XXIV

A causa de la especial situación del porche, desde el lugar, junto a una de las paredes del edificio, donde se encontraba en compañía de sus nuevos amigos, Lucky sólo vio a Bonham después de agitar un brazo en dirección a Doug, sonreírle y decirle unas palabras. Se alegraba siempre de ver a Doug, por una razón que no acertaba a definir del todo. Pero había allí algo raro. También se alegraba al llegar la hora de despedirse de él.

No era eso lo que le sucedía con Bonham. Al aparecer en lo alto de las escaleras su enorme cabeza, seguida de su tremendo corpachón, pensó inmediatamente: «¡Oh, no!». La sensación de aplanamiento que había estado experimentando de una manera intermitente desde el día de la boda se hizo continua y más fuerte. Ya tenían otra vez a su alrededor a aquel idiota de gigantesca talla, dispuesto a beber a costa de Ron, listo siempre para vender algo, sacándole de aquí y de allí para entregarse a las actividades subacuáticas o metiéndole en cualquier asunto dudoso, como el de la goleta o yate. Seguía desagradándole. Decididamente, tal como se presentaban las cosas, ella y Ron iban a disponer en lo sucesivo de muy pocas horas libres. Lucky observó que Grant estrechaba la mano de Bonham con el mismo contento con que apretara la de Doug.

Lucky no acertaba a adivinar la causa de aquel estado entre la desesperación y la depresión de que era víctima de vez en cuando. Lo más corriente era que no hubiese un motivo aparente, como venía a serlo, sin duda, la presencia de Bonham ahora. Sentíase abatida de pronto, en el hotel, en la embarcación de Jim, a la hora de comer, o en la piscina, en cualquier sitio, en cualquier momento, y aunque continuase riendo o fingiendo hacer lo que tenía entre manos, cierta parte indeterminada de su ser notábase molesta por espacio de unos minutos, preguntándose entonces si lo que vivía no sería una broma o un terrible error. ¡Santo Dios! En fin de cuentas, ¿cuánto tiempo hacía que se conocían? ¿Dos meses? ¿Seis semanas? ¿Qué podía haber averiguado acerca de él en ese tiempo? O él de ella… Todo ello se resolvía en una punzante melancolía. Dondequiera que se hallase, tenía que volverse hacia él rápidamente y coger entre las suyas una de sus manos para volver a vivir los sentimientos de los primeros días. La sensación de melancolía persistía, como un eco.

Todo eso tenía que ver, desde luego, con cierta inquietud peculiar. ¿Habíase equivocado al depositar su amor en él? ¿Y cómo podía darse una respuesta segura? La seguridad anhelada la conseguía cuando leía o releía los frutos de su trabajo. Pero él no había escrito ninguna obra desde que se conocieran. Y no daba señales de disponerse a elaborarla. Probablemente, lo más prudente para Lucky habría sido esperar…

En esencia, había sido esta sensación de desdoblamiento la causa de su histérica conducta el día de la boda. Ella había descubierto a las once, a las doce, que no quería casarse con nadie. Y de no haber habido otro hombre en el mundo, aparte de Ron, habría seguido pensando igual. Y no obstante, había accedido… Había querido acceder. Lisa había alentado su rebeldía, demostrándole de una manera concluyente que ella no había sido feliz a lo largo de sus muchos años de matrimonio. Entonces vinieron las risas, incontenibles, pese a advertir claramente lo que estaba haciendo. Y he aquí por qué la amaba, tras su solemne discurso, de instructor de «boy-scouts».

Lo extraño era (y ellos habían discutido esto, antes y después) que estuviesen engañando al mundo con su matrimonio. Porque lo de casarse no podía, así era, legalizar su vida sexual. Ésta seguiría siendo tan turbia y grata como antes. El matrimonio tampoco les iba a dar más responsabilidad social. Ellos pretenderían eso —y lo pretendieron—, al comparecer ante el cónsul de Estados Unidos. ¿Y por qué no? Si alguien lo averiguaba podían ser muy bien multados y encarcelados. Y ellos se rieron mucho con aquel engaño. Pero al mismo tiempo, a Lucky le aterrorizaba y se detenía ante la posibilidad de contraer matrimonio, con el hombre que fuese. Desde luego, no era una chica atemorizada, no podía serlo a sus veintisiete años, casi veintiocho. Éste detalle había de tenerlo muy presente.

Tan incongruentes sentimientos habíanla llevado aquella tarde memorable de su ceremonia a decirle a Grant que algún día le engañaría con otro hombre. Estaba irritada con él por haberla hecho caer en la celada del matrimonio tan fácilmente. Lo propio entre los hombres era no ansiar el matrimonio y que a las mujeres les apeteciera lo contrario. La vida era así. Las mujeres eran siempre constructoras de nidos; a los hombres les gustaba vagar de un lado para otro. Ron no había querido casarse. Pero no había hecho lo necesario para impedir la boda.

Tras la ceremonia, ella se había sentido aterrada ante lo que había hecho, tanto por su trascendencia como por su carácter irrevocable. Colocábase en las manos de un hombre para siempre. Sometíase a su poder. Y tendida en la cama, con los ojos cerrados pero impuesta de su presencia, contempló en clara perspectiva una larguísima serie de años, diez, veinte, treinta, pasando por la celebración de las bodas de cristal, de plata y de oro… ¿Había alguien en el mundo capaz de ser fiel a su esposo (o esposa, según los casos) durante todo ese tiempo? Por tanto, se le escapó. Nada más decirlo, se arrepintió de aquello. No respondía a un impulso sincero de su corazón. Pero… ¡estaba tan enfadada!

Sus respuestas le interesaron y la hicieron sentirse divertida. Comprendía que él no se había expresado con franqueza, que todo había sido pura fantasía. Ella sintonizaba la nota fantástica. Habíase entregado a juegos de esa clase con anterioridad, y volvería a caer en eso, en compañía de Ron: era la fría princesa que manejaba al esclavo a su antojo, la chica esclava a quien se mandaba que se presentase al príncipe; conocía el juego del auditorio… Lo único erróneo y peligroso de la fantasía era intentar hacer de ella una realidad. Y luego, bajando las escaleras, él se había conducido como si ella fuese incapaz de toda comprensión. El pobre se enfadó de repente porque sentíase avergonzado de las palabras que había pronunciado. Fue entonces cuando ella retrocedió para asir su mano. De súbito, el enfado de Lucky se esfumó.

De todos modos, aquello terminó antes de que empezara, con aquel condenado hombre del Time aguardándoles al pie de las escaleras. Al echar a andar delante de ellos, Lucky oyó perfectamente las frases de Ron, invitándole a marcharse. Él se lo refirió todo a la hora de la cena. Así pues, no hubo sorpresa por su parte cuando se produjo la llamada telefónica de Carol Abernathy, tres días más tarde. Y ella, como Grant, estaba segura, al ver a Doug, de qué era lo que constituía una parte, por lo menos, de su misión allí. En cuanto a Bonham, era algo muy distinto…

La llamada telefónica constituyó en sí una nota patética, realmente. Había sido puesta directamente con la «suite» y Lucky se encontraba en la habitación cuando Ron atendió la llamada. Allí estaba aquella pobre mujer, expulsada de la vida de él, víctima de aquel terrible ataque de nervios de que tanto se rieran en casa de Bonham.

Ron se había conducido de una manera muy natural.

