XV

Ya en el embarcadero, Carol besó a Hunt en la boca, una costumbre que siempre había irritado a Grant… Mejor dicho, le había chocado. Eso quedaba mejor expresado así. No se trataba de un arranque de celos. Simplemente, era lo suficiente anticuado para creer que una mujer que tenía un amante debía sentirse avergonzada al dispensar a su esposo tal caricia. A continuación, ella besó a Ismaileh, en la boca también, obsequiándole además con un largo abrazo. Doug era una de sus pruebas vivientes de que no era tan sólo el talento de Grant lo que había mantenido en pie el Grupo Teatral de las Colinas de Hunt…

A Grant siempre le había dado bastante que pensar Doug Ismaileh. Doug, como casi todos los otros, había entrado a formar parte del grupo por su cuenta y riesgo. Pero, a diferencia de los demás, disponía de algún dinero. Era de Detroit, donde su padre era un próspero hotelero. Por la época en que Song of Israphael se hallaba en su primer año de triunfales representaciones, Doug empezó a trabajar a su padre, haciéndole ver que quería dedicarse a escribir, tarea en la cual juzgaba que podía ayudarle Grant.

Él no había oído hablar del Grupo Teatral de las Colinas de Hunt, pero hallándose Grant por aquellas fechas en Nueva York, Carol Abernathy lo tomó bajo sus protectoras alas, iniciándole en las autodisciplinas que ella exigía a cada uno de los miembros del grupo. Sin embargo, por el hecho de disponer de dinero, no tuvo que vivir en los «cuarteles», las residencias levantadas por Grant alrededor del Teatro que había construido, como los demás. Había estado allí en un par de ocasiones, por poco tiempo, en verano, cuando la estancia se hacía más grata. Al cabo de tres semanas de permanencia, las restricciones sobre el consumo de alcohol y las salidas le habían frenado mucho.

Él y Grant se habían hecho muy amigos. Doug hubiera llegado a instalarse en la casa de aquél de no haber mediado Carol, quien creía que tal cosa suponía un desprecio para los demás componentes del grupo. En consecuencia, siguió principalmente en Detroit, donde sostenía relaciones con una mujer que luego fue su esposa, de la que posteriormente se divorció. Allí iba escribiendo su obra, abandonando su población únicamente cuando tropezaba con alguna dificultad. Cierto invierno alquiló un apartamento en Indianápolis, para estar cerca de ellos. Ocupó el apartamento en cuestión por espacio de cinco meses, compartiéndolo con la mujer de siempre. Entretanto, iba dando cima a su tarea.

Había hecho una fabulosa carrera en el OSS de Grecia, Yugoslavia y Persia. Habíale ayudado mucho la sangre greco-turca-armenia que corría por sus venas, así como sus conocimientos de idiomas y los parientes que seguían en el país de sus antecesores, llegando a ser el teniente coronal más joven del ejército. Tras aquello había poseído un establecimiento de juego en la Costa Occidental y, al parecer, tenía interesantísimas y útiles amistades en el bajo mundo.

Su obra —su primera obra—, titulada Dawn’s Left Hand, versaba sobre Persia, basándose especialmente en sus experiencias de la guerra, materiales básicos de su trabajo. Evidentemente, aquéllas eran muy numerosas. Y, no obstante, una tarde, cuando se encontraba trabajando en su obra, fue en busca de Grant para preguntarle qué sabía acerca de las granadas de mano y su empleo, funcionamiento, preparación y demás circunstancias relativas a las mismas. Grant, que había arrojado tan sólo tres granadas en su vida, y las tres en el curso de unos entrenamientos, le explicó aquello, preguntándose cómo un guerrillero de su experiencia y reputación podía ignorarlo todo con respecto al empleo de tales elementos.

La misma obra (Dawn’s Left Hand, el título que Grant le había dado en un momento de inspiración, mientras pensaba en Persia, procedente de la segunda estrofa del Rubaiyat de Ornar Khayyam), era en fin de cuentas una historia de amor, una historia de amor en la que se mezclaban los duros combates guerreros y la muerte. Figuraban en ella una persa de la aristocracia y un coronel americano. Venía a ser una historia amorosa que recordaba curiosamente la aventura del marinero y la prostituta de Grant en The Song of Israphael, aunque en tono mucho más exótico.

Fue un gran éxito (Grant había llevado la obra a Gibson & Stein), si bien no tan resonante como el alcanzado por la primera obra de Ron. Pero éste había detectado en ella, sin embargo, muchos sentimentalismos y romanticismos sobre la vida (así como una falsa brusquedad que solamente era la otra cara de la misma moneda), lo cual dificultaba el avance de Ismaileh a la hora de penetrar en sí mismo y estudiarse con detenimiento. Por otro lado, había aquella curiosa semejanza con la aventura del marinero y la prostituta de Grant…

Bueno, daba igual. Todos los que escribían imitaban a un modelo u otro al empezar. Lo que sí era indudable era la adoración que Doug sentía por Grant y su obra. Su actitud era la de un incondicional, casi de un esclavo —esta palabra le habría irritado—, hasta el punto de que Grant se sentía alterado, perturbado, con sus cosas. Siempre estaban intentando hacerle ricos presentes, ayudarle en lo que fuese, llevarle de aquí para allá… Grant declinaba tales ofrecimientos con una severidad nerviosa, porque un instinto muy escondido dentro de él, que no acertaba a identificar, le decía que habría sido peligroso aceptar.

