XIII
Resonaron en las alturas unos amedrentadores truenos y el cielo se iluminó fugazmente con las quebradas líneas de los rayos. El estruendo parecía ir a provocar el estallido de su cabeza y experimentó unos deseos incontenibles de gritar, en el momento de saltar por la borda de la embarcación y echar a andar por el agua, que le llegaba a los tobillos. Sólo así podía describir lo que le había ocurrido. Pero no llegó a proferir ningún grito. Valientemente, se contuvo y apretó los labios. Nadie, por tanto, apreciaría su heroísmo.
Bien. Ella no iba a molestarse explicándoles nada…
Los fuertes son sometidos a veces a pruebas que van más allá de su capacidad de sufrimiento. Solamente los Fuertes tienen que afrontar pruebas duras. Y si ellos no pueden superarlas, elevarse por encima de aquéllas, levantándose sobre las Muertas Cenizas de sus Yos, descienden a cierto nivel, a un nivel evolutivo material. Y gritar con Espiritual Rabia en los oídos de los hombres materialistas es pasar inadvertidos.
Desde el agua, la brillante luz del sol era transformada, por efecto de sus cerrados párpados, en una mancha roja, cálida y palpitante. Un millón de centelleantes abejas zumbaban en aquel rojo espacio, cada una con su agijón centelleante, una especie de aguja caliente lista para infligir un millón de ardientes punzadas a los fuertes y magníficos, a los verdaderos sacrificadores. Era el Karma de todos. No resultaba injusto. La embarcación había ya partido; ella la había sentido deslizarse a su lado. Y ahora oía las voces de las dos mujeres, hablando a su espalda, en la playa, en el tono bajo que emplean las gentes en presencia de los inválidos. Carol Abernathy sonrió para sí, pero no abrió los ojos. El agua del mar, cálida, le parecía un bálsamo confortante, algo que curaba. La mar como Gran Madre. Cautamente, vació su vejiga. Vestía el traje de baño y sintió la caliente caricia de su orina en los muslos, en la ingle. Había conseguido engañarles, pensó. En realidad no se había sentido enferma en ningún momento. Había andado necesitada de aquella expansión, simplemente. Pero no podía decirlo abiertamente, a bordo de una embarcación llena de mujeres y hombres, hombres rudos y jóvenes mujeres.
Lentamente, se sentó, como si no hubiese estado segura del sitio en que se encontraba, mirando a su alrededor.
—¿Qué tal te encuentras, Carol? —le preguntó Cathie Finer—. ¿Te sientes mejor?
Carol se llevó una mano a la cabeza.
—Sí, sí. El agua me hace bien, cura. La Mar es la Gran Madre. Creo que me ha hecho mucho bien.
—¿Tienes apetito?
—No. No me apetece tomar nada. Ante la sola idea de ponerme a comer…
Carol se estremeció. En realidad, estaba muerta de hambre. El aire del mar, además de caer bien, despertaba el apetito.
—¿Qué es lo que te ha pasado? —le preguntó Cathie Finer cuando Carol avanzaba ya por la arena, en dirección a ellas.
—Me figuro que ha sido una especie de crisis intestinal. Una colitis aguda, quizá. La gente en posesión de un sistema nervioso muy sensible sufre esto con frecuencia y yo ya he tenido problemas antes en tal aspecto. Nunca me había ocurrido, sin embargo, nada como esto de ahora —Carol sonrió débilmente, mirando a las dos mujeres, que parecían sentirse muy aliviadas, sobre todo Wanda Lou Orloffski. Seguidamente, miró a lo lejos—. ¿Qué os parece si nos dedicamos a explorar nuestra isla?
—Aquí hay poco que explorar —respondió Cathie Finer, sonriente—. Lo único que veo es esa minúscula arboleda de seis pinos en el centro y los matorrales de aquella punta.
—Me parece que voy a acabar tendiéndome a la sombra de esos árboles un rato —manifestó Carol.
—Pues adelante —dijo Cathie—. Nosotras nos quedaremos aquí a tomar el sol. Comeremos algo también. ¿Seguro que te encuentras bien?
—Estoy todavía algo nerviosa —respondió Carol.
Sonrió y de repente notó que las lágrimas afluían a sus ojos. Entonces volvió la cabeza a un lado, para ocultarlas a sus amigas. Pero no estaba segura de que Cathie no las hubiese visto. Las personas unidas por los vínculos de la amistad solían conocerse mutuamente. A veces no era necesario el intercambio de las palabras. Aquella joven mujer tenía mucho y buen Karma.
