XXVIII

Mirando a través de sus lágrimas, Hunt Abernathy vio lo que tenía delante tembloroso y distorsionado, dividido en inciertos fragmentos. Grant y su esposa quedaban atrás. Al doblar la esquina de la zona de estacionamiento de vehículos levantó el pie del acelerador, encaminándose a la salida del recinto lentamente, secándose las lágrimas con el pulgar de la mano derecha. No había querido que ellos le vieran hacer esto. Pero al proceder así se sintió embargado por una fuerte emoción. Abernathy suspiró y sus ojos tomaron a llenársele de lágrimas. No tuvo más remedio entonces que arrimar el automóvil a la acera y detenerse.

Volvió a secarse los ojos pero luego se quedó inmóvil en su asiento, con el motor del coche en marcha, sin decidirse a seguir. Frotó distraídamente la palma de su mano derecha fuertemente contra la empuñadura de la palanca de cambios. Estaba convencido de que Grant se había expresado con entera sinceridad al referirse al fin de la casa de Indianápolis, al fin de su permanencia en Indiana. De otro lado, estaba seguro de que Carol no podía haber evitado ni variado su explosión, aquella de que habían sido testigos los muros del Cottage. La paciencia, la continencia personal, no habían sido nunca los puntos más fuertes de Carol. Su poder procedía de su total apertura siempre a todo, de su falta de inhibiciones, en tanto que la mayor debilidad de él, Hunt, arrancaba de su tendencia a la casi total inhibición. A ella, precisamente, le gustaba decírselo. Lentamente, pisando el embrague, Abernathy movió la palanca de cambios, poniéndola en las posiciones correspondientes a las cuatro velocidades (de la cuarta a la tercera y de la segunda a la primera), continuando el coche inmóvil y con el motor en marcha.

Había sido él, Hunt, quien enseñara a Grant a conducir. También había enseñado a Carol. Día tras día, año tras año, incluso habíase acomodado a su lado (Grant al volante), obligándole a ejercitarse en las maniobras y condiciones más diversas, aprovechando cualquier desplazamiento. Habíale enseñado a no tomar las curvas a excesiva velocidad, para evitar un derrape, para evitar ir a parar a una cuneta o pisar la raya del centro de la carretera.

Y, finalmente, Grant se había convertido en un conductor tan experto como él mismo. Quizá le superara. Habían hecho muchos kilómetros juntos. Y esto había empezado trece o catorce años atrás. Poco a poco, Hunt metió la primera marcha y fue separándose lentamente de la acera, en busca de la calzada. No se desprende uno de catorce años de vivencias y recuerdos sin más. Es lógico que al suceder tal cosa se produzca una conmoción dentro de uno.

El ya familiar paisaje campesino de Jamaica desfilaba ante él, iluminado por la luz de sus faros. Pero Hunt apenas lo veía. Sentíase embargado por una terrible y atormentadora tristeza. El mundo seguía girando y girando inexplicablemente. Nada había, al parecer, capaz de detenerlo. Siempre que se apoderaba de él aquella tristeza, experimentaba la necesidad de beber. Había una botella en la guantera del coche, una botella de whisky. Alargó la mano y la sacó de allí, echando un trago. De haber sido interrogado sobre esto (y aun otras cosas), no habría sabido explicarse. Había sido siempre hombre de escasas palabras. Conocía el vocabulario, el idioma técnico, como ingeniero que era; pero no sabía nada de palabras o frases literarias. Grant era de otra manera. Era su recóndita tristeza la que lo había empujado hacia Grant. En cuanto a Carol… Carol tenía un temperamento confiado; siempre tenía que mostrarse optimista. A diferencia de su marido. Los Abernathy constituían una antigua familia, una vieja familia de muchos medios y gran posición, decadente a causa de ello. Carol suponía una aportación de sangre fresca para el viejo tronco reseco.

Grant procedía de una vieja familia también y quizás en eso radicaba todo. De todas maneras, al llegar al principio a su casa, con aquellas heridas que impulsaran a Hunt y a Carol hacia la bebida (en fin de cuentas se trataba del único remedio de que disponían a mano, ¿no?, el de comer y embriagarse), él había sido distinto. Reflexionó un poco sobre el tema. La mayoría de los hombres que se hallaban en su situación sólo pretendían olvidar, con la máxima rapidez posible. Esto había ocurrido antes de que la guerra hubiese sido liquidada.

