XXIII

Ron Grant llevaba en Kingston nueve días, nueve días bastante movidos, cuando vio en la entrada del Grand Hotel Crount a su camarada de excursiones de pesca y bares, compañero de profesión, además: Doug Ismaileh. Ron Grant llevaba cuatro días allí como esposo de Lucky.

Lucky Grant.

O Lucía Videndi Grant, si se quería ser más formalista. O si la formalidad quería ser llevada hasta el último extremo, Lucía Angelina Elena Videndi Grant. Éste era el nombre que figuraba en la licencia matrimonial. A él todavía le costaba trabajo creer que le hubiera podido ocurrir una cosa como aquella. Y Lucky, al llegar el instante crítico, habíase mostrado tan escéptica como el que ahora era su marido. Lucky Grant. Lucky Grant. No sonaba bien, no sonaba natural, no podía acostumbrarse al nombre. A los dos les pasaba lo mismo. Grant echó a correr en dirección a Doug al verlo, saludándole afectuosamente.

Al volver la vista hacia atrás, al pasearla por aquellos nueve días que llevaba allí, Grant sacaba la impresión de que había estado bebido a lo largo de todo aquel tiempo. Pero esto no podía ser estrictamente cierto ya que había salido a bucear a diario, nada menos que en compañía de Jim Grointon, a quien conociera en el avión que le condujera a la isla de Grand Bank, cuando la excursión con Al Bonham.

El Grand Hotel Crount, por el tiempo en que él y Lucky habían llegado allí, era, probablemente, el mejor de todos los establecimientos de su clase en el marco del Caribe. Grant, desde luego, hombre de Indianápolis, no había oído hablar jamás de aquel establecimiento. En cambio, Lucky había estado allí varias veces, en compañía de Raoul, su rico amigo sudamericano. El día antes de su llegada, John Gielgud había partido para Nueva York tras una estancia de dos semanas. Charlie Addams, el caricaturista, era esperado una semana después, para unas vacaciones más prolongadas. Ocupaba una de las «suites», en aquel momento, una famosa autora de comedias musicales de Broadway, con su esposo. En otra se encontraba un famosísimo director de orquesta con su mujer. Peter Lawford, el actor, y su esposa, habían telegrafiado, reservando habitaciones para el mes de abril. Paraban allí los escritores volantes más conocidos de las revistas más populares. La confluencia de tantos nombres famosos, por las fortunas de sus dueños, o la publicidad, era debida a los sabios manejos de un hombre, antiguo amigo de Lucky, propietario y director del Crount, René Halder, quien se hallaba casado con una jamaicana llamada Lisa.

Halder, un judío francés que había sido uno de los mejores «cameraman» del otro lado del océano, durante la guerra, era un individuo menudo que había trabado relación con la que era su mujer en Nueva York, donde ella estudiaba danza. La discriminación les había llevado a trasladarse a Jamaica, comprando el Crount a sus antiguos dueños, herederos de un antiguo capitán de la Armada inglesa. Crount era el apellido del mismo, que diera nombre al hotel.

El capitán Crount, al parecer, había construido aquel pequeño hotel tanto para que fuese un entretenimiento suyo y una renta en la vejez como para tener un pretexto sólido que le mantuviera en la proximidad del mar. Por lo visto, su Gobierno habíale concedido una importante gratificación por los servicios prestados a la patria, que él invirtió en aquella construcción, situada al este de Port Royal, a unos dos kilómetros de distancia, y a cerca de cinco del Aeropuerto Internacional de Kingston. René había realizado importantes modificaciones en el establecimiento, obteniendo el dinero necesario para ellas de los bolsillos más insólitos, dentro de su amplísimo círculo de amistades. Plantó más palmeras alrededor del edificio, que amplió con otro en forma de L, construyó una piscina, añadió al complejo turístico tres casas más y triunfó en su propósito de liquidar sus deudas en un plazo de seis años. Ahora, los directores de las firmas más conocidas de Nueva York le telegrafiaban reservando habitaciones, tanto en el invierno como en el verano. La mayor parte de las peticiones tenían que ser rechazadas, por no disponer de alojamiento. Las más comunes eran las de la construcción en forma de L, un sitio denominado por René el «Purgatorio». Las «suites» y habitaciones que daban al mar eran reservadas a los clientes más distinguidos.

René se expresaba con un extraño acento judío-francés. Con su curioso hablar explicó a Grant que la predilección que demostraba por las celebridades no se basaba únicamente en la perspectiva de obtener más beneficios económicos. Le gustaban las personas famosas, aquellas que habían causado un auténtico impacto sobre las gentes, por una razón u otra, debido a que entre ellas la existencia resultaba más interesante y divertida que con la otra gente. Y esto era lo que más le importaba. Ello no quería decir que una celebridad ocasional de personalidad desagradable (como el famoso director de orquesta, por ejemplo, que se encontraba en el hotel en aquellos momentos, pasando una temporada) no pudiese ser relegada al «Purgatorio». Efectivamente, aquel hombre había ido a parar allí. «Odio a los pederastas», había dicho René con una expresiva sonrisa… Sucedía también que las celebridades, comúnmente, gustaban de la conversación. Y a René le gustaba sobre todas las cosas hablar. Había más: a veces era capaz incluso de escuchar.

