XII

Bonham, a quien todo el mundo aceptaba tácitamente por capitán de la embarcación, y quien, en consecuencia, era el que llevaba el timón de gran Evinrude, dirigíase a la famosa «laguna» de Grand Bank.

Finer y Orloffski, deliberadamente, no habían pescado el día anterior, reservándose para aquella jornada. No se trataba de una laguna, sino de una gran ensenada, protegida de los embates del mar por tres pequeñas islas cubiertas de pinos y matorrales. La larga punta que había que doblar para penetrar en la ensenada quedaba todavía a una milla de distancia y llevaban ya una hora casi en el mar, para cubrir tal distancia. Por culpa de Carol Abernaty, el viaje estaba resultando pesadísimo para todos.

—¿Cómo vamos a volver ahora al punto de salida, señora Abernathy? —dijo Bonham—. Necesitaríamos otras dos horas.

Miró inquisitivamente a Grant, quien se encogió de hombros.

—¿Tú qué crees que te pasa? —preguntó aquél a Carol. ¿Sentíase realmente enferma? Grant se descubrió a sí mismo considerando nerviosamente tal posibilidad. ¿Quién era capaz de entenderse con una persona que no estaba en su sano juicio? Él, desde luego, no quería que se muriera, que le pasara nada grave. Sabía, como Bonham, que la herida o la enfermedad, sobre todo en el mar, anula automáticamente todo deseo o plan. Y, desde luego, Carol Abernathy era consciente de esto también.

—¿Qué sientes, concretamente?

—No sé… —respondió ella.

Seguía en el mismo sitio, empuñando todavía el cuchillo de Grant.

—¿Estás mareada?

—No. No me mareo nunca en el mar. No sé qué me ocurre. Pero me siento terriblemente trastornada.

—Bueno, se me ocurre una solución —manifestó Bonham, guiñando los ojos al mirar a lo lejos—. Tenemos delante tres islas. Hay árboles en ellas. Son sitios estupendos para los excursionistas. La dejaremos en una de ellas y así descansará, a la sombra de los pinos. Luego, al regresar, la recogeremos. ¿Qué le parece eso? —inquirió amablemente.

—No sé… —repuso Carol—. Me parece bien. Con tal de que no me suceda nada grave…

Grant, que se sentía muy irritado, ahogó un incontenible deseo de soltar la carcajada. Estaba convencido en aquellos momentos de que todo era una comedia. Todo lo que le pasaba a Carol era que se sentía avergonzada y deprimida. Y necesitaba de la compasión de los demás. Al mismo tiempo, la poseía una gran ansiedad. La verdad era que se sentía tan embarazada ante los demás que hubiese querido tenderse en el fondo de la embarcación, esconderse donde fuese.

—Yo me quedaré contigo, Carol —dijo Cathie Finer, atenta—. Cuidaré de ti. Siempre dispondremos del recurso de hacer una señal a la embarcación en el caso de que te pusieras peor. Ellos no van a estar muy lejos de nosotros.

—No. Yo no quiero que me acompañe nadie —dijo Carol.

—Le dejaremos alguna comida —propuso Bonham.

—Seré incapaz de probar un bocado.

Cuando la proa de la embarcación rozó suavemente la arena de la playa, ella dejó el cuchillo de Grant en un banco, se puso en pie y se deslizó por la borda. El agua le llegaba a los tobillos. Dio unos pasos y seguidamente se quedó inmóvil. Finalmente, vaciló, quedándose tendida de costado. Grant contempló su figura, disgustado y fascinado, a la vez. Ella no hizo el menor movimiento.

Bonham arrojó sobre su cabeza, en dirección a la parte de la arena seca, una bolsa de bocadillos y una botella de agua.

—Voy a quedarme con ella —anunció Cathie Finer—. No sabemos qué le pasa. Podría encontrarse verdaderamente enferma. De todos modos, yo no buceo nunca. Siempre me he limitado a bañarme con el tubo respiratorio y las gafas… ¿Qué más da que me quede?

—Yo también me quedaré —manifestó Wanda Lou—. Me encuentro en las mismas condiciones que tú.

Parecía estar muy afectada.

Grant sabía que la persona más indicada para hacer compañía a Carol era él mismo. Ahora bien, tenía unos deseos locos de bucear. Egoístamente, deseaba desentenderse de todo aquello. Recuperó su cuchillo.