—¿Sí? —Escuchó atentamente—. ¿Un individuo joven de la localidad? Bueno, no hay por qué preocuparse… No, no le conozco. Pero conozco, en cambio, al tipo que ha iniciado eso. Sí. Bradford Heath. No, tú no lo conoces. Trabé relación con él en Nueva York… No estoy seguro de que podamos ir por ahí… Y no lo creo necesario… De acuerdo. Pensaré en ello. Pero sigo opinando que no es necesario… ¿Qué?… Sí, ya sé que Evelyn nos invita. Tienes que tener presente que actualmente mi mayor responsabilidad se centra en mi esposa, Carol. Y lo que para ella sea bueno… Bueno, ¿eh? Perfectamente, las cosas están así. ¿Qué? —Grant apartó el micro de su oído para mirar a Lucky—. Quiere hablar contigo.

—Conforme —dijo ella calmosamente—. Y yo, a mi vez, hablaré con ella…

Pero nada más tocar el teléfono sintió una punzada de ansiedad.

Una voz dulce, con el tono nasal propio del Oeste medio, les apremió con gratas palabras a volver a «GaBay».

—No sé por qué no hemos de ir —dijo Lucky—. Desde luego, esa decisión incumbe a Ron. Yo hago siempre lo que sugiere él.

—Tú háblale —apuntó Carol Abernaty, siempre en el mismo tono afectuoso—. En ocasiones, se muestra raro… No. Ya no tengo nada más que decirte. Adiós, querida.

Lucky colgó, quedándose silenciosa e inmóvil por unos momentos.

—La verdad es que no veo por qué no hemos de ir por allí —declaró finalmente.

—No sé —contestó Ron con la mirada perdida en el vacío—. Es que no lo sé… Pensaré en ello. Quizá podamos ir… Has de saber, con todo, que esa mujer está loca.

—Me ha parecido una criatura encantadora.

—¡Oh! No me extraña. Sabe causar esa impresión cuando se lo propone.

—¿Qué podría hacer para causarnos algún daño?

—Nada —saltó él—. ¡Absolutamente nada!

Grant tomó a Lucky entre sus brazos.

Así quedó aquello, de momento.

Lucky se levantó.

—Dispensen —dijo ahora a la escritora de comedias musicales, a su esposo, al joven psiconalista y a su mujer, la diseñadora de modelos para niños—. Seguramente, ustedes conocen ya a Doug Ismaileh… quizás hayan oído hablar de él… Se lo presentaré. El otro, ese hombretón, es el primer instructor de buceo que tuvo Ron. Ron lo distingue mucho, cosa que yo estimo inmerecida.

«¡Dios mío! —pensó Lucky—. Estoy comenzando a actuar como una auténtica esposa ya». Con una mano especial, incluso, ya. En la mesa, tras las presentaciones, una vez se hubieron sentado los recién llegados, se supo pronto qué era lo que estaba haciendo Bonham en Kingston. Doug, sin embargo, se mostró reservado. No quería hablar delante de los demás, evidentemente. Era una conducta correcta la suya, pensó Lucky. Sólo había querido pasar unos días con ellos, ver qué era lo que estaban haciendo por allí, manifestó, antes de emprender el regreso a Coral Gables.

Pero más tarde, cuando los otros, incluido Bonham, se hubieron marchado, Doug siguió mostrándose reservado. Continuó en la misma actitud hasta que Ron le notificó que Lucky, su esposa, se hallaba al corriente de la condenada llamada telefónica. Esto la dejó un tanto desconcertada.

Entretanto, sin embargo, mientras estuvieron allí, Bonham había empezado a pisar fuerte, mostrándose lleno de sabiduría y experiencia, haciendo gala de una persuasión y de un encanto personal que Lucky no había sorprendido en él nunca con anterioridad. Ella le había presentado en seguida a sus amigos. Nada más entrar en el poche, Bonham la había mirado sonriente, diciendo con mucha naturalidad: «¡Y bien, señora Grant! Acepte usted mis mejores votos por una felicidad eterna». Esto era de agradecer. Pero detrás de aquellas palabras, a Lucky le había parecido adivinar otras, las que verdaderamente sentía: «Muy bien, nena. Por fin te has salido con la tuya, ¿eh? No sabes cómo me gustaría que no estuvieses en estos momentos aquí». Pero Ron, naturalmente, no observó nada de eso.

En esencia, lo que dijo Bonham, dando por descontado que sus frases serían tan interesantes para los nuevos amigos como para Ron, Lucky y Doug, fue que él ya había estado un par de días en Kingston, para dar los últimos toques a la operación de compra de la goleta, que había tomado las medidas necesarias para coincidir con Doug en el aeropuerto, con objeto de hacerles una visita. Uno de sus deseos era que se acercaran por el astillero en que se encontraba la embarcación, para que le echaran un vistazo. Habíaselas arreglado para reducir su precio en mil dólares más. Y a lo largo de su discurso evitó cuidadosamente la palabra «judíos» al referirse a los dueños de la goleta, ya que pensaba que los cuatro nuevos amigos lo eran… Había un detalle feo, no obstante. Los desperfectos observados en la proa de la goleta eran peores de lo que todos se figuraran en un principio.

—En consecuencia —señaló con una torcida sonrisa—, parece ser que la cuenta de mil quinientos o dos mil dólares que nos iba a pasar el astillero se elevará a cinco o seis mil. Lo dicho: a mí me gustaría que lo viera todo, Grant. Ustedes quedan también invitados —añadió Bonham cortésmente, dirigiéndose a los neoyorquinos.

A Lucky le quedó poco margen para opinar. Ron sentía un gran interés por acercarse al puerto y ver la embarcación. Bien se observaba que a él le importaba un comino que allí hubiese alguna persona disidente.

—Sí que me gustaría ver esa goleta —dijo ella, sonriente—. De veras que sí.

No había que dudar del entusiasmo de Doug y Ron. Las dos parejas hubieran querido acompañarles, pero no podían por haber organizado una excursión a las colinas, con la intención de comer en la Blue Mountain Inn, un bello escondite en plena Naturaleza, donde Lucky y Ron habían cenado ya una vez. Quedó decidida la visita para el día siguiente, por la mañana. Lucky sacó de todo ahora la impresión de que Ron se sentía entonces un tanto contrariado. Ella estaba contenta, en cambio. Tampoco Bonham pareció quedarse muy satisfecho.

—¿Qué va usted a hacer esta tarde? —preguntó a Ron.

—Lo más seguro es que salga a la mar con Jim Grointon una vez más —declaró Ron—. Hemos estado saliendo todos los días, excepto el de mi boda. ¿Por qué no nos acompaña? Bonham sonrió, burlón.

—No creo que eso sea lo más adecuado o correcto. Usted sabe que competimos en la misma actividad.

—Dentro de Kingston no hay competencia que valga. Además, soy yo quien paga los gastos de la embarcación. Por tal motivo, estoy en condiciones de invitar a cualquiera, a la persona que me plazca. Sí, puedo tener a bordo los huéspedes que se me antojen.

—Conforme. Les acompañaré. Siempre y cuando Grointon no oponga reparo alguno. Todavía he de hacer unas gestiones en el astillero. Iré allí y luego les buscaré… ¿A qué hora va a ser eso?

—¿A las doce y media está bien?

—Estupendo.

