VII
En su segunda inmersión con Bonham cazó su primer pez. Bonham le había vendido una «Arbalete» de dobles gomas, que también incluyó en la cuenta de Grant, en progresión ascendente, advirtiéndole que debía utilizar sólo una goma en tanto no anduvieran realmente detrás de alguna pieza.
Navegaron a lo largo de la costa, recorriendo unas tres millas, dirigiéndose a un lugar en el que, según Bonham, se encontraban buenos ejemplares.
—Usted hallará la caza submarina mucha más divertida que el simple paseo por debajo de la superficie del mar en cualquier arrecife —manifestó el hombre con una sonrisa.
A una milla de distancia de la costa había unas rocas. La profundidad era allí de 20 a 35 metros, excesiva para los jóvenes nativos. Y los que se dedicaban en Ganado Bay a aquella clase de enseñanzas jamás llevaban a sus clientes allí. También procedía así Bonham normalmente, pero como hacía tantos progresos, creyó que podía hacer una excepción con él.
—Comprende usted las cosas en seguida. Tiene usted suerte, en este aspecto —murmuró.
Grant recordó que Bonham había dicho de otros puntos lo mismo que afirmaba de aquel. No formuló ningún comentario, sin embargo. Bonham parecía estar haciendo cuanto estaba a su alcance para que su rico autor teatral continuase con el mayor interés su experiencia. Algún tiempo más tarde, Grant supo mucho más con relación a aquel asunto. Luego, comprendió que Bonham había apurado hasta el máximo el factor seguridad, al obligarle a efectuar una inmersión importante en el transcurso de su segunda salida al mar. Pero entonces la cosa ya no tenía la menor importancia.
Nunca supo cuándo empezó a sentirse a gusto, confiado, bajo el agua. De repente, un día, sin previa preparación, se notó tranquilo, seguro de sí mismo. Lo sucedido el segundo día fue distinto. Había estado tan nervioso como el primero.
Se había familiarizado con la tarea de ponerse el equipo. Sabía ya caer al agua, de lado, emprendiendo seguidamente el descenso. Dando la vuelta a un pequeño promontorio de coral, en el fondo, vio un gran mero (resultó que no pesaría más de tres kilos). Se había quedado quieto, observándole. Grant empuñó su fusil submarino, manteniéndolo en posición horizontal, avanzándolo hasta casi tocar al pez, el cual continuaba contemplándolo, quizá con un poco de aprensión, con sus grandes y líquidos ojos. Después apretó el gatillo, clavándole el arpón, y lo atravesó lateralmente, para asomar aquél por la parte superior. El mero apenas se movió. Retenido por los salientes abisagrados del arpón, movió los ojos y abrió y cerró la boca, en una especie de silenciosa agonía peculiar en los de su especie. Tirando del pez y cediéndole el doble de cuerda, por si andaba por los alrededores algún tiburón o cualquier habitante de las profundidades por el estilo, Grant nadó en busca de la superficie, sintiéndose en aquellos momentos un bruto, un asesino.
Él se sentiría un asesino, pero no era ese el caso de Bonham. Se había hecho de un pequeño «dinghy» de plástico para ir almacenando en él la pesca.
—Tiene usted que sacarlo del agua con la máxima rapidez y habrá de esforzarse por alcanzarles con el arpón en la cabeza —fueron las instrucciones que había dado, siempre sonriente, a Grant—. Es ese alocado aleteo y la sangre lo que atrae a los tiburones…
En el momento de cazar Grant su primer mero, Bonham llevaba ya en su cuenta cinco. Todos ellos más grandes, además. Viendo al hombretón desde la superficie, arrastrando un ejemplar tras otro, Grant pensó en un ser primitivo, en un cazador infrahumano corriendo tras un venado. Era emocionante, en cierto aspecto, pero resultaba también amedrentador.
Cuando el hombretón emergió con otro de sus peces (un ejemplar de siete kilos, se vio después), exhibía su sonrisa cruel de antes. Se sumergió inmediatamente.
