XIX

Grant se alegró también de ver a Doug de nuevo. Ciertamente que él se proponía efectuar más inmersiones con Bonham antes de llevarlas a cabo solo, en Kingston, pero no había pensado, ni mucho menos, quedarse al lado de su instructor para siempre.

Y aunque su pequeña astucia con Lucky, acerca del modesto alojamiento (surgida del deseo de evitar contactos con los Blystein o los Abernathy, en uno de los hoteles), había salido bastante bien, se hacía cargo de que aquello no podría seguir indefinidamente como estaba montado.

A decir verdad, él se encontraba muy molesto. Parecía haber perdido toda facultad de actuar o pensar. La bruja de siempre, la figura espectral que se había llevado, trozo a trozo, parte de su alma (es lo que creía, al menos), al correr de los años, le había arrebatado asimismo toda fuerza moral, toda voluntad. Era ridículo que él anduviese tan preocupado acerca de su responsabilidad moral hacia ella, cuando ella, evidentemente, no concedía la más mínima importancia a la que pudiese tener hacia él. Pero, en fin, así estaban las cosas… Ni podía introducirse en su villa-guarida ni podía marchar sin más. En consecuencia, optó por dejar pasar el tiempo, esperando el regreso de Doug. Todas las íntimas satisfacciones derivadas de su primer encuentro con un tiburón quedaron borradas por aquel especial estado de ánimo.

Era algo extraño. Bonham parecía haber comprendido la astucia del alojamiento barato. Daba la impresión de haber sido puesto en antecedentes de la misma. Pero él no había hablado nunca con Bonham acerca de Carol Abernathy. ¿Habíalo adivinado él entonces? Doug no podía haberle hablado de eso, ya que no había visto a Bonham desde el día en que Grant le refiriera la historia. No había que pensar tampoco en Cathie Finer, en aquel sentido. Sin embargo, Bonham había procedido correctamente, moviéndose en ambiente de conspiración, colaborando más de lo que se le insinuara, exactamente igual que si hubiese sabido lo que había por en medio y cuál era su papel. Grant le estaba agradecido. Pero al mismo tiempo el hombre en cuestión le irritaba con su conducta.

Cuando llegó Doug aquella noche, en su coche de alquiler, todos se encontraban en el patio posterior, donde Bonham se hallaba entregado a la tarea de asar costillas de nuevo. Se trataba de una compensación por lo que Grant y los neoyorquinos habían pagado la noche anterior, en el The Neptune Bar. Debía de haberle costado aquello un dólar y setenta y cinco centavos, cinco dólares puestos a contar la cerveza. Desde luego, todos sabían que no disponía de mucho dinero. Grant y uno de los neoyorquinos habían aportado el whisky. Ron estaba agradecido a aquéllos. A Lucky le eran simpáticos y ellos contribuían a que se mantuviese ocupada. Había notado que los neoyorquinos se habían aficionado mucho a Bonham. Veían en el fornido buceador una especie de héroe. Sin razón aparente, Grant tomó nota mentalmente de aquello, uniéndola a otras que conservaba como reserva de materiales futuros para su trabajo. Bonham inspiraba muchas exclamaciones de admiración. El rostro de Lucky mostraba el desdén que le inspiraba aquel pasmo por lo puramente físico, según observó Grant. La joven, que se hallaba sentada en un banco, con las tres chicas neoyorquinas, se levantó para saludar a Doug, el recién llegado, a su manera, que consistió en echarle los brazos al cuello y estamparle un beso prolongado en el rostro, como si se hubiese tratado de un hermano al que no hubiera visto en mucho tiempo. Grant se sintió irracionalmente celoso. Fue como si le hubiese corrido un escalofrío desde la cabeza hasta los pie. La sensación se esfumó en cuanto oprimió la mano de Doug, de una manera radical.

Aquella noche, más tarde, cuando todos se hallaban sentados en torno a las brasas utilizadas por Bonham para asar sus costillas, fumando unos cigarrillos, espués de numerosas libaciones, Doug se unió a Grant, entonando los dos, a coro, algunas canciones vaqueras: The Streets of Laredo, por ejemplo, y baladas tradicionales del corte de Down in the Valley, e, igualmente, canciones que habían aprendido en la guerra, del estilo de l’ve Been Working in the Road y For Me and My Gal.

Muy sorprendido, Grant vio que Lucky, en lugar de enfadarse, se unía a ellos. Conocía todas aquellas canciones. Y se hallaba en posesión de una hermosa voz de soprano, una voz que resultaba conmovedora, además. Pero antes de que pasara todo eso, Grant ya había contado a Doug qué era lo que iba a hacer al día siguiente con respecto a Carol Abernathy.

Abordó a Doug cuando éste se encontraba charlando con Lucky. Ésta se había separado de las neoyorquinas para sentarse en un viejo banco de hierro. Oyó al acercarse a los dos que Doug hablaba de Terry September con voz quejumbrosa. Al plantarse delante de la pareja, los dos levantaron la vista, mirándole, sonrientes.

—¿Qué diablos ocurre aquí? —gruñó con una ira burlona.

En secreto, se sentía celoso, ésa era la verdad.

Doug le explicó:

—Le estaba contando a tu dama que creo que he caído definitivamente con Terry September. Iré en su busca en cuanto llegue a Nueva York.

—Si se trata de algo personal, me voy —ofreció Grant.

De repente, se sintió extrañamente melancólico.

—¡Bah! —exclamó Doug.

—Oye: estarás hablando en broma, ¿eh? —inquirió Lucky.

—Lo cierto es que me he acercado aquí con el exclusivo objeto de preguntarte qué crees que debo hacer con relación a «mamá». A nuestra «mamá» —Grant recalcó el vocablo—. ¿Aceptarías acompañarme mañana, cuando vaya a decirle que marcho a Kingston en compañía de mi querida Lucky, aquí presente?

—Naturalmente que acepto —dijo Doug al cabo de unos segundos de reflexión—. Puedes contar conmigo. Supongo que mi corazón podrá resistir la brusca escena. Además, dos blancos son siempre más difíciles de alcanzar que uno. Uno de los dos puede sobrevivir.

