XXXI
La llegada de Doug no sirvió para mejorar sus relaciones. Más bien para producir un efecto contrario, ya que Doug llegó no en compañía de su nueva amiga, ya anunciada, y de la que hablara con tanto entusiasmo por teléfono, sino de Al Bonham. Todo se desarrolló casi como durante la primera aparición en el Crount. A Grant le asaltó la fantasmal impresión de haber vivido algo que se repetía con toda exactitud. Los dos se apearon del que podía ser el mismo taxi y se plantaron en la misma escalinata, por el mismo orden. Sólo la comida, ya tarde, en la terraza, constituyó algo distinto. Ben e Irma continuaban allí, pero la autora de comedias musicales y su esposo, de los que tan amigos se habían hecho, habíanse ausentado. Sus puestos estaban ocupados por la estrella teatral y el astro de la pantalla cinematográfica. También estaba presente Jim Grointon. Jim Grointon iba siempre con ellos ahora, dondequiera que estuviesen. Únicamente faltaba de su lado por la noche, cuando Grant y Lucky se acostaban.
Lucky se conducía decorosamente con Doug y Bonham. Hacía con ellos lo que con Jim, Ben, Irma, el astro de la pantalla y su esposa… Cuando había gente a su alrededor, era la esposa y compañera perfecta, la amiga, incluso. Y dejaba de ser todo eso nada más se quedaba a solas con Ron. Todo parecía indicar que Grant se iba a pasar el resto de su vida de casado así como muchos hombres que él conocía. Estaba empezando a cansarse de aquello. Ahora bien, parecía no existir ninguna fórmula de acercamiento eficaz a su esposa. Ni siquiera podía hablar con Lucky de aquello.
Resultó que Bonham tenía muchas noticias que comunicarles… Una vez Doug terminó de explicarles el asunto de su nueva amiga y los motivos de que no le hubiese acompañado en aquel desplazamiento. Lo primero que dijo Doug al llegar a lo alto de la escalinata, tras haber sido presentado al astro de la pantalla y a su esposa, fue lo siguiente:
—¿Sabíais vosotros que Pat Wright era una lesbiana?
Doug sonrió, arrugando el entrecejo.
Los ojos de Lucky brillaron al mirar a Grant de reojo.
—Digamos que lo sospechábamos —respondió.
—¡Tuvo un «affaire» amoroso con Evelyn, santo Dios! —exclamó Doug—. ¡Estuve a punto de caer en una trampa así!
—¿Qué tal? —añadió con la más encantadora de sus sonrisas, dando la vuelta a la mesa para estrechar la mano del astro de la pantalla—. Hace mucho tiempo que admiro su trabajo en el cine.
Pat Wright, sin embargo, nada tenía que ver con su nueva amiga. Tampoco estaba relacionada aquélla con la ausencia de ésta. Su amiga era una joven casada, muy rica, de Connecticut, cuyo padre ocupaba como abogado un alto puesto en el Tribunal Supremo, en Washington. Viajaba con una amiga ella, a su vez, también casada. Ninguna de las dos pensaba en el divorcio. Simplemente: habían querido apartarse durante una temporada de sus respectivos maridos, decidiendo pasar unas semanas en «GaBay», en el West Moon Over. Ella y Doug se habían entendido desde el primer momento de conocerse. Al final se había echado atrás, decidiendo no acompañarle por no dejar sola a su compañera.
—Ha sido una pena —comentó el propio Doug, sonriendo en dirección al astro de la pantalla y su esposa—. Era un plan extraordinario, de lo más mundana que puede darse… —Volvióse hacia Lucky—. No obstante…
Terminó por encogerse de hombros.
Bonham había guardado silencio cortésmente, esperando a que Doug acabase su discurso. Su información versaba, naturalmente, sobre la goleta, sobre el Naiad. Iba a quedar terminada la embarcación antes de la fecha prevista. En realidad, los trabajos emprendidos a su bordo estaban ya finalizando. Ésta era una de las razones motivadoras de su desplazamiento: tenía que echarle un vistazo. Otro motivo era la necesidad de ver a Grant. Para tratar de lo relativo al crucero. A causa del adelantamiento producido en las obras y por la presencia de Grant en Kingston, habíase puesto en contacto con Sam Finer, en Nueva York, con el que hablara del crucero inaugural. En el mismo figuraban como invitados Grant y Sam, en compañía de sus esposas. Y por esto había sido idea de Bonham, si gustaba a los demás, comenzar el viaje allí, en Kingston, tan pronto el buque estuviera a flote. ¿Por qué ir a «GaBay» primero?
Tenían que comprenderlo… Su intención había sido, en este crucero inaugural, llevar el Naiad a las Islas Nelson, controladas por los ingleses, que formaban un pequeño grupo, quedando a medio camino, aproximadamente, entre Pedro Bank y Rosalind Bank, hacia el continente hondureño. Éste se hallaba a unas noventa y dos millas náuticas de Ganado Bay y a 165 de Kingston, vía las Pedro Cays. ¿Por qué habían de navegar hasta «GaBay» y luego recorrer de regreso esta distancia extra?
Las Nelson, que Bonham visitara unos años atrás, eran un paraíso para la pesca submarina. Además, la gente vivía allí por todo lo alto. Muchos hombres ricos de las Bahamas, así como algunos millonarios americanos, poseían casas de invierno en aquellos parajes. Sí. Era el punto de arranque ideal para su primer crucero. Bonham había hablado de todo ello con Sam Finer, el día anterior, por teléfono. Finer se había mostrado de acuerdo con todo lo que él le indicara. Suponiendo que Grant no tuviese nada que objetar (Bonham había notificado a Sam lo del préstamo de Ron a la sociedad), Finer y Cathie se trasladarían por vía aérea a Kingston, donde estarían un par de días, alojándose en el Crount, e iniciarían su viaje desde dicho punto. Serían, pues, seis: Bonham y Orloffski como tripulantes; Finer, Cathie, Grant y Lucky.
Ahora bien, el Naiad podía alojar a ocho personas cómodamente, si utilizaban el salón como doble camarote. Bonham y Orloffski se instalarían a proa. Bonham se había tomado la libertad de pensar en dos huéspedes de pago. ¿Por qué diablos no habían de sacarle algún dinero al espacio sobrante? Finer se mostró conforme. Los huéspedes de pago serían un cirujano de cerebro de Baltimore y su amiga. A los dos les había enseñado a bucear Bonham dos años atrás. Se hallaban en Ganado Bay, pasando unas vacaciones. El cirujano tenía que estar de vuelta en Baltimore el día doce del mes siguiente. Podían, por consiguiente, salir de allí en un plazo de dos semanas, visitar las Nelson, pasar siete días, o diez, incluso, dedicados a la pesca submarina y a la exploración de las pequeñas islas del grupo y regresar a «GaBay» el día 10 o el 11, para que el doctor cogiera el avión a tiempo. Se suponía siempre, desde luego, que esto se acomodaba a los planes de Grant. Éste y Lucky se quedarían en el Crount, ahorrándose los gastos del desplazamiento a Nueva York y la vuelta. Si Grant se mostraba conforme… Eso encajaba también con el proyectado viaje a las Morant Cays, señaló cuidadosamente Bonham, dirigiendo una mirada significativa a Jim. Pero, sea lo que fuere, Bonham intentaba que Grant, así como Sam Finer, participasen en el viaje inaugural… a las Islas Nelson. Sería una excursión magnífica.
