo, Ben. Yo no tengo nada que objetar. Ron se encuentra en condiciones para enfrentarse con lo que yo estoy pensando. Espero que ese viejo bastardo ande por los alrededores, eso es todo. Hoy precisamente —añadió, echando el timón a estribor con el pie y deslizando la embarcación hacia el sur, con un rumbo paralelo a la línea de la costa.

Sin perder de vista un momento un saliente costero que le servía de guía, Jim paró los motores y arrojó el ancla.

—La profundidad es aquí de veintidós a veinticuatro metros. Por aquí se encuentran muchos pargos y tú y yo vamos a hacernos con un par de ellos. En el fondo.

—Estás bromeando, Jim.

Pese a sus palabras, Grant daba muestras de sentirse muy complacido. Y en seguida pensó: «¿Por qué no?».

—No, no bromeo —manifestó Jim—. Tú estás en condiciones de bajar a veinticuatro metros ahora. No necesitas más. Igual podrías descender un centenar de metros, si te parece, con idéntica facilidad. Cuando se alcanzan los veinte metros, seis u ocho más ya carecen de importancia. Ya verás como estoy en lo cierto.

—Bueno, bueno —dijo Grant, sonriendo.

—Hay algo por aquí que deseo enseñarte —le explicó Jim, con su risueña expresión habitual—. Si él anda por estos parajes hoy. Cuando he venido aquí acompañado procuré siempre que la exhibición se produjera a distancia prudente. Y que conste que, desde que estoy en Kingston, sólo he traído a este lugar a cuatro de mis amigos. Uno de ellos es el individuo de que te hablé, el de Nueva York, que sólo quiere tiburones. Luego vine con un cliente y su esposa, cuando el viaje a las Morant Cays. Ella no andaba sobrada de facultades, quizá, pero la hice venir (lo mismo que he hecho con Ben) porque estaba suficientemente enterada. Tú haces el número cuatro…

—¿He de considerar tu decisión como un cumplido?

—Lo es. Bueno, vámonos al agua.

Lucky, que había estado escuchando aquella conversación, no formuló el menor comentario.

—¿Qué es eso que vamos a ver? —preguntó Grant.

—Tienes que esperar… Si no lo vemos, te daré las explicaciones necesarias. Si lo vemos, ya no hará falta que te diga nada.

La masa de coral parecía quedar muy abajo. Tal fue la impresión que experimentó Grant inmediatamente. El fondo, según observó también, presentaba diversas alteraciones en relación con aquel que conocía más. No descubría las rojizas coloraciones peculiares de las aguas menos profundas y sí veía, en cambio, formaciones rocosas. Echaba de menos, igualmente, los estrechos canales de arena, descubriendo en su lugar zonas de arenas extensas, prolongándose en todas las direcciones. Algunas plantas y esponjas eran agitadas suavemente por las corrientes submarinas, con lentas ondulaciones. El efecto era de una tremenda soledad y abandono. Todo tenía un tono verde pálido. Eran pocos los peces que se deslizaban sobre los salientes rocosos que sostenían los claros macizos coralíferos. Jim se los señaló y los dos comenzaron a alejarse de la embarcación, rumbo al sur, paralelamente a la distante costa. A los cinco minutos localizaron en el fondo un gran pargo. Grant no pudo calibrar su tamaño exacto, pues no le era posible efectuar tal apreciación en aguas tan profundas. Jim se lo indicó, invitando a su amigo a desplazarse hacia él. Ron asintió, ajustándose el tubo respiratorio, apretando los dientes sobre la boquilla, comenzando la habitual hiperventilación. Estaba convencido de que en ningún caso lograría tocar el fondo, pero se propuso llegar lo más cerca posible de él. Lo malo era siempre que había que pensar en el regreso.