Todo esto había tenido su origen cierta noche del invierno que Doug había pasado en Indianápolis, terminando su obra. Hunts Hills fue escenario de la acción. Doug se había presentado en la casa de Grant en compañía de un camionero que conociera en un bar del centro de la ciudad. Doug realizaba dos trucos cuando se hallaba bebido, trucos que le enseñara un faquir en Persia, según decía: caminaba con los pies desnudos por un piso de vidrios rotos y comía bombillas. Los dos habían intrigado profundamente al camionero, quien, al igual que él, se encontraba bebido. Pero al mencionar Doug que conocía a Grant y que éste había escrito The Song of Israphael, el hombre quedó como en éxtasis. Había pertenecido a la Armada y conocido la película que se había hecho con la comedia (aunque, como contó a Grant, nunca había visto ni leído la obra) y Grant era su único héroe literario.

Ocurría esto cuando el coro de los aduladores empezaba a fatigar a Grant. Pero la verdad es que no encontraba ya divertido beber y beber en un bar hablando incansablemente de la Armada. Trabajaba por entonces con ahínco en su nueva obra y proyectaba levantarse temprano, habiendo ingerido a lo largo de la jornada la cantidad de licor suficiente para quedarse plácidamente dormido. Después de hacer los honores a un par de botellas de cerveza servidas en la cocina, lo cual requirió un tiempo completamente inútil, acabó enfadado porque experimentó la impresión de que aquello le había sido impuesto, como así era. Doug no le había visto nunca tan irritado. Grant le hizo pasar a su dormitorio para poder hablar con él. Carol, que había cruzado la calle una vez más aquella noche, se quedó charlando con el camionero.

—Mira… Ahora mismo vas a sacar de aquí a ese mono. Tú que lo has traído te lo vas a llevar —dijo Grant a Doug, furioso, muy pálido—. No quiero ponerte en evidencia, pero o lo sacas de aquí o lo echo a la calle en tu presencia. Y hasta es posible que tú termines haciéndole compañía.

—Pero ¿qué diablos te pasa? Ése hombre siente adoración por ti —había sido la respuesta de Doug.

—¡Eso me importa un comino! ¡Estoy en mi casa! ¡Soy yo quien vive aquí! Y si has de venir a ella borracho, acompañado de gente bebida que no conoces, mejor es que no te dejes ver…

El rostro de Doug tomó una expresión especial, como de persona que entona el mea culpa.

—De acuerdo. Sé que he procedido mal. ¡Pégame! ¡Anda!

¡Dame un puñetazo en la boca! Sé que tienes ganas. ¡Adelante! ¡Si yo quiero que me golpees!

—¿Estás loco? —replicó Grant fríamente—. Yo no estoy pensando en pegarte. Yo no pienso pelearme contigo aquí. ¿Qué lograría con ello? ¿Destrozar una habitación de mi casa, no? Doug sonrió. Corrieron unas lágrimas por sus mejillas.

—Muy bien. Salgamos de aquí entonces —chilló—. Salgamos afuera, donde podamos pegarnos a nuestras anchas, a gusto. Iniciemos una riña en regla. Una de las buenas. Como las de cuando éramos jóvenes. Volvamos a los viejos días, a aquellos en que nos pegábamos a veces los amigos. ¡Hagamos como hacíamos en la Armada!

Grant le miró fijamente. Se había quedado impresionado al recordar que aquello era, exactamente, lo que hiciera él años atrás.

—Una lucha entre amigos, sí —siguió diciendo Doug, iracundo—. Peguémonos a ver si nos matamos mutuamente. Y luego cojámonos de los hombros y vayamos a bebemos una copa juntos. Volveremos al bar y brindaremos. ¡Por los hombres! ¡Por los hombres de verdad!

Hacía frío en la calle, que aparecía cubierta por una delgada capa de nieve. Y fue entonces cuando Grant sintió como una revelación al contemplar a Doug. Grant había boxeado mucho, en los llamados «viejos tiempos». Creía estar en condiciones de vencer a su amigo. Pese a ser Doug individuo de mayor talla y encontrarse en mejor forma. Nada de eso guardaba relación con lo que de repente acababa de comprender.

—Mira… —manifestó, más calmado—. Quiero decirte algo importante. No estoy dispuesto a consentir que hagas de mí una figura paternal.

Doug había odiado (y amado) a su padre. Había tenido también muchos encontronazos con él. Y ahora se quedó inmóvil, inclinándose hacia delante, estudiando a Grant, con los párpados astutamente entreabiertos, casi cerrados. No pronunció una sola palabra.

—¿Sabes por qué? Porque no es un padre lo que tú buscas. Siempre hablas del padre… Tú lo quieres y no lo quieres a la vez. Quieres hacer un padre del que sea, de cualquiera, con el único deseo de proceder a su destrucción, para probarte a ti mismo que eres un hombre.

»Conmigo no conseguirás nada. Porque tú me tienes sin cuidado, me tendrás siempre sin cuidado. Tengo demasiados problemas personales para tomarte afecto, así que ya puedes empezar a intentar destruirme. Sin embargo, yo no soy vulnerable, ya que no necesito para nada de la adulación. Si buscas un héroe para probar a destruirlo, vete en busca de otro. Y saca a ese borracho de mi casa.

Y este fue el final de la historia. Doug Ismaileh no había respondido nada. Habíase reunido con el camionero, marchándose los dos. La relación entre ellos siguió siendo como había sido, sólo que, en adelante, dejó a Grant más en paz. Pero no hizo muchos progresos en ese sentido. Probablemente, no podía evitarlo. Probablemente, se trataba de un impulso especial. Pero después de aquella escena, Grant sólo fue capaz de experimentar hacia Doug Ismaileh una gran indiferencia. Sentía tanta indiferencia por él como por el papel que representaba.