—¿Cómo es esa terrible mujer? —inquirió Lucky—. ¿Tanto miedo os da?

Doug sonrió.

—No nos da miedo.

—¿Pues qué pasa entonces? —preguntó Lucky—. ¿Por qué os tiene sobrecogidos de esa manera? ¿Qué clase de poder ejerce sobre vosotros?

—No se puede negar que nos domine —dijo Doug—. Yo quisiera saber precisamente la naturaleza de ese poder. —Sonrió animoso—. Yo creo que todo nace de que ella creía en uno cuando uno no merecía el menor crédito y luchaba por abrirse paso como autor teatral.

Doug terminó por encogerse de hombros.

—¿Qué estabas diciendo tú? —inquirió Lucky volviéndose hacia Grant.

—Tú estás enterada de lo mío —manifestó él—. Ellos me ayudaron de una manera práctica. Encontré en los dos el apoyo necesario. Fue como si me hubiesen adoptado.

Doug hizo una mueca.

—Desgraciadamente, ella padece esta manía con sus chicos. Es una especie de obsesión. Cree que todas las mujeres los buscan por su dinero, tras haberlos ayudado ella a triunfar en la vida.

—Cabe tal posibilidad —señaló Lucky—. ¿Qué hay de equivocado entonces en su suposición?

De súbito, Grant se acordó de Nueva York, de Leslie, del pequeño apartamento, de los días tan felices que en él había pasado.

—Desde luego, el espectáculo muy bien pudiera ser calificado de extraordinario —comentó Lucky—. Dos hombres hechos y derechos se convierten en dos dóciles perritos, llenos de temor ante la idea de enfrentarse con esa brava hembra.

Lucky dio un resoplido.

Doug sonrió, encogiéndose de hombros.

—Bueno, ¿vas a acompañarme entonces? —preguntó Grant, dirigiéndose a él.

—Naturalmente —Doug puso cara de persona inocente, absolutamente inocente, de persona que no ha dicho una sola mentira en su vida—. Te ayudaré a barajar a «mamá» —añadió, dando un énfasis grande a este último vocablo.

La cosa quedó decidida. Irían a verla al día siguiente.

—Llueve o truene —remachó Doug.

Lucky les esperaría en casa de Bonham. Pero primero llevarían a cabo una inmersión con él. Era la última jornada que pasaban allí las tres parejas neoyorquinas, que partirían en el avión de la noche. Su encuentro con Grant y Doug había sido el «extra» apetecido de sus vacaciones. También Doug ansiaba salir una vez más con Bonham. Después de que Grant y Lucky partieran para Kingston, él se dirigiría a Coral Gables, saliendo < posteriormente para Nueva York. Asuntos de negocios. Pero el desplazamiento tenía otro objetivo, además: ver a Terry.

—¿Qué diablos? Si tú has tenido la suerte de dar con la mujer que de veras te gusta, ¿por qué no ha de sonreírme a mí también aquélla?

Doug se quedó extasiado, contemplando en silencio los rostros de sus dos amigos.

La inmersión de aquel día, como sucede a menudo con los días últimos de cualquier cosa, resultó carente de toda emoción. Fueron arponeados unos peces, se exploró el arrecife más profundo, los neoyorquinos se hicieron con algunos ejemplares de coral, que Bonham les prometió secar y enviar a sus señas… Pero no sucedió nada que valiese la pena y por primera vez desde que se entregara a aquellas actividades, Grant se aburrió.

Jamás le aburrirían, en cambio, los preludios de tales excursiones, los preparativos, la perspectiva del peligro, del milagro inexplicable, de algo que no podía saber qué era… Le gustaba la entrada en el agua, oír los primeros rumores de su propia respiración en el regulador, la repentina inmovilidad y silencio de las profundidades, el espectáculo de éstas bajo la luz del sol, cuando se aclaraban las nubes de burbujas…

Una vez en el fondo, aquel día, se encontró con que era bien poco lo que allí podía hacer. No vio ningún gran pez y entonces se entretuvo utilizando el cuchillo que Bonham le vendiera para cortar unos cuantos corales, que crecían abundantemente en los arrecifes. Y cuando finalmente emergió, cuando expuso su cabeza a los cálidos rayos del sol del Caribe, no pudo evitar el preguntarse por un momento qué diablos estaba haciendo allí. Finalmente, se sumergió de nuevo y con unos hábiles movimientos, gracias a su experiencia, se soltó las botellas de aire, sin dejar de respirar por la boquilla, echando otro vistazo al misterioso mundo del silencio, que había perdido para él ya parte de su misterio. Seguidamente, se acercó al bote, entregando el equipo a Alí.

Se habría quedado muy sorprendido si en el momento en que trepaba por la escalerilla de la embarcación para unirse a los neoyorquinos, congregados ya y muy tristes después de su última inmersión, hubiese sabido que Lucky y Doug, mientras él vagaba por el fondo del mar, habían tenido una seria conversación sobre su persona. Su sorpresa no habría sido tan grande si le hubiesen dicho que Lucky, en Doug, como antes con los Aldane y el resto de sus amigos, había hallado otro ardiente partisano.

La misma Lucky se extrañaba algo ante aquellos hechos. No creía en la utilidad de aquellas charlas saturadas de franqueza con personas relacionadas por otro extremo con la persona de su interés. Estimaba tal estrategia provocadora y nada delicada. Así pues, a ella misma le causaba un efecto raro dar tales pasos. En el caso de Doug, pensando en ello más tarde, vio con claridad que había sido él quien originara la experiencia, pudiendo señalar con absoluta precisión el momento en que la charla tomó el raro giro.