—Tienes razón, muchacho. La excursión es estupenda —manifestó Ben Spicehandler, entusiasmado—. Lo que daría yo por poder ir con Irma a las Nelson. He leído muchas cosas acerca de estas islas.
Lentamente, a continuación, apareció en los ojos de Bonham la mirada «comercial» que Grant había sorprendido tantas veces en ellos anteriormente. Se notaba tan claramente como cuando un velo se corre ante una luminosa ventana.
—La verdad es que a bordo de nuestro barco podría viajar muy bien otra pareja —declaró Bonham—. Lo malo es que la pareja en cuestión tendría que dormir en el alojamiento de los tripulantes, en el que el espacio disponible es reducido, más reducido que en los otros. ¿Les molestaría eso? —Bonham sonrió al tiempo que su gran pecho y su vientre se dilataban poco a poco—. Sin embargo, yo no encuentro dificultades a la hora de dormir y descansar…
A Ben le brillaban mucho los ojos. Unos segundos después todavía eran más brillantes. Miró a Irma. Irma sonrió, bajó la cabeza, se encogió de hombros y dejó oír su risa, como un cacareo.
—¿Qué te parece, Irma? ¡Sí, sí! ¡Nos incorporamos a la expedición!
—Pero, bueno, ¿dónde se van a instalar usted y ese hombre…? ¿Cómo se llama? ¡Ah! Orloffski —inquirió Ben.
—Nosotros dormiremos en cubierta —repuso Bonham, cuya mirada resultaba más «comercial» que nunca.
—¿Y si llueve?
—Nosotros dormiremos en cubierta —repitió Bonham.
—¡De acuerdo, entonces! —exclamó Ben—. ¡Con toda seguridad que nos uniremos a ustedes!
—Eso está hecho —corroboró Bonham—. Trato cerrado.
Había mejores noticias todavía, manifestó Bonham. Sam Finer había dicho que quizá se decidiera a aportar otra suma de 10.000 dólares a la sociedad.
—¡La noticia es magnífica! —exclamó Grant, excitado—. ¡Estupenda! Esto significa que todo queda en orden, que habrá dinero, que se va a contar con lo que haga falta.
Bonham asintió.
—Exactamente. Podremos devolverle el importe de su préstamo. Nos encontraremos en condiciones, además, de asegurar el buque. Y lo que yo me imagino es que buena parte de su atención hacia nosotros arranca del hecho de habernos hecho usted su préstamo.
—¿Quiere usted decir que el barco no está asegurado? —preguntó Lucky.
—Lo inspeccionaron en el astillero —replicó Bonham—. El buque cuenta ya algunos años, ¿sabe? Los costes de las pólizas fijados por la compañía aseguradora son demasiado elevados. No quise pagarlos… ¡No podía pagarlos! Ahora las cosas han cambiado. Antes era distinto…
—¿Quiere usted decir que vamos a cubrir una distancia de doscientas millas, regresando a continuación, dentro de un período de tiempo de siete días, en un barco que no puede ser asegurado? —inquirió Lucky.
—El buque será asegurado —la corrigió Bonham—. Lo que pasa es que la compañía pide mucho dinero. De todos modos, eso no puede constituir ya un motivo de preocupación.
—Pero ¿qué es lo que le pasa al buque para que los aseguradores fijen pólizas de tan elevado coste? —quiso saber ahora ella.
—No le pasa nada —replicó Bonham, paciente—. Se trata, concretamente, de que no es una embarcación nueva, como ya le he dicho. Sin embargo, reúne unas condiciones para la navegación tan buenas como cualquier otra de su tonelaje de las que andan por todos los mares del mundo. Puede confiar en mi palabra.
—¡Yo sí confío! —exclamó Ben, entusiasmado.
Lucky no dijo nada ahora. Ya no volvió a tocar aquel tema, de momento. Pero más tarde, hallándose en la «suite», tornó a aludir a aquella cuestión.
—Pero ¿es que tú esperas que yo me aventure a viajar en un viejo buque que ni siquiera puede ser asegurado? —preguntó a su marido.
—Yo sí pienso embarcar —declaró Grant—. Y no será tan grande mi locura cuando Ben e Irma piensan hacer lo mismo.
—Ésa gente no anda bien de la cabeza —manifestó Lucky—. Yo, desde luego, no participaré en ese crucero. Me quedaré aquí, en el Crount, esperándote.
Grant reflexionó unos segundos antes de contestar:
—Mira, Lucky: tú, en realidad, vas ya camino de participar en un viaje con Jim y Doug a las Morant Cays… Y con un capitán que ni siquiera conocemos.
—Es posible, pero preferiría quedarme aquí —respondió Lucky.
—No lo entiendo… Nosotros sabemos quién es Bonham. Sabemos que es un hombre en quien se puede confiar. Si él dice que se puede navegar en ese buque, hay que tomar sus palabras al pie de la letra.
—A mí no me inspira ninguna confianza —dijo Lucky, extrañamente irritada—. Nunca me la inspiró. Es un individuo que parece tener cierta misteriosa propensión a los accidentes.
—Tú no te opusiste a que desarrollara en su compañía actividades submarinas de carácter muy arriesgado.
—Se trataba entonces de bucear. Esto es ya otra cosa. No cuentes conmigo, Grant.
—Ya hablaremos de eso más adelante —manifestó Ron, tendiéndose en su lecho, sin recibir un beso, sin ofrecérselo siquiera.
No tardó Doug en darse cuenta de que pasaba algo entre ellos. Grant vio esto en su mirada. Pero Doug no dijo absolutamente nada ahora, como si el hecho de estar ellos casados lo cambiara todo, hasta su derecho o su capacidad para darles un consejo. Pero si no hizo el menor comentario sobre el particular, lo cierto es que se mostraba terriblemente locuaz y hablaba con gran entusiasmo del viaje a las Morant Cays. Lo mismo le sucedía a Grant y también, cosa curiosa, al parecer, a Lucky. Todos se pasaron los dos días que Jim necesitó para los preparativos charlando de aquello.
En definitiva, sin embargo, al final de la expedición, lo que hicieron vino a ser, poco más o menos, lo que habían hecho en otras muchas expediciones, en las salidas a la mar para practicar la pesca submarina.
Resultaba difícil, concretamente, ver un arrecife, una playa o un cocotero que no se pareciesen a los otros arrecifes, playas y cocoteros que conocían. Era difícil dar con un pargo que fuese distinto de los pargos que contemplaran anteriormente. De las Morant Cays se afirmaba que sus aguas albergaban muchos tiburones de todas las variedades, grandes y pequeños. Pero, en general, eso era lo que venía afirmándose de otros lugares semejantes. Tales afirmaciones se referían a las islas de los Caimanes, a las Nelson, a las de Pedro Cays…
En Montego Bay se hablaba de Ganado Bay lo mismo que se hablaba en este lugar del otro.