Y ahora, allí estaba Doug, tres años más tarde. El próspero autor se había establecido en Florida, donde compró una casa, convirtiéndose en uno de los ardientes aficionados a la pesca de San Marco y Everglades. Allí estaba, sobre el embarcadero del Club de Yates, en Ganado Bay, Jamaica. Se estrecharon las manos cálidamente.

—¡Diablos! —exclamó Grant, sonriendo—. ¡Vaya sorpresa! ¿Qué te ha traído por aquí?

Doug sonreía también, contento.

—Bueno, cuando yo…

Pero aquí medió Carol Abernathy en la conversación.

—¡Qué estupenda sorpresa! ¿Te decidiste a venir a pescar aquí? ¿Y cómo supiste que estábamos en este lugar?

Grant advirtió que Hunt había dispensado a su esposa una mirada muy peculiar. Su faz, sin embargo, no cambió de expresión. Como de costumbre, no formuló ningún comentario. Grant tampoco dijo nada.

—La verdad es que Gibson y Stein saben siempre dónde paráis —contestó Doug Ismaileh con voz apagada, sonriendo nuevamente.

Más tarde, cuando estuvieron a solas, lo cual no ocurrió hasta el día siguiente, contó a Grant la verdadera historia.

Grant había decidido efectuar una excursión de buceo solo al día siguiente, y Doug, tras haber escuchado sus emocionadas descripciones, relativas a varias experiencias personales, quiso acompañarle. Bonham le había dicho, sobre el muelle de Grand Bank, mientras esperaban a Raoul y Jim Grointon, que podía utilizar su bote, con Alí, si pretendía realizar alguna excursión en solitario, al precio de costumbre.

—Alí le atenderá —dijo el hombretón—. Eso sí: recuerde que en caso de emergencia no podrá contar nunca con él. En consecuencia tendrá que cuidar de sí mismo. —Bonham se quedó pensativo unos instantes, con la vista fija en el mar, añadiendo—: Si le pone nervioso la idea de estar solo, visite el arrecife de menor profundidad. Olvide el otro. —Seguidamente, dio a Grant una palmada en la espalda—. Usted no me inspira ninguna preocupación. No va a pasarle nada. ¡Diablos! Si ha practicado ya el buceo, ¿qué más se le puede pedir?

Grant no tenía tanta confianza en sus fuerzas en aquel aspecto, por lo que decidió visitar el arrecife de menor profundidad. Así se lo dijo a Doug.

—Perfectamente —contestó el atezado «turco»—. Yo me limitaré a utilizar el tubo respiratorio para ver desde la superficie lo que tú hagas abajo. ¿De acuerdo?

Grant asintió. Desde luego, su amigo no debía usar el pulmón acuático. Tenía que pasar primeramente por la prueba de rigor en la piscina.

Grant conducía uno de los varios pequeños coches británicos que poseía Evelyn de Blystein. Sentíase inmerso en el aire cálido de la isla como si se hubiesen sumergido en una masa de neblina invisible. Sudaban abundantemente. Contemplaban frente a ellos la lujuriosa vegetación tropical de la isla, con sus características palmeras.

Doug declaró de repente que la noche anterior no había querido mentir, pero que esta se le había antojado la mejor salida. Lo cierto era que Carol le había llamado por teléfono a Coral Gables, al parecer un par de días antes del viaje a la isla de Grand Bank, pidiéndole que los visitara. Ella le había dicho que Grand necesitaba de la ayuda de los dos.

—Por lo visto pusiste a alguna chica en apuros, ¿eh? —inquirió Doug, sonriendo.

Grant sonrió a su vez.

—Bueno. Digamos que fue una chica la que me colocó a mí en una apurada situación, ¿estamos?

Doug asintió con energía. Le entendía muy bien. Grant procedió a referirle el episodio del asalto de Carol cuchillo en mano, en Grand Bank.

Doug dejó oír una risita.

—Carol ha hecho gala siempre de un carácter muy enérgico. Acuérdate del día en que echó a pedradas de su casa a aquellos tres seudo intelectuales de la Universidad de Arizona…

Los dos hombres soltaron la carcajada. Uno de los tres expulsados había escrito luego un artículo en el que se empeñara en desacreditar al Grupo Teatral de las Colinas de Hunt en general, poniendo en entredicho el talento de Grant en particular. El trabajo había sido publicado por una revista trimestral de Chicago.

—Sucede, sin embargo, que esta vez las cosas han cambiado —puntualizó Grant, frenando el coche para no atropellar a una mujer que avanzaba por la carretera con un gran bulto de ropas en la cabeza—. Yo creo que Carol ha perdido algunos puntos. En serio.

Nunca habían discutido entre ellos, ni reconocido tácitamente, la cuestión de Carol como amante de Grant. Doug, por tanto, no sacó ahora a colación el tema.

—Pues sí… Parece otra mujer. Divaga mucho.

—Tú siempre le caíste bien.

—Es verdad. Y para demostrarle a mi vez el aprecio que me inspira le estoy abonando el diez por ciento de mis ingresos. Era éste un giro relativamente reciente dentro del Grupo Teatral de las Colinas de Hunt, y Grant se había avenido a pagar también el diez por ciento de los beneficios que dejase su nueva obra.

—No sé qué es lo que quiere que haga yo para salvarte —señaló Doug—. No me lo ha dicho todavía.

Grant comprendió de pronto que habían adoptado la actitud de dos conspiradores. Una alianza masculina contra otra de signo contrario.

Doug pareció darse cuenta de lo que pasaba por su mente en aquellos instantes, declarando:

—Mira, Ron… Si pasa algo, si ocurre algo fuera de lo normal, quiero que sepas que estoy a tu lado. En realidad, tú siempre me prestaste más ayuda que ella.