—Pues entonces, ahí va eso —dijo Bonham—. Más bocadillos y unas botellas de cerveza, para ustedes.

Cuando las mujeres se hallaron ya sobre la playa, dio una palmada.

—¡Vámonos ya!

—Sí, ¡ya es hora! —comentó Orloffski, impaciente.

Éste y Finer saltaron por la borda para empujar la embarcación por la proa, liberando su quilla de la arena. Cuando Grant volvió la cabeza, Carol seguía tendida en el agua. Wanda Lou y Cathie Finer se habían sentado pacientemente, a poca distancia de ella. Se encogió de hombros. Todo aquello le importaba un comino realmente.

La «laguna» se abrió de repente ante los expedicionarios. Los cuatro hombres contemplaron la larga playa y las tres islitas, plantadas enfrente, como sus guardianes. El sol se reflejaba alegremente en el agua, que no registraba la menor agitación. E la costa, los altos pinos se movían suavemente, impulsadas sus copas por la suave brisa mañanera. A media milla de las pequeñas islas y a unos cuatrocientos metros de la costa, Bonham arrojó el ancla al agua y exclamó, gozoso:

—¡Ya hemos llegado!

La botella de ginebra pasó de unas manos a otras. Seguidamente, procedieron a calzarse las aletas.

En la más próxima de las islas, donde se habían quedado las mujeres, todo parecía estar en calma.

—Yo no me separaré de usted de momento —anunció Bonham a Grant cuando se estaba poniendo las gafas—. Luego, cuando vea que se mueve con desenvoltura, será otra cosa.

Por fin se lanzaron todos al agua.

Mientras efectuaban los preparativos para la inmersión, Grant había pensado hacer presente al hombretón que él corría con sus gastos de viaje a cambio de sus lecciones de buceo libre. Luego, cambió de opinión. Posteriormente, al contemplar a través del cristal de sus gafas lo que tenía a sus pies, fantásticamente bello, se olvidó de todo, incluso de Carol Abernathy. Hasta donde alcanzaba su vista, en todas direcciones, había una vasta llanura de arena amarilla, totalmente llana. La mayor parte de ella se veía totalmente desnuda. Unicamente divisó una especie de penachos purpúreos que la corriente movía suavemente. Más adelante, localizó, cada treinta o cuarenta metros, montones de rocas que daban la impresión de haber sido cuidadosamente colocadas.

Una más detenida inspección de las mismas le permitió ver que se trataba de promontorios coralíferos, demasiado recientes en su formación para haberse juntado formando un arrecife. A cosa de medio metro, por encima de cada elevación, vio dos o tres meros, que se movían suavemente, manteniéndose en la parte central.

Aquello era como asomarse desde el aire a un primitivo reino. Veía una tierra tranquila, pacífica, un lugar extraño y peligroso, en el que de un momento a otro podía estallar una guerra devastadora, en el que podía darse la huida y la persecución, en el instante más inesperado. Sin saber por qué, Grant creía enfrentarse con una tierra de conquista. Medio bebido como estaba todavía, lastrado por una terrible pesadez, flotando boca abajo, pudo oír el ruido de su respiración, el rumor de su aliento fluyendo por el tubo respiratorio. Entonces experimentó una impresión de peligro.

Bonham, a su lado, le tocó en un hombro. Levantando la vista, Grant sorprendió en él, en su gesto, la actitud del que muestra, orgulloso, a un amigo una obra de arte. Grant hizo un vigogoroso gesto de asentimiento. Los dos llegaron a la superficie al mismo tiempo.

—Hasta la parte alta de las rocas hay treinta y seis pies; hasta la arena, cuarenta y tres —manifestó Bonham, no bien se hubo quitado el tubo respiratorio.

Grant levantó la cabeza torpemente.

—Pero ¿qué están haciendo? —inquirió con algún trabajo. Bonham se le acercó.

—¿Que qué están haciendo? ¿Cómo voy a saberlo yo? ¿Y qué más da? Esos meros están ahí casi siempre igual, en pleno día. —Hizo una inspiración—. Fíjese bien.

Se tendió en la superficie del agua, efectuando varias inspiraciones profundas: «hiperventilando». Ya le había explicado esto a Grant. Luego, se sumergió moviendo armoniosamente las piernas, con facilidad. Llevaba el brazo izquierdo echado hacia atrás, con la palma de la mano mirando arriba, y había extendido el otro, el correspondiente al fusil. A una profundidad de veinte pies, quizá, Grant le vio avanzar la mano izquierda hacia las gafas y despejarse los oídos.