Los dos, con sus tubos respiratorios, habían estado nadando por las inmediaciones de la embarcación, exactamente igual que las esposas de los neoyorquinos. Habiendo visto lo que había visto bajo la superficie, Lucky no sintió al salir el menor deseo de bañarse en el mar, teniendo que hacer un esfuerzo para vencer su repugnancia. Se había contentado, por consiguiente, con mantenerse en las cercanías del bote… Pero Doug se empeñó en seguir a los buceadores desde arriba, así que Lucky terminó por subir a la embarcación para tenderse en ella a tomar el sol. Unos minutos más tarde, teniendo los ojos cerrados, sintió que alguien se le aproximaba, sentándose sobre el borde de la toalla que extendiera encima de las calientes tablas. Era Doug.

—Me he cansado de seguirlos —dijo en un tono de voz que delataba su desilusión.

Lucky se movió a un lado, para dejarle espacio. Siempre se sentía nerviosa ante la perspectiva de un contacto, involuntario o no, con los amigos de Ron.

—No haría eso por nada del mundo —declaró.

—A mí me gustaría ser capaz de hacerlo…

—Bueno, no me refería a lo del buceo —aclaró Lucky—. Pensaba en lo de correr tras ellos con el tubo respiratorio puesto, yendo de un lado para otro. Nada de alejarme del bote.

Doug se echó a reír.

—Pero tú eres toda una mujer.

—¡Espero que sí! Como tal estoy hecha. Seguro que habría sido un muchacho muy chocante.

Doug se echó a reír otra vez, con más ganas ahora, echando hacia atrás la cabeza, incluso.

—Con toda seguridad. —Durante unos momentos, vacilante, dio unos tironcitos a los bordes de la toalla, añadiendo—: Sin embargo, no me he acercado ahora a ti para darte conversación. Existe algo de lo cual quisiera hablarte…

Lucky volvió la cabeza para fijar una mirada en su rostro. No dijo nada, limitándose a ocultar los ojos tras los cristales ahumados de sus gafas. La expresión en la cara de Doug era grave.

AI empezar a hablar, él fijó su mirada en la lejanía.

—Hace ya algún tiempo que conozco a Ron… Casi cuatro años. Creo haberme formado un concepto acerca de su persona bastante exacto, bastante acomodado a la realidad. A mí me parece que anda necesitado de una mujer. De una mujer que sea la suya. De una esposa. Él no es como yo. Yo soy un hombre que nunca dará con la compañera adecuada. Y he aceptado este hecho como algo fatal. —Doug daba la impresión de estar triste, pero Lucky no creía en su tristeza, sin saber por qué—. Intento decirte, Lucky, lo que pienso realmente: que debieras casarte con él.

—¿Y qué crees tú que estoy haciendo aquí? —repuso Lucky, con excesiva rapidez, a juicio suyo.

Doug hizo un gesto de afirmación, como si hablara consigo mismo.

—Es todo un tipo este Ron. Se ha apegado a este asunto del buceo igual que un pato al agua. Es valiente como un león. Supongo que no he conocido nunca un hombre que valga más que él. Para mí es el mejor: físicamente y mentalmente, moral y espiritualmente… Sí. El mejor.

—Bueno, Doug, no esperarás que no esté de acuerdo contigo, ¿verdad? —manifestó ella—. Estoy enamorada de él.

Los cumplidos por todo lo alto le hacían sentirse siempre molesta, embarazada.

—Es una pena… De haber sido más alto —concluyó Doug—, habría podido llegar a ser un atleta.

Lucky creía no haber oído bien.

—¡Un gran atleta! ¡Dios mío! ¿Quién diablos anda empeñado en ser un gran atleta? Tad Falker. ¡Dios mío! Sí, Tad Falker.

—No hay un solo americano que no se halle animado por esa ambición.

—¿Le habría gustado eso más que ser un gran escritor?

—Le habría gustado ser ambas cosas, de ser posible.

—¿Cómo quién?

—Pues no lo sé. Como Byron, quizá. Como Hemingway, tal vez, en pequeña escala.

—La verdad: yo opino que las dos cosas, básicamente, son incompatibles. Intrínsicamente —declaró Lucky, con sencillez.

—Es posible que tengas razón. Desde luego, ese punto de vista podría ser considerado típicamente femenino. —Era una cortés salida, una especie de cachete afectuoso dado con el revés de la mano. Doug volvió a dar unos tironcitos a su parte de toalla, mínima—. De todos modos, yo sé que por el hecho de conocerle desde hace algunos años, mi vida ha cambiado por completo.

Lucky sorprendió en el tono con que pronunció estas palabras algo falso que la irritó.

—¿Y qué me dices acerca de esa salvaje mujer? Estoy refiriéndome a la señora Abernathy. Yo creí que había sido ella quien cambió tu vida.

Doug acarició pausadamente la toalla.

—Bien. Ella me ayudó un poco en esa tarea, por supuesto —reconoció. Hizo una pausa—. Pero esa mujer no es realmente inteligente, ¿sabes? Y Ron asegura que con el paso de los años ha ido perdiendo facultades, ha ido empeorando. Yo mismo he podido apreciarlo, en parte. Es una mujer que me hace pensar en otras del corte de Susan B. Anthony, Elisabeth Stanton, Mary Walker, Lucy Stone…

—Todas las viejas lesbianas.

—Perfectamente. Si tú quieres dejarlo en eso, bueno. Lo cierto es que de atractivo femenino tiene bien poco. Y gusta, por tanto, poco a los hombres.

—Y, no obstante, todos vosotros, estúpidos, revoloteáis a su alrededor como moscas en torno a un tarro de miel.

—No. Y eso era lo que yo quería decirte —declaró Doug—. No creas eso de Ron. Porque te equivocarías. Él es un hombre libre, dueño de sí por completo, puedes creerme.

—No esperaba menos de él. No habría podido enamorarme de un hombre que no se encontrara en esas condiciones.

Doug, que había estado contemplándola muy serio, sonrió. Pero sólo por un lado de su cara, a medias.

—Eres toda una mujer, desde luego, Lucky.

»Por supuesto que sí. La otra, Carol, «mamá», se ha empinado sobre un promontorio de cosas místicas y metafísicas. Esto se ha prolongado durante ocho años. Dio con un libro titulado Hermes Trismegatus en cualquier librería ocultista de Nueva York y el libro en cuestión lo puso en marcha todo. Y ahora ha desarrollado una teoría, que por cierto no es original, apoyándose en la cual afirma que todo artista o genio creador pierde su energía vital, su fuerza, su genio, en cuanto contrae matrimonio, en cuanto tiene a su lado una esposa y una familia que mantener.