Lucky, Ron y Doug, luego, se quedaron solos. Y Doug continuaba con su reserva, lo cual no dejó de sorprenderla.

Estuvieron hablando de naderías por espacio de quince minutos. Finalmente, Ron insistió en ocuparse de lo que a él le interesaba.

—Nosotros sabemos quién te envió aquí. Habla, hombre.

—Pues… yo…

Doug guardó silencio, fijando sus ojos obstinadamente en Ron.

—Vamos ya, Doug —insistió Ron con fiereza, mirando a su amigo con los párpados entreabiertos—. ¿De qué se trata? Lucky sabe lo de la llamada telefónica. Hablaron las dos incluso. ¿No lo sabías, verdad? Tú no debías de andar muy lejos…

Doug pareció parpadear.

—No es eso… Yo no pensaba presentarme a vosotros como «enviado especial». Es que no lo soy, en realidad. Quería abordar el tema de una manera progresiva, gradual, para decirte lo que pensaba.

»Ron: todo el mundo, allí, incluida Carol, opina que tú y Lucky debierais regresar para una estancia de una semana o dos. Aunque sólo fuese para poner de relieve que no hay rencores por en medio, entre vosotros. Yo, naturalmente, comparto la opinión general. Aquel sujeto del Time ha estado acorralando a Carol, para que formule una declaración sobre vuestro matrimonio, y se está poniendo muy pesado. Ella le dijo por fin que no se trataba de una buena cosa. Pero no es eso lo que él quiere. Es más, asegura que ya se había imaginado por anticipado sus palabras. Está convencido de que las relaciones no son todo lo buenas que fueran de desear. Quiere ver algo positivo, elocuente, más interesante y radical que la noticia escueta. Mientras llega eso, se entretiene pescando.

—Bien. Rencores sí que los hay —medió Lucky.

—Sí, pero no hay por qué consentir que esa gente les dé publicidad en su revista —alegó Doug.

—Tienes razón —admitió Ron, quien parecía caviloso—. Ya sé quién es el que está detrás de todo esto. Voy a decírtelo… Se apellida Heath. Tiene un cargo importante entre los directores de la publicación. Ése es el que envió a su subordinado allí.

—Bueno, yo creo que debierais hacer eso —comentó Doug—. Si Lucky no se opone.

Doug enfocó sus raros ojos de turco sobre ella.

—Yo le indiqué que estaba dispuesta a ir —declaró Lucky—. Probablemente, la experiencia no resultará muy agradable. Pero una semana o dos no supone nada.

—No sé, no sé —dijo Ron, pensativo—. Pero supongo que debemos aceptar…

Miró a Doug.

Lucky se sintió enfadada con aquél.

—Bueno, yo dije que iría —dijo, acalorada.

Seguidamente, irguióse, sonriente. Jim Grointon subía las escaleras.

—¡Hola, Jim! Aquí nos tienes.

Luego, hizo una mueca, al verle llegar con las manos vacías. Habíale estado embromando por espacio de dos días, pidiéndole que solicitase, prestados, a algunos de sus amigos ingleses, unos prismáticos más potentes que los que había estado empleando.

—¿No me has traído los prismáticos marinos que te pedí que me buscaras?

Grointon se puso muy encarnado y sus labios se distendieron en una sonrisa. Ron se echó a reír, poniendo en antecedentes a Doug de los estudios que realizaba Lucky sobre los apéndices varoniles de los nativos. Los dos hombres fueron presentados y Lucky les estuvo observando mientras se estrechaban las manos, muy serios, examinándose mutuamente. Los varones procedían siempre de aquella manera. Eran como los perros cuando se ven por vez primera en plena calzada. Éste detalle irritaba siempre a Lucky, haciéndola reír.

Había algo en Jim Grointon físicamente atractivo, que Lucky no acertaba a concretar. Y a pesar de toda su gazmoñería veía en él una fría y egocéntrica indiferencia que en la época de Raoul —o en cualquier tiempo anterior a Grant—, la habría llevado a conquistarle y a tener intimidad con él una o dos veces, a tener contacto carnal en un par de ocasiones, para luego echarlo a un lado, como un saco en desuso, con tal de ver cómo reaccionaba. Bien se veía que era él quien se hallaba habituado a proceder así. Y ella estaba completamente convencida de que nunca se había acostado con una mujer tan hermosa como ella misma, ni tan experta en el quehacer amoroso. ¿En qué medida afectaría eso a su frialdad? Sí. En los viejos tiempos ese habría sido su proceder.

Una vez, en Jersey, cierto domingo de verano, viajando con algunos amigos músicos, profesionales, clásicos —violinistas, arpistas, violoncelistas, todos los cuales obtenían excelentes ingresos en Nueva York, actuando en los mejores conciertos, en las fechas más sonadas, en compañía de quienes había estado yendo de un lado para otro, por espacio de un año o más—, había visto en un circuito de carreras a un joven sucio, arrogante, de largas patillas, botas y chaqueta negra, un ejemplar, seguramente, de la clase baja, totalmente ineducado, convencido, quizá, de ser un conquistador irresistible… Frente a él, Lucky había experimentado la misma impresión que delante de Jim Grointon. Desde luego, él no debía de haber tenido relación amorosa con ninguna dama antes. Le hubiera gustado acapararlo por una noche o dos, para luego desentenderse, suave pero firme, de él. Había referido a sus amigos músicos cuanto le pasara en aquellos instantes del encuentro por la cabeza. Sus amigos la habían apremiado para que fuese adelante, diciendo que estaban dispuestos a instalarse en las gradas del circuito con el pretexto de presenciar las carreras, pero con la intención, verdaderamente, de no perderla de vista. Pero ella habíase retirado en aquella ocasión también. Aferrándose a que la fantasía, llevaba a sus últimos extremos, podía ser algo peligroso, rechazó la sugerencia. Jim Grointon le producía unas sensaciones semejantes y, en consecuencia, no llegaba a caerle mucho mejor que Bonham.

—¿Estás casado, Jim? —le preguntó más tarde, aquel mismo día, hallándose todos ya en la embarcación.

Él se encontraba sentado a popa, en la banda de estribor, cerca de los motores. Jim Grointon gobernaba la embarcación con uno de sus pies, desnudo, colocado sobre la caña del timón. Su vista se perdía en la lejanía, hacia proa. Ron charlaba con Bonham y Doug. Cuando Jim se enteró de que Bonham les iba a acompañar en la excursión de aquella jornada, sugirió inmediatamente la conveniencia de visitar un lugar nuevo, no los de costumbre. Lucky creyó saber en seguida por qué procedía así. Ron se había quejado de sus salidas hacia los arrecifes más próximos, demasiado pequeños para localizar en ellos peces de gran tamaño, aparte de que los bordes eran unas masas de pura arena. Lucky no se explicaba por qué razón Grointon había estado empeñado en visitar aquellos puntos. Podía atribuirlo a su pereza o al deseo de ahorrar algún dinero al no consumir mucho combustible. En cualquier caso, casi con certeza que a causa de Bonham, Jim había sugerido una visita a la costa de Morant Bay, donde existían arrecifes mejores que los que todos conocían. Formuló una excusa para justificarse por no haberlos llevado allí con anterioridad: el viaje era mucho más largo y, además, Ron no se hallaba en condiciones de practicar el buceo libre en aquellas profundidades, entre los quince y los dieciocho metros. Ahora ya podía intentar la proeza… No obstante, se llevarían dos pulmones acuáticos, por si acaso.