René les había conocido en el aeropuerto, al que se trasladara en el «jeep» pintado a rayas rosadas y blancas del hotel. Inmediatamente, se aficionó a Grant. Había leído sus obras teatrales y relatos. Incluso había presenciado la representación de dos de aquéllas, con ocasión de unos desplazamientos a Nueva York… En cuanto a Luvky… Lucky había sido una persona de su agrado desde siempre, es decir desde que la conociera tres años atrás, cuando se hospedara en su hotel. Era, claramente se veía, el hombre idóneo para secundar unos planes matrimoniales. Contando con su silenciosa pero enormemente eficaz esposa Lisa, a su lado también, en todos los aspectos, Grant no tuvo en realidad una sola ocasión de disentir de su propósito desde el principio, si por su cabeza hubiese pasado tal cosa. Pero ahora, como había estado diciéndose a lo largo de dos semanas, ya no estaba tan seguro de ansiar tal oportunidad. De no haber sido así, de haberla deseado, hubiera luchado por imponerse hasta el fin. René y Lisa, moviéndose en equipo, en combinación con Lucky, no habrían conseguido acorralarlo, probablemente.

Lisa, quien aunque callada normalmente cuando se disparaba hablaba también por los codos, y que quería a Lucky tanto como su marido, se ocupó de los detalles concernientes a la celebración del matrimonio. Por eso precisamente todo quedó dispuesto en cinco días. Ya se lo había advertido a Grant y éste no formuló ningún comentario. Comprendiendo que él no era capaz de dar los pasos que había que dar, y menos en el tiempo previsto, y que Lucky se hallaba en idénticas condiciones que él, no hizo nada para pararle los pies a Lisa. De otro lado, estaba convencido de que todo quedaría en unas palabras dichas de más.

Lisa, que era haitiana a medias, tenía una amiga, una belleza negra de Haití, de largo cuello, pequeña cabeza, maravillosamente conformada, llamada Paule Gordon. La muchacha había salido de la isla cuando comenzaron los conflictos en la misma y vivía con ellos en el hotel. A sus manos fue a parar todo el trabajo de los preparativos para la celebración de la ceremonia nupcial. Lisa no podía ausentarse del establecimiento un solo instante, por el hecho de hallarse la temporada en todo lo suyo. Todas las tardes, antes de la hora del cóctel, en el desierto bar, se reunían las tres mujeres en conferencia, para estudiar alrededor de una mesa los últimos progresos de la colectiva empresa (mientras René charlaba con Grant en el mostrador), discutiendo temas tan interesantes como el de la presencia de un funcionario civil en la ceremonia o el de la revalidación de ésta por el cónsul americano mediante un documento oficial, expedido de acuerdo con las leyes de su país. La fecha de la ceremonia quedó fijada. La boda tendría lugar en el hotel, el miércoles siguiente, a las cinco de la tarde. Grant continuaba sin hacer nada. Aquello era una broma y no lo era al mismo tiempo. Todo el mundo reía ante la perspectiva del enlace de Grant y Lucky, incluso el propio Grant. Pero, a la vez, estuvo como amodorrado aquellos días. Sólo una mínima parte de él alentaba para aquello. No sabía si Lucky advertía su especial disposición de ánimo. En caso afirmativo, ella no lo daba a entender. Todo resultaba fácil para los demás. Y para Lucky también. Examinando fríamente la cuestión, Lucky tenía poco que perder en aquel asunto. Perdería solamente a Leslie y la mitad de un pequeño apartamento alquilado, así como una vida dedicada a la elaboración de películas normales y para la televisión, cosas ambas que odiaba.

En cambio, la vida de él sufriría unas mutaciones radicales. Sí, toda aquella existencia que había tardado años en montarse. Ni siquiera sabía si disponía de suficiente dinero para dar aquel paso, gracias a la condenada Carol Abernathy. Por ejemplo: ¿deberían irse a vivir los dos a Indianápolis? ¿No deberían ir? (Ella le había dicho que estaba dispuesta a emprender aquel viaje. Pero ¿no sería hacerle una jugarreta instalarla en la misma calle en que vivía Carol Abernathy, frente por frente de su casa? Y si no iban allí, ¿a dónde se dirigirían? ¿Y de dónde iba a sacar el dinero que necesitaba para sus desplazamientos? Tal vez fuese lo mejor decir a Lucky la verdad, toda la verdad, antes de su enlace matrimonial. Éste paso sería el más honorable que pudiera dar él. Pero estaba seguro de que si la ponía al corriente de todo en aquellos momentos, Lucky se negaría a convertirse en su esposa. Y él la necesitaba. En efecto, ahora, después de haber pasado tanto tiempo lejos de ella, tras haberla recuperado, sentía que no podría vivir sin Lucky. Al mismo tiempo, se odiaba a sí mismo por albergar tales sentimientos, que estimaba poco viriles. El hombre tenía que ser capaz de seguir viviendo sin la compañía de una mujer. En consecuencia, vacilaba. Y las tres mujeres, inexorables, se movían sobre él, implacablemente, como el Destino. ¡Dios! Ni siquiera René, un hombre, estaba a su lado.

¡Dios! Con tal de que ellos hubieran podido esperar hasta el otoño, hasta ver qué tal caía al público su nueva obra. Hubiera deseado por lo menos tiempo para ir a su casa e intentar venderla, quizá …Habría querido decir a Lucky todo eso, pero no podía, ya que a ella le tenía sin cuidado aquello y estaba dispuesta a ir a vivir a aquel sitio… ¡Oh, Señor!

Y durante todos aquellos días, excepto el de su boda, había salido a la mar, en excursiones de buceo, acompañado por Jim Grointon.