En realidad, en su viaje de seis días vieron muy pocos más tiburones que en sus seis días de pesca en el sitio de Morant Bay, es decir, unos veinticinco o treinta, y eso casi siempre en el límite máximo de visibilidad. Sólo se dio un accidente peligroso, en potencia, con los tiburones, del cual, desde luego, tenía que ser protagonista Grant.
Vieron todo género de arrecifes a su alcance, saturados de peces, tan a su alcance que incluso Doug pudo entregarse a la pesca. Grant y Jim, pletóricos de facultades, realizaron inmersiones en otros que quedaban a veinticinco metros de la superficie. Después del agradable y corto viaje a vela, de cincuenta y cinco millas, el capitán recogió sus velas y empezaron a moverse de isla en isla a motor. El tiempo, bueno, se mantuvo. El mar era una balsa de aceite. Hasta Lucky se dejó convencer, arrojándose finalmente al agua. Bajo la tutela de Jim, utilizó el tubo respiratorio, desplazándose por los sitios de escasa profundidad. Grant y Doug le servían de escolta, recordando por su emplazamiento a los jinetes laterales de una columna de caballería en tierra, cuando Jim, cogiéndola de la mano, la hizo sumergirse a metro y medio o dos metros de profundidad al objeto de que pudiese ver de cerca las plantas del fondo y los rojos corales. Lucky tuvo que admitir que todo aquello resultaba muy bello.
Jim, al parecer, se encontraba en todas partes a lo largo de aquel viaje, y Grant, con amargura, le dio un calificativo para su capote: «Jim el Ubicuo». Y su poder en este sentido le permitía siempre hallarse en las proximidades de Lucky. La acompañaba en sus desplazamientos al lado opuesto de la isla en que estuvieran para coger huevos de animales marinos, que luego él preparaba para el desayuno. Durante las horas que pasaban a bordo de la embarcación, se la llevaba continuamente a proa o a popa, o abajo, para enseñarle cualquier cosa, dedicándose a explicarle las complicaciones de la navegación a vela, las dificultades de los aparejos, elementos y técnicas por las que anteriormente, por lo que Grant sabía, Lucky no mostrara jamás el menor interés. En la costa, por las noches, le preparaba personalmente su pescado, que ella prefería de cualquier manera antes que frito. Había que desplegar mucha maña para utilizar con el máximo rendimiento un fuego como aquél, hecho al aire libre. Jim parecía entender tanto de navegación a vela como de pesca submarina o de aviación. Y sabía tanto de «camping» como de veleros… Estas materias las exponía él en condiciones, de suerte que podían ser comprendidas perfectamente por Lucky y, desde luego, por los otros, si les apetecía escuchar, prestar atención a sus amenas peroratas.
Jim estaba familiarizado con la jerga de los veleros, la del «camping», la de la aviación. (Tenía el hábito, por ejemplo, de decir siempre «Afirmativo» en lugar de «Sí» y «Negativo» en lugar de «No», como hacen los pilotos). Todos estos conocimientos fueron puestos a la disposición de Lucky. Incluso Grant, que había practicado la navegación a vela y que había leído un puñado de libros a este arte relativos, que también tenía hecho mucho «camping» en los bosques de Michigan y de California, era a menudo incapaz de comprender ciertas expresiones empleadas por Jim, viéndose obligado a solicitar determinadas aclaraciones.
Lucky aprovechaba esta proximidad para coquetear con él. Ahora bien, lo normal era que coqueteara con el capitán también, y con Doug… Y en ciertas ocasiones, cuando se mostraba olvidadiza, coqueteaba incluso con Grant. Éste podía haberse sentido celoso. Pero observó que su conducta, en lo tocante a Jim, era más bien moderada. Sus coqueteos no resultaban tan descarados ni ultrajantes como con otros individuos, con el mismo Jim, a todo esto, en los primeros días de Kingston. No se le ocurrió a él que ella podía estar moderando deliberadamente sus coqueteos por Jim, recortándolos por él, por Grant, o por razones misteriosas, por Lucky sólo conocidas. Era incapaz, congénitamente, de proyectar su pensamiento en tal sentido.
Jim, evidentemente, se sentía cautivado por Lucky. Grant no podía reprocharle su actitud. Y Grant no podía llegar a creer que, pese a estar furiosa con él, se atreviese a intentar algo censurable. Entendía que no le había dado motivo para eso… ¿Lo era Carol, acaso? Él se decía que no. Ni siquiera en el caso de que Lucky opinara lo contrario que él se atrevería a hacerle «aquello». (Descubrió que la palabra «aquello» señalaba toda la distancia que su mente era capaz de recorrer; se negaba a dar con algo más concreto). Y de todos modos, pensó él, iracundo, ella era suficientemente lista para dilucidar cuál de los dos hombres iba mejor a su futuro, él o Jim Grointon. Estaba decidido: no traería el tema a colación con su mujer.
Especialmente, a la luz de lo que ahora juzgaba como su «síndrome de libertinaje» temido, todo acabaría mal y ni siquiera pensaba permitir que lo notara. La cuidadosamente estudiada y bien meditada cosa acerca de su mórbida superpreocupación con lo que tuviese que ver con «prostitutas» había alterado enormemente sus puntos de vista generales.
Además, él tenía que pensar en su honor también. Grant estimaba que todo hombre capaz de enamorarse y de convertirse en marido de una mujer a su vez capaz de engañarle (al pensar en términos generales más que, específicamente, en sí mismo, la palabra precisa acudía con facilidad a su cerebro), era un individuo culpable de incurrir en un grueso error o indiferencia o un tipo enfermo, muy enfermo. Y en ambos casos se hacía merecedor de lo conseguido. Él, Grant, no era un sujeto como Raoul, el sudamericano, con arrestos para sacar a su amiga, o a su esposa, de debajo de un amante con objeto de fletarla para Nueva York. La daría, simplemente, por perdida. Y él no era de aquellos que optaban por vigilar a su esposa, para asegurarse de que no le faltaba. No pensaba llegar a tanta indignidad.
De otro lado, en tanto que él guardaba las formas, el incidente del tiburón estuvo a punto de rebajarlo por sí mismo. Esto sucedió el quinto o penúltimo día, cuando, habiendo perdido fuerza la brisa, se sumergían en los arrecifes que quedaban al norte y al este. El capitán había anclado la embarcación en un punto a propósito. Encontrándose preparado desde la anterior inmersión, mientras que los demás no lo estaban, Grant había saltado por la borda solo, adelantando los pies y sujetando las gafas contra su rostro, para impedir que se desplazara, al modo reglamentario, con la mano izquierda, teniendo en la otra su «Arbalete» de doble goma.