—Cuesta poco trabajo ver por qué prefiere pensar así —dijo Lucky.

—Naturalmente. Pero ella va más lejos todavía… Ella llega a afirmar que cada vez que uno hace uso del sexo mengua la potencia creadora. Y puede ser que haya algo de verdad en ello. No lo sé… ¿Cómo voy a saberlo? ¡Diablos! Ghandi pensaba en esto de una manera afirmativa. Pero Ron no es así. Tampoco yo.

—¡Dios mío! —exclamó Lucky—. Eso espero.

Doug sonrió ahora perversamente.

—Lo contrario, pudiera ser la verdad. Probablemente, en el aspecto sexual nosotros vamos muy por delante de otros hombres. De todos modos, Ron se encuentra en la etapa de su carrera y de su existencia en que le es necesario alejarse de ella, librarse de su influencia. Ésta se ha quebrado ya; pero es un hombre leal. La única cosa que puede quebrantar su lealtad hacia Carol y Hunt es otra lealtad mayor. Y sólo el amor puede darle eso.

—Bien. Eso es exactamente lo que a mí me gustaría darle. Doug asintió, muy serio.

—Cierto. Y entre los dos, entre tú y yo, podríamos hacer de Ron el más grande los autores teatrales americanos, el mejor de todos los tiempos.

Lucky se quedó atónita. Su asombro fue grande.

—¿Sí? ¿Y qué harías tú para lograr eso? —inquirió débilmente.

—¡Oh! Estar a su lado cuando me necesitase.

A ella le pareció eso increíblemente presuntuoso. Durante unos momentos permaneció callada. El cálido sol parecía calentar en aquellos instantes más que nunca. Lucky se sintió desconcertada, como movida de un lado para otro por corrientes y contracorrientes que no acertaba a identificar.

—Mira, Doug —dijo ella finalmente—. A mí todos estos detalles me tienen en realidad sin cuidado. Todo lo que sé es que estoy enamorada de Ron. Me gusta. Lo respeto. Admiro su persona y todo lo que aspira a hacer. Hay más: confío en él. En consecuencia, voy a luchar por él. Con todas las armas que tenga a mi alcance. Lucharé contra la señora Abernathy, contra su esposo, contra ti también, contra cualquiera que pretenda impedir que me case con él, si es que hay alguien que intenta tal cosa. Me tiene sin cuidado el enemigo que se me ponga delante. Si tú estás a mi lado, bien. Lo mismo digo en el caso de que no ocurra eso.

Doug sonreía torcidamente, como poco antes. Con aquel gesto, sus ojos parecían más pequeños que nunca.

—Tú eres el tipo de mujer frente a la cual cualquier hombre de mentalidad normal cedería —manifestó, ceñudo.

—No quiero cesiones de ninguna clase. Y no aspiro a formar una colección… Yo he estado enamorada sólo en dos ocasiones antes de ahora, a lo largo de mi vida. Y en las dos ocasiones estaba tan verde, tan poco madura, que no es posible que me hubiese enamorado. En consecuencia, es esta la primera vez que amo realmente. Nadie va a conseguir que renuncie a ese sentimiento. Creo que podré evitarlo…

Doug se incorporó.

—Yo estoy a tu disposición para ayudarte en lo que sea. Y ahora me voy a popa. Ésa gente se acerca a la embarcación rápidamente. No quiero que Ron me vea aquí, charlando contigo.

—¿Por qué?

Doug, que ya había empezado a moverse, se detuvo, volviendo la cabeza. En sus labios volvía a florecer su extraña sonrisa, la misma que hacía sus ojos más menudos.

—¿Pero es que no lo sabes? Ron es un hombre muy celoso. Por unos segundos, ella no acertó a articular palabra alguna. Lucky vio que Doug se alejaba. Hubiera querido responder a sus últimas palabras con una especie de salva de despedida, pero no pudo, no se le ocurrió nada. Unos instantes más tarde, aquello ya no tenía objeto. ¿Qué había querido decir? ¿Qué había intentado sugerir? Su mente no le apuntaba ninguna idea y de pronto diose cuenta de que se había quedado con la boca abierta.

Más adelante, observó a Doug en el instante en que se aproximaba a Grant, quien acababa de hacer entrega de su pulmón acuático y trepaba por la escalerilla. Doug empezó a hablarle y acabó riendo, dándole palmaditas en la espalda. Experimentaba la extraña sensación de que Doug intentaba usurpar su puesto, en el caso de que no lo hubiese usurpado ya. Seguidamente, su mirada se detuvo en Ron. ¿Celoso Ron? ¿Creía él realmente que Ron era celoso? ¿Lo suponía capaz de pensar que pudiese existir algo entre su prometida y su mejor amigo, sólo por el hecho de verlos hablando a solas? Y si no había querido dar a entender tal cosa, ¿qué diablos había pretendido significar?

Terminó por enfadarse.

Se hubiera enfadado más de haber sabido a qué atenerse exactamente con respecto a la conversación que los dos amigos sostenían. En esencia, se reducía todo a que él, Doug, había pasado un largo rato a proa, charlando con Lucky, y que a consecuencia de ello habíase enamorado de la joven.

Grant, de otro lado, no pensó nada de un signo u otro sobre aquello, limitándose a sonreír y a continuar con la tarea que tenía entre manos: extraer de la nevera una cerveza bien fría. Estaba tan prendado de Lucky él mismo que estimaba lógico que todos sus amigos se enamoraran de ella… ¡Con la única excepción, quizá, de los dos Abernathy!

De pie junto a su amigo, procurándose otra botella de cerveza, Doug manifestó, risueño:

—Y la verdad es que no creo que ella haya comprendido nuestros manejos con referencia a Carol. En absoluto. Ni lo más mínimo.