Jim Grointon, con el que había volado a Grand Bank, cuyo tiburón de dos metros y pico envidiara en su día, era un elemento del Grand Hotel Crount tan característico como el portero negro que René había instalado en la entrada del establecimiento, embutido en un uniforme de general. Pasaba la mitad de sus horas libres allí, la mitad por lo menos, y su prosperidad se basaba en la de René, ya que la mitad también de sus clientes eran huéspedes del hotel.

Su catamarán de acero y vidrio se encontraba anclado en un muelle, no lejos de la población de Port Royal. Podía trasladarlo hasta las proximidades del Crount en menos de una hora. Durante el buen tiempo lo dejaba frente a la playa. Grant se enteró de todo esto el mismo día de su llegada, al interesarse por las actividades subacuáticas que pudieran desarrollarse en la localidad, mientras las mujeres celebraban su primer conciliábulo con vistas a la ceremonia del enlace nupcial. René se apresuró a requerir la presencia de Grointon.

—Lo más corriente —explicó René— es que Jim deje su embarcación ahí delante. —Al mismo tiempo, extendió un brazo, señalando la playa, hacia donde se encontraban unos cuantos huéspedes del hotel, nadando en las plácidas aguas, deslumbrantes a causa del sol—. Siempre que se presentan aquí clientes que desean dedicarse a la pesca submarina llamamos a Jim. Es un buen elemento… Obtiene muchos beneficios gracias a mí.

Grant le contó como había trabado relación con Jim Grointon. Cinco minutos más tarde apareció en su viejo y maltratado «jeep» el irlandés pelirrojo, con su peculiar aire de policía.

—Es el mejor buceador de Kingston —proclamó René con sonriente gesto, en cuanto los dos hombres se hubieron estrechado las manos—. Sin embargo, Grant, procure no perderlo de vista. Siempre que enseña a bucear a un hombre ha de encargarse ineludiblemente del adiestramiento de la esposa de turno. Se trata del Don Juan más terrible de todos estos contornos.

—René me halaga mucho —comentó Jim Grointon, dando una palmada en la espalda de su amigo—. No me tenga por un individuo tan bueno. Bueno, me alegro mucho de que por fin se haya decidido a venir por aquí. ¿Cuándo quiere que salgamos?

—Cualquier hora me viene bien.

—¿Ahora mismo, por ejemplo? Ésta tarde, si acaso…

—De acuerdo. Venga. Voy a presentarle a…

—Su esposa —aclaró René.

Grointon miró fijamente a Grant durante unos segundos.

—Me encantará conocerla.

—No me acompañó en mi viaje a Grand Bank —se sintió Grant obligado a especificar—. Se reunió conmigo posteriormente. Y todavía no es mi esposa. Es mi prometida.

—Será su esposa pronto —comentó René, siempre sonriente—. No se preocupe: será su esposa. En cuanto esas tres se pongan por completo de acuerdo.

René indicó con un movimiento de cabeza la mesa alrededor de la cual se habían sentado las tres mujeres.

—¿Saldrá con nosotros?

—No lo sé. Se lo preguntaré. No practica el buceo, pero es posible que le apetezca acompañarnos.

Ella asintió.

—No pienso perder de vista a este hombre durante una sola hora a lo largo de las dos semanas próximas, siempre y cuando esté en mi mano evitarlo —dijo Lucky, risueña y zumbona.

Y así comenzó su diario éxodo y regreso de los arrecifes que solían visitar. En un radio de cuatro millas, a partir del hotel, había unos cuantos. Los más próximos eran Gun Cay y Lime Cay, separados entre sí por unos dos kilómetros de mar. Fueron los primeros visitados. Seguidamente, fueron presentándose en los otros: Rankhams Cay, Maiden Cay, Drunkenmans Cay, West Middle Rock, West Middle Shoal, East Middle Grount, Turtle Head Shoal, South Cay y South East Cay.

Unos cuantos solamente eran visibles desde la superficie, de manera que si no se sabía dónde estaban no había manera de localizarlos de buenas a primeras. En profundidad iban desde las dos o tres brazas hasta las diez o doce. Las excursiones submarinas resultaban allí escasamente interesantes, pero al menos pudieron disfrutar de pescado en abundancia. Durante un par de días les acompañaron la escritora de comedias musicales y su esposo. Otro día fueron con ellos el director de orquesta famoso y su mujer. Ya no volvieron. Esto era lo mejor que pudo suceder. A Grant no le agradaba el director y a éste le caía mal Ron. Jim Grointon disponía de un pequeño compresor de aire en el sitio en que anclaba normalmente, y gracias a él pudo rellenar las botellas de su amigo. Con Ron, como con todos los clientes, siempre estaba dispuesto a correr con lo peor. Pero Grant no se mostraba conforme con tal estado de cosas, por el hecho de ser hombre acostumbrado a hacérselo todo por sí mismo, como le habían enseñado. En consecuencia, pasaba muchas horas en compañía de Grointon, limpiando botellas, rellenándolas, efectuando reparaciones. Incluso le ayudaba en las tareas de limpieza de la embarcación. Hacía muy buen tiempo. Salían invariablemente antes del mediodía, llevando consigo unas botellas de cerveza y bocadillos. Lucky y Grant, bajo el ardiente sol, se fueron tostando rápidamente, hasta que sus pieles adquirieron el tono de la de Jim Grointon. El catamarán se revelaba perfecto para aquel tipo de excursiones. Con sus dos cascos gemelos de acero, perfectamente estancos, su mirilla retráctil y sus dos enormes motores fuera borda, resultaba una embarcación muy cómoda, que era imposible volcar o hundir.