Fue durante este largo viaje cuando ella le preguntó si era casado.

—Sí —respondió él, sin apartar los ojos del horizonte. Numerosas embarcaciones se movían por entre aquellos arrecifes, entrando al puerto de Kingston o saliendo de él… Finalmente, fijó sus azules ojos en el rostro de Lucky, respondiendo:

—Sí, en efecto. Me casé con una chica jamaicana. Me dio dos hijos. Pero ahora estamos separados.

Grointon tornó a fijar la vista en el mar.

—¿Por qué? ¿Se debe eso a tu fama de Don Juan, de que tanto ha hablado René? —inquirió ella, sonriente.

Grointon volvió a mirarla y su expresión fue más risueña.

—No. Nada de eso. La separación se debe, sencillamente, a que no me es posible seguir viviendo con ella. Es una mujer estúpida, ignorante. No aprenderá nunca nada… No se esfuerza por hacerse mejor. Es una mujer cerrada a todo. A mí me gusta el hotel, me agrada pasar algunas horas en él… Pero nunca pude hacerme acompañar de ella. No encajaría en ese ambiente. —Jim miró a lo lejos—. Por añadidura, por si fuese eso poco, es una neurótica. Su cerebro no funciona bien. Lucky rió, provocativa.

—Pero, seguramente, tú sabrías todo eso cuando os casasteis, ¿no?

Grointon hizo un gesto que delataba su embarazo. Con los ojos apartados de su interlocutora, declaró:

—Era entonces muy joven. Me supuse capaz de enseñarle muchas cosas.

Jim la obsequió ahora con una penetrante mirada.

—Me imagino que se trataba de una aspiración bien natural, ¿no?

Su mirada tornó a perderse en la lejanía.

Ron, que al parecer podía escuchar lo que decía al mismo tiempo que hablaba con Bonham, concentró su atención en ella. Sus ojos, delatadores de una furia que casi llegó a asustarla, centellearon. Grointon estaba distraído ahora. Bonham y Doug charlaban. A modo de respuesta, Lucky irguió desafiante el busto, sin bajar la vista. Duró eso una fracción de segundo, por lo que pasó el gesto inadvertido a los demás. Pero aquella actitud pasajera no hizo reír a Grant, contrariamente a lo que se figurara. ¡Dios! Ella le amaba más que todos aquellos raros tipos que le rodeaban frecuentemente.

Por lo que se veía, ella no andaba sola en aquel terreno. En efecto, después de permanecer anclados unos veinte minutos en Morant Bay (la verdad era que Lucky no había llegado a ver por allí ninguna bahía, y sí solamente una recta línea costera), el grandullón de Al Bonham regresó al catamarán, portador de varios peces. Subió a la embarcación sonriente y muy contento, ensalzando a Grant, hasta el punto de resultar su insistencia un tanto indelicada y molesta.

Doug había regresado antes de eso. Estaban nadando en aguas demasiado profundas para él, que no podía ni pensar siquiera en alcanzar las proximidades del fondo. Los dos permanecieron en silencio diez minutos, por lo menos. Al principio, él pareció querer decir algo, pero ella no le había dado ánimos precisamente.

—Espero que no te haya sentado mal lo que dije y vuelvo a decir ahora: que Ron debiera regresar a «GaBay» —había dicho Doug.

—Naturalmente que no. Y además iremos allí. Siempre que Ron decida que es eso lo que debe hacer… —respondió ella, apresurándose a reanudar la lectura del libro que tenía entre las manos.

Así pues, allí estaba Doug cuando llegó a la embarcación Bonham, ensalzando a Ron, no sabiendo dónde ponerlo de puro bueno…

—Es todo un tipo su esposo —comentó sacudiendo la cabeza como un perro sacude el cuerpo al salir del agua—. Nunca lo hubiese creído. En el buceo libre baja más que yo.

—¡Oh, vamos, Bonham! —exclamó Doug.

—No miento. Está haciendo los dieciocho metros hoy. En mis mejores días es lo que hago yo. Nunca vi una persona que asimilara con tanta rapidez la técnica del buceo. En este aspecto hay que considerarlo un genio o algo por el estilo.

—Eso debiera llevarle a sentirse tremendamente seguro de sí mismo, por sus enormes facultades —razonó Lucky.

—He ahí lo más chocante —replicó Bonham—. No lo está… Anda preocupado casi siempre, caviloso, apesadumbrado. ¿Qué es lo que le ocurre a este hombre? No me lo explico, no lo comprendo. Ahora está quieto porque le cuesta mucho trabajo contener su diafragma en el ansia de aire normal al ascender. Dice que a Grointon no le sucede lo mismo.

—Probablemente, lo que le ocurre es que desciende a profundidades demasiado grandes si se tiene en cuenta su experiencia —aventuró Lucky.

Se sintió de repente nerviosa. Sintió también como una oleada de pánico que le produjo una impresión de vacío en el estómago.

—Doug: ¿quieres darme una botella de cerveza?

—No. No es eso —dijo Bonham—. Se trata de una cosa que le pasa a todo el mundo. Lo que no me explico es algo distinto… Cada vez que se dispone a hacer algo se pone nervioso, está preocupado, en tensión, asustado. Y luego, cuando él…

—Yo creo que todo se debe a que no es un individuo de carácter agresivo —manifestó Lucky.

Ésta vació la botella de cerveza rápidamente.

Doug estaba abriendo otra para él.

—¡Oh! A mí me parece que estás en un error.

—Sea lo que sea —opinó Bonham—, yo pienso que se merece todo lo que ha conseguido y todo lo que pueda conseguir en adelante. Jamás conocí a nadie que se hiciera tan merecedor del éxito como él. Yo le veo casi como el ser humano perfecto, mentalmente, físicamente, en todos los aspectos. Bueno… —Bonham se dio una palmada en un muslo, satisfecho—. Tengo que decirles que me he formulado una hipótesis. ¿Quieren ustedes conocerla?

—Claro que sí —contestó Doug.

—¿Acerca de Ron? —inquirió Lucky, más cautelosa.

No sentía el menor deseo de prestar oídos a las hipótesis que acerca de Ron pudiese elaborar Bonham.

—Pues no… No es sobre él. Aunque él encaja en ella también. Todos ustedes. Yo me gradué en la Universidad de Pensilvania, después de la guerra —dijo Bonham, mirando a Lucky—. Usted no sabía eso, ¿verdad?

Bonham estudiaba aquella enigmática y burlona mirada que aparecía en sus ojos tan a menudo. El hombre no esperó su respuesta para seguir hablando.

—Mí hipótesis afecta a los Escogidos de la Nueva Aristocracia. Los Escogidos, simplemente, son celebridades. Ron es de ellos. Usted se califica igual por el hecho de estar casada con él. En nuestra época, esas celebridades tienen resonancia amplísima, debido a los avances tecnológicos iniciados en la Segunda Guerra Mundial, incrementados enormemente desde entonces. Tienen que ver con esta expansión las técnicas de Comunicaciones Masivas. Sea cual sea el proceso, el Escogido, una vez alcanzada la cima, una vez escogido, efectivamente, se convierte en un ser distinto de las restantes personas. En realidad, vive de acuerdo con unas leyes distintas, casi. Se encuentran ellos protegidos por todo el mundo, obtienen servicios mejores, consiguen mejores tratos que nadie, son la sal de la tierra. Todo ello por la publicidad. Se transforman en símbolos protegidos de lo que a todos les gustaría ser.