Grant no encontró todo tan fácil el resto de aquella tarde. Pero se sentía contento. No acertaba a apartar de su memoria la imagen de aquel pez mirándole agonizante. Y sin embargo, por debajo de todo aquello descubrió una salvaje alegría. Ésta salvaje alegría no le sirvió de nada. Disparó unas seis veces más y tuvo otros tantos fallos. Aquellos peces parecían tener la endiablada habilidad de escabullirse en el momento más crítico. Desarrollaban una velocidad increíble. Claro, recorrían cortas distancias, pero la arrancada la efectuaban en el mismo momento de apretar el gatillo. Bonham parecía capaz de anticiparse a esa situación disparando una fracción de segundo antes, es decir, con mayor rapidez.
Terminada la tarea, cuando emprendieron el regreso, en compañía de Alí, que se encargaba del timón, empezó a circular la botella. Bonham parecía sentirse especialmente cansado, deprimido incluso.
—¡Dios mío! ¡Cuánto me gusta la caza submarina! —exclamó sin dejar de sonreír, después de echarse a la garganta otra rociada de ginebra—. No me proponía dejarle solo, no, valiéndose usted por sí mismo. —Bonham hizo una pausa—. Pero lo cierto es que lo hizo todo a las mil maravillas. ¿No piensa usted igual? ¿No se siente satisfecho de su actuación?
—Cogí un mero —contestó Grant—. Me gustó eso, sí. Pero resulta vergonzoso, poco deportivo, cazar esos peces así, ayudado uno con su pulmón acuático, teniendo ellos tan cortos recursos para defenderse.
—¿Está usted bromeando? —Bonham se puso serio, como si Grant acabara de insultarlo—. No podríamos bajar a veinticinco metros de profundidad, donde ellos se encuentran, sin ese pulmón acuático. La sorpresa es un elemento que cuenta siempre. Pero no se preocupe… Pronto correrá el rumor entre esos meros de que anda por el arrecife una especie de animal de rapiña. Acto seguido, emprenderán la huida. Existe comunicación entre ellos. No me pregunte cómo se establece, pero la verdad es que se da. Pero es igual. Alguien los cazará en otra parte. La vida, en el seno del mar, es así. Es peor que la que llevan los animales de cualquier selva.
—Seguro. Ahora bien, yo me imaginaba que había buceadores que eran capaces de alcanzar esa profundidad sin ningún artificio.
—Los hay. Hay hombres que bajan más, incluso. Usted se está refiriendo ahora a los hermanos Pindar. Es que son especialistas. En eso. Yo puedo llegar a los veinte metros, pero no sé si alcanzaría los veinticinco. Bueno, ¿y por qué dar a esos animales una oportunidad?
Parecía haberse desentendido por completo de los meros capturados, depositados en el «dinghy». Bonham preguntó a Grant si los quería para él. En realidad, le pertenecían, pues a su cargo habían ido los gastos del desplazamiento.
—No podría comérmelos todos —protestó Grant—. No obstante, me gustaría llevarme dos o tres de los mejores ejemplares a casa.
—Suyos son —dijo Bonham.
Habría un festín en la villa aquella noche, pero no a base de pescado adquirido con dinero, sino con el fruto de la expedición de Grant, el pescador submarino.
—Me agradaría llevarme el que yo cacé —dijo Grant con una tímida sonrisa.
Era el ejemplar más pequeño.
Bonham sonrió de repente y luego hizo gala de aquella sensibilidad de que Grant le consideraba capaz tan a menudo.
—Llévese tres de los grandes y diga a quien quiera escucharle que los cazó usted. ¿Qué más da?
Experiencia.
Grant, embarazado, se encogió de hombros.
—¿Qué va usted a hacer con los demás? —inquirió.
Los ojos de Bonham le escrutaron brevemente.
—Venderlos. En el Mercado. Si es que usted no los quiere. Pero que quede bien entendido que son suyos si usted los quiere. Lo más corriente es que los clientes no deseen llevarse consigo tanto pescado. Y yo prefiero venderlos a tirarlos. Por tal medio me hago de algún dinerillo.
—De todos modos, yo sólo cacé uno —manifestó Grant, modestamente.
—No importa. Esos meros son de su propiedad. Es usted quien ha costeado el desplazamiento, el equipo, las lecciones… Grant denegó con un cortés movimiento de cabeza. La verdad era que no comprendía a aquel hombretón. Todavía no lo comprendía. De acuerdo, Bonham vendería los meros. Éste se encogió de hombros. Tampoco era una cosa que lo llevara de cabeza.