Sobre una sencilla armazón de tubos había sido tendida una lona, para disponer de sombra a bordo. Corría aquella entre los dos mástiles, el de proa y el de popa. Aquello era indispensable porque, por ejemplo, Lucky tenía una piel sumamente delicada, que no podía estar expuesta al sol todo el día.

Los dos hombres se pasaban la mayor parte del tiempo en el agua y Grant descubrió que a él se le habían tostado sobre todo los hombros y la nuca. También se notaba la huella del sol en sus pantorrillas. Utilizaba el pulmón acuático cada vez menos, si bien llevaban a bordo dos constantemente. Iba aficionándose al buceo libre. Jim Grointon ni siquiera pensaba en aquellos aparatos. Un hombre que era capaz de sumergirse sin nada hasta treinta y tres metros de la superficie, y un poco más, no se enfrentaba con ningún problema al bucear libremente a diez o doce brazas de la misma.

Lucky se había acostumbrado a las maneras de Grointon, a diferencia de lo que le ocurriera con Al Bonham, de suerte que dentro de la embarcación no había molestas corrientes antagónicas. Pasó así unas horas maravillosas y se negó a dejarse convencer al hablarse de un intento de aprendizaje por su parte. Pronto descubrió que Jim, a pesar de su apellido, era irlandés a fin de cuentas. Su alegado donjuanismo y sus hazañas bajo las aguas no querían decir que no se hallase intimidado en presencia de una joven neoyorquina de palabra fácil. Cierto número de pescadores nativos trabajaban por los alrededores de los arrecifes durante el buen tiempo, valiéndose para sus desplazamientos de un largo remo en las aguas poco profundas y bogando en las de mayor profundidad. Habíanse construido ellos mismos los botes que manejaban. Invariablemente, trabajaban totalmente desnudos, plantados en sus esquifes. Colgaban de sus ingles los apéndices varoniles más desmesuradamente grandes de cuantos Grant había tenido ocasión de ver. Cuando el catamarán se aproximaba mucho a ellos y se daban cuenta los indígenas de que a su bordo se encontraba una mujer, apresurábanse a esconderse detrás de sus bordas, para emerger vestidos con una especie de sotana de medio cuerpo, sonrientes, terriblemente nerviosos y tímidos. Lucky, entonces, pidió prestados a René unos gemelos prismáticos. Con ellos se encontraba en condiciones de estudiar desde lejos sus curiosos apéndices, sin que ellos se sintiesen embarazados. Esto se convirtió en su «pasatiempo», en su «hobby». Entretanto, los dos hombres se entregaban a sus actividades subacuáticas de todos los días. Y cuando subían a la embarcación, tras cualquiera de sus expediciones submarinas, ella les refería lo que había visto. Jim Grointon, al oír sus comentarios, se retiraba a popa para poner en marcha sus motores. Las pecosas orejas parecían ponérsele al rojo vivo, en la atezada piel.

Invariablemente, de vuelta al hotel, frente al cual dejaba Jim su embarcación, René, bromista, gritaba: «¡Y bien! ¿Qué es lo más grande que han visto ustedes hoy?» Grant sabía que casi todo aquello se hacía para alterar a Grointon y a algunos puritanos que pudiesen estar por los alrededores. Entonces, solía sorprender a Jim mirando confuso a Lucky, extrañado y molesto, turbado. Así transcurrieron aquellos días maravillosos. El único en que dejaron de salir a la mar fue un miércoles, el de la boda.

Pero a pesar de la diversión y de las risas, de los agradables ratos pasados en el bar y en el gran porche, al final de la jornada, las únicas ocasiones en que Grant se sintió como funcionando a toda marcha, y no entorpecido, fueron las de sus inmersiones. Solamente en tales momentos pudo olvidarse por completo de su problema, de su problema matrimonial, para solucionar el cual no hacía nada. En el catamarán, fuera ya del centelleante y siempre inquieto mar, en el momento en que se despojaba de su equipo, reducido ahora, generalmente, a las gafas, el tubo respiratorio, las aletas y el fusil, un dedo misterioso parecía oprimir de pronto un oculto conmutador, para enfrentarle de nuevo con el problema que él sabía que tenía que resolver, pero cuya resolución no se decidía a acometer. ¿Debía intentarlo? ¿Era mejor abstenerse? Prefería continuar en el agua. A consecuencia de tal actitud, su técnica del buceo mejoró notablemente. No había dejado sus prácticas ni un solo día y al llegar al de su boda alcanzaba sin pulmón acuático los dieciséis metros fácilmente. Sus restantes actividades las desarrollaba, en cambio, como si estuviese vivo a medias. Luego, como si con aquello no tuviese bastante, tornaba a dominarle el sentimiento de los celos, con una fuerza increíble. Había sido víctima de él durante el tiempo que Lucky permaneciera en Nueva York, y de una manera violenta. No se había vuelto a sentir celoso desde el día del encuentro de los dos en Montego Bay. Y ahora sentíase atormentado de nuevo por aquella causa. Esto empezó al tercer día, al presentarle Lucky a su amante jamaicano de dos años atrás, de dos años y medio atrás… El tiempo, la distancia en medida del tiempo, se volvía sumamente importante ahora.