Pero en el límite máximo de visibilidad, Grant vio algo que se movía. Mirando con atención, logró ver de qué se trataba… Se hallaba ante un pez enorme, el más grande de cuantos había visto en su vida. Le ganaba en tamaño a la presa conseguida por él y Jim poco antes. Al parpadear, se le perdió entre la niebla verdosa de la lejanía. Pero ya se lo había indicado a su compañero y a Ben. Jim asintió solemnemente, dándole a entender que debían continuar nadando. Unos metros más adelante, divisaron el gran pez de nuevo. La redonda cabeza y la mancha negra de la cola, del tamaño de la cabeza de un hombre, eran claramente visibles. Como si hubiese estado observándolos a su vez, el enorme animal se apartó lentamente de ellos, a su misma velocidad, de manera que la separación entre el perseguido y sus perseguidores continuó siendo la misma también. Al cabo de un par de minutos, Jim hizo una seña a Grant, iniciando una prolongada zambullida. Grant y Ben le siguieron. El pez aceleró su marcha hasta alcanzar de nuevo el límite máximo de visibilidad, desplazándose seguidamente al ritmo del principio. Al emerger, le siguieron por espacio de cuatro minutos, quizá. Luego, Jim sacó la cabeza del agua.

—¿Lo has visto? —inquirió, soltando la boquilla.

—¡Diablos! ¡Claro que lo he visto! —exclamó Grant—. Nunca vi un animal tan grande.

—¿Sabes de qué se trata? —preguntó Jim.

—A mí se me ha antojado un pargo, un pargo colorado. Pero…

—Es un pargo colorado —indicó Jim, asintiendo sonriente.

—Sin embargo… Los animales de esa especie no alcanzan normalmente ese tamaño.

—Estás en un error. Ya ves lo que ha crecido el que viste. ¿Te diste cuenta, Ben?

—Sí —repuso éste—. No podía dar crédito a mis ojos.

—Vayamos en busca de él —propuso Grant, entusiasmado.

—No conseguirías acercarte al pargo más de lo que estás ahora… —objetó Jim—. ¿No visteis cómo se detenía para esperarnos? Vete nadando hacia él. Se pondrá en movimiento inmediatamente, procurando mantenerse a la misma distancia siempre. Llevo tres años intentando arponearlo. He aquí una de las razones por las cuales se ha mantenido con vida, hasta alcanzar ese tamaño que tanto os ha sorprendido.

—Los pargos no se hacen nunca tan grandes —insistió Grant.

—Éste sí… —replicó Jim—. Éste animal ha sido visto hasta ahora por media docena de personas todo lo más, entre las cuales figuráis vosotros. Por aquí nadie suele sumergirse.

—¿Intentaste capturarlo utilizando los medios normales alguna vez? —quiso saber Grant.

—No. Eso corrió a cargo de algunos hombres de la localidad. ¡Cualquiera le hace morder un anzuelo al pargo! Yo lo que quiero es que se me ponga a tiro. Si no puedo arponearlo, no lo quiero. —Jim se movió en el agua como un auténtico pez, haciendo varias cabriolas, a la manera del gimnasta que desentumece los músculos antes de actuar—. Sigamos, amigos. Hagámonos con algo de lo que podemos considerar a nuestro alcance. ¡Hay que ganarse la cena, Ron!

—¿Ha crecido mucho ese animal desde la última vez que lo viste?

—Es imposible de apreciar eso… ¡Diablos! ¿Cómo puede uno darse cuenta de tal cosa en un animal tan grande?