Esto irritó a Grant. No quería conspiraciones de ninguna clase entre los dos y contra Lucky. Él quería ayuda porque la necesitaba, temporalmente. Pero eso no podía ser un tema de conversación corriente. Irguiéndose, con los ojos entornados, como para defenderse del sol, dijo:

—Me alegro. Sin embargo, no creo que tú y yo debamos hablar de eso.

—Desde luego, incidentalmente tendrás que decírselo alguna vez.

—Proyecto decírselo alguna vez. Intento dar con el momento oportuno. He de estar listo.

Doug, que había clavado el mentón en el pecho, asintió:

—Naturalmente.

—Y si tú has de acompañarme cuando vaya a ver a Carol o no, esa parte de la cuestión no te importa, me parece.

—Desde luego.

—Pues no lo olvides.

Echando la cabeza hacia atrás, habíase llevado la botella de cerveza a los labios, bebiendo largamente. Doug le había imitado. Y fue este breve intercambio lo que llevó a él a decirle a Lucky ciertas cosas sobre Doug cuando andaban comprando provisiones.

Procuraban gastar lo menos posible y por tal motivo iban de compras. Por otro lado, ocurría que el refugio de Bonham, el Neptune Bar, les disgustaba profundamente. Lucky había sugerido la idea de hacer unos «spaghetti» en la casa de Bonham, por la noche. Los neoyorquinos se marchaban demasiado pronto, por la tarde, para tomar parte en aquello. Pero la propuesta fue acogida con el mismo entusiasmo que si se hubiesen quedado, con estruendosas manifestaciones de alegría, tan expresivas que en el caso de Orloffski pudieron traducirse en un nuevo baño. Bonham se sintió también complacido, pero señaló que lo más seguro era que en su casa no dispusiesen de los ingredientes necesarios, los tomates en conserva, por ejemplo, y aquel no era uno de los días en que su esposa se echaba a la calle para reponer sus provisiones. En consecuencia, Lucky y Grant habían salido para adquirir lo necesario.

Grant no hubiera podido hacer aquello solo. De otro lado, ella no conocía la población, no sabía orientarse. No se hallaba habituada tampoco a la conducción por la izquierda. En fin, ignoraba un montón de cosas. Al principio, con todo, la idea de efectuar aquel desplazamiento había puesto a Grant muy nervioso. Era la primera vez que visitaban la ciudad juntos, si se exceptuaba la noche del Neptune Bar, que quedaba emplazado en las inmediaciones del núcleo urbano, en fin de cuentas.

Y como no podía menos de suceder, después de haber aparcado el coche, cuando se aproximaba al «Nuevo Supermercado Chino» (lo de «Nuevo» era porque había empezado a funcionar seis años antes), el primero de Ganado Bay, tropezaron de buenas a primeras con Evelyn de Blystein, de compras también por allí en compañía de su doncella jamaicana.

Grant efectuó las presentaciones de rigor.

—Bien —dijo la condesa Evelyn con su grave voz, estudiando a Lucky con una detenida mirada de sus ojos, de párpados constantemente entreabiertos, que revelaban una frución, un gusto grande por el chisme, por la habladuría—. De manera que ésta es la nueva amiguita de Ron, la chica de quien he oído hablar tanto… Encantada de conocerte, querida.

Por un momento, alocadamente, Lucky pensó en hacerle una reverencia. Limitóse, sin embargo, a alargarle la mano. Evelyn la tomó afectuosamente entre las suyas, dándole unas palmaditas. Sus manos, muy cuidadas, eran exquisitamente suaves.

—Mi querida Lucky: has dado con un hombre que se distingue especialmente por su buen gusto, entre otras cosas, en cuestiones de faldas.

Grant sólo veía el movimiento de sus labios. Apenas oía nada. Pero a modo de compensación por aquel mal momento, advirtió que estaba a su lado, no sabía por qué. Algo indescriptible en sus ojos le hizo ver que tenía un aliado en ella. Decidió coger el toro por los cuernos, diciéndole que aquella misma noche se marchaban para pasar dos semanas en Kingston.

La condesa sonrió levemente, dando muestras de sentirse muy alegre.

—Les sugiero que se hospeden en el Seraton —contestó—. Todos los dormitorios tienen allí aire acondicionado. Y acordaos alguna que otra vez de vuestra vieja y querida tía Evelyn cuando os estéis divirtiendo. Adiós, amigos.

—¿Es ésa la dueña de la casa en que la señora Abernathy se encuentra? ¿Es la condesa?

Lucky no supo resistirse a la tentación de volver la cabeza. Evelyn hizo lo mismo, agitando una mano. Lucky correspondió al saludo.

—En efecto —murmuró Grant.

—Yo diría que con toda certeza tienes un aliado en esa mujer —declaró Lucky—. Bueno, más exacto es decir que se trata de una persona aliada mía…

Grant sonrió.

—Si quieres creer que ella te recomendaría que te casases conmigo, no sé, no sé…

—Me parece que sí me recomendaría que diese ese paso. Impulsivamente, Lucky lo cogió del brazo, ante cuyo gesto él, instintivamente, miró a su alrededor. No pudo evitar aquel movimiento. Pero a pesar de eso, Grant se sentía orgulloso, estúpida y alocadamente orgulloso, al habérsele ofrecido una oportunidad de mostrar Lucky a Evelyn.

Evelyn había mencionado a Doug, aludiendo a su manera de ser. Fue esto lo que condujo a Grant a hablar con Lucky de él, para que supiera a qué atenerse.

—Se ha mencionado a Doug durante nuestra conversación con Evelyn. Quisiera con este motivo, Lucky, puntualizar algunas cosas sobre este hombre.

Ella se puso alerta. Recordó lo que Doug le había dicho acerca de los celos de Ron. ¿Habían hecho éstos ya su efecto?

—Te escucho.

—Ciertamente, es uno de mis amigos. Un buen amigo. Sin embargo, resulta un tanto raro en muchos aspectos. Le gusta mucho meter la nariz donde nadie le llama. Le agrada también manejar a la gente a su antojo, ser una especie de Svengali. Él se tiene por un excelente director de escena. Tiene, en fin, muchas cosas que me hacen desconfiar. Por eso precisamente no goza de mi entera confianza.