A Grant no le complació mucho que Doug dijese aquello.

—Muy bien, Gracias —repuso.

Habían llegado a los árboles que se encontraban frente a la tienda de Bonham. Grant puso el coche en la sombra, muy grata.

—¿Es agradable la chica? —inquirió Doug sonriendo tímidamente.

Era una pregunta la suya hecha a tientas, acompañada del gesto peculiar con que un hombre muestra a otro una mujer de dudosa conducta. Tampoco fue del agrado de Grant esto.

—Lo es, y mucho —contestó Grant secamente—. Si yo te explicara hasta qué punto asegurarías que he perdido mi capacidad de hombre enjuiciador.

—Bueno. Mejor para ti. Todo lo que sé es que un hombre tiene que vivir —manifestó Doug—. Si le dejan…

—Es lógico —repuso Grant.

Y el tono de conspiración se hizo más fuerte. Seguía sin ser de su agrado la cosa.

Alí vagaba por la tienda, sintiéndose, evidentemente, muy feliz al no hacer nada. Dio la impresión de hallarse muy apesadumbrado ante la idea de tener que emplearse en algo, pero declaró en seguida, con su curioso acento oriental, que no tenía inconveniente en llevarles a donde fuese si el señor Bonham estaba conforme. Grant le dio todo género de seguridades en lo tocante a este punto. Alí preguntó si serían necesarios dos pulmones acuáticos y Grant le informó que con uno se arreglarían.

Doug volvió a hablar de Carol Abernathy por el camino. Si. Se le había antojado una mujer distinta ahora, mucho más nerviosa y estirada. Pero en aquellos momentos la atención de Grant se hallaba ya concentrada en la excursión y formuló escasos comentarios.

Cuando Alí ancló la embarcación en el arrecife, procedió a equiparse. Procedió con un poco de nervios, pero muy orgulloso, por la presencia de Doug. Hizo una entrada en el agua de espaldas, con estilo profesional, lo cual resultaba siempre impresionante. Al mirar al fondo, reconoció el sector, dándose cuenta de que Alí había echado el ancla por las inmediaciones de la cueva de coral que visitara en compañía de Bonham durante su primer día.

Oyó a su espalda el chapoteo producido por Doug, equipado con las gafas y el tubo respiratorio. El hombre nadó para aproximarse a él y en este instante Grant ya había iniciado su inmersión, encaminándose a las verdes arenas del fondo, a dieciocho, a veinte metros.

Sentíase muy a gusto, muy cómodo. Ya en el fondo, se volvió lentamente hacia arriba, para no producir ninguna agitación en la lisa arena, moviendo un brazo en dirección a la lámina plateada de la superficie, desde donde su amigo correspondió al saludo. La primera vez que reconociera el promontorio de coral que albergaba la cueva habíase sentido muy excitado. Recordó el propósito que se había formulado de ir por allí solo. Deslizándose a lo largo del fondo y en torno a la elevación, hizo otra seña a Doug para que le siguiera desde arriba.

No quería penetrar por la estrecha fisura utilizada anteriormente por él y Bonham, si bien un puntillo de amor propio le decía que no podía eludirla. Sabiendo perfectamente hacia donde quedaba la otra entrada, avanzó en dirección a la otra cara del promontorio. Doug le seguía desde la superficie, profundamente intrigado. Si recordaba bien Grant, la entrada en que estaba pensando quedaba a unos cinco o seis metros de la superficie, y cuando creyó haberse situado en la posición correcta inició el ascenso por las caras de la elevación. A los cinco metros y pico de profundidad distinguió la abertura, solamente a varios centímetros de distancia de su cuerpo, hacia la izquierda.

Brillando como brillaban las aguas, sobre su cabeza, sólo distinguía la negra entrada. Pero se acordaba de su interior con toda exactitud. Dio a conocer a Doug lo que se proponía hacer con una serie de señas, mostrándole su reloj de pulsera y cinco dedos, que luego fueron seis. Grant hizo una profunda inspiración después, expulsó un poco de aire y se deslizó por la abertura. Doug correspondió a sus gestos con un encogimiento de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Deslizóse por un pasillo hasta la cueva principal. Por los orificios del techo se filtraba la luz solar, iluminando desigualmente el piso de arena y las paredes del corredor. Recordó que el hongo de coral en que ellos se habían sentado era invisible desde aquella altura, pero después de haber descendido tres o cuatro metros lo vio, muy abajo, sobre el arenoso lecho.

Respirando lentamente, Grant fue hundiéndose, hacia él, diez, doce metros… Todo era muy verde a su alrededor, y frío, y solitario. Todo se veía desierto. Se acordó de todas las catedrales, las iglesias, los edificios escolares en épocas de vacaciones, que había visitado. Sin alterar el ritmo de sus movimientos ni de su respiración, continuó descendiendo. La bajada parecía inacabable. Por último, evolucionó ágilmente por encima del hongo gigante y expulsando un poco de aire para resultar más pesado fue a sentarse en su rugosa superficie. Aquella cueva-catedral no había sufrido la menor alteración. Tenía el mismo aspecto de la primera vez. Pero ahora se encontraba completamente solo.

Con toda suavidad, Grant tiró del cinturón de su bikini hacia abajo, deslizándoselo por las rodillas y luego por las aletas, primero una pierna y luego la otra… Inmediatamente, todo le pareció distinto, más limpio, más bello, como cuando nadaba desposeyéndose del bañador. El agua bañaba libremente todas las partes de su cuerpo, sin excepción. Finalmente, colocó el bikini bajo su cinturón de lastre, para no perderlo. Comenzó a dar vueltas por la cueva, deleitándose más que nunca con la íntima caricia del agua. Luego, descendió suavemente, frotando su cuerpo contra la arena y levantando una leve nubecilla. Fue en este momento cuando al levantar la vista descubrió un enorme mero, que se puso a estudiar con atención. Quedaba a una distancia de seis metros de él.