Hunt no se acordaba de la fecha exacta en que comenzó a sospechar que Grant se acostaba con su esposa. Debió de haber sido por los días en que ella solía coger el coche para ir a verle a Chicago, probablemente. Ron se encontraba todavía en Great Lakes Station, en el hospital, y sólo podía obtener un permiso de fin de semana por mes. Escribía a Carol muy a menudo. Ahora bien, por aquellos días, Carol recibía cartas de otros muchos jóvenes, de los otros que atendían sus orientaciones. Hunt, desde luego, no se tomó jamás la libertad de abrir ninguna de aquellas misivas. Y ella andaba siempre cogiendo el coche, haciendo viajes para ver a una hermana, o a cualquiera de sus hermanos, localizados en uno u otro campamento del ejército. ¿Cómo podía saber a qué atenerse? Más tarde, alguien le notificó que había visto a su esposa en Chicago. Pero seguía sin saber nada. Carol se trasladaba a Chicago con el menor pretexto, con el pretexto de ir de compras. Le costaba trabajo dar cuerpo, dar firmeza a sus sospechas. Carol no había sido, con nadie, una mujer ardiente en el terreno sexual. Sabía, por supuesto, que se interesaba por el teatro y la literatura, como Grant. Y nada más. Se abstuvo de hacer averiguaciones. Otra gente las haría, quizá, por él.

Más adelante, Grant se había trasladado a Indianápolis, para quedarse en su casa, a raíz de su licenciamiento. Permaneció en ella un mes, o seis semanas, recordó Hunt, y durante aquel paréntesis escribió tres obras teatrales en un acto. Luego se fue a Nueva York, para hacer el último curso de sus estudios. Había sabido inyectar a aquel hogar una dosis considerable de energía. Y era un hombre de menos inhibiciones, incluso, que Carol. Hunt no había conocido jamás a ninguna persona más enérgica. Le chocó el muchacho. Les había hecho reír mucho y a gusto. Muertos sus padres y diseminados los restantes miembros de la familia, la única relación de sangre que sostenía en Indianápolis era la de un primo y su esposa, empobrecidos por el «crash» financiero del 29, como les sucedía a los demás. Aquello fue como si hubiese tenido un hijo en la casa. Desde luego, había sorprendido leves gestos y miradas entre ellos. Una vez. O varias. Hunt tenía que verlos. Pero si los dos dormían juntos, guardaban bien el secreto, se comportaban con toda discreción. No circulaban habladurías, rumores. Todo esto vendría mucho más tarde. Y él, en realidad, no sabía nada. Finalmente, por supuesto, Grant salió para Nueva York. Quizá radicara la verdad realmente en que él no había querido saber

Hunt volvió a alargar la mano, en dirección a la guantera, empinándose nuevamente el frasco de whisky. Los faros le permitieron distinguir las figuras de unas velludas cabras, plantadas sobre unas rocas, cerca de una de las cunetas de la carretera. A poca distancia, divisó otras tres. Los nativos de la isla se dedicaban a la crianza y explotación de aquellos animales. Volvió a beber otro trago de licor antes de introducir de nuevo el frasco en la guantera.

De haber obrado descaradamente, sin el menor disimulo; de haber dicho alguien cualquier cosa sobre aquel asunto, hubiera tenido que tomar una decisión. Pero en tanto que ellos no…

Cuando, tres meses más tarde, llegó a la casa una carta de Grant (una carta más), solicitando de Carol que le hiciese una visita (hallábase entonces él en Nueva York), Hunt decidió, según recordaba, ocuparse de aquel asunto, prohibiéndole el desplazamiento. Carol le contestó que de todas maneras pensaba trasladarse allí. Habíale enseñado la misiva. Nada contenía la misma que revelara la existencia de una relación de tipo amoroso, ciertamente, pero, claro, cabía la posibilidad de que la carta en cuestión hubiese sido preparada para enseñársela. Entonces comenzó a preguntarse si no había ido demasiado lejos en sus sospechas, haciendo que éstas arraigaran en él. No sabía nada realmente. Carol le dijo que Grant trabajaba en su primera pieza larga, una obra en tres actos. Al mismo tiempo, llevaba adelante sus estudios, hallándose al borde de una crisis de salud. Necesitaba su ayuda. Naturalmente, Carol podía valerse económicamente por sí misma, de ser preciso. Ella disponía de algún dinero (no tanto como él, Hunt, por supuesto), a pesar de que había estado descuidando sus personales intereses desde el mismo momento en que empezara a ocuparse de los asuntos teatrales. Hunt siempre había considerado éstos un poco de soslayo; no les había prestado atención. Nada sabía acerca de teatro, ni tampoco sentía interés por documentarse sobre el particular, pero estaba convencido de que de la asociación de una esposa o ama de casa de Indiana con un joven licenciado de la Marina no iban a salir piezas teatrales de trascendencia.