Grant conocía aquella historia muy bien. Ella no se había negado a referírsela. En realidad, le había puesto al corriente de la misma durante el largo desplazamiento, aquel encantador desplazamiento a Florida. Lucky le había contado que con motivo de uno de sus estúpidos viajes a su país, en Sudamérica, para entregarse al juego idiota de la política, Raoul habíale hecho pasar una prolongada temporada en el Gran Hotel Crount. Luego, le habló de Jacques, un hombre que frecuentaba el Crount, donde comía normalmente, como la mayor parte de la gente elegante de Kingston, con el que había tenido un «affair» de dos semanas de duración. Habían ido a todas partes juntos y después Raoul, al volver, la obligó a regresar a su vez a toda prisa a Nueva York.

Sí. Grant conocía aquella historia en todos sus detalles. Incluso se había reído camino de Florida (pese a que le dolía), en parte porque le había agrabado la idea de que alguien se impusiera a aquel condenado Raoul. Pero cuando llegó la hora de estrechar la mano de Jacques Edgar, que era un importador de excelente presencia, agradable, bien parecido, halló la experiencia irresistible. Por su mente cruzaron imágenes de toda clase, dolorosas, torturadoras. Vio a Lucky tendida junto a él, besándole… Lo que habría hecho de buena gana, hubiera sido darle un puntapié en el vientre, de ser eso posible. En vez de eso, sonrió, pronunciando unas palabras amables, fingiéndose un hombre civilizado.

Hubiera debido suponer que acabaría viéndole en el hotel, un día u otro. Pero aquel pensamiento, aquella posibilidad, por lo visto, no había llegado a metérsele en la cabeza. Él habría esperado habérselas con un hombre negro, si bien esto carecía de importancia, con una piel negra como el carbón, igual que la de Paule Gordon. Las palabras de Lucky acerca de su amante negro lo presentaban con una piel de ese tono, por lo menos. Después resultó que la piel del agradable y civilizado Edgar, quien se pasaba todo el día trabajando en su despacho, era tan clara como la de Grant, que se hallaba tostado por el sol, por el hecho de hacer la vida, en gran parte, a la intemperie. Todo aquello era una tontería realmente. Era una tontería, tenía forzosamente que verlo así, al pensar en las mujeres con quienes él se había acostado, antes de conocer a Lucky. Pero esto carecía de importancia. Le resultaba la cosa tan dolorosa que tenía que hacer grandes esfuerzos para no ponerse a dar voces. Aquél era el primero de los ex amigos de Lucky que veía cara a cara. Unas ideas inéditas, muy sombrías, así como un montón de inclasificables dudas, prendieron en él. ¿Iba a casarse con una buscavidas? ¿Se estaba dejando cazar por una golfilla profesional o una enferma? Pero él la amaba. Y aquí venía la reflexión archisabida del típico celoso: si ciertas cosas de la relación sexual eran de su agrado con él, ¿por qué no había de sentirse impulsada a vivirlas con otros hombres?

Y como si todo aquello no hubiese sido bastante para mantener a un hombre en perpetuo estado de inquietud, dado su estado de total indecisión, una nueva tortura surgió, como atraída por un cruel destino. Un día después que ellos llegó a Kingston un personaje del Time, uno de los directores de la publicación. Habíase trasladado allí en compañía de su esposa, desde Nueva York, por vía aérea, con la idea de pasar unas vacaciones de tres semanas en el Crount. René le había asignado una de las «suites» reservadas a los huéspedes destacados, en la fachada que miraba al mar. («El error ha sido mío, Grant», había de lamentarse René más tarde. «Soy un estúpido. No hay nadie perfecto. Ni siquiera yo.»).

Resultó que Grant había tenido ocasión de hablar con aquel hombre un par de veces, en Nueva YorK. Su rostro tenía los rasgos característicos de las personas de su clase y empezó, casi inmediatamente, a ponerse a la altura de ellos. Al enterarse de que Grant y Lucky vivían el proceso que probablemente desembocaría en boda, comenzó a insertarse, en compañía de su esposa (físicamente atractiva, mentalmente paralizada), en su grupo de amistades y entre ellos mismos. Grant maniobró para evitarle. Buscaba la compañía de cualquier persona cuando el hombre andaba por sus alrededores. Pero finalmente, el personaje del Time lo atrapó hallándose solo, ante el mostrador del bar, durante una cálida tarde, la del cuarto día.

—Hola, Grant —le dijo con la más cordial de sus sonrisas, siempre demasiado fáciles—. ¿Me permite que le invite?

—Gracias. Ya estoy bebiendo.

Bradford Heath, que así se llamaba aquel individuo, apoyó un codo en el mostrador, adoptando una actitud extraordinariamente confianzuda.

—Así que mañana va usted a casarse, ¿eh? Se trata de una auténtica belleza, desde luego. Ron Grant, el último de los escritores solteros. Es una noticia sensacional.

—No lo sé —manifestó Grant, evasivo—. Acerca de eso existen dos opiniones. Un grupo dice que sí, que mañana. Otro asegura lo contrario.

Heath se acercó más a su interlocutor. Su infantil rostro descansaba en los nudillos de sus manos.

—Bien. Si no es mañana será dentro de un par de semanas.

—Yo no estaría tan seguro —declaró Grant.

—Bueno, ¿ustedes dos no van a casarse al final? —inquirió Heath, sonriente.

—Podría ser que no nos casáramos.

—Yo no me atrevería a hablarle a Lucky así. Sería una gran indelicadeza. Ella está locamente enamorada de usted.