A seis o siete pies de dos meros que descansaban sobre un promontorio, sus piernas se quedaron inmóviles, esperó dos o tres segundos y disparó sobre el ejemplar de mayor tamaño. A continuación, se elevó. La luz del sol brillaba en el cristal de sus gafas y el pez se agitaba alocadamente al final de la cuerda y el arpón. Con el corazón en la boca, emocionado por la belleza del espectáculo, Grant se dijo que no había contemplado nunca nada semejante. Aquello era como una escena de ballet, desarrollada en un medio sin gravedad. La figura del buceador era más esbelta y hermosa que cuando llevaba sobre la espalda las voluminosas botellas.

Nada más sumergirse Bonham, Sam Finer tocó a Grant en un costado, estirando un brazo, excitado, para señalarle la escena submarina. Estaba usando de nuevo su «Scott Hydro-Pak» (se hallaba todavía en su primer juego de tanques) y respiraba, de momento, a través del «economizador de aire», parecido al tubo respiratorio, situado a un lado de la mascarilla, que le cubría todo el rostro. Era portador de la pequeña «Minox» que Bonham y William repararan para él, la noche anterior. Con la otra mano sostenía su fusil.

Grant le había dedicado una mirada de cumplido, en su afán por no perder el menor detalle de la zambullida de Bonham, pero en el instante en que el hombretón emergía, unido por la cuerda a su pez, siempre girando, Finer tocó a Grant en un brazo.

—Es estupendo, ¿verdad? —dijo con una voz que sonaba extrañamente dentro de la mascarilla, extendiendo de nuevo su brazo.

Grant asintió.

—¿Ha visto usted algo semejante antes de ahora? ¿A que no? ¡Qué vida, amigo! Bueno, nos veremos más tarde.

Finer se alejó de él.

—Bien. Le toca probar suerte a usted ahora —dijo Bonham, que regresaba de dejar su pez en la embarcación, cerca de ellos.

Grant miró abajo. El otro mero, que había desaparecido al disparar Bonham sobre su compañero, ocupaba ahora, exactamente, la misma posición que anteriormente, en el centro del promontorio coralífero. Manteníase allí calmosamente, mediante leves movimientos de sus pectorales, como si no hubiese sucedido nada.

Grant empezó a «hiperventilar».

—No. Ése ejemplar, no —dijo Bonham, a su lado—. Puede mostrarse receloso ahora. Lo dejaremos para más tarde. Escoja otro promontorio.

Grant asintió, dirigiéndose a otra elevación, por encima de la cual se movía otro mero serenamente, como si no hubiese advertido la presencia de los humanos, de aquellos seres que acababan de invadir sus dominios. Mirándole, ansiando sobre todas las cosas del mundo llegar hasta él y atravesarlo de un arponazo, Grant perdió todo sentido del tiempo. Tuvo que hacer cuatro intentonas antes de considerarse en posición de disparar con probabilidades de éxito, y cuando apretó el gatillo de su fusil se encontraba tan nervioso que erró el tiro. El arpón pasó a medio metro del mero. Bonham, pacientemente, le hizo una seña para que se dirigiera a otro promontorio.

—Más tranquilo, Grant —aconsejóle Bonham, a su lado, flotando con toda naturalidad mientras pronunciaba su discurso—. No mueva las piernas con tanta rapidez. No se desplace tan de prisa. Tómese todo el tiempo que le haga falta. Dispone de él de sobras. No se asuste por nada. No quiero pánicos, ¿eh? No es la falta de oxígeno lo que hace que usted ansíe respirar. Es el exceso de dióxido de carbono lo que hace que su diafragma se mueva así. ¿No se acuerda de cuando le obligaba a permanecer abajo, en la piscina, hasta que usted no podía resistir más, haciéndole luego dar la vuelta y nadar por debajo de la superficie, atravesando aquélla? Procure descansar más cuando hiperventile. Nada de brusquedades. Descanse. No es peligroso, relájese más.

Estos comentarios parecían repetirse hasta el infinito en los oídos de Grant. Los dos hombres se desplazaron hacia otra elevación.

A veinte pies de profundidad, por vez primera, los oídos comenzaron a dolerle y entonces se detuvo para despejárselos. Perdió por tal causa una oportunidad. Grant dio unas cuantas patadas y tuvo que regresar a la superficie.