Bonham, al parecer, tenía sus problemas personales. Y después de haber sido saldada la cuestión de la pesca, discutió los problemas con Grant a lo largo del resto del viaje.
A diferencia de Grant, sus problemas no tenían nada que ver con asuntos de faldas. La caja submarina para máquinas fotográficas que probara el día anterior (Grant no había revelado todavía la película tirada con ella) había sido proyectada y construida por un amigo suyo de Ganado Bay, un americano. Era uno de los mejores constructores de cajas submarinas del Caribe. Bonham se las vendía en su tienda. Pero las suyas resultaban caras porque el hombre trabajaba exclusivamente con planchas de plástico de la mejor calidad y lo hacía todo a mano. Sólo podía hacerlas de encargo, además, lo cual limitaba las ventas de Bonham y sus beneficios. La mayor parte de los buceadores principiantes no disponían de fondos para adquirir en seguida una de aquellas cajas, sobre todo si el gasto implicaba otro: la compra de una nueva máquina fotográfica. Casi todos los que pasaban sus vacaciones por allí poseían ya una cámara, habitualmente de un modelo para el cual William no había proyectado todavía ninguna caja. Usualmente, no permanecían allí tanto tiempo como para que dispusiera del necesario para construírsela.
Tres o cuatro días después, él y William se trasladarían en avión a la isla de Grand Bank con objeto de probar otra nueva caja que William había proyectado para la «Minox». Grant podía acompañarles si se pagaba sus gastos personales. La caja de la «Minox» constituía una idea de Bonham. Habían descubierto que muchos de los turistas que desfilaban por allí, la mayor parte de ellos, al menos, que aprendían a bucear bajo las órdenes de Bonham, eran propietarios de una «Minox», sola o como complemento de la máquina de 35mm. Y, por supuesto, resultaba mucho más barata, tanto la cámara como la caja.
—¿Y por qué van ustedes a Grand Bank a probarla? —quiso saber Grant.
Bonham sonrió.
—Porque allí se encuentra un individuo rico que yo conozco y si la caja funciona correctamente me comprará una inmediatamente. Con cámara y todo.
Bonham parecía siempre hacer una pausa más que terminar la frase.
Grand Bank era un atolón pequeño de coral y arena, situado en el extremo más meridional de las Bahamas, a medio camino entre Greater Inagua y el Caicos, un centenar de millas al sudeste. Habría otro centenar desde Mouchoir Bank y Silver Shoals.
Con la forma de un signo de admiración, tenía una ciudad enclavada en el extremo más ancho y un lago de aguas profundas en el otro. Decíase que en la antigüedad se habían hundido allí varios galeones, pero nadie había hallado el menor rastro de ellos. En toda su extensión, de tres millas, estaba cubierta la isla de matorrales, contando también con unas cuantas palmeras y pinos. Hacía un calor de infierno y había una carretera que arrancaba de la ciudad y un puerto libre regido por la Comisión de las Bahamas. A orillas del lago había un hotel moderadamente lujoso. No contaba con aeródromo y para trasladarse hasta allí era preciso utilizar el hidroavión de línea, que amerizaba en el lago. Grant no conocía aquellos parajes, pero había leído detalles sobre los mismos en libros relativos a tesoros escondidos y a aventuras submarinas.
—Ésa no es la única razón motivadora del viaje, sin embargo —prosiguió diciendo Bonham.
Éste hizo otra pausa, pasándose una de sus enormes manos sobre su peludo vientre.
—Tenemos el asunto de esa goleta de dos palos que se acaba de poner a la venta en Kingston. Bueno, hace ya unos meses de esto. Seis literas, dos tripulantes, sesenta y ocho pies en total… Es la Naiad. —Bonham hizo una nueva pausa—. Verá… Yo fui quien enseñó a ese individuo rico… Sam Finer, se llama… Le enseñé a bucear el año pasado, cuando se hallaba hospedado en uno de los grandes hoteles de Ganado Bay. Se aficionó locamente al buceo. Tanto que está pensando en invertir dinero en mi negocio, sólo para tener a su disposición un buen barco en cualquier momento que se le ocurra hacer una de sus excursiones marítimas.