Se estaba bien bajo los pinos. Soplaba una ligera brisa por entre ellos, moviendo sus largas ramas suavemente. El piso, donde se sentó, estaba cubierto de agujas de tonos castaños. Luego, se tendió, percibiendo el delicioso olor característico de las pinedas. Luego, comenzó a notar dentro de la cabeza los ensordecedores truenos de antes, alternando con los cegadores rayos, aislándola del mundo exterior, nada más pensar de nuevo en Grant.
¿Quién se había creído ser él? Ella no había salido de las remotas colinas de Tennessee para verse amordazada y con su poder disminuido, mermado, cuando lo suyo estaba empezando a ser una seria voz nacional. Ella no había disfrazado su Yo y sus Motivos a lo largo de todos aquellos años —por espacio de veinte años, antes incluso de trabar relación con Grant—, para que él pensara que podía apartarla de todo lo que se había propuesto realizar con un simple movimiento de su dedo índice. ¿Creían todos aquellos necios egoístas que se había casado con Hunt Abernathy porque le amaba? ¿Pensaban que se había convertido en su esposa sólo porque aspiraba a ser el árbitro social número uno en una población de palurdos como Indianápolis? ¡Oh! Ella había estado sufriendo durante casi veinte años al lado de Hunt Abernathy, consumiendo su tiempo, representando su pequeño papel, esperando. Hunt era un hombre que vivía entregado a sus excesos alcohólicos, que se dedicaba a cazar sucias criadas, cuanto más sucias mejor. Ella había salvado su Mente y su Alma; ella le había hecho avanzar en sus actividades profesionales, como fabricante de ladrillos, durante sus horas libres, mientras se preparaba y aguardaba.
Desde luego, los productores y editores la odiaban, en su totalidad. Les aterrorizaba su persona y su fuerza. Vivían ellos con arreglo a asquerosos status quo; respiraban detrás de una fachada que ocultaba su degeneración, que no querían ver expuesta. Se sabían con energía suficiente para barajar a Grant. Porque Grant era fácil de barajar.
Pero se daba la existencia de Fuerzas al lado de ella, Fuerzas del Bien y la Evolución de la Humanidad, con las cuales no se podía jugar. Cuando ella, deliberadamente, había quemado todos sus escritos y manuscritos de obras aquella vez, años atrás, en la playa de Florida, aceptando el papel del Sacrificio de su talento y de su egoísta ambición, habíase hecho con su poder enorme, con un Poder psíquico, cuya fuerza no podían calibrar los productores, ni los editores, ni Grant. Especialmente, Grant, el desagradecido Grant. Ella le había hecho hombre. Ella había salvado su Talento y su Alma; ella le había dado su cuerpo para que lo utilizara, sufriendo en silencio todo lo desagradable, las cosas ingratas, para que pudiese concentrarse en su gran misión —la misión de ella—, de cambiar la Humanidad. Él se volvería contra ese síquico Poder no sin graves riesgos.
De repente, los oscuros rugidos cesaron y ella empezó a llorar. ¡Oh, Ron, Ron! Ron era bello entonces. Y ella también.
Al cabo de un rato, sus ojos se secaron. Pero no sintió ningún alivio. Se levantó, abandonó el lecho de agujas de pino, buscando ansiosamente con los ojos a las dos mujeres, decidiendo reunirse con ellas.
Bien. Bonham estaba a su lado, al menos. Recordó su pequeña treta al decirle que ella conseguiría que Grant invirtiese su dinero en aquella embarcación… La treta había dado resultado. Oportunamente decidiría si había de seguir por aquel camino y eso sería cuando finalizase aquel estúpido y horrible viaje, cuando ella se reintegrara a Ganado Bay, donde consideraría la situación nuevamente. Pero no era absurdo pensar que cuanto más unido se sintiese Grant a aquellos hombres menos se ocuparía de las mujeres, de cualquier mujer. Carol había observado que los aventureros, cuanto más se entregaban al peligro, más tendencia mostraban a considerar las mujeres como algo de tipo secundario, si se exceptuaba la rápida relación sexual, puramente instintiva.
Aparte de todo lo anterior, algo guardaba todavía bajo la manga, algo que pondría en práctica tan pronto volviesen a Ganado Bay.
Al salir de debajo de los pinos y enfilar el corto sendero que conducía a la playa, en dirección al sitio en que se hallaban ambas mujeres, en torno a un montón de cáscaras de huevos, envolturas de bocadillos y botellas de cerveza, ya vacías, Carol procuró que su rostro recobrara su expresión de fatiga, indicadora de una tremenda depresión y debilidad.
Habría dado cualquier cosa por comer algo.
Por las últimas palabras captadas, Carol comprendió que las dos mujeres habían estado hablando de sus respectivos esposos. Carol paseó la mirada por el mar, divisando a cierta distancia de la isla la embarcación. Allí estaban los cuatro hombres, jugando, jugando, jugando, entregados verdaderamente a juegos de niños.