Durante el segundo intento había esperado ya que se le presentara el problema de los oídos y mientras se ocupaba de ellos cotninuó moviendo rítmicamente las piernas y descendiendo. Sin embargo, al darse cuenta de la distancia que le separaba de la superficie del agua, su corazón empezó a latirle con fuerza, se notó de pronto sin aire en los pulmones y tuvo que emerger inmediatamente.

No supo cuántos promontorios inspeccionó antes de que, finalmente, lograra cazar un pez. Dos o tres, probablemente. Y cuando consiguió su objetivo, al girar, exaltado, loco de alegría, para dirigirse a la superficie, pensó por un momento que su víctima lo había sujetado al fondo. Frenético, nadó en dirección contraria a la que le convenía y, efectivamente, quedóse como retenido.

Consideró rápidamente la conveniencia de abandonar el arma, pero se dijo que su acción le avergonzaría. No quería pasar por eso. Recordó los consejos de Bonham, esforzándose por conservar la serenidad, por no asustarse, por no incrementar su dosis de dióxido de carbono. Accionó con soltura, rítmicamente, las aletas, en los extremos de sus piernas, y fue elevándose lentamente. Notaba los fuertes tirones del pez. Muy lejos, por encima de su cabeza, mientras su pecho se agitaba, incontrolable, controló la ondulante superficie del mar, que reflejaba la luz solar, estimándola una especie de cielo cuya belleza no había soñado jamás. Cuando su cabeza emergió y él expulsó bruscamente el tubo respiratorio, y se quedó flotando, respirando tranquilamente, tuvo la impresión de que acababa de regresar a la Tierra Prometida. A doce pies, por debajo de él, su presa describía círculo tras círculo, lentamente, retenido por el arpón, sujeto a su vez a la cuerda del fusil.

—Eso es —comentó Bonham a su lado—. Ha sido una inmersión muy buena. Ése mero no pesará menos de seis kilos. Grant sonrió complacido, abriendo mucho la boca para respirar a sus anchas.

Bajó la vista, contemplando su trofeo con orgullo. La sensación de haber realizado algo, algo que ni él ni su cuerpo habían querido hacer, le proporcionaba una alegría de matices inéditos.

—Estos animales le retienen a uno…

—Los grandes de verdad son los que hacen eso en todo el sentido de la palabra —dijo Bonham. Mirándole sonriente, agregó—: ¿Qué me dice? Se siente uno a gusto, ¿eh?

—¡Ya lo creo! —Ésta vez, Grant levantó la cabeza completamente por encima del agua—. ¿Dónde está la embarcación? Voy a…

Bonham le atajó.

—Queda demasiado lejos. Verá… —Desprendió de su bañador un trozo de cuerda fina—. Si nos dedicamos a visitar la embarcación cada vez que saquemos algo perderemos tontamente el tiempo. Fíjese en lo que yo hago.

Grant levantó la vista, no acertando a divisar la embarcación al principio. Finalmente, la vio agitarse, al impulso de una pequeña ola. Estaba a doscientos cincuenta metros de distancia, por lo menos.

Le poseyó en aquellos momentos una sensación de soledad que le produjo un escalofrío. Consultó su reloj… ¡Llevaba en el agua cuarenta y cinco minutos!

Nadando sin aletas ni tubo respiratorio, lo más que había estado él antes en el agua habían sido quince minutos. Y ello porque había cubierto, con motivo de un «test» de salvamento de la Cruz Roja, los cien metros. Recordaba haberse sentido entonces exhausto.

Se encontraban todavía al comienzo… Desplazáronse de un promontorio a otro. Grant no cesaba de sumergirse y emerger. Bonham repetía, incansable, su discurso, una y otra vez.

—Conforme —dijo Bonham por último—. Ahora voy a dejarle, para que practique solo. —Llevaba en su cuerda tres peces de Grant. Sacóse otro cordón del bañador y se lo entregó a Grant—. Aquí tiene eso, por si quiere seguir pescando. Me veo obligado a dedicar algún tiempo a Sam, por causa de la cámara. Además, Sam no es tan bueno como para desentenderse de él mucho tiempo. Y pretendemos conseguir unas cuantas fotografías de calidad. Nosotros andaremos por ahí —añadió señalando hacia el suroeste—. Usted muévase por las inmediaciones.