Todo resultó mucho más complicado de lo que quería dar a entender Bonham. Lo esencial en aquel desplazamiento a Grand Bank era ver a Sam Finer, para tratar de lo de la goleta. Finer, que no era judío sino alemán, un alemán menudo y robusto (si bien Bonham no establecía diferencias entre ambas nacionalidades), procedía de Milwaukee, donde poseía dos bares muy rentables, así como tres establecimientos que eran a la vez tabernas, hoteles y clubs de pesca al norte de Wisconsin. Pasaba el verano pescando en ellos precisamente y bebiendo en sus tabernas. Incidentalmente, deseaba encontrar algo por el estilo en aquellas regiones, algo que le retuviera en el Caribe. Así podría pasar los inviernos buceando en sus aguas. Aparte de los bares y los otros lugares de esparcimiento tenía, según se afirmaba, canteras, cuyos productos eran dedicados a la fabricación de cementos unas veces y otras vendía a los constructores, ya que muchas de sus piedras valían para adorno y revestimientos de fachadas. Sea lo que fuere, estaba dispuesto a hacer una inversión de 10.000 dólares en la tienda de Bonham. Sin embargo, como todo el mundo sabía, 10.000 dólares no bastaban para comprar y equipar una buena embarcación apta para cruceros de dos y tres semanas entre las islas. Así pues, en este aspecto, Bonham surgía con algo más.
Grant pensó que no había visto nunca una expresión tan inconsciente de ansia en nadie como la que viera asomar al rostro de Bonham al entregarse a ciertas disgresiones sobre la goleta antes de pasar a aquel «algo más» que se le ocurriera. Evidentemente, el ansia tenía que ser inconsciente, pues de lo contrario Bonham se habría apresurado a ocultarla o disimularla.
Ése «algo más» era un socio en potencia llamado Frankie Orloffski. Resultó que Bonham había nacido y se había criado en la costa sur de Jersey, donde había aprendido a navegar a vela, donde aprendiera también a pescar, antes de hacerse buceador después de la guerra. En una visita a su casa, para ver a su madre (una mirada peculiar asomó a sus ojos al mencionar a su madre, a quien él capitalizaba con su voz), había conocido a aquel polaco, poseedor de un establecimiento de artículos deportivos, entre ellos los de caza submarina o simple buceo, en Cabo May. Orloffski era dueño también de un cúter Bermuda de treinta y ocho pies, con el cual pensaba montar un negocio de cruceros de buceo. La cosa se presentaba difícil porque llegando por el sur hasta Hatteras, por ejemplo, lo cual era en sí un alcance incómodo, el agua era fría y sucia. No era precisamente la más indicada para practicar el buceo. Orloffski, cuando Bonham lo conoció, quería desplazarse hacia el sur, a Miami, quizá. Bonham, que se había pasado dos años intentando lo mismo en Miami, se hallaba en condiciones de decirle que las aguas del Atlántico, por aquella parte, no eran mucho mejores que las de Orloffski, y le sugirió que podían establecerse conjuntamente en Ganado Bay, un territorio prácticamente virgen comparado con Miami o los Keys. No tendrían competencia y la embarcación de que dispondrían les serviría magníficamente, tanto para los cruceros normales como los de buceo. En el caso de poder hacerse con la goleta, a través de Sam Finer, participando éste en el negocio, les sería posible llegar a las Caimanes y hasta cruzar el canal Windward con la vista fija en las Inaguas, Grand Bank y las Silver Shoals, que componían en suma una zona prácticamente no explotada. No se habría visto jamás una empresa «charter» más potente en la isla.
Bonham aportaría sus dos pequeñas embarcaciones, todo su equipo, sus grandes compresores (la compra y transporte de los cuales era su mayor inversión, de tanto valor como el cúter), y, por último, aunque no era lo menos importante, su experiencia, su buena voluntad y su negocio, en constante crecimiento.
Frankie Orloffski pondría su cúter Bermudas y un mínimo de 6.000 dólares, procedentes de los réditos por la venta de su tienda de artículos deportivos.