»E1 otro fenómeno derivado de los avances tecnológicos de la Segunda Guerra Mundial es el Viaje Masivo de poco precio. En esta época de las exigidas cuarenta horas de trabajo semanales, la zanahoria que oscila ante la nariz de cada «ciudadano» o «Camarada» es esta: por espacio de dos semanas cada año (o durante un mes, si se ocupa un puesto superior), cabe la posibilidad de vivir la vida de un Escogido. No llega a ser la cosa absolutamente real, desde luego, pero se logran efectos estimables. Si el interesado se preocupa de ahorrar el dinero preciso durante cuarenta y ocho y cincuenta semanas del año, se pone en condiciones de trasladarse a cualquier parte del mundo, de ser servido y tratado como si realmente fuese un Escogido.

»Nos encontramos entonces ante la Industria Turística. Todos los lugares exóticos, todos los nombres románticos y famosos, se hallan a su alcance. Puede hacerse pasar por un período de tiempo limitado por un miembro de la Nueva Aristocracia. El mundo entero se abre a todos en virtud del Viaje Masivo de poco precio, favorecido por las técnicas de las Comunicaciones Masivas, lo mismo en el Éste que en el Oeste. Se trata de un campo enteramente nuevo, el Comercio Turístico, una auténtica «Frontera» (probablemente, la única que resta), en el que son pioneros los hombres que desean vivir la existencia del Escogido.

»Fijémonos, por ejemplo, en el Grand Hotel Crount. Es un hotel de Escogidos. ¡Diablos! No siendo realmente un Escogido es difícil incluso entrar aquí. Pero es que los no escogidos desean ir donde van los otros. ¿Ustedes sabían que cuando Kingston se hizo popular, a causa de la presencia de los Escogidos y de la existencia del Crount, el negocio turístico empezó a florecer en toda la zona?

»Los acontecimientos se precipitan. Por todas partes. Los próximos veinte años serán la época dorada del Caribe. Están siendo puestos los cimientos para ello… Pronto comenzará la publicidad a actuar, por todo lo alto.

»Y aquí es donde entramos los tipos como Jim y yo. Nosotros buscamos a los turistas (con nuestras «especiales habilidades»), principalmente los no escogidos, pero preferiblemente los otros. Porque ahí es donde se encuentra el verdadero botín. Fíjense en René. ¿Qué puede hacer un no escogido con sus pequeñas vacaciones de dos semanas? ¿Ustedes creen que puede aprender a bucear verdaderamente en quince días? Desde luego, no se le dice a nadie eso. Los Escogidos, en cambio, disponen de tiempo y dinero. El negocio de Jim es espléndido dentro de Kingston, no sólo por lo que afecta al Crount sino también por lo que se refiere a toda la población. No obstante, donde gana dinero en grande es en el Crount.

»Y eso es lo que espero lograr yo en Kingston una vez me haya hecho de mi goleta, en cuanto tenga ésta en marcha —Bonham se dio otra fuerte palmada en un muslo—. Yo quiero vivir con y como los Escogidos».

Lucky y Doug habían escuchado, fascinados, el discurso del instructor de Grant. Adivinaban el hombre de negocios que Bonham ocultaba bajo su fachada de aventurero.

—Ocurre, sin embargo —objetó Doug—, que ustedes todavía no disponen de ningún Grand Hotel Crount en «GaBay»…

—Naturalmente que lo tenemos —contestó Bonham—. Disponemos del West Moon Over Hotel. Alberga ya a un puñado de celebridades y la cosa va en aumento constantemente. El año pasado estuvieron descansando allí varios miembros de la familia Kennedy. —Otro palmetazo en un muslo, que sonó igual que un pistoletazo—. Tengan en cuenta que yo, con mi goleta, no tengo por qué sentirme anexionado a ninguna ciudad ni hotel. Disponiendo de ella me encontraré en condiciones de hacer del Caribe mi «zona de trabajo».

—¿Y qué va a ser de sus encantadores y primitivos mares, de sus arrecifes vírgenes, cuando varios miles de hombres semejantes a usted le imiten? —inquirió Doug, sonriendo—. Está usted contribuyendo al aniquilamiento, a la destrucción de todo aquello que precisamente ama más.

Bonham sonrió también.

—Eso me tiene sin cuidado. Yo habrá muerto cuando pase tal cosa. Entretanto, yo lo que quiero es huir de la «Civilización». —Repentinamente, Se echó hacia atrás en su asiento, relajándose—. Pero ustedes son ya miembros de la Nueva Aristocracia, ustedes son ya Escogidos. Todo lo que tienen que hacer es permanecer sentados y gozar del espectáculo. Y disfrutar de nuestros, de mis servicios.

Durante todo aquel rato, Lucky había estado preguntándose a dónde quería ir a parar Bonham con su discurso. Sospechaba que iba dirigido a ella.

—Sí —dijo con aspereza—. Sí. Todo lo que nosotros tenemos que hacer es mantener ese alto nivel de éxito. Si Ron sufriese un gran fracaso, ya no dispondría del dinero necesario para ser uno de sus Escogidos. También me imagino que esto es verdad por lo que a Doug atañe.

—¡Oh! —exclamó Doug—. Seguro. Pero encuentro la hipótesis atinada con referencia, por ejemplo, a la gente del cine. Pienso en Liz Taylor, en Burton, en John Wayne, en Kirk Douglas, en el señor Zanuck…

—Bueno, quizá no sea cierta en todas sus facetas al hablar de Doug y de Ron —reconoció Bonham—. Pero opino que Ron es realmente uno de los Escogidos. Y de todas las personas que conozco él es quien merece mejor el título. Desde mi punto de vista, en términos generales, juzgo la teoría muy precisa, de todos modos. Aparte de San Finer, Ron es el único de los Escogidos, o a punto de serlo, que figura entre mis clientes. Si mis servicios han sido de su agrado, cabe la posibilidad de que hable de mí favorablemente entre sus amigos, los otros escogidos.

—Entonces, ¿por qué intenta usted enfrentarlo con su mujer, apartar a ésta de él? —inquirió Lucky—. Yo creo que es usted suficientemente inteligente para advertir que esa no es una bueno técnica para barajar a un hombre, ni siquiera en el caso de que no esté enamorado de su mujer. Y Ron lo está.

Doug se echó a reír de pronto, cuando Bonham se quedó mirando fijamente a Lucky. Seguidamente, el hombretón exhibió su sonrisa de triunfo.

—Pero si yo no estoy haciendo eso… Desde el momento de conocerla he estado intentando dar con una clave, para lograr que sintiera simpatía por mí.

Su gesto dementía todo lo que estaba diciendo.

La sangre de Lucky empezaba a hervir, traduciéndose en una ira muy latina en cuanto a sus manifestaciones. Descubrió que sus dientes acababan de asir algo al morder y ya no pudo detenerse, ni siquiera en el caso de que lo hubiese deseado.