Grant sintió un escalofrío al pensar que iba a quedarse solo.

—¿Dónde para Orloffski?

—Por ahí también, me figuro. Bueno, ya ha visto usted lo que hay que hacer en líneas generales durante la pesca submarina…

Grant asintió. Bonham le había enseñado, por otro lado, la manera de coger los peces para poder barajarlos bien: introduciendo los dedos por los huecos de los ojos, exactamente igual que si fuesen las esferas del juego de bolos. El dolor que sentían les llevaba a ponerse rígidos y a suprimir todo movimiento. Seguidamente, había hundido su cuchillo en la cabeza del pez de turno, afectando a su cerebro. Había abierto una agalla con el índice para mostrar a Grant los afilados elementos que hacían imposible la sujeción de aquellos animales por tal sitio.

Grant pensó que allí no se desperdiciaba ni un sólo minuto. A cada paso aprendía cosas nuevas. Sacó la cabeza del agua, quitándose el tubo respiratorio para preguntar a su amigo:

—Bueno, y esto de llevar uno consigo las presas que vaya logrando, ¿no es peligroso? Estoy pensando en los tiburones…

—Sí, yo creo que sí —respondió Bonham, encogiéndose de hombros, irritado—. Pero no se preocupe. Me haré cargo de ellas. Y si no quiere pescar más, no pesque. Hemos conseguido más de lo que somos capaces de comernos. Vaya acercándose poco a poco a nosotros. Es posible que veamos por ahí algo interesante.

A continuación Bonham desapareció. Todo sucedió de la manera más natural y sencilla del mundo.

Durante un buen rato, Grant permaneció flotando tranquilamente, mirando a sus pies, moviendo acompasadamente sus aletas, lo suficiente tan sólo para mantenerse bien orientado. Aquel mundo azul y verde que contemplaba era fantástico, muy bello. De esta forma, teniendo fuera del agua solamente la nuca, respirando lenta y fácilmente a través del tubo, sintióse completamente relajado.

Al cabo de unos minutos empezó a desplazarse desde un promontorio coralífero a otro, haciendo inmersiones espaciadas, sin intentar atacar a ninguno de los peces que veía. Era la primera vez que se encontraba realmente solo en el mar y esto le proporcionó una sensación peculiarmente satisfactoria. Comenzaba a sentirse a sus anchas, seguro, familiarizado con el medio. Probó a recordar cuándo había experimentado una sensación parecida antes y descubrió que había sido en su casa, una construcción grande y de muchos años, cuando todos se marchaban y se quedaba vacía.

Sí. Aquello le había pasado cuando estaban fuera sus padres, su hermana, sus dos hermanos mayores. Su madre, por ejemplo, se ausentaba con frecuencia, para asistir a cualquiera de las muchas reuniones que frecuentaba, concertadas por los clubs femeninos a que pertenecía. Él volvía del colegio… ¿Qué edad tendría entonces? ¿Diez, doce años? Al regreso del colegio comprendía que iba a estar solo durante varias horas. Empezaba por pasearse por las viejas y grandes habitaciones, quietas, silenciosas; discurría por los pasillos, se metía en la cocina visitaba el comedor (con su mesa grande y ovalada), el saloncito del centro, en el que su madre les permitía entrar, y el de la fachada, de acceso prohibido… «Cuarto de estar número 1» y «Cuarto de estar número 2», llamaba a aquellas estancias sarcásticamente el padre. No se perdía ninguno de los dormitorios de la planta superior, ni sus cuartos de baño. Y notaba que en medio de aquel silencio, de aquella soledad, cada objeto, cada espacio, el aire y la luz misma, aparecían a sus ojos como cosas nuevas y extrañas, como cosas que no hubiese contemplado nunca. Veíalo todo, mirábalo todo con un especial e íntimo contento, con una satisfacción peculiar. Así era la que sentía Grant, aproximadamente, en el mar en aquellos momentos.

Pero llegó luego la hora de la dignidad y esto lo cambió todo. Era preciso que pescara algo. Tenía que arponear un pez y llevarlo después consigo. Si Bonham, y «Mamá» Orloffski, y Finer, eran capaces de ir de un lado para otro con sus promesas colgando de ellos, él también podría hacer lo mismo. Todos los libros de pesca submarina que había leído prevenían a los practicantes de la misma contra eso. Resultaba peligroso. Tal hecho suponía una invitación para los tiburones. Algunos tiburones olían las víctimas a una milla de distancia, a dos, decían los libros. Esto ocurría en la marea baja y Grant no sabía si la marea estaba subiendo o bajando siquiera. No se había acordado de preguntárselo a Bonham. Bueno, era igual.