—Bien. Yo estoy también locamente enamorado de ella.

Heath inclinó la cabeza, admitiendo claramente aquello.

—Si a usted no le importa voy a enviar a la revista una gacetilla, para nuestra página de «Rostros». Espero que no le importe.

—¿Cómo había de importarme eso? —respondió Grant—. Usted lo ha dicho: hay una noticia ahí… Pero, de veras, yo pongo en duda que haya gente que se interese por lo que yo pueda hacer particularmente.

—A la gente le agrada conocer toda clase de pormenores acerca de las celebridades —manifestó Heath, casi con amargura.

—No he llegado a considerarme una celebridad —respondió Grant.

—¡Oh! Lo es usted, lo es realmente.

La sonrisa de Heath encerraba algo desagradable en este momento.

—Dígame —dijo Grant con una faz inexpresiva—: ¿en qué año se graduó usted en Harvard, Heath?

Grant empezaba a cansarse de aquel individuo.

—¿Quién? ¿Yo? ¡Oh! en mil novecientos cincuenta. ¿Por qué? Deliberadamente, Grant no respondió y continuó mirándole, inexpresivo.

Heath reaccionó acercándose más todavía a Grant, haciendo mucho más cálida su sonrisa, que había estado a punto de convertirse en una simple mueca.

—Lo que a mí me interesa realmente, y este es el motivo de que le esté importunando, es saber qué piensa su madre adoptiva de lo que va a suceder aquí. Me refiero, naturalmente, a su enlace con esa chica, bastante conocida.

No había resultado grato a los oídos de Grant el énfasis con que pronunciara estas dos últimas palabras.

Grant sintió que se ponía serio. De otro lado, tampoco llegó a sentir un impulso como el de irse de allí, sin más. Ante Bradford Heath convenía una reacción calmosa. Había expuesto la cuestión con cierta dosis de perversidad ya.

—¿Se refiere usted a la señora Abernathy? Ella no tiene nada que decir acerca de esto. Soy yo el que va a casarse. Bueno, si de veras siente tanto interés por conocer su opinión frente al acontecimiento le diré que ella cree que es una buena cosa para mí.

—¿Le dio a usted su permiso entonces?

—¿Su permiso? —inquirió Grant con viveza.

Heath se acarició la barbilla.

—He querido decir si le otorgó su bendición.

—¡Oh, sí, claro! Ahora bien, yo no necesito ningún permiso de nadie. Excepto el suyo, el que me pueda conceder usted. Bradford Heath inclinó la cabeza, sonriendo. De repente, levantó aquélla, mirando fijamente a Grant.

—Usted sabe que en el Time-Life somos muchos los que no nos tragamos la historia que aquel joven escribió cuando visitó Indianápolis. Sin embargo, tratándose de uno de nuestros jóvenes reporteros más inteligentes, decidimos aceptarla. Y publicarla. Pero fuimos muchos los que no le dimos crédito, particularmente. Incidentalmente, ¿qué es lo que opina su prometida acerca de eso?

Grant creyó haber oído mal.

—Mi prometida siente exactamente lo que yo le he indicado que debía sentir —respondió fríamente.

Sólo un necio, un tipo completamente necio, podía haberlo abordado así. Estaba siendo invitado a admitir ante aquel estúpido que había tenido que ver con Carol Abernathy, después de haber dedicado catorce años de su vida a ocultarlo.

—Pues entonces es usted un hombre afortunado —señaló Bradford Heath.

—He forjado mi suerte —declaró Grant.

—¿Sí? ¿Ahora?

Grant asintió solemnemente. Al cabo de unos segundos, muy serio, dijo:

—Por supuesto, tiene usted mucha razón. Y es muy cierto. Ella no podía ser mi madre adoptiva, ya que yo contaba veintiún años cuando la conocí, cuando conocí a ella y a Hunt. No se puede adoptar a nadie fuera de la edad reglamentaria.

Se produjo una pausa, durante la cual los ojos de Bradford Heath estudiaron a Grant por encima de sus nudillos. Luego, el hombre se acordó de sonreír. Grant sintió que emprendía la retirada. Tal vez estuviese pensando que había ido demasiado lejos.

—En efecto —reconoció el hombre del Time, con un tono grave y resonante—. Todo eso es verdad.

Grant pensó que había llegado el momento de desentenderse de su interlocutor.

—Bueno, ya nos veremos. Tengo que ir a ver qué está haciendo en estos momentos mi futura esposa.

—¿No fue ella en otro tiempo amiga de Buddy Landsbaum? —inquirió Bradford Heath.

—Sí —respondió Grant—. En realidad fue Buddy quien nos presentó.

Incluso el grasiento limo marino de un arrecife coralífero resultaba firme y áspero al lado de aquello, pensó Grant al dirigirse en busca de Lucky. A sus anteriores problemas estaba siendo agregado el presente… Lo único que podía hacer era volver a su medio familiar, lo más rápidamente posible, en la embarcación de Jim. Pero al siguiente día no salieron a la mar. Era miércoles. Se trataba del día en que real, definitivamente, de un modo irrevocable, se convertiría en un hombre casado.

La verdad era que aquel miércoles hubieran podido salir también, de no haber sido por Lucky. La ceremonia nupcial había sido fijada para las cinco y media de la tarde, cuando remitía un poco el calor, para ser celebrada en el gran bar del hotel (el Crount carecía de oficina de recepción y el director del establecimiento recibía a sus clientes en el bar). En consecuencia, no existía ninguna razón para que dejasen de preparar sus bocadillos y sus botellas de cerveza de costumbre, para trasladarse seguidamente a los arrecifes. Bueno, sí, existía una. Se llamaba Lucky.