—¿Sabe usted lo que pienso acerca de su persona? Pues le tengo por un individuo propenso al incidente en sus relaciones sociales. En su trabajo no, evidentemente. Pero en todo lo demás, creo que me las tengo que haber con un perdedor. Porque, como todos los perdedores psicológicamente, usted ansia castigarse a sí mismo. En cuanto a lo de dar con esa clave de mi manera de ser, le diré que es muy fácil. Todo lo que tiene que hacer es…

Fueron interrumpidos por un grito.

—¡Socorro!

Para tratarse de un hombre de su talla y volumen, Bonham podía moverse con una rapidez increíble. En una fracción de segundo se puso en pie, corrió a popa y empezó a manipular el bichero más a mano por una banda, forcejeando con algo… Todo eso sucedió en el tiempo que Lucky necesitó para ponerse en pie. Sintió unos fuertes latidos en los oídos. Sólo acertó a pensar en una palabra: tiburón. ¡Dios! ¡Y cómo odiaba aquel repugnante deporte! Creyó por un momento que iba a desmayarse, igual que le pasaba de niña cuando algo la aterrorizaba. Finalmente, Doug le pasó un brazo por la cintura, diciéndole:

—Nada, no pasa nada. No te inquietes. —Con voz más calmosa añadió—: Aquí… Ponte aquí. No pasa nada. ¿No lo ves? Se han hecho con un gran pez, eso es todo. ¡Un pez enorme! Apoyándose en la borda, por el costado de babor, vio que Bonham había clavado el bichero en un pez de grandes dimensiones. Grointon y Ron, todavía con las grandes gafas colocadas sobre sus rostros, los tubos respiratorios colgando de sus correas, daban voces a Bonham y proferían también gritos de triunfo. Nadaban en opuestas direcciones para mantener el pez firmemente entre ellos, en sus dos arpones. Al divisar a Lucky, Ron aulló:

—¡Es un mero!

—¡Eh, Doug! —llamó Bonham—. ¿Quiere acercarse? No puedo conseguir un buen punto de apoyo. Hay otro bichero bajo el asiento de estribor. Écheme una mano.

Doug la miró a los ojos como hubiera podido mirarla un doctor. Por último, asió el otro bichero. Entre él y Bonham, haciendo grandes esfuerzos, con los rostros muy encarnados, elevaron el monstruoso y palpitante organismo, hasta depositarlo sobre la cubierta del catamarán. Entretanto, Bonham subió a bordo por la banda de babor, cogió un mazo y descargó un golpe en el «cuello» del animal, inmediatamente detrás de la cabeza. Todo el cuerpo del gran pez se estremeció, incluidas las aletas y la cola. Luego, aquél se quedó rígido, inmóvil. Una extraña y purpúrea iridiscencia se observaba en el punto en que había sido golpeado, la cual se extendió por todo su cuerpo, en el que se descubrían muchos matices de rojo oscuro. Estaba inmóvil, pero sus ojos giraban. Luego, abrió la boca, como si intentara respirar. Lucky contemplaba aquel animal fascinada, horrorizada. Era un bello ejemplar marino.

Y su boca resultaba suficientemente grande para albergar la cabeza de un hombre y parte de uno de sus hombros. Debía medir metro y medio de longitud y tendría el doble de circunferencia. Ron y Jim, a su espalda, no cesaban de reír, alborozados, jaleándose mutuamente.

—¡Muchacho! ¡Tendrías que haber visto a Ron! —exclamó Jim Grointon—. Descendió y se mantuvo allí como un veterano profesor, Al. —Dirigióse ahora a Grant, al que dio una palmada más en la espalda—. Camarada: si eres capaz de bajar de esa manera y de aguantar tanto la respiración podrás alcanzar los veinticuatro metros, seguramente. Y no hay inconveniente para que llegues a los cien, incluso. Mis cálculos fallaron contigo. No sabía que habías llegado a conseguir todo lo que has conseguido.

Lucky observó que su amante y esposo se ponía ligeramente encarnado.

—¡Oh! Todo fue debido a la excitación del momento —replicó, sonriendo tímidamente—. Lo más seguro es que no sea capaz de repetir lo que hice.

—Si lo hiciste una vez podrás volver a lograrlo —manifestó Jim.

Y todavía sin haber recuperado el aliento del todo, Jim procedió a contarles lo que había pasado. Y mientras escuchaba, Lucky observó que los rojizos tonos del pez empezaron a desvanecerse lentamente, hasta que sus ojos se apagaron. Aquello le produjo más impresión que lo anterior. Los ojos del pez eran los de un moribundo. También le impresionó la agresión de que había sido objeto aquel ser.

Habían estado nadando a unos doscientos metros de la embarcación, explicó Jim. Había visto a aquel gran mero salir de su cueva, de su tana. Entonces, habíase dirigido hacia él sin pensar en otra cosa que en su captura. No disponía de tiempo para procurarse otros elementos que llevaban a bordo. De haber regresado a la embarcación se habría expuesto a perder aquel ejemplar. El arpón había penetrado en su cabeza por la parte de delante, hallándose en aquellos momentos a unos cuarenta metros del arrecife. El disparo no había sido mortal, sin embargo.

Después de agitarse brutalmente, hasta el punto de que de haber alcanzado a alguien con uno de sus coletazos hubiera podido quebrarle la columna vertebral, el animal empezó a encaminarse hacia su tana. Desde luego, no le fue posible alcanzarla. En este momento fue cuando descendió Grant. La profundidad era de dieciocho metros, aproximadamente, y el pez se encontraba ya a unos tres de su refugio. Grant lo arponeó por el lado opuesto. Tuvo suficiente presencia de ánimo para proceder así. Tampoco su disparo fue mortal, no obstante. Pero entre los dos hombres, colocados valientemente a uno y otro lado del mero, el avance del pez cesó. De haber llegado al arrecife hubiera podido perdérseles. Finalmente, consiguieron acercarlo a la superficie. A una distancia prudente de ésta ya podían emerger y respirar a su tiempo.

—¡Dios mío! Nunca he deseado con tanta ansia una bocanada de aire fresco —dijo Jim, riendo.

—Lo mismo me pasaba a mí —corroboró Grant—. Ahora bien, tú estabas a mucha mayor profundidad que yo. En tu lugar, no hubiera podido resistirlo.

—Ya habías estado sumergido bastante tiempo antes, camarada —declaró Jim.

Al llenar sus pulmones de aire, el pez había dejado de debatirse. Ya apenas oponía resistencia.

—Una de las buenas cosas que tienen los meros es que se van rápidamente —aseguró Jim.

Junto a ellos, Lucky había comenzado a llorar. Al irse la vida de aquella criatura marina, sus colores parecían haberse desvanecido también, como si la vida en sí fuese el color mismo. Había quedado reducida a una gran masa de carne de oscuro tono que olía a cieno.

—¡Sois unos bastardos! —gritó de repente—. ¡Todos vosotros, sí! ¿Por qué teníais que matar a este animal? No os molestaba, ¿verdad? Intentaba huir, ¿no?

—Pero ¿qué dices, querida? —Ron le pasó un brazo por los hombros, intentando consolarla—. No es más que un pez…

—Es un animal que mata —dijo Grointon—. ¿Cómo podría vivir entonces?

—Lucky estuvo a punto de desmayarse cuando vosotros empezasteis a dar gritos —oyó ella que Doug explicaba a Ron—. Se apoderó de ella un pánico atroz. Creyó de buenas a primeras que había ocurrido algún accidente.