Aquella excursión supuso una extraña experiencia. Merodeaban por los corales del fondo una serie de pargos de regular tamaño. Grant se decidió por el más grande de un grupo de tres que se encontraban más cerca. Luego, comenzó su hiperventilación. Al sumergirse, experimentó la sensación de que estaba descendiendo hacia la eternidad. No le importaba… En lugar del nerviosismo que lógicamente debía haberse apoderado de él, sintió una gran satisfacción. Desde luego, el pez aumentaba de tamaño progresivamente, a medida que él se aproximaba al fondo. Por una razón misteriosa, Grant no se había sentido a lo largo de su existencia más libre que en aquellos instantes. Era la suya una sensación física. Cierto o no, parecía disponer de todo el tiempo que precisara. Notábase a gusto, llevando a cabo los lentos y rítmicos movimientos de sus piernas, prolongadas por las aletas, sin la menor dificultad. En uno de los puntos de su trayecto pasó de una capa de agua más caliente a otra más fría. Finalmente, lo consiguió. El pez, que había estado observando su acercamiento a él, giró. Pero era ya demasiado tarde. Grant oprimió el gatillo de su fusil y el arpón fue a clavársele al pargo entre las agallas…

El pez en cuestión era realmente grande. Se lo habría parecido más de no haber visto al otro. Grant le calculó un peso de veintitantos kilos. Aun así, estuvo a punto de perderlo, por haber subestimado su tamaño, por no haber calculado bien tampoco las distancias. El blanco que creyó alcanzar inicialmente fue una ilusión de sus sentidos, ya que, aunque bien dirigido, el arpón no llegó a clavarse, retenido por la cuerda. Un tiro corto. Grant hizo una pausa para cargar de nuevo el fusil. En su segundo intento, ensartó al pez. A continuación, miró hacia arriba y empezó el prolongado viaje hacia la superficie. Jim y Ben se le antojaron increíblemente diminutos desde abajo.

Lentamente, fue ascendiendo. Al llegar a los seis metros de la superficie, su diafragma palpitaba, incontrolable, cada tres o cuatro segundos, pero no había expulsado la menor cantidad de aire y entonces tuvo la seguridad de que había logrado su propósito. Incluso dio más lentitud a los movimientos de sus piernas a lo largo de aquel trayecto. Sencillamente, se resistía a dar por finalizada su experiencia. Luego, se despojó del tubo, al alcanzar la superficie, para poder respirar libremente de nuevo.

No muy lejos de él, después de haber estado observándole, Jim dobló el cuerpo, zambulléndose en el agua. El robusto buceador era un bello espectáculo en aquellos momentos. Poco a poco, descendía, más y más. Era como si Grant se estuviese contemplando a sí mismo, como si hubiese estado estudiando su propia inmersión, como sí ocupase el lugar de Jim y Ben a la vez. Ben sonreía y, sin perder de vista a Jim, movía la cabeza, en un gesto elocuente de admiración. Desde la superficie, Grant vio cómo Jim disparaba su fusil, iniciando inmediatamente el regreso a las alturas. Ahora, naturalmente, volvía a tener el tamaño con que Ron le contemplara desde el fondo.

Ya en la superficie, Jim se echó a reír.

—¿Tú te has dado cuenta de lo que hiciste? ¡Has conseguido los veinticuatro, los veinticinco metros, hombre! Y a todo esto, te detuviste debajo para cargar de nuevo el fusil, con objeto de poder arponear a tu presa. A eso le llamo yo tener sangre fría. ¡Diablos! Podrías hacer los treinta metros, hombre. Puedes hacerlos en cuanto lo intentes. ¡Eres todo un profesional! —Jim cortó definitivamente ahora sus risotadas de felicidad—. ¡Vámonos! Regresemos a la embarcación. Ya es muy tarde.

Ya en la nave, Grant mostró a Lucky su gran pez. Sentose luego, tranquilo, para fumarse un cigarrillo mientras Jim no cesaba de ensalzar su proeza: su inmersión a veinticinco metros.

—Cuando Doug llegue aquí mañana, voy a tener muchas cosas que contarle y enseñarle, ¿no, Lucky?

—Desde luego —repuso su esposa—. Me siento muy orgullosa de ti.

Grant arrojó su cigarrillo por la borda, pasándose la punta de la lengua por los labios. Notó que la expresión de su rostro se endurecía, acomodándose al modo de ser del hombre áspero en que parecía haberse convertido.

—Gracias —murmuró.