Cuando las burbujas producidas por su entrada en el agua se aclararon, vio debajo un pez, a unos trece metros de profundidad, merodeando por las esparcidas masas coralíferas existentes allí. Habiendo hiperventilado, fue por él, disparando un arpón contra la cabeza del animal. No fue el suyo un tiro de muerte, pero el pez agitó más débilmente que nunca la cola. Recordó haber notado en su momento que, por haber disparado contra su cabeza, no había ningún rastro de sangre en el agua. Luego, algo se deslizó rápidamente por su derecha, encaminándose hacia su presa. Hubiera podido decir que se trataba de un tiburón antes de que su piel empezase a lijarle el costado. Quedaba tan cerca de él, sin embargo, que ni siquiera pudo divisar la aleta dorsal. Fue como si un tren expreso silencioso hubiese pasado a unas pulgadas de su cuerpo, a toda velocidad. No había otra forma de describir aquello. Tendría, por lo menos, la mitad del tamaño del pez que capturara en Morant Cays. La curvada, musculada, palpitante hoja de papel de lija de su flanco continuó deslizándose interminablemente. Le abrasaba el costado. Por un segundo, un segundo delirante, pensó que aquello no iba a cesar nunca, como si aquella masa no tuviese fin. Seguidamente, el fusil le fue arrebatado de la mano, con fuerza incontenible. Instintivamente, movió ambas manos, la buena y la entumecida, para apartar aquel cuerpo del suyo, de donde le hacía daño. Pero, por entonces, el tiburón se había ido. Habían desaparecido también su fusil, el arpón y la cuerda. El tiburón fue perdiéndose de vista, sumido en la verde niebla de las profundidades, rebasando el límite de visibilidad. Su fusil, hecho para flotar, se hundía ahora lentamente, buscando el fondo. Grant se quedó atónito. Miró a su alrededor, incrédulo. Acababa de experimentar un «shock» tremendo. Entonces empezó a nadar hacia la superficie con la mayor rapidez posible.
Le pareció que nadando con aquella rapidez seguiría ascendiendo al tocar la superficie, hasta que el agua le cubriese la rodilla. Nada más sacar la cabeza, aulló: «¡Un tiburón! ¡Un tiburón!». A continuación, inició el acercamiento al velero, situado a unos metros de distancia, mirando atrás de vez en cuando. Al asirse a la escalerilla, levantó la cabeza y vio que Doug, Lucky y Jim se asomaban por la borda, riendo a más no poder, estruendosamente. Se reían de él. Instintivamente, se abstuvo de subir.
—¿De qué diablos os estáis riendo? —preguntó—. El más grande de los tiburones que he visto en mi vida acaba de robarme mi presa y de arañarme el costado derecho brutalmente…
—Has salido del agua como un cohete, mostrando hasta la cintura —explicó Jim. A Grant no se le escapó su irónico gesto al mirar a Lucky—. ¿Dónde está tu fusil?
—Me lo quitó ese animal de las manos —dijo Grant—. En realidad todavía noto como entumecida una de ellas. Fue a parar al fondo.
—Bueno, sube —dijo Jim, divertido—. Me tiraré ahora al agua para recuperarlo.
—Puedo cogerlo yo, gracias —repuso Grant, secamente.
—Está bien. Coge el mío.
Sonriendo, Jim le alargó por encima de la borda la empuñadura de su fusil, ya cargado, de triple goma.
—No necesito ningún fusil para eso —informó Grant—. Ahí abajo ya no queda ningún pez.
Se alejó de la embarcación, hiperventilando, miró a su alrededor y se sumergió. El fusil, azul, brillaba en el fondo. Era algo incongruente entre el coral y la vegetación marina.
Al subir a la embarcación se dio cuenta de que las piernas le temblaban violentamente e intentó disimularlo al tiempo que los otros arreciaban en sus risotadas de nuevo. Se apartó de ellos para sacar una botella de cerveza del frigorífico. Comprendió lo que Jim había pensado: había permitido que el pánico se apoderara de él. Él mismo no creía eso. Por otra parte, era cierto que se había impresionado por lo inesperado del accidente. Se sentó para ocultar mejor el temblor de sus piernas e intentó sonreír. Salióse en parte con la suya.
—Ciertamente que resultaba una figura chocante la tuya hace unos instantes —añadió Lucky, con maliciosa expresión.
Más tarde, hallándose los dos a solas, ella le diría fríamente:
—Bueno, si persistes en cometer esas estupideces, habrás de esperar cosas como la que te ha pasado y, en consecuencia, debes tomar tus precauciones.
—Al parecer, no piensas lo mismo de Jim —contraatacó Grant.
Y ella replicó:
—Se trata de su profesión. De ti dice todo el mundo que eres un autor teatral.
—Ya me lo supongo —contestó Grant—. Sin embargo, debierais haber visto ese tiburón.
Levantó un brazo para darles una idea aproximada de su tamaño.
Por el costado parecía haberle pasado alguien una especie de peine metálico con las púas afiladas. Veíanse allí, por debajo de la axila, unas líneas paralelas enrojecidas.
Jim Grointon volvió a sonreír, muy divertido, al parecer, diciéndole:
—Te untaré con un poco de mercromina…
Los tres se miraron mutuamente, tornando a estallar en estrepitosas risas.
—Eso es sólo porque, de veras, componías una figura muy chocante —explicó Jim, en tono de excusa.
Grant se sintió capaz en aquellos momentos de acompañarles en sus manifestaciones de regocijo. Pero aquello le dolía. Aquella noche, alrededor del fuego, en el campamento, sacaron el tema a colación de nuevo. Desde luego, Grant había corrido algún peligro, especialmente si el tiburón lo había alcanzado por error. Jim admitió esto. Lucky medió manifestando que él se había dado cuenta del riesgo. Había quedado perfectamente impuesto del mismo. Y fue esa actitud la que, tras su primero y breve temor, la había hecho enfadarse tanto con él, con Grant.
—Pero tú tienes que observar que el tiburón no se lanzó sobre ti —puntualizó Jim—. Fue en busca de tu presa. El hecho de que tropezara contigo y te arañara no constituye ningún acto deliberado, sino que fue una cosa puramente accidental.
Jim había tenido algunos encuentros de aquel tipo, pero no tan próximos que saliera de ellos con arañazos en el cuerpo.
—Probablemente porque tengo la costumbre de echar de vez en cuando un vistazo a mis espaldas. Siempre los he visto venir… Nosotros, los seres humanos, hallamos un obstáculo en nuestra vista. La mayor parte de los peces pueden apreciar lo que tienen delante con un ojo, mientras que el otro los pone al corriente de lo que hay detrás de ellos. De ambas impresiones recogen registros. Otro obstáculo para nosotros lo constituyen las gafas. Es como cuando se le colocan las anteojeras a un caballo. Por añadidura, bajo la superficie del mar no hay ruidos, no hay rumores de pasos, ni vegetales que se quiebran secamente como en tierra, que sirvan de aviso. En consecuencia, se impone la necesidad de mirar hacia atrás.
A Jim le habían arrebatado sus presas los tiburones más de una vez, y de cerca. Ni en una sola ocasión había intentado el tiburón de turno atacarle. Solamente dos veces habíanse dirigido hacia él los tiburones. Y resultó que las dos veces habíase encontrado en una corriente de sangre procedente de un pez herido. Los tiburones debían haberlo tomado por la fuente de la sangre. En ambas ocasiones, habíase arrojado nadando hacia el tiburón, como para atacarle, empuñando la primera una cámara cinematográfica y la segunda un fusil descargado. Los tiburones habían girado en redondo, comenzando a dar vueltas. El buceador que sabía colocarse fuera de la corriente de sangre procedente del pez herido, era ignorado.