—¡Esto de ahora no tiene nada que ver con lo otro! —chilló Lucky—. A ti, Grointon, he de decirte: ¿a mí qué me importa que ese animal se dedique a matar o no? Sois hombres… Eso se supone, por lo menos. ¡Hombres civilizados! ¡Seres humanos! ¡No sois peces! Bueno, a lo mejor sí que lo sois… —Lucky se estaba tragando ahora materialmente las lágrimas—. Ése animal hubiera podido matarte —añadió dirigiéndose a Ron. Resultaba muy chocante. Normalmente, no pensaba en él como «esposo».

—Imposible —aseguró Ron, reteniéndola todavía con su brazo—. Con franqueza: eso no podía suceder Lucky. Y a cambio de todo, fíjate en el ejemplar que hemos capturado. Hay ahí alimento suficiente para todo el hotel, por espacio de dos o tres días.

Ahora se estaba secando los ojos en su desnudo hombro.

—Lo lógico es que sean los pescadores quienes se encarguen de capturar peces, ¿no? —dijo, ya más tranquila—. Y que nosotros los compremos en el mercado, cuando los necesitemos. Es la única razón de ser de los hombres que salen a la mar todos los días. Se ganan la vida así. Pero no… Vosotros os sentís impulsados a matar. Es un hermoso ejemplar de mero ese pez. ¡Cuánta vida había en él!

Jim Grointon la miró con fijeza.

—A los hombres nos agrada matar peces y jugar con ellos. —Su voz tenía inflexiones reveladoras de una gran frialdad. Lucky apartó su cabeza del hombro de Grant, en que había estado reposando, mirando a su vez a Grointon, fascinada.

—A los hombres les agradará siempre eso. Ha sido de su agrado en todo tiempo. Y las mujeres los admirarán por sus hechos.

—Y en ocasiones gustan de matarse entre sí —dijo Ron en un tono extraño.

—Es verdad, supongo —corroboró Jim—. Pero es que los hombres están hechos así. En eso consiste ser hombre. Se trata de lo que el hombre necesitaba para sentirse como tal. No fui yo quien estableció ciertas normas. No fue yo el creador de este mundo. De haberlo sido, hubiera cambiado, probablemente, muchas cosas.

En un estilo más bien frío, parecía estar furioso Grointon. Lucky obligó a Ron a sentarse en la banda de babor, poniendo en sus manos una botella de cerveza.

—Desde luego, tienes mucha razón —declaró—. Me sentí trastornada, ¿sabes? Creí que alguien había sufrido algún daño. Inciden talmente, ¿qué habrías hecho de no haber habido nadie en la embarcación, aparte de mí?

Rom y Jim se miraron en silencio. Los dos sonrieron.

—Creo que habría seguido adelante con el apoyo de Jim, procurando hacerme con el mero mediante otro disparo, como fuese —contestó Rom.

—¡Oh! Lo habríamos capturado valiéndonos de cualquier otra treta —manifestó Jim, convencido—. En el agua. —Inmediatamente, sonrió—. Bueno, hay que reconocer que los peces de estos tamaños no suelen darnos muchas oportunidades.

—Creo que fue eso lo que me trastornó —declaró Lucky—. Me pareció tan grande como un ser humano. Y luego observé, angustiada, que le costaba mucho trabajo respirar. Después movió los ojos mirando a su alrededor, como si me pidiese ayuda. —Lucky miró a Grointon—. Éste hecho pareció preocuparos a vosotros bien poco —observó en un tono que era casi de pregunta.

—No —confirmó Jim—. No nos preocupaba absolutamente nada.

—Los peces no sienten —medió Bonham.

Ella también sonrió al mirar a Bonham. No quería decirle lo que pensaba: Ése pez sentía. ¿Por qué ninguno de ellos decía la verdad? A Ron sí que le diría aquello, a la primera oportunidad que se le presentara. Y a nadie más. En la actividad de aquellos hombres había algo de perverso. Los auténticos pescadores no eran así.

—¿Cuánto calculas tú que pesará? —preguntó Bonham a Grointon.

Grointon contempló unos instantes al mero con los ojos entornados.

—Creo que alcanzará los ciento cincuenta kilos, aproximadamente.

Después de eso, durante el viaje de regreso, los ojos de todos los presentes se posaron más de una vez en el mero. Viose en seguida por qué Bonham habíase movido, embarcando el pez en el catamarán. Grointon, habitualmente, llevaba a remolque un pequeño chinchorro de plástico, en el que eran depositados los peces capturados. En él se encontraban los tres que había cogido Bonham antes. Pero el enorme mero habría hecho volcar el chinchorro. Bueno, el mero yacía en la cubierta y los cuatro hombres lo miraban pensativos de vez en cuando. A ratos hablaban entre sí, aludiendo a las incidencias de la captura, reconstruyendo entre todos la historia de la misma. Lucky se sintió totalmente excluida.

Experimentó aquella sensación de nuevo por la noche, a la hora de la cena. Bonham se sentó con ellos a la mesa, en el hotel. Entre los cuatro hombres, Lucky se convirtió en una persona totalmente extraña. Ellos hablaron sin cesar, rieron, bromearon, pero la dejaron fuera de todo. Incluso parecían haberse olvidado de que se hallaba allí. No es que no se mostrasen correctos; no es que le diesen la espalda. No es tampoco que Bonham fuese la causa de aquel estado de cosas. Tampoco su presencia era la motivadora del hecho. Era como si los cuatro, al estar juntos, por ser hombres, por ser pescadores submarinos (en una escala menor Doug también lo era), por haber vivido una jornada triunfal, hubiesen alumbrado instintivamente una especie de sentimiento común, una personalidad común, de la cual ellos pensaran que Lucky no podía formar parte, ni siquiera entender.

A Lucky aquella cuestión no le importaba mucho, ya que había vivido con Ron una hora de amor, antes de los cócteles. Pero le costaba trabajo creer, mientras observaba al grupo, que aquel Ron que estaba viendo fuese el mismo que escaleras arriba le había demostrado tanta pasión entre sus brazos. Reía con sus amigos, contando tremendas historias de la época de la guerra, que todos celebraban. Las risotadas se sucedían, inacabables. Se daban fuertes palmadas en las espaldas mientras bebían. Se daban con los codos en las costillas brutalmente, ya de pie ante el mostrador del bar, después de la cena.

El gran pez, por supuesto, había caído muy bien en el hotel, y ellos se felicitaban interminablemente por su captura. Se les acercaban otros huéspedes que también le daban la enhorabuena por su hazaña. Jim Grointon era el que menos ruidoso se mostraba, pero, evidentemente, participaba de los sentimientos de sus amigos.

Repentinamente, Lucky se acordó de cierta visita que hiciera a Londres con uno de sus amantes. El hombre se había hecho acompañar por ella al deslizarse por Jermyn Street, donde se hallaba establecido su camisero. Jermyn Street era la calle de los hombres en la capital londinense. Allí podía comprar su amigo, aparte de las camisas, tabaco para la pipa, trajes, peluquerías, zapaterías y, naturalmente, bares. Todo lo que había en aquella vía pública se destinaba al elemento masculino. Inesperadamente, Lucky había descubierto a una mujer entre los que transitaban por las aceras, una mujer que daba la impresión de estar tan fuera de sitio como ellas, una mujer que la miró desconcertada, reflejada su propia turbación, quizás. En Londres, efectivamente, Lucky había sentido lo mismo que sentía en el hotel de aquella isla, durante la cena. Pensó entonces que odiaba a los hombres…

Habló con él de todo eso más tarde, cuando se encontraron a solas, dentro de su «suite». Pero por entonces los dos se hallaban algo bebidos, de manera que ella hubiera debido callar… En espera de una ocasión más propicia, quizá.