Oyendo hablar a aquel hombretón de negocios, con las palabras y frases típicas, Grant experimentó una impresión muy peculiar. Le parecía seguir metido dentro del despacho de Gibson & Stein.
Bonham había dado los pasos necesarios para que Orloffski se entrevistara con Sam Finer en Nueva York, con motivo de un viaje de negocios de este último. Ahora, Orloffski y su esposa (su querida realmente, puesto que no les unía más lazo que el de vivir juntos), iban a estar en Grand Bank también unos cuantos días, dedicados a la caza submarina, coincidiendo con Sam (y su mujer). Podrían hablar de negocios, por lo tanto. Al parecer, Sam y Orloffski no habían llegado a ningún acuerdo durante su encuentro en Nueva York. El viaje les iba a resultar caro a Bonham y Orloffski, pero el primero abrigaba esperanzas de cerrar el trato con Finer en lo referente a la cuestión de la goleta.
—Desde luego, con eso no quedará solucionado todo. Tendremos que hipotecar para conseguir la embarcación. Pero, al menos, ya la tendremos. Con un año, dos, a lo sumo, quedará pagado todo.
Nuevamente vio en el rostro de Bonham, Grant, aquella expresión ansiosa de minutos antes, totalmente inconsciente. Bonham se había fijado una meta.
Éste comenzó a hablar de aquel asunto otra vez. La había inspeccionado detenidamente… Habíase trasladado a Kingston por vía aérea, sin otro objeto que el de visitar la goleta. Requeriría algunas reparaciones, ciertamente, en la banda de estribor; parte de las tablas de la cubierta no se hallaban en buen estado, hacia la popa, pero, en conjunto, estaba en excelentes condiciones, en condiciones demasiado excelentes para tratarse de una nave utilizada por una compañía petrolífera con el fin de proporcionar agradables sábados y domingos a los miembros de su cuadro directivo. Por supuesto, habría que proceder, asimismo, a un repaso del casco, completo. Tendría que ser varada, entrar en gradas, en cualquier astillero. No obstante…
—Usted no se figura lo que yo podría lograr con una embarcación como esa —dijo Bonham, tras una pausa, paseando la vista por el mar, nunca tranquilo del todo—. Podría sentirme a salvo, seguro, el resto de mi vida. Nadie podría atentar contra mí en ningún aspecto si yo fuese el dueño de una goleta como la Naiad. Las compañías me inspiran un gran odio. Viven entregadas a la destrucción. Destruyen los medios clásicos y las viejas cosas. Hacen una labor tenaz de destrucción y la califican de «progreso». Quieren estandardizarlo todo y no saben qué hacer con lo que no está estandardizado. Nombraron para la goleta a un mal capitán. Un individuo muy torpe, realmente. Lo conozco. ¿Qué más les daba? No sentían el menor apego por la embarcación; sólo aspiraban a impresionar al cliente de turno, para forzarlo a cerrar un trato. —Bonham miró fijamente a Grant—. La goleta les tenía sin cuidado. Ésta no tenía por qué estar como se ve ahora. Pero a mí me parece que el casco se encuentra en perfecto estado.
Grant no hizo el menor comentario. ¿Qué podía decir? No entendía de barcos, ni de navegación a vela.
¡Qué mundo tan extraño aquel!, pensó de repente. Cuatro hombres, cuatro hombres procedentes de sitios tan distantes entre sí, de lugares tan superindustrializados como Nueva York, Nueva Jersey, Indianápolis (Indiana) y Milwaukee (Wisconsin), habían convergido en un punto primitivo de una isla del mar Caribe. ¿Por qué? Porque deseaban escapar por unos días de las condiciones en que normalmente se desarrollaban sus vidas, altamente organizadas y fastidiosas, con motivo del en otro tiempo primitivo arte de la pesca submarina, posteriormente convertido en una mundana actividad.