Era enorme, sí. Debía de pesar de doscientos a doscientos veinticinco kilos. Era el primer ejemplar de su especie que veía por allí. En la boca cabría, seguramente, su cabeza y hasta los hombros, desahogadamente. Y él había leído que en ocasiones aquellos peces atacaban a los nadadores.

Todo esto le pasó por la mente de pronto y sin pensárselo siquiera, instintivamente, sacó el cuchillo que llevaba en la vaina sujeta a una pierna, remontándose un poco para quedar a su mismo nivel, listo para la lucha, convencido de que también podía salir perdiendo en la inminente refriega. No se había provisto de fusil, creyendo que no vería ningún pez. Sin embargo, hasta el fusil parecióle un arma escasamente poderosa para hacerse con una criatura como aquella. Afortunadamente, no tuvo que luchar. Al situarse a su mismo nivel, el gigantesco pez de los ojos perpetuamente sobresaltados giró ágilmente y cruzó la cueva, adentrándose en un oscuro sector que Grant no había explorado. Todo ello sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

Grant se aproximó a la zona cautelosamente, para descubrir que había al parecer allí otra salida. Un largo túnel de poco más de dos metros de diámetro conducía a través del promontorio coralífero sobre un piso que se elevaba y descendía alternativamente. No se distinguía la menor huella de luz de sol en el extremo opuesto y Grant no tenía ganas de explorar aquella parte. Retrocedió, enfundando su cuchillo y poniéndose el bikini. Tenía más de dieciocho metros de agua y de coral por encima antes de salir a la superficie.

Cuando salió por la boca de la cueva, pasando a la parte de agua iluminada por la luz del sol, experimentó una gran satisfacción. Había estado abajo más de nueve minutos y medio. En la superficie ya, nada más emerger, vio que Doug movía nerviosamente ambos brazos, gesticulando.

En la embarcación formuló unas cuantas acaloradas protestas.

—¿Qué diablos estuviste haciendo allí abajo durante todo el tiempo? Yo creí que te habías ahogado.

—Estuve explorando una zona muy interesante —respondió Grant—. Ya te dije que la inmersión duraría seis minutos, por lo menos.

—¡Me dijiste cinco o seis minutos!

—La verdad es que perdí la noción del tiempo.

—¡Hombre, hombre! Me faltó poco para regresar aquí y poner en conocimiento de Alí lo que pasaba.

—No habrías conseguido nada positivo con ello —repuso Grant, sonriendo—. Alí no ha buceado nunca.

Luego, procedió a describir la cueva en que se había introducido, pero no le contó nada en relación con el pez. Pensaba volver allí debidamente armado. Era una cuestión de honor su captura. A su juicio, había incurrido en dos faltas graves. No había penetrado por la hendedura de la primera vez y no había sido capaz de apresar al mero.

No obstante, puso en conocimiento de Bonham el hecho, más tarde. El hombretón hizo una mueca burlona.

—¿Dice usted que descendió en el lugar sin su fusil? ¡Y era la primera inmersión que realizaba solo! Por supuesto, en lo tocante a su valor no me siento nada preocupado.

—No creí ver en aquel sitio pez alguno. ¿Usted no cree que debiera haber vuelto por él?

Bonham, caviloso, se frotó la barbilla.

—Es posible. No estoy muy seguro… Tal vez el pez desapareciera de allí en seguida. Conozco la salida de que usted me ha hablado. De todos modos, esto de arponear una presa en el interior de una cueva es asunto algo complicado. En tales condiciones, el pez avistado puede conducirle a usted hasta cualquier paso estrecho y hacerle saltar, incluso, la boquilla de los labios. La cosa podría resultar peligrosa. Recuerde que en el buceo la decisión que inclina a la cautela es siempre la mejor. Está usted jugándose la vida en estos momentos, no lo olvide —subrayó Bonham solemnemente, con una mirada especial, compasiva, gracias a la cual Grant supo que no creía del todo en lo que le estaba diciendo, que discurseaba en aquel tono porque recurría a los conceptos reservados a los clientes novatos.

Tuvo que contentarse con eso.

—Bueno, Doug, ¿qué te ha parecido todo esto? —preguntó Grant a su amigo mientras se secaban con la toalla, al sol. Doug declaró que había pensado que le gustaría aprender a bucear. Especialmente, tenía interés en contemplar el interior de la cueva de que acababa de hablarle Grant.

—Puedo enseñarte, si quieres —manifestó Grant—. Ahora que conozco los métodos de Bonham podríamos llevar a cabo una prueba en cualquier piscina. Lo haría tan bien como él, seguro.

Doug se tomó bastante tiempo antes de contestar. Se hallaban instalados en la cabina ahora, a la sombra, cerca del volante del timón, con todos los portillos y parabrisas abiertos. Una cálida brisa llevaba de un lado para otro el olor del mar y, ocasionalmente, el del cieno de los pantanos que formaban la parte derecha del puerto.

El tropical cielo se ofrecía a la vista misterioso y peligrosamente invitador. Divisábanse desde allí los esparcidos hoteles, de modernas líneas, que hablaban de licores exóticos, de martinis y de famosas modelos. El «jet» del mediodía, procedente de Nueva York, acababa de aterrizar en aquellos momentos, vomitando su carga de pasajeros en vacaciones.