Al final le dio el dinero para que fuera a Nueva York, sin saber exactamente por qué. Probablemente, había reaccionado así por lo que ella dijera: por disponer de medios propios para efectuar el viaje. Si había actuado de aquella manera impulsado por la ilusión de sentirse libre, pronto se sintió desengañado. Aquello de encontrarse solo en la casa cuando regresaba a ella por las noches le resultaba insoportable. Y la primera pareja de amigas dudosas que llevara allí tras la marcha de Carol, empezaron a trabajarlo inmediatamente, nada más enterarse de que la esposa se había ausentado del hogar. Carol estuvo ausente durante tres meses. Luego regresó al hogar, haciendo gala de la profunda amargura que, según sus manifestaciones, le había producido Nueva York, siendo portadora del primer puñado de libros que estaban destinados a engrosar su ya copiosa colección de obras sobre ciencias ocultas. En el transcurso de los dos últimos meses de estudios de Grant hizo dos rápidos viajes por vía aérea, volviendo del segundo con una información inédita: Grant estaba tan desilusionado con Nueva York como con sus estudios. Allí poco o nada tenían que enseñarle ya en relación con el arte de escribir para el teatro. Aspiraba a sacar su título y establecerse en cualquier parte, con el fin de ponerse a trabajar. En consecuencia, Carol le había invitado a regresar a Indianápolis, para vivir con ellos. La casa era grande y la pensión que el Gobierno le concediera no bastaba a Grant para vivir y dedicarse por entero a lo suyo.

Así comenzó la etapa que Hunt había de considerar (y de veras continuaba considerando todavía en aquellos instantes, de vuelta a la villa) la mejor de su vida. Todavía seguía pensando lo mismo, sí, de aquellos tres años, aunque tal vez le habría costado trabajo justificar por qué. Alargó la mano de nuevo hacia la guantera, buscando el frasco de whisky…

Grant resultó ser el compañero que no había conocido jamás a lo largo de su vida. Juntos participaron en numerosas competiciones, oficiales o no, de rugby, de hockey, de boxeo, de béisbol y baloncesto. Supieron lo que eran también las 500 millas de Indianápolis y otras carreras de menor cuantía. Al mismo tiempo, juntos siempre, consumieron una buena cantidad de alcohol. Y es que a Grant le gustaba, con la misma intensidad que a Hunt, el interminable merodeo por los bares. Grant estaba saturado de extrañas y maravillosas ideas acerca de la vida. Esto, al menos, era lo que Hunt se figuraba. Tratábase de ideas que nunca hubieran podido ocurrírsele a Hunt. Acababa de dar fin a su obra teatral en tres actos, que fue rechazada sucesivamente por todos los productores neoyorquinos. Habíala vuelto a escribir hallándose todavía en Nueva York, con idénticos resultados. Pero entonces, una firma denominada «Gibson & Stein» mostró interés por su trabajo, hasta el punto de invitarle a escribirla por tercera vez, de acuerdo con unas sugerencias generales suministradas por los directores de la entidad, quienes estimaban que así podía quedar favorecida. A esta tarea se aplicó Grant nada más volver de Nueva York, utilizando uno de los dormitorios de la planta superior. Trabajaba como un poseído, a razón de seis, ocho e incluso diez horas por día, a lo largo de cuatro o cinco días por semana. Pero el resto del tiempo, las noches y los fines de semana, era un hombre libre, hallándose dispuesto a emprender cualquier «acción» que le fuese propuesta.

Los dos, en los fines de semana, solían trasladarse en el coche a South Bend o a Champaign, en Illinois, cuando no bajaban a Bloomington. Todo dependía del interés de los partidos que se ventilaban en esos lugares. Sólo en la cuestión de las mujeres existía cierta reserva entre ellos. Por una razón desconocida, los dos habíanse mostrado siempre reticentes en este terreno. Hunt no sabía si Grant tenía (o había tenido alguna vez) relaciones amorosas con su mujer, pero se hallaba informado (procediendo tal información de las mismas interesadas) de que él y Grant habían estado acostándose con las mismas golfas. Grant era el amigo que Hunt había deseado tener siempre.

En ocasiones, visitaban las dos fincas campesinas que Hunt heredara de sus padres, las cuales rendían escasos beneficios. Limitábanse a inspeccionarlas, a ver qué era lo que hacían sus ocupantes. Con tal motivo, Hunt enseñaba a su amigo muchas de las cosas de su niñez.