Lucky esperó pacientemente. Mientras tanto, fue sintiéndose progresivamente irritada, hasta el punto de que las orejas se le pusieron encarnadas. ¿Qué diablos significa todo aquello?

—¿Y qué más? —inquirió finalmente, al ver que él no seguía hablando.

—Eso es todo. Quería prevenirte. Doug presenta muchas facetas, todas las cuales no son rectas.

—Ponme un ejemplo.

—No me es posible citarlas todas ahora. Para mencionar una te diré que está algo obsesionado conmigo. Y de una manera algo rara.

—¿Qué intentas darme a entender? Estás dando rodeos, Rom. ¿Admites la posibilidad, por ejemplo, de que intente conquistarme?

—¿Qué? No. —Grant hizo una pausa—. Bueno, pues sí. Tal vez fuese capaz de eso. —Otra pausa—. No. Yo no creo que se atreviese a dar tal paso. Sin embargo, Doug…

—¿A qué viene eso, Grant? ¿Es que te ha sentado mal permitir que me acompañara bastante a lo largo de los últimos cinco días?

—¿Qué? ¿Qué quieres darme a entender tú ahora?

—También yo he descubierto algo extraño en tu forma de seleccionarme como acompañante a uno de tus «mejores» amigos, un amigo en el que no puedes confiar en el momento en que vuelves la espalda.

Lucky estaba furiosa y las orejas le ardían.

—¡Eh, eh! ¡Un momento! Eso no ha sido lo que yo…

—Por añadidura —continuó diciendo ella, interrumpiéndole de nuevo—, debo hacerte saber que encuentro insultante que te sientas en la obligación de darme cierta clase de explicaciones, previniéndome. Me molesta que no tengas suficiente confianza en mí para pensar que yo sabría reaccionar adecuadamente de producirse determinada situación, de un modo automático. Grant se quedó inmóvil en medio de la calle.

—Vamos, vamos, Lucky. Yo no he insinuado una sola palabra ofensiva que…

—Lo hayas hecho o no, te diré que yo no soy de las mujeres capaces de llevar en danza a más de un hombre a la vez.

Lucky reconoció que esta no era la verdad completa. Pero, en cambio, se acercaba a ella.

Grant seguía paralizado en medio de la calzada.

—¿Quieres hacer el favor de guardar silencio, aunque sea por un minuto? —Unos jamaicanos que pasaban junto a ellos volvieron la cabeza, los miraron con un gesto de curiosidad—. No sé qué es concretamente lo que has llegado a deducir de mis palabras. Pero estoy seguro de que no me has comprendido bien. Has interpretado erróneamente mis frases. Bueno, este no es el lugar más adecuado para iniciar una discusión de este tipo. Si te parece, volveré sobre el tema más tarde. Aquí hemos venido estrictamente a comprar cosas. A nuestro alrededor hay personas que no apartan los ojos de nosotros. Estamos llamando la atención.

—Especialmente por una razón: porque no has sabido nunca hablar en voz baja —repuso Lucky, indignada.

También se había plantado en medio de la calzada, mirando a Grant en aquellos instantes con los párpados entreabiertos. Las pupilas parecían ir a salírsele de los ojos.

—¡Cállate! ¡Cállate! —susurró él, cogiéndola por un brazo y obligándola a entrar en el supermercado.

¡Dios mío! ¡Y qué bella estaba cuando se ponía furiosa!, pensó Grant entonces.

Ésta última escaramuza dio lugar a cierta frialdad momentánea entre ellos. Aquella frigidez duró todo el tiempo que estuvieron en el supermercado. Y siguió en el coche, camino ya de la casa de Bonham. Grant no acertaba a comprender qué era lo que le había ocurrido y, evidentemente, en aquel estado de ánimo no se mostraría inclinada a darle explicaciones. ¡Dios! ¡Y qué pocas cosas sabía uno acerca de los demás!, se dijo Grant, mirándola de reojo. La había sacado de quicio, desde luego, con alguna de sus manifestaciones. Ya en la casa, la ayudó a trasladar los comestibles comprados a la cocina, donde ella se aplicó a la tarea de preparar sus «spaghetti», sin decirle una palabra más. Doug esperaba a Grant en el cuarto de estar, acompañado de Bonham y Orloffski.

—Bueno, ¿qué hay de ese condenado número en perspectiva? —inquirió nada más acercarse a ellos, seleccionando una de las botellas de cerveza que había sobre la mesa.

Bebióse dos tercios del contenido de la escogida sin respirar, de un tirón. Luego, se sintió mejor.

—Lo que tú ordenes, jefe —contestó Doug.

Bonham, notó Grant, le sonreía. Se sonreía a sí mismo y a Grant. Evidentemente, le inspiraba un interés «científico» más que pura simpatía humana. Pensó con amargura que era lo normal, pero no sabía si aquel interés era inspirado por su riña con Lucky o por la visita que se había propuesto realizar a Carol Abernathy. Bien se observaba que ellos habían estado hablando de él. Orloffski, como de costumbre, no se hallaba impuesto de nada. Vivía concentrado en su persona, dispuesta a todas horas a absorber cerveza como una esponja.

—Estaremos de vuelta dentro de una hora —dijo Grant a Banham.

Las miradas de los dos hombres se cruzaron. Algo indefinible pasó de uno a otro. Grant giró en redondo. Luego, regresó a la puerta de la cocina.

—Nos veremos dentro de un rato —le dijo a Lucky.

Ésta no respondió nada.

Utilizaron el coche de Grant para el desplazamiento. Por el camino, a lo largo de las calles polvorientas, requemadas por el sol, nunca suficientemente, protegidas contra el mismo, Ron pensó en la mirada que habían intercambiado él y Bonham. La mirada de éste había sido como el centelleo de un «flash», que él captara inevitablemente, al que correspondiera de un modo inconsciente, automático. ¿Qué había querido decirle?