—Se han hecho todo género de experimentos, empleando diversas clases de sangre: de buey, de cerdo… hasta sangre humana se ha utilizado en estas investigaciones. Ninguna de ellas atrajo a los tiburones. Esto parece estar reservado a la de pez. No quiero ahora hablar de lo que les sucedió a algunos individuos, náufragos de buques hundidos. Imperaban entonces unas circunstancias anormales.
Grant, tendido sobre la cálida arena, ante las rojas brasas y ondulantes llamas del fuego, pudo recordar uno de aquellos episodios. Por vez primera desde hacía mucho tiempo, pensó en el naufragio del viejo portaaviones, a cuya tripulación había pertenecido, que se pudría en algún lugar del Océano Pacífico, en sus profundidades. También se imaginó a Jim enarbolando su cámara cinematográfica en una ocasión y en otra su fusil descargado, con el propósito de golpear a los animales en la cabeza, si se veía atacado. No estaba seguro de si en la misma situación él habría tenido valor para reaccionar de aquella manera.
—En relación con los tiburones —prosiguió diciendo Jim—, estoy convencido de dos cosas. Primera: se trata de animales cobardes, que se alimentan de carroñas. Segunda —aquí hizo Jim una dramática pausa, para dar más interés a sus palabras—: creo que saben quiénes somos nosotros.
—¿Los humanos? ¿Que los tiburones saben…?
—Quizá no sea de un modo consciente. Pero lo cierto es que estoy convencido de que se ha extendido por el mar, consciente o inconscientemente, como quiera que se comuniquen entre sí los peces, la noticia (tanto como entre los tiburones entre los peces más corrientes) de que existe un nuevo animal rapaz en el seno de las aguas, un animal que es un competidor directo del tiburón, que ataca y mata. He aquí, a mi juicio, por qué huyen de los buceadores.
—Eso es algo que cuesta mucho trabajo creer —opinó Grant.
—No tanto. Estoy seguro de que esos animales se comunican entre sí, por un procedimiento u otro. —Jim se incorporó, quedándose de rodillas—. Bueno, ¿qué? ¿Salimos mañana?
—Desde luego —se oyó decir a sí mismo Grant, al tiempo que notaba que se le erizaba la piel de la espalda y la nuca—. ¿Por qué no vamos a salir?
—No veo ninguna razón que nos aconseje lo contrario, por supuesto —dijo Jim con naturalidad—. De todos modos, en adelante tendremos que cuidarte mejor, con objeto de que tu gentil esposa no se quede preocupada.
Jim obsequió con una sonrisa especial a Lucky.
—Sea lo que fuere, me quedaré preocupada —murmuró ella.
—En nuestra próxima salida me dejarás tomarte un poco la delantera, ¿estamos? —dijo Jim, mirando a Grant.
—Basta con que lo digas tú —repuso Grant con naturalidad—. En esa expedición serás el cazador blanco.
Jim había hecho otras cosas como ésta antes: había llevado a cabo breves y dramáticas apariciones, había adoptado un aire paternal, según los casos… Generalmente, su intención había sido la de impresionar a Lucky. Había representado cortos papeles dramáticos, casi siempre pensando en ella, y Grant no le había dado nunca pie para tales salidas. Luego, estaban aquellas cuestiones: las conferencias sobre navegación a vela, las disertaciones sobre las prácticas de «camping», la búsqueda de huevos de las aves marinas, la interminable ceremonia de la preparación del pescado para que ella lo pudiera saborear…
Y sin embargo, pese a todo esto, o quizás a causa de ello, había ido creciendo entre ellos una gran camaradería, una buena amistad. Tal vez fuera que no había alrededor del grupo otros seres humanos, nadie más que pudiera compartir lo que vivían ellos, circunstancia que les ataba más y más entre sí. En todo caso, la cordialidad reinante entre los cinco parecía realzar todo lo que allí sucedía. Doug comentó esto con Grant, nada más observarlo. Transcurridos los dos primeros días, incluso el viejo capitán se vio afectado por ello, saliendo de su reserva con los relatos de sus andanzas por Cuba y Sudamérica, hechos frente al fuego del campamento, por las noches. Muy probablemente, había trabajado para Raoul en otro tiempo, el ex novio de Lucky. El último de estancia allí les confesó que quería evitar a toda costa ahogarse buceando y que no comprendía cómo se arriesgaban a efectuar sus peligrosas inmersiones. Al día siguiente, los expedicionarios embalaron todas sus cosas, trasladándose a la pequeña embarcación. Luego, dedicaron un par de horas a la pesca submarina, sin que viviesen ninguna aventura espectacular. Seguidamente, emprendieron el viaje de regreso.
Vivieron momentos después dignos de ser recordados. Una puesta de sol, por ejemplo, con ráfagas de lluvia hacia el suroeste. La cortina de agua se veía enrojecida hacia el fondo por unos rayos luminosos color de sangre. Evocaron más de una vez el susurro de la fresca brisa mañanera entre los altos cocoteros. Grant y Doug no habían visto nunca unas masas de coral como las de aquellas islas, entre los nueve y los dieciocho metros de profundidad. Eran como los hongos de las bombas atómicas, esculpidos en piedra. Llegaron a capturar en aquellos parajes un enorme pez, semejante a un torpedo. Nunca habían saboreado un bocado más fino. Se repartieron el trabajo a la hora de los preparativos. Grant y Jim se dedicaron a limpiar escrupulosamente su presa; Doug y el capitán recogieron la leña necesaria para encender el fuego. Mientras tanto, Lucky se había sentado en la arena, cepillándose y peinándose los cabellos, mojados por el baño cotidiano. Aquella noche hicieron un alto en sus tareas, mirándose mutuamente, como si hubiesen captado de pronto, casi simultáneamente, la íntima complacencia que les poseía al vivir en común aquellos momentos felices. Se daban cuenta al mismo tiempo de que los mismos pasaban inexorablemente. Una exclamación de Doug sirvió para que todos salieran de sus abstracciones, volviendo a lo que tenían entre manos. Estos momentos engendraban los sentimientos de cálida amistad y camaradería que les unían. O tal vez fuese al revés. Quizá su actitud interior determinase aquellos dichosos instantes.
Fue a las siete horas de navegación, en el viaje de regreso a Kingston, cuando Jim pronunció las palabras que constituían un cumplido elogio a Grant. Se habían sentado todos alrededor del puesto de mando, en torno al capitán, que manejaba la rueda del timón, bebiendo cerveza. Jim se levantó en determinado instante, acercándose a Grant, quien se encontraba en la banda de estribor, contemplando las hinchadas velas, que para él componían un espectáculo que nunca se cansaba de admirar. Una vez más, como hiciera en otra ocasión, en el aeropuerto de Kingston, pasó su brazo por los hombros de Grant, ligeramente más alto.