A partir del momento en que ella abandonó su lecho aquel miércoles, Lucky le pareció una persona completamente desconocida, distinta de la que él conocía. Parecía mostrarse en una faceta inédita. Reía a cada paso, flirteaba (bueno, siempre lo había hecho), se comportó de una manera extravagante en la piscina, vaciando media botella de champaña por el escote de su traje de baño. Se condujo como una colegiala estúpida en el día de su primera salida con un chico, demasiado insegura de sí misma para saber si caería bien o no a su amigo. Desde el momento en que puso los pies en el suelo, en cuanto se hubo duchado y vestido, comportóse como una histérica. Y su histerismo fue aumentando conforme pasaban las horas de aquel día. Lisa Halder era para ella algo así como una cómplice. Para Grant, sentado o tendido en el lecho, contemplar aquel delicioso cuerpo, lleno de vida, perfectamente conformado, en el instante de abandonar la ducha, cuando ella comenzaba a secarse parsimoniosamente, constituía uno de los placeres mayores de la jornada. Al sugerirle Grant más adelante que salieran con Jim en su embarcación, como todos los días, pensando que la excursión serviría para calmar sus alterados nervios, Lucky contestó que no le apetecía lo que le proponía pero que iría en el caso de que él insistiese, ya que habiendo de ser en lo sucesivo su dueño y señor, forzoso era que se acostumbrase a obedecer. Inmediatamente, se echó a reír. Grant no insistió. Pensándolo mejor, decidió que era peligroso dejarla en la embarcación sola, dado su estado de ánimo, mientras él se dedicaba a bucear.

Se entretuvieron jugando en la piscina, en compañía de los amigos que habían hecho allí, la escritora de comedias musicales y su marido, y un joven psicoanalista y su mujer, diseñadora de ropas para niños. Finalmente, después de la comida, en la que todos habían bebido con exceso, Lucky prosiguió con sus extravagancias, empeoradas por la colaboración de Lisa. Entonces, se la llevó a la «suite», donde le echó una severa reprimenda. Grant mismo juzgó su voz demasiado grave y pomposa, pero la verdad fue que creía a pies juntillas en cuanto le dijo.

Le hizo saber, en esencia, que el matrimonio era un asunto muy serio, que no era una broma precisamente, que no se podía tomar como un juego. Le estaba hablando muy en serio. Él, para darle ejemplo, tomaba la cosa como era, en realidad, y Lucky tenía que esforzarse por imitar su conducta. Se casaba con ella para siempre y debía pensar que lo de su enlace no constituía un accidente más en su vida. Grant se hallaba íntimamente sorprendido ante sus propias palabras.

—He aquí algo que he aprendido observando a ciertos matrimonios. —Estaba pensando en aquellos instantes en Carol y Hunt Abernathy—: en el momento en que uno se aparta levemente del otro todo se va a paseo, el compromiso termina y ya es muy difícil ensamblar las distintas piezas determinantes de la unión. En esto pienso al unirme a ti, Lucky, y en eso mismo debes pensar tú. Es lo que puede conducirnos a un buen fin.

Ella se había sentado en el borde del lecho y con las manos cruzadas sobre su regazo le escuchaba también muy seria. Al finalizar él su discurso, dos lágrimas rodaron por las mejillas de Lucky.

—Comprendo muy bien todo lo que me has dicho. Y me propongo obedecerte en todo, Ron.

Pero en la ceremonia se reanudaron los gestos extravagantes. Los suyos y los de Lisa. Lisa fue la instigadora de aquéllos la mitad de las veces. Lisa, que llevaba veintitrés años de casada. Rieron y gastaron bromas a todos. Grant tuvo que admitir que se daba allí la faceta cómica. El funcionario civil era un individuo alto y solemne, un negro, quien se tocaba con un sombrero que parecía haber estado usando, sin quitárselo, durante años enteros. Daba la impresión de haberse escapado de una película del Oeste. En el acto del enlace, Ron creyó que iba a disparar sobre ellos en lugar de unirlos.

De los cuatro testigos, tres eran negros: Lisa, su amiga Paule y Sam, el encargado del bar. En cuanto al cuarto, René, como él mismo señaló más tarde, probablemente no podía ser considerado blanco, debido a su condición de judío francés, quien apenas era capaz de expresarse en la lengua de Shakespeare. Fue este extremo motivo de muchas risas luego. Grant comentó que todo aquello constituía un buen auspicio. Eso fue después, ya que en el instante de la ceremonia, cuando las dos mujeres empezaron a dejar oír sus histéricas risitas, acomodadas frente al funcionario civil negro, frunció el ceño muy enfadado. Posteriormente, las dos mujeres declararon que al observar su expresión se sintieron verdaderamente intimidadas. Al menos, les hizo callar. Sólo el tiempo suficiente para permitir la celebración de la ceremonia.

Las bromas se renovaron, por parte de Lucky y Lisa, durante la celebración del acontecimiento. Se les unió Paule, quien también abrigaba algún resentimiento contra el elemento masculino, al parecer. Las tres se divirtieron de lo lindo a costa suya, aludiendo a su conspiración para atraparlo.