En primer lugar, le costó mucho trabajo explicárselo. Le hubiera costado trabajo también explicárselo a cualquier otra persona. ¿Qué era lo que Lucky quería darle a entender, concretamente? En resumen, todo quedaba en un gesto de brutalidad, de insensibilidad. ¿Acostumbraban los hombres cuando se reunían mostrarse brutales e insensibles, para hacer ver entre ellos que todos eran muy varoniles? ¿Era que lo varonil marchaba de la mano con lo insensible? De ser así, esto no se traducía en nada bueno para la raza ni para los individuos, considerados aisladamente. ¿Qué clase de virilidad era esa? Ninguna del tipo que a ella pudiese convencer.

Pero había más aún… Todo aquel desdén hacia las mujeres, todo aquel agruparse en un bloque para resistir las presiones de la especie femenina, era poseer un mundo aparte del de las mujeres, en el que ellas no pudiesen entrar, eran imposibles de comprender, no eran susceptibles de comprensión. Todo tenía que proceder de un profundo desagrado por las mujeres, de un misoginismo que sólo podía ser la consecuencia de la inseguridad y de falta de confianza en uno mismo.

A ella no le agradaba el afecto que Bonham demostraba ante Grant. ¿Era solamente porque se sentía celosa? No lo creía. Pero había algo extraño y violento en Bonham. Era un hombre, violento, si bien se las arreglaba perfectamente para disimularlo. Y únicamente algo violento, algo malo, una situación apurada, podía salir de una asociación con él. Y esto mismo era verdad, probablemente, aplicado a Doug.

Cuando hubo acabado de hablar, Lucky se dijo que no había expresado todo lo que llegara a pensar.

Su esposo la miraba con unos ojos que le hicieron pensar en unas lentes desenfocadas. No vaciló, sin embargo.

—Bueno, querida, si yo hubiese sabido que te sentías como aparte de nosotros habría…

Extendió los brazos, intentando abrazarla.

—¡No! —chilló ella—. ¡Déjame ahora! Con esto no solucionas nada. Estaba esforzándome por que habláramos en serio. No se trata de Bonham. Eres tú… Eres tú quien me preocupa. Grant se volvió después de ser rechazado, sentándose en el borde de su lecho. Permaneció en aquella posición. Se encontraba completamente desnudo, con las manos apoyadas en las piernas. Y Lucky, entretanto, continuó hablando. Al callar, él la miró con unos ojos muy brillantes. Su voz parecía ahora la de otra persona, nada más empezar a hablar. ¿Qué podía haberle sucedido? ¡Y en tan poco tiempo!

—Muy bien. Tomaré tus palabras como un consejo. Pensaré en ellas. Pero se trata de mi dinero, ¿comprendes? Y si a mí se me antoja meterlo en la goleta de Bonham, lo meteré… ¿Has comprendido? ¿De veras?

Lucky había retrocedido y no lo perdía ahora un segundo de vista. Nunca lo había visto de aquella manera y a eso se debía su reconcentrada opinión. Le parecía un animal rabioso.

—Y ya que nos estamos ocupando del tema de las quejas, he de notificarte que tengo que formular un par de ellas, por mi parte. Yo soy el jefe de la familia y voy a establecer dos reglas elementales, de momento. Deja de coquetear con ese maldito Grointon, si no quieres que os aplaste la cabeza a los dos. La otra consiste en lo siguiente: no quiero conocer a ninguno de tus ex amigos. No puedo estrechar con serenidad nunca las manos de esos hijos de perra. Siento náuseas cuando me veo en tales trances. Soy un hombre muy celoso.

Lucky sintió lo mismo que si la hubiesen abofeteado. Sintió incluso que las mejillas se le coloreaban. De su mente se esfumaron de repente todas las ideas. Era como si hubiese quedado envuelta por un bloque de hielo.

—Cuando nos dirigimos a este lugar, tú sabías positivamente que tendríamos que ver a Jacques. Y lo más probable es que a medida que pasen los meses vayas encontrándote a otros tipos como él. Entonces, creo que lo mejor es que vayas acostumbrándote a este género de experiencias —remachó ella fríamente—. ¿Qué hubieras querido? ¿Que no le dijese ni adiós siquiera?

El esposo de Lucky sonrió.

—Pues sí —respondió—. ¿Por qué no habría de ser así? —Grant se echó a reír—. Quiero que me des una lista de todos los hombres que se acostaron contigo. La quiero para mañana. Esto es una orden, ¿eh? En adelante sabré cuáles son las manos que debo eludir. ¡Dios! Por lo que yo sé, pudiera ser que hubiese aquí una docena de individuos en las mismas condiciones que Jacques.

—Olvida eso —replicó Lucky, sin inmutarse—. Nunca obtendrás eso de mí, hijo de perra.

—¡Oh! ¡Cállate de una vez y acuéstate! ¡Déjame en paz!

Grant se tendió en la cama, cubriéndose con las ropas. Poco a poco, como una persona que anduviera por entre huevos enteros, ella se acercó al lecho, por el lado opuesto, deslizándose en él, quedándose inmóvil, hecha un bloque de hielo todavía.

—Esto es como haberse casadq con una prostituta —murmuró él, con voz apagada.

—Nunca tomé dinero de nadie —replicó Lucky. Oyó que se movía y añadió—: La única excepción fue la de Raoul, y tú sabes que él pensaba casarse conmigo.

—Cállate de una vez, te he dicho. ¿Es que no piensas dejarme en paz?

—Con mucho gusto.

Nunca se había sentido Lucky tan indiferente. Y eso que Grant la había herido en su punto más sensible. Deliberadamente. ¿Había sido deliberado aquello en realidad? Estuvo pensando. ¿Cómo podría vengarse? A punto de conciliar el sueño, se dijo que aquella era la primera vez que reñían. Por lo que a ella se refería, podía ser la última también.

La despertó a las cuatro y media de la madrugada. Grant se quejaba, rechinando los dientes. Estaba rígido. Tenía el rostro cubierto de sudor. Sus manos se aferraban a las ropas, que soltaban en seguida. No se estaba quieto un momento.

—¡Ron! ¡Ron! —gritó ella, tocándole en un hombro.

Él se sentó de un golpe en el lecho, mirando a todas partes, con los ojos extraviados.

—¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?

—¡Oh! Ésa condenada pesadilla de nuevo… —repuso él con voz ahogada al cabo de unos segundos.

—¿La del pez?

—Sí.

—Creo que estás loco —susurró Lucky.

Ron no contestó.

—Sin embargo, hoy no tuviste miedo, ¿verdad?

—No, no —admitió Grant—. No. Hoy no tuve miedo.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—Creo que lo que me preocupa es que esté espantado ahora —respondió Grant.

Al cabo de unos momentos se tendió boca arriba. Luego, volviéndose hacia ella, dejó caer una mano sobre sus hombros. Lucky la asió. Buscáronse los dos en la oscuridad… Por la mañana, al despertar, continuaban estrechamente abrazados.