—Quisiera decir, y deseo que todos me oigáis, que jamás he tenido un cliente mejor que éste en las prácticas submarinas. Con nadie lo he pasado mejor que con él; nadie tampoco ha aprendido con tanta rapidez ni tanto… Nunca he sentido por nadie la simpatía que él me inspira, y no quiero que se moleste ninguno de los presentes por esta aseveración mía. De nuestra relación, para mí de tipo profesional, se ha derivado una sólida amistad. Ya sé que la misma no termina aquí… Terminado este viaje, os iréis con Bonham, dentro de unos días. Luego, si nos volvemos a reunir de nuevo, ya no será lo mismo, tras lo que hemos vivido. Quiero señalar que jamás hice una excursión mejor que ésta. Y que conste que estoy pensando en el crucero a las Morant en que acompañé a una pareja de buceadores. Por lo que a mí atañe, quiero decir que este hombre que veis aquí es responsable de un cincuenta por ciento del éxito de nuestra expedición. Jamás olvidaré los días que he vivido durante este crucero y quiero que este amigo sepa claramente que yo no he de olvidarlo a él nunca.
Fue aquél un discurso demasiado largo para mantenerse en la misma posición. Grant se sintió incómodo y un tanto embarazado. Bajo el brazo de su amigo hubo de mantenerse forzosamente inmóvil. Sentía de siempre un gran disgusto ante cualquier contacto físico con otra persona. Al mismo tiempo, sentíase profundamente conmovido porque también había llegado a apreciar mucho a Jim. Finalmente, éste le dio una palmada en la espalda, diciendo:
—He terminado mi discurso, señores. En cualquier ocasión, en cualquier momento, este hombre, si alguna vez necesita de mí algo, sea lo que sea, no tiene más que abrir la boca y pedírmelo.
Jim se apartó de Grant, volviendo a sentarse. Su rostro había enrojecido. Tal vez se le hubieran subido a la cabeza las tres o cuatro cervezas de que había dado cuenta desde la iniciación del viaje. En todo caso, sus palabras podían estimarse sinceras.
—Bueno, muchas gracias por tus palabras, Jim —dijo Grant, tímidamente—. A mi vez, quiero que sepas que yo experimento unos sentimientos parecidos hacia ti.
Era sincero. Además del sentimiento de la amistad hacia Jim, como hacia Bonham, le admiraba enormemente, profundamente, de una manera casi infantil. Jim era admirable siempre, nadando o buceando, navegando a vela, volando, haciendo «camping». Se sentía atraído por las cosas que normalmente el burgués clásico de la pequeña ciudad, y ahora seudo-intelectual, los tipos como él mismo, no podían hacer. Tales individuos soñaban en ocasiones con sus empresas y, cuando de verdad eran seudointelectuales, se dedicaban a escribir sobre ellas. Sus labios se dilataron en una sonrisa y, al darse cuenta de que a sus ojos podían aflorar unas lágrimas, apresuróse a tomar asiento, quedándose enfrascado en la tarea de sacar otra botella de cerveza del frigorífico.
Resultó un bonito final para la excursión, pensó Grant. Al menos, habría podido serlo, de no haber metido baza en aquel asunto Doug Ismaileh, más tarde.
Esto sucedió media hora después, quizá, de haber pronunciado Jim su discurso laudatorio. Lucky se había ido abajo. Jim habíase desplazado hasta la proa para trabajar en las velas, ayudando al capitán. Así, pues, se encontraban los dos solos, con éste. Doug se puso en cuclillas al lado de Grant, que se hallaba apoyado en un mamparo.
—¡Vaya discurso el de Jim!, ¿eh? Creo que me sentí un poco celoso —manifestó Doug, sonriendo—. No tienes más que abrir la boca para que él haga lo que tú quieras. Es una buena cosa que no le pidas que cuide de tu esposa, ¿verdad?
Grant se sobresaltó. No había pensado que las solicitudes de Jim con Lucky se hubiesen hecho tan evidentes. Por otra parte, se había dado cuenta de que Doug estaba al tanto del estado de sus relaciones con Lucky, pese a no haber formulado ningún comentario sobre el tema, ni haber hecho ninguna pregunta. En consecuencia, ¿cómo tenía que interpretar, exactamente, sus palabras? De momento, guardó silencio. Luego, sonrió.
—Cierto —respondió—. Pero eso me parece que no se va a dar mucho tiempo. —A continuación, añadió—: ¡Pobre muchacho! Da la impresión de estar colado por ella, ¿eh?
Doug no contestó. Grant no podía decir que aquélla era la reacción que había esperado de él, ni tampoco afirmar lo contrario. Al cabo de unos minutos, Doug se levantó, trasladándose a popa para coger una botella de cerveza del frigorífico. Grant pensó que había salido airoso del paso. Pero el tema en cuestión se repetiría con algunas variantes, como ocurría en las piezas musicales del siglo diecinueve. Y eso ocurrió nada más regresar a Kingston. Ésta vez, todo corrió a cargo de Lisa.
Lisa no había cambiado mucho —exteriormente— desde la noche de su gran encuentro con Grant, ni en sus ideas, ni en la aplicación de las mismas. Evidentemente, todavía se sentía como una clueca impulsada por el afán de proteger a sus polluelos. Seguía pensando que Lucky había sido maltratada y que Grant era responsable de ello, pero ahora se reservaba todo eso. No era tan reservada, sin embargo, como para que Lucky no estuviese enterada de lo que pasaba por su cabeza, y él no tenía la menor idea acerca de lo que hablaban las dos mujeres cuando se hallaban a solas.
Lisa no había vuelto a referirse al espectáculo de aquella noche, al cual no había sido ajeno el alcohol, portándose exactamente igual que si no hubiese sucedido nada. René debía de haber tenido un cambio de impresiones con su mujer… Los demás obraban de la misma manera. Lo de su cambio interior era otra cosa, pero sus preocupaciones y quejas, que había expuesto tan abiertamente aquella noche, se airearon después, haciéndose visibles para todos los presentes en el bar entonces. René pasaba muchas tardes en la ciudad, trabajando para el hotel, cuando Grant estaba absolutamente seguro de que nada tenía que hacer para aquél, si bien no mencionó tal dato ante Lucky.
En cualquier caso, fue Lisa quien abordó el tema de Lucky, y también Jim Grointon. Y ella lo hizo con más sutileza que Doug, directamente, procediendo a referirse a la pareja buceadora que Jim condujera a las Morant Cays.
Por supuesto, ella no habría hablado de eso de no haberse encontrado los tres a solas. Pero el caso es que estaban a solas. Jim se había ido con el capitán al varadero, con objeto de efectuar una inspección del buque, necesaria a raíz de la terminación de un viaje. René se encontraba en la ciudad. Doug había ido a la población también, plantándose en el Myrtle Beach Hotel. Uno de los huéspedes del hotel le había dicho que en aquel establecimiento acababa de alojarse una joven conocida suya. Así que después de las despedidas de rigor, los tres se vieron solos en el bar, a media luz, fresco, sin más ruido que el susurro de las olas, que llegaba desde la playa, salvando fácilmente el obstáculo de los muros.
La historia referida por Lisa difería de la contada por Jim en un punto principal declarado y en otro sin declarar. Lisa mantenía que de la pareja buceadora la mejor era la mujer y no el marido. Jim había afirmado precisamente lo contrario. Sí, insistió Lisa: la esposa era una buceadora excelente y el marido quedaba un poco por debajo de ella. Lisa estimaba que Jim había dicho esta mentira con toda deliberación, para conseguir una colaboración protectora del punto no declarado.