La pequeña embarcación se mecía suavemente sobre las olas y podían oír el silbido del agua al ser hendida por la proa. Grant sentía el alivio de siempre, el mismo que experimentaba cuando la sesión de buceo de la jornada llegaba a su fin y no se enfrentaba de momento con otra experiencia de igual estilo. Doug contemplaba atentamente una serie de casas y la elevación existente detrás de ellas, así como la vivienda de Evelyn de Blystein.

—¿Y no será demasiado peligroso eso? —inquirió finalmente—. Bueno, no es esto lo que deseaba preguntarte… ¿Resulta fácil el aprendizaje?

—Yo tardé tres días en asimilar las técnicas que mi instructor consideró conveniente enseñarme. Naturalmente, él me supera en muchos aspectos… Yo lo estimo fácil. Ocurre, al principio, que uno se pone muy nervioso. Es lógico.

—Bien. Tendremos que hacer una prueba —manifestó Doug—. Nos aprovecharemos de que estoy aquí y de que todos los elementos se encuentran a mano.

Alí, que había estado preparando el equipo, a popa, se adelantó.

—¿Están ustedes listos para entrar, señor Grant? —preguntó.

—No. Todavía no —contestó el aludido—. Permanezcamos aquí, tranquilamente, unos minutos, ¿eh? Resulta muy agradable…

—Sí que lo es —confirmó Doug.

Abrió una media botella de whisky que sacara de la villa y bebieron, mezclando el licor con un poco de agua. Permanecieron luego en silencio durante unos minutos, atentos a cuanto ocurría a su alrededor, atentos al movimiento de la embarcación, a los juegos de sombras y de luz, a la caricia de la brisa, a los olores del mar y de los pantanos próximos… Entretuviéronse contemplando la línea del muelle, el aeropuerto… A los pocos momentos, el gran «jet» se elevaba vistosamente en el aire y pasaba ahora sobre sus cabezas con un silbante rugido.

—Bueno, yo creo que debiéramos volver ya, ¿no te parece? —dijo Doug, a disgusto—. Todavía tenemos que ganarnos la cena esta noche, ¿no? ¿Qué tendrá Evelyn para cenar?

—No tengo ni idea —repuso Grant, haciendo una seña a Alí para que pusiese en marcha el motor.

A lo largo de los siguientes dos días, Grant se hizo acompañar por Doug cuatro veces, dos mañanas y dos tardes. Visitaron una piscina e intentó enseñar a su amigo lo que sabía, suspendiendo temporalmente sus prácticas. Paso a paso, lo condujo a través de los ensayos rutinarios que viviera con Bonham.

Resultó, sencillamente, que no había manera de que Doug asimilara todo aquello. Dominó las técnicas relativas al empleo de las gafas, retención de aliento y demás, acerca de las cuales ya sabía algo. Pero en lo tocante al empleo del pulmón acuático no hubo nada que hacer. Se las gobernaba perfectamente en la parte menos profunda de la piscina, pero al llegar al extremo opuesto emergía tosiendo y manoteando, muy apurado.

—¡Yo creo que estos inconvenientes son debidos a la condenada forma de mi boca! —decía, irritado—. Haga lo que haga, me entra agua por los labios.

Al tercer día, habiendo regresado ya Bonham de Grand Bank, puso a su amigo en manos de aquél.

Lo de la forma de la boca era, evidentemente, una excusa. Bonham no tuvo mejor suerte que Grant y sus enseñanzas no sirvieron a Doug de nada. En el tiempo que llevaba al lado de Bonham, Grant había oído formular la misma lamentación a cuatro neófitos, uno de los cuales había sido Carol Abernathy. Ninguno de ellos había llegado a aprender.

Carol le había expuesto sus sensaciones al verse equipada con el pulmón acuático, decidiendo entonces que la complicación procedía de la aparición de una especie de claustrofobia submarina, quizás incrementada por el confinamiento determinado por las grandes gafas. Consciente de que sobre ella había un determinado volumen de agua, sentíase impulsada a subir. Cabía la posibilidad de que este temor claustrofóbico, al alcanzar la categoría de pánico, la llevase a relajar los labios, penetrando entonces el agua en la boca. Desplegando no poco tacto, discutió este extremo con Doug, y Doug convino que en la parte de mayor profundidad de la piscina le atenazaba el miedo más horroroso, que le hacía verse como encerrado y oprimido hacia abajo.

Grant no había experimentado aquella sensación nunca, utilizando el pulmón acuático, si bien había sentido otros temores. Normalmente, al verse sumergido y respirando con toda facilidad notaba como si su horizonte visual se dilatara, gozando de la grata sensación de la ingravidez.

—¡Es una estupidez! ¡Porque la verdad es que a mí no me da miedo! —protestaba Doug.

—No se trata de eso, desde luego —dijo Grant, prudentemente—. Pero si atribuimos lo que te sucede a la sensación de claustrofobia, nada puedes hacer. Y eso tiene poco que ver con el miedo.

Doug movió la cabeza, obstinadamente. Hizo la misma prueba en varias ocasiones, siempre con idéntico resultado. Finalmente, tuvo que darse por vencido y renunciar.

—Ya no podré ver nunca, nunca, en lo que me queda de vida, esa condenada cueva de que me hablaste. Esto es lo que más me preocupa —manifestó, desesperado—. Ya no puedo pensar en ello.

Continuó acompañando a Grant siempre que Bonham salía con él, lo cual sucedía casi a diario. Utilizaba el tubo respiratorio para contemplar sus evoluciones y efectuaba alguna zambullida que otra cuando visitaban el arrecife de escasa profundidad. En tal aspecto, hizo grandes progresos. En el buceo libre fue capaz de sumergirse hasta seis metros de profundidad, llegando incluso hasta los nueve, con algún esfuerzo.