Al cruzar el pequeño viaducto (apenas podía recibir el nombre de puente), sobre el llano lecho del río, un riachuelo en aquellos momentos, pero susceptible de convertirse en un importante torrente, en cuanto descargaba una típica tormenta tropical en las elevaciones situadas a no mucha distancia, experimentó la impresión de que estaba entrando en territorio enemigo.

—Pienso decirle a Carol que me voy a Kingston solo —explicó en el momento en que remontaban la cuesta—. Ella ignora que Lucky se encuentra aquí. Tropezamos con Evelyn en la ciudad esta tarde. Pero no sé por qué estoy seguro de que ella no dio cuenta del episodio a Carol.

—No obstante, se lo habrá contado a todo el mundo —aventuró Doug—. Es lo más probable.

—No me importa. Cuando se divulgue la noticia estaré lejos de aquí. Ya me ocuparé de eso más tarde. Ahora pienso que lo mejor es decir que marcho solo. De esta manera tendremos menos palabras; el alboroto, si lo hay, será menor.

Doug respondió:

—Por lo que a mí afecta, conforme. Esto es asunto tuyo. —De pronto, se volvió hacia su amigo, sonriendo cordialmente. En sus ojos se leía cierta excitación, por la perspectiva inmediata de «obrar»—. Respaldaré tu comedia, Ron. La conduzcas de una manera u otra.

Grant se sintió animado también. La sensación que esperimentaba no dejaba de ser agradable.

—Creo que el mejor camino a seguir es el que he pensado —concluyó.

Se encontraba ya casi frente a la villa.

No salió la cosa tan bien como se había imaginado. Realmente, no pudo salir peor…

De buenas a primeras, no encontraron a nadie en la villa y vagaron por el gran salón, trasladándose después a la terraza. Luego, penetraron de nuevo en la casa, subiendo por la gran escalinata, hasta la planta en que estaban los dormitorios. De haber sido unos ladrones, o unos secuestradores, se habrían desenvuelto perfectamente, despachándose a gusto, a sus anchas.

Evelyn no se dejaba ver por ninguna parte; Hunt y el conde Paul habían salido; ningún miembro de la servidumbre vio la necesidad de preguntarles quiénes eran. La vivienda aparecía desierta. Descubrieron a Carol en su habitación, trabajando. Estaba dedicada a la preparación de una obra debida a la pluma de uno de los miembros de su grupo teatral, que le había sido enviada por correo. Utilizaba para su trabajo un lapicero rojo, con el que trazaba gruesas rayas que hacían pensar en unos sangrientos arañazos en la cara de alguien. Abreviaba, suprimía y garabateaba sobre lo escrito. Grant se encontraba muy familiarizado con su proceder en tales casos. La mesa en que trabajaba había sido colocada delante de la gran ventana del cuarto. Nada más llegar allí, los dos pudieron ver su silueta, claramente recortada sobre un fondo luminoso, cegador. Y en la silueta se destacaban alarmantemente los blancos de sus oscuros ojos.

La silueta se animó con otro destello blanco, el de sus dientes. Había sonreído al verles.

—Vaya, vaya… Los dos hijos pródigos vuelven al hogar. ¿Lo habéis pasado bien en «MoBay»?

—Regular… —dijo Grant—. No sé por qué, nunca me sentí en ningún momento a gusto allí.

—¿Qué me dices? —inquirió Carol Abernathy, sarcástica—. ¿De veras?

—He venido para recoger unas cuantas cosas que aquí dejé —explicó Grant—. Parto para Kingston en el avión de esta noche.

—¿Solo? —preguntó Carol.

—Solo —replicó él—. Villalonga ya no está allí, supongo… Tú lo sabrás, seguramente. Jim Grointon, sí. E igualmente otros. Me parece que los arrecifes ofrecen atractivos más variados allí, y habiéndolos en mayor número que aquí, tenemos donde escoger. Además —se oyó Grant añadir, siendo la primera vez que revelaba su secreto—: quiero ver si logro arponear uno o dos tiburones.

—¿Hablas de dedicarte a arponear tiburones? —inquirió Carol Abernathy, asombrada—. ¡Pero qué aventurero nos has salido!

—Es verdad —corroboró Grant—. Me propongo permanecer allí dos o tres semanas. Seguidamente, regresaré a Nueva York.

No hubiera debido decir eso, él lo sabía bien. Proceder así era como mostrar un trapo rojo a un toro bravo. Pero, en fin, no había podido evitarlo.

Carol Abernathy se echó a reír.

—¡Ah! Ése es tu último itinerario, ¿eh? En definitiva, te vuelves a Nueva York.

—Exactamente —contestó Grant.

De pronto, Ron se preguntó por qué se había procurado la compañía de Doug pensando en aquella entrevista. ¿De qué podía servirle Doug?

Como si hubiese sido picada por un insecto, Carol Abernathy se levantó de un salto de su silla. Cogió una cuartilla en blanco de las que tenía sobre la mesa y se acercó a él, mostrándosela.

—Pues entonces he aquí algo que puedes hacer por mí, si quieres. Deseo que redactes una dedicatoria para la nueva obra, reseñando en ella detalles de la ayuda que te he prestado. Puesto que ya no vamos a vernos más, es mejor que la escribas ahora. Tratándose de ti es ciertamente una verdad rigurosa aquello de que lejos de vista lejos de corazón. Y que no se te ocurra decir que no me debes esto…

A Grant le costaba trabajo dar crédito a sus oídos. Ella no había tenido absolutamente nada que ver con su última obra, con la titulada I’ll Never Leave Her; no la había «trabajado» lo más mínimo. Creía recordar que ni siquiera la había leído por completo; la detestaba abiertamente… Tenía razón, ya que los personajes que plantaba en escena eran él mismo, y ella, y el propio Hunt. E incluso en el caso de que hubiese mediado en la elaboración de la comedia teatral, solicitar así, tan abiertamente…

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó él con un hilo de voz—. ¿Es eso todo lo que quieres?