Una vez hubo escogido el más grande de los meros que quedadan a su alcance, se situó sobre él, «hiperventiló» exageradamente y se sumergió, iniciando el descenso.

Resultó ser aquella la mejor de las zambullidas que había hecho hasta aquel momento, con o sin pulmón acuático. Fue casi perfecta. Descendía batiendo las piernas rítmicamente, de un modo clásico, igual que si se hubiese deslizado por una superficie engrasada. Vio cómo el gran pez iba quedando más y más próximo a él y experimentó la impresión de que disponía de tiempo de sobras para operar.

El mero descansaba a cosa de medio metro del promontorio coralífero, por encima de él. Esto significaba que se hallaba a… ¿a unos diez metros de la superficie? Inmóvil ahora, esperó, calculando el ángulo de entrada del arpón, para un golpe que afectara al cerebro de su presa, desde atrás y por arriba. Entonces apretó el gatillo…

El pez se estremeció, quedándose a continuación quieto. Grant se movió, deleitándose en sus desplazamientos, iniciando un lento ascenso, observando cómo la inquieta lámina, siempre inquieta, de la superficie iba a su encuentro. Era, al menos por el tiempo que fuese capaz de retener el aliento, un hombre libre, ingrávido, libre de todo género de ataduras, recreándose en tal pensamiento. Lamentaba que el proceso del ascenso fuese tan rápido. Cuando su cabeza emergió sintióse, erróneamente o no, un hombre distinto.

Pero luego, la ansiedad retornó a él. El pez estaba muerto y habiéndole entrado el arpón por la cabeza no arrojaba apenas sangre. Sin embargo, se notaba nervioso. Mirando constantemente hacia la derecha, hacia la izquierda y a su espalda, se hizo con el arpón, quedando colgada la presa del cinturón de cuero de su bikini. Seguidamente, empezó a nadar en la dirección requerida, en busca de Bonham. Continuaba echando vistazos a su alrededor. No quería ni pensar en la posibilidad de que se viese obligado a desprenderse de su presa… Grant prosiguió nadando, sintiéndose más solo que nunca. Periódicamente, escrutaba todo lo que quedaba a sus pies.

Antes de que hubiese cubierto una gran distancia, observó que ya no se veían meros flotando sobre los promontorios coralíferos. Como a una señal convenida, todos habían desaparecido. Sintióse profundamente alarmado, por el hecho de no saber a qué atribuir aquel fenómeno. ¿Acababan de irrumpir en aquel sector algunos tiburones? Luego, frente a él, por la parte de la costa, donde terminaba la zona visible, vio una sombra débilmente azul que descendía. Oprimiendo con fuerza su fusil, que prácticamente no valía nada como medio real de defensa, avanzó hacia aquel punto. Entonces, descubrió que se trataba de Orloffski.

Orloffski llevaba pendiente de su cinturón muchos peces, tantos que Grant se quedó asombrado. No sabía cómo podía nadar con aquel lastre. Y se estaba lanzando sobre otra probable víctima. Grant observó, fascinado, su preciso disparo sobre el pez de turno. A continuación, emergió, agregando la presa a las otras, con la naturalidad del hombre que en tierra va cargando parsimoniosamente un vehículo auxiliar. Tanta codicia disgustaba a Grant. Pensó que estaba asistiendo a la actuación de un tipo representativo de los hombres que destruyeron los bosques y las manadas de búfalos de América. Orloffski no le había visto y continuó nadando, en busca de más presas. Grant le dio la espalda y siguió buscando a Bonham.

Miraba hacia atrás de vez en cuando, como antes, de acuerdo con las instrucciones recibidas, para asegurarse de que no lo seguía ningún tiburón hambriento. Aquellas condenadas gafas que había que utilizar limitaban forzosamente la visión por los lados. Eran como las anteojeras de las caballerías.

Durante uno de aquellos rápidos movimientos de cabeza, su mirada se paseó por las tres islitas del lugar. En la más cercana a él se encontraban Carol Abernathy y las otras dos mujeres. Esto hizo que pensara en ella brevemente, por unos segundos. Pero sólo por unos segundos.