Por la noche, habiendo terminado todo, cuando se hallaban definitivamente unidos, «unidos más estrechamente que dos muías jamaicanas», según señaló René, entre grandes risotadas, cuando todo el mundo se hubo hartado de beber, pero no de comer, porque no habían alcanzado la hora de la cena, los dos se trasladaron a su «suite», acostándose, con más alcohol en sus estómagos de lo que era lícito en aquellas circunstancias.

Y después de hacerse el amor por segunda vez aquel día, yaciendo ella entre sus brazos, con los ojos cerrados, mientras Grant la contemplaba atentamente, Lucky, en voz baja, pero perfectamente audible, le dijo: «Algún día te engañaré con otro, Ron».

Antes que una simple declaración parecían aquellas palabras una profecía espontáneamente exteriorizada, de la cual no era ella directamente responsable. Grant comprendió que Lucky albergaba una especie de resentimiento, por haberle cedido su «libertad». No supo qué contestar. El silencio fue prolongándose y Lucky no mostró indicios de ir a romper el mismo. «Pues entonces yo también te engañaré a ti con otra mujer», murmuró él, por fin, adusto.

—No, no. No debes hacer nunca tal cosa —dijo ella, con los ojos todavía cerrados—. Me dolería mucho.

Grant no contestó. De repente, se acordó del día en que danzara desnuda, en las aguas de Montego Bay. Le poseyó una especie de ansiedad que parecía ir a cortarle la respiración.

—Bien. Si alguna vez me engañas con otro hombre, tendrás que permitirme que yo lo vea —manifestó, más grave que nunca.

Por toda respuesta, Lucky abrió los ojos, obsequiándole con una sonrisa. No dijo nada. No pronunció una sola palabra. Simplemente: continuó en la misma posición, con los ojos bien abiertos, sonriéndole. Al cabo de unos minutos, Grant se levantó, comenzando a vestirse.

—Vámonos, Lucky. Bajemos a cenar —dijo, áspero. Repentinamente, se sintió irritado. Ella hubiera debido decirle algo, cuando menos. En las escaleras, cuando ya habían empezado a bajar los primeros peldaños, él se inclinó hacia delante, tocándola bruscamente en un hombro para decirle con rudeza:

—Acuérdate siempre de que la fantasía no es la realidad. Lucky volvió la cabeza y sonrió, silenciosa. Grant sintió deseos de pegarle. Luego, ella retrocedió, asiendo una de sus manos, en uno de los gestos más amorosos que sorprendiera en Lucky. Ron retiró la mano. Hay cosas que no se pueden decir a nadie. Especialmente cuando pertenecen al grupo de las que no se sienten. Si Grant hubiese visto frente a él a Jacques Edgar, o a Forbes Morgan, o a Buddy Landsbaum, incluso, no habría vacilado un instante: les hubiera agredido.

Pero… ¿A quién pertenecía el rostro que se encontraba delante de ellos, nada más bajar las escaleras para desembocar en el estrecho vestíbulo? ¡Si era el de Bradford Heath! Se encontraba junto al papaya, cuyas raíces se perdían en el interior de una gran maceta. Afortunadamente, por la curva última de las escaleras, Bradford Heath no había visto el brusco gesto de Grant.

—¡Mi enhorabuena más cordial, Grant! —dijo el hombre con su inevitable sonrisa—. Mis mejores deseos de eterna felicidad a la señora. —Apresuróse a estrechar las manos de los dos—. Presencié la ceremonia desde fuera. Bien… ¿Podría hablar con usted unos instantes, Grant? —inquirió Bradford Heath al ver que la pareja decidía continuar su camino.

—No, no va a poder usted —contestó Grant, violento.

Pero el hombre había colocado una de sus manos sobre el brazo de Grant más próximo a él.

Lucky se le había adelantado unos pasos.

—Sólo quería decirle que acabo de transmitir mi breve información —anunció Heath.

Grant se sacudió la mano del importuno.

—A mí me tiene sin cuidado por completo lo que usted haga o deje de hacer. ¡Haga, por tanto, lo que le plazca y procure no molestarme más!

—Vamos, vamos. No se enfade.

—No estoy enfadado, Heath —replicó Grant, tras lo cual echó a andar.

—Quería decirle también —manifestó Heath, a su espalda—, que acabo de enterarme de que la señora Abernathy se encuentra en casa de la condesa de Blystein, donde pasa unas vacaciones, en Ganado Bay.

Grant se detuvo, girando en redondo.

—Se lo he dicho por si usted no lo sabía —indicó Heath, risueño.

—¿Y qué?

—Naturalmente, me ha extrañado mucho que usted no invitara a los señores de Abernathy a la ceremonia de su boda…

—Pues busque usted la explicación, ya que es tan condenadamente listo… Y ahora, ¿quiere dejarme en paz de una vez? Grant descubrió a Lucky frente a él, siguiéndola hasta el iluminado bar. La concurrencia estalló en aplausos al ver a los novios. Él masculló una maldición.

Cuando se produjo la llamada telefónica desde Ganado Bay tres días más tarde, Grant no se sorprendió. Era como si lo hubiese estado esperando. Y en el momento en que Doug, al día siguiente, cruzaba el porche, creía saber cuál era el motivo de su visita. Se alegró de que Lucía Angelina Elena Videndi Grant supiera a qué atenerse con relación a la llamada…

Luego, al lanzarse hacia Doug, para saludarle, vio el enorme corpachón, semejante a la figura de un oso, de Al Bonham. Había estado hablando unos segundos con el taxista que les había llevado allí, quedándose a unos metros detrás de Doug.