Y ese punto no declarado, dijo Lisa, era algo que lógicamente quería mantener en secreto aquel Don Juan Tenorio de las profundidades marinas: que había tenido relaciones íntimas con su alumna. Antes del viaje y después de él y, al parecer, en el curso del mismo. Al llegar aquí, Lisa miró de una manera especial a Lucky y las dos mujeres se echaron a reír. Resultaron sus risas extrañamente roncas, hasta obscenas. Lisa explicó que para relacionarse con su buceadora Jim había utilizado el truco de invitarla a buscar nidos de aves marinas.
Grant hizo un esfuerzo para no mirar a Lucky, quien sintió que le observaba con toda fijeza. ¿No confiaba en ella? ¡Naturalmente que sí! Y entonces, ¿qué?
Lisa dio fin a su relato… Los buceadores se despidieron de su instructor, emprendiendo, muy felices y contentos, el regreso a Nueva York o donde demonios viviesen.
Grant notóse que se irritaba, que se ponía peligrosamente furioso. La historia de Lisa reunía en poco espacio todos los elementos de los referentes al tema de los maridos engañados. El esposo habíase mostrado torpe en todo momento. Aquel tipo estúpido e insensible habíase dejado adornar la frente por su mujer para luego marchar en su compañía, feliz y enamorado, a su ciudad de procedencia. No podía haber una pesadilla peor que aquélla.
—Bueno, ¿y no has caído en la cuenta de que una vez en su casa de nuevo pudieron tener unas riñas terribles? —dijo finalmente—. Además, ¿cómo sabes tú que él tenía relaciones íntimas con su alumna? —inquirió, sintiendo algo especial en lo más recóndito de él—. ¿Los viste tú dormir juntos? ¿Los vio alguien?
Lisa respondió que no, pero que estaba dispuesta a apostar su último centavo a que se habían conocido en otro terreno que no era el de la pura amistad precisamente. En todo caso, es lo que se decía en todas partes, lo cual venía a valer tanto como la realidad. Nuevamente, al llegar aquí, Lisa miró a Lucky y las dos volvieron a reírse.
—Muy bien —contestó Grant bruscamente—, pero, en definitiva, Jim no logró nada…
—A veces —manifestó Lucky en voz más bien baja, obsequiando a su marido con una de aquellas miradas que él conocía perfectamente, pero que no había sabido interpretar—, a veces creo que Ron quiere más a Jim que a mí.
—Bueno, ¿qué diablos quieres dar a entender con eso ahora? —preguntó Grant, furioso.
Lucky le miró, sonriente.
—No se trata de una observación, ¿eh? —señaló—, sino de una declaración.
Grant sabía solamente que había estado en lo cierto cuando en «GaBay» sugirió que lo de instalarse junto a Lisa era la peor entre todas las cosas que Lucky podía hacer en las presentes circunstancias. Aquella noche volvió a hacer uso de sus «privilegios conyugales».
Jim había participado en la cena de aquella noche en el hotel (por cuenta de Grant, desde luego), lo mismo que Doug. Pero Al Bonham no se dejó ver. Bonham, evidentemente, había tomado el avión para ocuparse de los detalles del viaje inaugural del Naiad. René y Lisa cenaron con ellos también. A pesar de eso no se hallaban muy cargados cuando se fueron a la cama.
—Seguramente, no se me presentará una ocasión como ésta en una semana —dijo Grant—, de manera que quisiera invocar mis privilegios conyugales…
—Perfectamente. No tengo nada que oponer —repuso Lucky. Grant quedó satisfecho sólo a medias.
—Quisiera señalar que te quiero mucho, Lucky —dijo él después, con el rostro pegado al de su esposa.
—Sí, claro… Y ahora, ¿quieres dejarme descansar?
Grant, que siempre había sido una persona diestra para el contraataque, dijo al obedecer sus indicaciones:
—Quizá pudiéramos ponernos de acuerdo para establecer un sistema de pago.
—¿Cómo?
—Yo te abonaría un tanto por esto y otro tanto por lo otro, según… De este modo, tú dispondrías de unos ingresos, de una especie de sueldo.
Lucky le miró con frialdad.
—La idea no es mala —repuso, pensativa.
—¡Vamos, Lucky! —Grant, de repente, se sintió conciliador, algo que se había propuesto no ser—. ¿Cuánto tiempo vamos a estar así? Yo te dije la verdad. Porque creí que era mi obligación decírtela. Y porque estimé que era lo que más convenía. Te tenía que ayudar a comprender determinadas cosas. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir así, Lucky?
—¿Y no es cierto que te tomaste demasiado tiempo para decirme esa verdad a que te refieres? ¡Oh! Me gustaría olvidarlo todo —contestó Lucky con aquella especie de gemido infantil que había oído salir de sus labios a menudo tiempo atrás, a lo largo de días más felices—. Me gustaría, sí. Quisiera olvidarlo.
De veras… Pero no puedo. ¿Es que existe algo en mí que no marcha como debiera?
Grant abandonó el lecho. Sobre la mesa que había en el extremo opuesto de la habitación se encontraba una botella y un frasco de agua de seltz.
—Será mejor que bebamos algo antes de dormirnos —dijo.
El orgullo. El condenado orgullo. ¡El maldito orgullo! Lucky aceptó la observación y la bebida, fría y silenciosa.
Todo llegó a un extremo en el transcurso de la noche siguiente. Era la víspera de la partida de Doug. Éste saldría de allí en el avión del mediodía, al otro día. Grant no sabría nunca hasta qué punto fue responsable Doug de aquello. Pero, en definitiva, eso carecía de importancia, realmente. Jim Grointon había cenado con ellos de nuevo, por supuesto, quedándose luego para tomar unas copas en su compañía porque aquélla era la última noche de Doug en la población y deseaba despedirse cumplidamente de él. Por añadidura, como dijo, 1a idea de la ausencia de Doug le producía un profundo disgusto. Todos habían coincidido aquella tarde a bordo del cantamarán. Al final se quedaron los cuatro solos, en torno a una de las mesas del bar. Sam atendía la barra.
Lucky había brillado más que otras veces, haciéndoles reír continuamente con sus bromas y chistes, generalmente de índole sexual. Ninguna figura más bella y apetecible que la suya cuando se comportaba así, cuando reía abiertamente, echando la cabeza hacia atrás, haciendo oscilar sus cabellos de color champaña.
Por último, les había referido la historia que Grant oyera una vez tan sólo de sus labios (durante su largo viaje a Florida).