Por tal motivo, pudo llegar hasta la entrada de la cueva y asomarse a ésta, pero, desde luego, nada se podía ver sin aventurarse en ella, cosa en la que no cabía ni pensar en sus condiciones. Probó fortuna con el pulmón acuático un par de veces más en una piscina, pero siempre obtuvo el mismo resultado que antes y Bonham le aconsejó que no hiciese la menor intentona en el mar. Su disgusto era grande y se reproducía cada vez que Bonham y Grant volvían de la gran cueva, la cual visitaban de cuando en cuando.

A Grant le fascinaba aquella curiosa cavidad submarina. Bonham, a partir de su regreso, se había hecho de unos cuantos clientes. Habíase dado dentro de la temporada ya una gran afluencia de turistas y la cueva era una de sus «chef-d'oeuvres». Bonham llevaba a todos sus neófitos allí, tan pronto como se convencía de que soportaban la inmersión, y Grant y Doug le acompañaban. Afortunadamente, cuando había por en medio algunos alumnos los desplazamientos costaban menos. Bonham practicaba una buena táctica: favorecía en el aspecto financiero a sus clientes más permanentes, siempre que le era posible.

Grant frecuentaba más que antes el trato de Bonham, debido sobre todo a que ansiaba desesperadamente seguir alejado de Carol todo el tiempo que pudiera. Sucedía, además, que Doug Ismaileh había tomado mucho apego al hombretón, a causa de sus, para él, maravillosas hazañas. Bonham iba mucho por un bar llamado Neptuno, donde en cierta ocasión presentara a Grant dos chicas jamaicanas. Bonham se pasaba la vida en aquel local cuando no estaba con sus amigotes de la población o buceaba, o daba lecciones de buceo. Naturalmente, el bar no tenía ninguna conexión con los Blystein y sus amigos de la clase más elevada. Grant y Doug se entretenían allí bebiendo, junto a Bonham. Los dos amigos conocieron luego a su esposa y visitaron su casa.

La casa de Bonham, que había adquirido a plazos, los cuales, como mucha gente en esta época de pagos diferidos, pagaba con bastantes dificultades, era una vivienda de escasas dimensiones, que constaba de dos pequeños dormitorios, cocina, cuarto de estar y baño. Quedaba en el centro de la población, pero en una calleja de segundo o tercer orden. La casa no era como las que habitaban las gentes blancas de Ganado Bay. Se parecía más a las de las personas de color. Pero Letta, la mujer de Bonham, había sacado el máximo partido de la vivienda y él había hecho construir un «barbecue» americano de ladrillo en el patio, muy reducido. El hombretón había regresado de Grand Bank en compañía de los Finer, los Orloffski y William. Los Finer tomaron inmediatamente el avión de Nueva York. La noche en que Bonham les invitó a ir a su casa, el primer día, a su regreso, se encontraron en ella con los Orloffski, «Mamá» Orloffski y Wanda Lou.

Letta era una chica jamaicana de piel medianamente oscura, menuda, de soberbio cuerpo, que hablaba poco. Parecía lo que era, una maestra de escuela. Los Orloffski no le agradaron mucho, pero los atendió con toda amabilidad. Sin embargo, no era preciso deshacerse en melindres con ellos para que se sintieran a gusto. A los pocos minutos de estar allí daban la impresión de ser los anfitriones más que unos invitados.

Bonham explicó a Grant que la estancia de ellos en la casa no se dilataría mucho. Después de unos días de permanencia en Nueva York, que iba a dedicar a sus negocios, San Finer volvería por vía aérea a Minnesota, desde donde enviaría el dinero inmediatamente. Luego, Bonham y Orloffski se trasladarían a Kingston para inspeccionar la goleta una vez más (Orloffski no la había visto todavía), tras lo cual cubrirían los trámites necesarios para su adquisición. Orloffski tomaría después el avión para Jersey, llevaría el cúter a Florida y éste navegaría hasta «GaBay». Mientras tanto, los Orloffski se buscarían una casa, o un apartamento. Localizada la vivienda, Wanda Lou se instalaría en ella y Bonham y Letta le echarían una mano. Bonham explicó a los dos amigos todo esto en tanto, con los dedos llenos de grasa, preparaba en el patio un asado de costillas. Las costillas resultaron sabrosísimas. Sin embargo, todos bebieron más de la cuenta. Grant observó que Letta no se quedaba atrás en este aspecto, lo cual le sorprendió. Pero, por lo visto, el alcohol que ingirió no bastaba para tumbarla. William se presentó allí también, con su esposa y sus cuatro hijos. En conjunto, habíase reunido en la casa una pequeña muchedumbre.

Tras aquel episodio, los dos amigos iban todas las noches a cenar a casa de Bonham, siendo poco vistos en la villa. La segunda noche, el grupo siguió siendo numeroso, pese a la ausencia de William y familiares. Seis personas eran mucha gente para una casa de las dimensiones de la de Bonham, sobre todo habiendo entre ellas hombres de la corpulencia de Bonham y Orloffski. La tercera noche, Letta no les hizo compañía y cenaron en el Neptuno, corriendo los gastos a cuenta de Grant y Doug.