Y mientras hacían esto, discutirían entre sí, estableciendo planes para ganar dinero llevando allí a otras personas, terminando por destruir la íntima esencia de lo que habían estado buscando. Y más allá de su viaje, más allá de cada piloto y azafata que iban a guiarles hasta aquel sitio, estaba la masa de trabajadores, burócratas, camareros, recepcionistas, billetes por triplicado, recibos que protegerían los equipajes, combustibles y todas las restantes cosas que odiaban, pero sin las cuales no habrían podido llegar siquiera a la primitiva isla. Con anterioridad, habían tenido que darse unos cuadros de directivos, unos ingenieros, un control de tráfico aéreo, los empleados de las torres de control de los aeródromos, los radios —ninguno de los cuales, casi, ganaría nunca el dinero suficiente para hacer un desplazamiento como aquel—, hombres que tenían que quemar sus burocratizadas existencias para llevar a los cuatro hombres allí.
Y por último, lo más amorfo de todo porque era lo más grande: el Gobierno. El cual a ninguno de ellos agradaba, del cual todos intentaban escapar… Y si se presentaba la oportunidad tenía que ser ¡por unos días solamente! Claro que, ¿cómo puede gustar o disgustar algo que no se puede ver, que no se puede percibir con los sentidos normales? ¡Manes de Frankie Aldane y de su amigo el abogado de Harvard!
Fue rudamente sacado de este sueño carente de objetivo por Bonham.
—¿Usted ha buceado alguna vez sin pulmón acuático?
—Le diré. No mucho. He hecho algo de eso cerca de la costa, cerca de la orilla, en un lago.
—Me figuré que no estaría habituado. Es que no vamos a llevarnos ningún equipo. Resultaría cara la cosa, por el exceso de peso. Y de todos modos hubiéramos tenido que transportar también un compresor portátil, ya que allí no existen facilidades para volver a llenar las botellas.
—¿No van ustedes a hacer indagaciones sobre esos galeones hundidos del lago entonces? —dijo Grant, un tanto orgulloso de sus conocimientos en esta materia.
—¿Está usted bromeando? ¡Pues no costaría mucho trabajo localizarlos! Y en el caso de que estén ahí, cosa de la cual no poseo la menor certeza, seguro que los galeones quedaron enterrados hace mucho tiempo bajo una capa de arena de media docena de metros de espesor.
Bonham alcanzó la botella de ginebra.
—He aquí lo que he pensado… Puesto que no podemos permitirnos el lujo de llevarnos un equipo y usted no sabe lo que es el buceo sin él, ¿se avendría usted a pagarme el pasaje en el avión y mi alojamiento allí a cambio de enseñarle yo durante nuestra estancia todo lo que sé sobre el particular?
Grant pensó una vez más, con cierta preocupación, en la cuenta que tenía con Bonham, en progresión ascendente. Luego, volvió la cabeza hacia el lado opuesto para ocultar una sonrisa.
—Bueno, de acuerdo. Creo que es un trato justo —dijo observando los muelles, cada vez más próximos.
Sabía que se estaban aprovechando de él. Bonham, evidentemente, andaba escaso de dinero y sentía un interés enorme por ver si había algo de buen sentido en las perspectivas que había descubierto en aquel viaje. Luego, de repente, Grant vio aparecer ante sus ojos, como una transparencia en color, superpuesta sobre el paisaje portuario, la figura de Lucky, desnuda, en el pequeño apartamento de Park Avenue, apartamento en el que se había iniciado su relación íntima cierta tarde memorable. A consecuencia de eso, toda la excitación provocada por la idea del viaje se esfumó, dejando dentro de él un gran vacío, un desinterés supremo. La hubiera llamado en aquel instante. Le habría gustado que se encontrase allí, para acompañarle. Los brillantes destellos que el sol arrancaba a las aguas, el aire marino, fresco y salado, el balanceo rítmico de la embarcación y el agradable chapoteo de las leves olas, de pronto, se convirtieron en algo rutinario, que no ofrecía ningún aliciente especial.
—Todo comprendido, eso no le costará a usted más de cincuenta dólares —apuntó Bonham.
—No soy un buen nadador.
Bonham arrugó la nariz, entre las inmensas mejillas, bajo los claros y descarados ojos.
—Da igual. Con ayuda de un tubo y unas palas cualquiera es capaz de permanecer en el agua horas enteras. Mientras tanto, seguiremos saliendo los próximos días, hasta que llegue el momento de marchar. El importe será el mismo. Sé donde hay un buen precio, uno moderno quiero decir… Si desea usted explorarlo podríamos ir a verlo mañana.