Sus recuerdos se centraban invariablemente en su padre y en su madre. Evocaba la figura del primero, con sus grandes bigotes, y también la pálida y gimoteante de su madre, una auténtica esnob. Enseñaba a Grant el cobertizo en que, más de una vez, su padre le había metido, para atarle a un barril después de obligarle a despojarse de sus pantalones y calzoncillos, con el fin de azotarle despiadadamente en las posaderas con su correa, tratando de hacer de él un ser disciplinado, tratando de hacerle ver la importancia de tomar las cosas en serio. Hallábase atado luego a aquella pareja por sus recuerdos. Había odiado y temido a sus padres. Habíase prometido más tarde que jamás trataría al hijo que nunca le dio Carol como aquéllos le trataron a él. Las palizas recibidas habían sido despiadadas, dejándole marcado. Grant venía a ser la imagen del hijo no nacido para Hunt. Tal era la causa de sus continuas evocaciones del pasado. Hunt hubiera deseado querer Con toda su alma a su padre, pero éste no llegó nunca a darle una oportunidad en ese sentido. El hombre lo convirtió en un individuo solitario, en un recluso virtualmente. La llegada de Grant a su lado vino a ser un tremendo alivio.

De no haber sido por aquel condenado primer aborto, tal vez habrían tenido hijos. Esto era, al menos, lo que siempre habíale dicho Carol. Luego, Hunt ya no los había ansiado, a decir verdad. Ni tampoco ella.

Hunt Abernathy se inclinó hacia un lado, en busca, nuevamente, del frasco de whisky. Ansiaba echar otro trago…

Desde luego, con el éxito de la primera obra teatral y la fama conquistada por su autor, todo cambió, esfumándose la felicidad y la ilusión de aquellos tres primeros años. Grant visitó en varias ocasiones Europa. Los desplazamientos a Nueva York fueron haciéndose más y más largos. A Hunt le importaba un bledo Europa. Y también Nueva York. Sólo cuando Grant estaba de regreso en Indianápolis, trabajando realmente, se veían. Grant había vuelto a escribir la primera obra, tal como «Gibson & Stein» le sugirieran, únicamente para verla rechazada de nuevo. Luego, había estado trabajando dos años, dos años y medio exactamente, en otra pieza, sobre una idea suya. «Gibson & Stein» le indicaron que debía dedicarse a desarrollar la misma, abandonando la anterior obra. De allí salió The Song of Israphael, un éxito. Por esta época, Hunt, que había seguido de cerca los pasos de su amigo, apreciando que se hallaba en posesión de una rara e inquisitiva mente, creía ya en su inminente triunfo, de modo que el éxito en cuestión no le sorprendió.

Pero al regreso de Grant a Indianápolis, después, la vida de ellos ya no discurrió por los mismos cauces, cambiando. Las competiciones deportivas y atléticas de aquel sector del país habían dejado de interesarle. Y las noches de merodeo de bar en bar quedaron reducidas al mínimo. Grant prefería pasar sus horas libres en los cócteles hoteleros, en establecimientos más mundanos que los frecuentados por ellos anteriormente. Sí. Todo cambió entonces.

Delante de él, a la luz de los faros, descubrió el refugio playero. Seguidamente, giró, enfilando el camino de la villa. Todavía echó otro trago más de whisky…

No sabía realmente si Grant había estado unido a su esposa por los lazos amorosos o no. Ésta era la verdad. No lo sabía. Y, en realidad, no quería saberlo a ciencia cierta tampoco. Ahora ya no podría averiguarlo. Ni quería. De repente, soltó una risita. Había recordado de pronto algo, una escena en Indianápolis que databa de varios años atrás. Él había estado bebiendo… Un camionero, un hombretón de recios músculos, se encontraba plantado junto al extremo del mostrador de un bar. El tipo, a quien conocía desde hacía tiempo, que había visto muchas veces en los barrios bajos de Indianápolis, había estado hablando y observando a otro sujeto de robusta complexión, gran bebedor y vividor. Éste, embriagado, contaba a voz en grito algún cuento a los componentes de su grupo, forzándolos a escucharle por influjo de su personalidad, obligándolos también a reír. El camionero de Hunt había estado enumerando sus virtudes, ensalzándolo. Sonriente, en un momento determinado, se volvió hacia Hunt, declarando en tono admirativo:

—Se acuesta con mi querida.

Fue algo así. Hunt había comprendido lo que él quiso significar.

Frente a él se destacaba el edificio principal de la villa. Brillaban todas las luces de las habitaciones correspondientes a la planta baja y algunas de las estancias de la superior. En el momento de apearse del coche, una de las luces altas parpadeó, apagándose. El símil le sorprendió. La desaparición de Grant venía a ser aquello: una luz se había apagado en el edificio, en la mansión de su vida. Le quedarían ya pocas, muy pocas más. Y, pronto, la casa se quedaría a oscuras. Hunt echó un vistazo a la esfera luminosa de su reloj. Eran las ocho y media. Muy complacido, advirtió que era su Hora. Podía entrar y hacerse servir un par de martinis bien cargados antes de la cena.

De todas maneras, esperaba que Grant fuese feliz con su esposa.