Resultó que Letta trabajaba como camarera en un restaurante italiano. Eran cinco noches por semana. Quedaban exceptuados de su horario laboral los lunes y los martes, cuando el negocio cerraba para el «week-end». Trabajaba para incrementar los ingresos familiares, naturalmente, harto escasos. Regía el negocio un italiano (ayudado por su esposa, una jamaicana). El hombre había sido «maítre» en uno de los grandes hoteles. Grant había comido en el local, en compañía de Evelyn y los Abernathy, pero no se acordaba de haber visto a Letta. La cuarta noche cenaron de nuevo en casa de Bonham, también sin Letta. Bonham preparó unas costillas a la brasa verdaderamente soberbias. Esas noches todos bebieron más de lo que podía sentarles bien. Esto parecía haberse convertido ya en norma para Bonham, Orloffski, Grant y Doug, por otro lado. Era sorprendente que Carol Abernathy (escudándose en Evelyn) se desentendiera de ellos durante tanto tiempo, sin llegar a formular ninguna queja. Pero lo cierto era que los días pasaban rápidamente. En la mañana del quinto día, a contar del regreso de Bonham, Carol Abernathy se reunió con ellos a la hora del café del desayuno (no comían nada porque preparaban una excursión de buceo), y divulgó su plan para obtener la salvación de Grant por Doug Ismaileh.

Ella empezó a aferrarse a su plan de madre de los más terribles cachorros del país.

—A vosotros dos se os ha visto poco el pelo por ahí en el transcurso de los últimos días. —Carol había bajado a la terraza en que se encontraban ellos, embutidos en sus pijamas y batas. No eran todavía las nueve de la mañana—. Aquí tenemos a dos de los más famosos autores teatrales de América, invitados de honor de Evelyn…, quien no puede contar con ellos para nada. ¿Qué noches pensáis dedicar a su casa? Grant decidió no contestar a aquella pregunta, prefiriendo que se encargara de eso Doug. Su amigo murmuró:

—Ésta noche, por ejemplo, supongo. Llevamos ya mucho tiempo tratando continuamente a ese Bonham…

—Es lo que yo he deducido de las palabras de Evelyn —repuso Carol—, quien, a su vez, se ha enterado de eso por su doncella, la cual lo ha sabido todo gracias a la red telegráfica de la jungla…

El hecho de haber allí un observador, una tercera persona, parecía haberla estirado un poco, como si de este modo recordara mejor su papel verdadero. Ya no se habían dado más alocadas escenas, del tipo de la de Grand Bank.

—Tengo la impresión de que habéis estado bebiendo más de lo que debierais.

Escrutó el rostro de Grant, quien sostuvo descaradamente su mirada.

—Es lo de costumbre, sí —manifestó Doug, sonriendo—. Especialmente cuando nos juntamos.

—Bueno —dijo Carol Abernathy, sonriendo—. He aquí lo que deseaba indicar: resulta que Doug tiene unos parientes en Montego-Bay… ¿No lo sabías? —preguntó a Grant—. Él pretendía visitarlos con motivo de su estancia aquí. Deliberadamente, Grant guardó silencio. Él sabía, todo el mundo lo sabía, desde hacía cuatro años, por lo menos, que Doug tenía unos parientes griego-armenios que explotaban un restaurante y un pequeño hotel en Montego Bay. Procedían de Florida y habían abierto el negocio inmediatamente después de la guerra. Doug hablaba siempre de ellos y se proponía escribir una comedia en la que figurasen sus parientes como protagonistas.

Carol siguió hablando animadamente:

—Creo, en consecuencia, que sería una buena idea que los dos hicieseis ese desplazamiento, permaneciendo allí una semana, poco más o menos. Os evitaréis de paso «conflictos» con Evelyn. Podréis conocer también algunas «firmas» femeninas de la localidad y correros alguna que otra juerga de las buenas. Es posible que este viaje sirva para que Ron olvide a algunas de sus amiguitas de Nueva York.

—Por mí no hay ningún inconveniente —manifestó Doug, mirando a Grant.

—La idea se me antoja estupenda —declaró aquél—. Estoy dispuesto a ponerme en camino ahora mismo, hoy. Cuanto antes, mejor —añadió levantándose.

—Luego, es posible que os sintáis más como lo que sois realmente. Hasta podría ser que os diese por poneros a trabajar de nuevo —agregó Carol, risueña.

Había sido esta una de sus técnicas relativas al «control de la personalidad», por espacio de dos años. Carol sabía instilar una sensación de culpabilidad en el interesado cuando éste abandonaba sus cotidianas obligaciones; sabía hacerle ver qué era el paso del tiempo sin el esfuerzo de la «creación». Daba así solidez a la idea de que ninguno de «sus muchachos» poseía fuerza de carácter suficiente para entregarse a su labor cuando ella no hacía chasquear el látigo sobre sus cabezas. Grant no quería que se saliera con la suya esta vez.

—Lo dudo —respondió fríamente—. No he practicado todavía el buceo en la medida que me propuse al comenzar. —Miró a Doug—. Estaba pensando en que podría llevarme uno de los pulmones acuáticos de Bonham, con objeto de seguir con mis experiencias allí.

—Una buena idea —declaró Doug.

—Son sólo unos ciento veinte kilómetros —dijo Carol—. Podríais hacerlos en una tarde.

—Prefiero ponerme en camino ahora mismo —manifestó Grant—. Ésta mañana.

Nada más decir esto, dejó su servilleta sobre la mesa, encaminándose a su habitación para hacer la maleta. Mientras subía la escalera oyó las voces de Carol y Doug, quienes continuaban charlando. Doug siguió sus pasos poco después.

Alquilaron un coche en la ciudad. Mientras Doug se ocupaba de eso, Grant se hizo con un juego de botellas y un regulador en la tienda de Bonham.

—De acuerdo —manifestó Bonham, sonriente—. Lo pondré en la cuenta. Anda por allí un individuo llamado Wilson, quien posee un compresor. Podrá encargarse de cargar de nuevo las botellas si usted lo necesita.

Media hora después de haber depositado Grant la servilleta sobre la mesa, los dos amigos corrían en su coche por la carretera que bordea la costa, hacia el norte.