Grant asintió, dejando las cosas en aquel punto. Pero la verdad era que no se hallaba en vena de entregarse a las prácticas del buceo ni de hacer nada ahora, con la figura de Lucky en su mente. Alí, diestramente, atracó la embarcación al viejo muelle de madera. Surgió inmediatamente el ofrecimiento de una visita al Yacht Club, para tomar unos «golpes» de ginebra.
Pero Bonham hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—No. Me voy a quedar aquí. —Estaba tirando ya de un cabo, para acercar al muelle el «dinghy» de plástico en que había sido depositada la pesca. Los trabajadores nativos que se encontraban por los alrededores fueron congregándose a su alrededor para ver lo que habían capturado. Levantando la vista, apartándola del pescado, exhibiendo aquella sonrisa suya, tan peculiarmente sanguinaria, añadió—: Ésta noche tengo que irme a casa, con objeto de ver a mi señora… Alí le llevará a usted a donde quiera. Pero, primeramente, tendrá que coger el pescado que desee.
Los trabajadores nativos del muelle habían estrechado el círculo progresivamente, hasta el punto de que tocaban casi con sus desnudos pies los peces. Bonham, de repente, se lanzó sobre ellos, gritándoles con la voz cavernosa que Grant siempre había sospechado en él:
—¡Fuera de aquí! ¡Atrás! ¡Apartaros de aquí, bastardos! ¡Maldita sea!
Al mismo tiempo que les hablaba así blandía su cuchillo. Los hombres retrocedieron poco a poco, pero sin perder su sonrisa.
Grant, que siempre procuraba mostrarse cortés con los negros, se sentía un tanto embarazado por aquella salida. Pero a los otros parecía tenerles sin cuidado los apostrofes de Bonham.
—Acérquese, Grant. Antes de que estos tipos me cieguen y haga alguna tontería.
Grant escogió dos de los meros más grandes para que hicieran compañía al pequeño que él pescara. Bonham, entonces, movió la cabeza, empezando a hacerle recomendaciones con respecto al pescado.
—Esos dos de ahí son mangles —indicó, señalando con el cuchillo dos de los que ya había destripado—. Son los mejores del montón. Lléveselos.
—Me gustan más los meros —protestó Grant.
—Muy bien. Quédese con ese de mediano tamaño en lugar del mangle. No piense en los de mayor tamaño. No se encuentran en buenas condiciones.
Comenzó a destripar el mero.
Mientras hablaba con Grant, los del grupo de curiosos habían empezado a avanzar de nuevo. Un adolescente muy delgado, al cual se le notaban todas las costillas, había llegado a poner uno de sus pies sobre la cola del último de los peces depositados por Bonham sobre el embarcadero.
—¡Maldita sea, Cyril! ¡He dicho que atrás!
Bonham acompañó su aullido con un diestro lanzamiento del cuchillo que manejaba contra los pies de los presentes. Éste se quedó clavado en la madera, cimbreándose, a unos centímetros de la cola del pez. Lentamente, el chico, con las manos a la espalda y todavía sonriendo, retrocedió.
Grant se había alejado de allí ya. Continuaba sintiéndose molesto por aquellas salidas de Bonham. Una vez junto al coche, arrojó los tres peces a la parte posterior, desvaneciéndose entonces sus iridiscentes colores, como si dentro del vehículo se hubieran secado de súbito.
En el momento de acomodarse Alí tras el volante, Grant volvió la cabeza una vez más, viendo que Bonham había empuñado de nuevo su cuchillo. Pareció sentir su mirada sobre él y entonces levantó la vista, dirigiéndole una sonrisa y agitando una mano.
Seguidamente, el conductor del viejo «station-wagon» enfiló el camino del promontorio.
Grant, el pescador submarino, regresaba a su casa tras la memorable expedición de caza, con sus piezas. Pero hubiera preferido que le dieran una paliza antes que tener que regresar a aquella condenada, aunque bella, villa, a la cual tenía forzosamente que dirigirse ahora. El hecho de que le acompañaran aquellos peces no atenuaba lo más mínimo tan desagradable impresión.
En el embarcadero, Bonham había fijado la mirada pensativamente en el coche, permaneciendo en la misma posición hasta que se perdió de vista.