Estaban tomando unas escenas correspondientes a una película dulzona de monjas dentro de la catedral de la Quinta Avenida. Era productor del filme un individuo conocido de Hollywood y se veían obligados a trabajar durante las horas de la mañana, cuando el templo se hallaba vacío. Figuraba en el reparto de la película como estrella una joven actriz, quien, al estilo de Loretta Young, había hecho papeles de religiosa. Lucky y sus compañeros tenían que esperar andando por las inmediaciones mientras las cámaras hacían diversas tomas, para asegurarse de que todo lo relativo a la estrella saldría bien. Pasaban frío y estaban hartos de aquello, entreteniéndose con sus continuas idas y venidas entre la catedral y Madison Avenue. Alguien sacó una botella de licor para calentarse y en cierto momento Lucky declaró que le habría gustado ser un chico para orinarse en el agua bendita. Un muchacho italiano contestó que a él le sobraba valor para hacer aquello, siempre que a cambio pudiese procurarse algún dinero a modo de compensación, ya que se exponía a ser cogido y expulsado del grupo de extras.
Entonces, Lucky apostó su paga de la noche (les estaban abonando el doble del salario, a causa de la hora) a que no se atrevía a dar aquel paso. El chico cumplió su promesa (la parte posterior del templo se hallaba a oscuras) y ella tuvo que abonarle los honorarios acordados. Pero el sacrificio económico había valido la pena sólo por el placer de ver luego a la angelical estrella (fotografiada desde todos los ángulos posibles, para no perder una sola de sus expresiones) tocar con las yemas de los dedos la pila de los orines. El grupo de amigos estuvo a punto de ser licenciado por culpa de sus risotadas. A Grant le pareció recordar que la primera vez que ella refiriera aquel sucedido, el chico italiano habíase acobardado, negándose a realizar la hazaña propuesta, de tan pésimo gusto, gracias a lo cual Lucky se había ganado una suma de dinero equivalente a sus honorarios nocturnos en lugar de perder éstos. Y no logró recordar lo más mínimo acerca de la escena de la estrella tocando con sus dedos el agua de la pila para persignarse. Pero daba igual. Hasta Sam, el barman, reía, disimulando su presencia con el subterfugio del detenido pulido de sus vasos. Y Grant sorprendió unas miradas de total admiración en los ojos de Doug y Jim. Fueron aquellas miradas las que el llevaron a decir lo que dijo.
—Resulta muy desagradable esto de que Doug se marche mañana —señaló con la nariz pegada a su vaso—. Ahora ya sólo seremos dos tus enamorados.
No fueron solamente las miradas advertidas. Era también todo lo que les había sucedido a ellos, de una manera tan repentina y extraña, desde que comunicara a Lucky lo de Carol Abernathy. Había toda una serie de cosas, resentimientos, la capciosa historia referida por Lisa sobre la pareja buceadora, el comentario que hiciera Doug el día anterior, a bordo de la embarcación, ya de regreso. Ella podía ser furiosamente atractiva cuando se lo proponía. Y, naturalmente, él se encontraba bebido.
—¿Cómo? —inquirió Lucky, ruborizándose—. ¿Qué has dicho acerca de dos enamorados?
—Desde luego, siempre se puede recurrir a Ben —puntualizó Grant, malicioso—. Y a René.
El rostro de Lucky enrojeció todavía un poco más.
—Yo no he dicho más que la verdad. Ésa historia no me la he inventado.
—¡Es cierto, diablos! —exclamó Grant—. Yo no he hecho otra cosa que decir la verdad también. Bien. Fíjate en ellos. ¡Darían lo que fuese con tal de acostarse contigo!
Había dicho la verdad, en efecto.
Lucky, lentamente, escrutó los rostros de los dos hombres.
—¿No es eso? —inquirió Grant.
Doug sonrió a medias, levantando la cabeza. En su frente se dibujaban unas profundas arugas.
—Él tiene razón. Tiene razón, al menos por lo que a mí respecta.
Jim Grointon no pronunció una palabra, limitándose a exhibir su sonrisa de policía irlandés.
—Desde luego, por desgracia, él se nos adelantó, querida Lucky —manifestó Doug.
Jim Grointon continuó guardando silencio. Con su gesto, parecía controlar bien la situación.
—¿Qué diablos estás diciendo? —gruñó Ron.
—Creo que ya es hora de dar esta reunión por terminada —dijo Doug con naturalidad—. He de estar en pie a las once. Abandonó su silla.
Lucky se levantó también. Sacudió su cabellera, echándose a reír.
—Te veremos mañana, Doug. Iremos todos a despedirte. Grant y Jim les imitaron. El primero observó al otro atentamente, listo para borrar de una vez la sonrisa de irlandés de sus labios en cuanto hiciera un movimiento mal hecho. Pero Jim pareció advertir eso y se quitó de en medio en seguida, aunque sin atropellarse.
—Buenas noches —fue todo lo que dijo.
Una vez en su «suite», Lucky, embutida ya en su bata, se sentó frente al espejo del tocador, comenzando a pasarse el peine por los cabellos furiosamente. Grant se despojó de sus ropas de calle y se preparó una bebida, observando su rostro en el espejo. Muy bien. Ella estaba indignada con él. Seguía, no obstante, en vigor aquello de que le había dicho la verdad. Siempre la verdad por delante.
Lucky había estado mirándole por el espejo. Luego, concentró toda la atención en sus cabellos. En sus ojos acababa de ver Grant la velada mirada de otras ocasiones, la mirada que nunca fuera capaz de interpretar.
—¿Es que quieres que tenga una relación de carácter amoroso con Jim? —inquirió.
Las palabras parecieron quedar colgadas en el aire, igual que el final de las estancias en el Innisfree de Yeats, resonando en los vocablos, tras haberse esfumado éstos. Grant sintió casi lo mismo que sintiera en el momento de deslizarse el tiburón, interminablemente, a lo ancho de su costado. Finalmente, notó como un tirón de su mano. ¿Una fuerte impresión? Suspiró profundamente y después inquirió, hablando lentamente:
—¿Estás bromeando?
—No, no estoy bromeando, en absoluto —repuso Lucky, con una voz tan velada como la expresión de su faz—. Nunca suelo gastar bromas con cosas como ésa.
—¿Es que te gusta?
—Pues sí. Un poco. De cierta manera. Permíteme que te diga que es el primer hombre, desde que te conocí, que me ha ilusionado hasta el punto de pensar en la posibilidad de acostarme con él.
—De acuerdo —dijo Grant, suspirando de nuevo. Mecánicamente, empezó a ir de un lado para otro de la habitación—. Muy bien. Tengo que comunicarte algo ahora… Tú sigue adelante y déjate llevar de los impulsos de tu corazón, cariño. Después ya veremos qué pasa.
Esperaba que sus últimas palabras tuviesen un tono de amenaza, pero, al parecer, este efecto no se advertía en ellas.
—¿Es ésa toda la preocupación que te inspiro? —preguntó Lucky con amargura.
—Mira, Lucky —contestó él, pacientemente—. No pienso dedicarme a vigilar a mi esposa. No estoy dispuesto a sacarte de aquí para trasladarte a Nueva York tampoco. Tú sigue adelante y haz lo que te plazca. Más tarde, yo me decidiré a mi vez a hacer lo que tenga que hacer. ¿Conforme?
Grant pensó que así quedaba la cosa bastante clara. Más tarde, pensó que se había mostrado un tanto ambiguo, que no se había expresado con toda claridad. Ciertamente que, como Lucky le había indicado eventualmente, él no había declarado realmente que la dejaría.
—Conforme —dijo Lucky—. Buenas noches.