Grant cogió la cuartilla, encaminándose a la máquina de escribir, sentándose ante ella, en el extremo opuesto de la habitación. Mecanografió una dedicatoria que era sustancialmente la misma que pensara años atrás, cuando redactara, para ella y para Hunt, la correspondiente a su primera producción. Había procedido con entera sinceridad entonces. Aquello se le llevó no más de treinta segundos.

—¡Diablos! Me resulta muy fácil —dijo Grant tornando a acercarse a ella. Había utilizado un papel carbón para sacar una copia, la cual procedió a entregar a Carol, guardándose el original en el bolsillo de su camisa. A continuación, se volvió hacia Doug—. Y bien, Doug…

Su amigo abandonó la silla en que se había dejado caer nada más entrar en la habitación.

—Vámonos.

—Muy bonito, hombre, muy bonito —dijo Carol, con voz que delataba su sorpresa—. Eso está muy bien… —Había lágrimas en sus ojos cuando Grant se volvió hacia ella—. Nunca me imaginé que tú albergaras esos sentimientos hacia nosotros. ¡Qué afectuoso! ¿Te has dado cuenta, Doug?

A Grant le costaba trabajo creer que ella no intentara mostrarse sarcástica. No había nada de eso, en efecto. En realidad, Carol se mostraba sincera.

Doug echó un vistazo al papel, devolviéndoselo a su dueña.

—Pues sí —manifestó, lacónico—. Está muy bien.

—Se lo enviaré por correo a Paul Gibson cuando salga de la ciudad —notificó Grant.

—Oye, Ron… Se me acaba de ocurrir una idea —declaró Carol, con una sonrisa saturada de ansiedad—. Lo he pensado mientras tú escribías esto. ¡Es una gran idea! ¿Por qué no nos trasladamos los tres, juntos, a Kingston? De todos modos, Hunt tiene que incorporarse a sus actividades comerciales dentro de unos días y Doug no llevaba aquí nada entre manos, de momento. Doug y yo te acompañaremos a Kingston y organizaremos unas vacaciones auténticas. Iremos los tres únicamente… Seremos los tres mosqueteros del Grupo de Teatro de las Colinas de Hunt. ¡A mí me parece que la idea no puede ser mejor!

—Quiero sentirme independiente… —murmuró Grant.

—¿Y por qué no vas a sentirte independiente en nuestra compañía? Saldremos contigo a la mar y tú bucearás como de costumbre. Por las noches nos reuniremos de nuevo para cenar, visitaremos Port Royal, saciaremos nuestra curiosidad en los lugares más históricos. ¡Nos vamos a divertir mucho!

—Tú es que no quieres comprender, ¿verdad?

—Tampoco a mí me vendrían mal unos días de descanso —argüyó Carol.

Grant sintió que su respiración se tornaba más agitada. Sintió una opresión en el pecho y un zumbido en los oídos.

—Verás… Eso no es posible, ¿sabes? —dijo con firmeza—. Mi amiga se encuentra aquí, conmigo. Mi chica, la de Nueva York, está en la población y quiero que me acompañe en el desplazamiento.

Se produjo un silencio obsesionante tras esta observación. Duró largo rato. Luego, los acontecimientos se precipitaron con tanta rapidez que resultó difícil seguirlos. Carol Abernathy se quedó mirándole, con extraordinaria fijeza.

—¡Tu amiga! —gritó Carol recalcando mucho esta última palabra, con una inflexión de desdén—. ¡Tu chica! ¡Tienes ya treinta y seis años! Y te comportas como un… ¡Oh!

Carol se levantó bruscamente, derribando la silla estilo Imperio en que había estado sentada.

Las exclamaciones se repitieron. «¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!». Las pronunció a regulares intervalos. Era un sonido animal. Carol se quedaba pensativa y después la exclamación se escapaba de entre sus labios. Aparecía marcada con el ritmo de la respiración. Unos segundos después, se abalanzó hacia la puerta, pasando junto a Grant como enloquecida. Su hombro tropezó con el marco, como si no lo hubiese visto. Seguidamente, se detuvo y volviéndose se llevó una mano al seno izquierdo, chillando igual que una poseída: «¡Mi corazón! ¡Mi corazón!». Finalmente, desapareció. La oyeron deslizarse corriendo por el pasillo, en dirección a las escaleras. «¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!». Las exclamaciones se repetían todavía, sin cesar.

—¡Vámonos! —dijo Doug, haciendo un gesto imperativo para que Grant lo siguiera.

También él llegó a la puerta corriendo. Grant seguía a su amigo, pero no tan de prisa. Carol bajaba los peldaños atropelladamente. Él llegó al principio de las escaleras cuando Carol Abernathy se encontraba al pie. Doug se situó detrás de ella. Carol giró hacia la izquierda, siempre corriendo, con el cuerpo doblado, lanzando exclamación tras exclamación. Evelyn de Blystein había aparecido procedente de Dios sabía dónde, cogiéndola en el momento en que se agazapaba en un rincón del comedor. En el instante de asirla Evelyn, Carol se derrumbó pesadamente. A Grant todo aquello le tenía sin cuidado. Le tenía sin cuidado incluso en el caso de que sufriese un auténtico ataque de corazón. Algo frío, calmoso, cruel, había descendido sobre su mente. Salió por la puerta principal del edificio, se metió en su coche y puso éste en marcha, alejándose de allí complacido más bien.

Probablemente, habíase demostrado excesivamente cruel con ella. Es lo que pensaría más tarde. En el momento preciso de producirse aquel hecho no había advertido su crueldad. Pero lo cierto era que comportarse tan duramente como se había comportado resultaba mucho más fácil de lo que se había imaginado.

Consiguió conocer el desenlace de la historia gracias a Doug, cuando su amigo regresó a la casa de Bonham, una hora más tarde que él. Explicó para todos que había sufrido un ataque, lo que habían temido en un principio. Pero, en fin, Doug no estaba obligado a expresarse con reticencias. Lo refirió todo, con detalles, riendo a medias, faltándole a veces el aliento, con el estilo que hubiese empleado un narrador de episodios picaros, maliciosos. Las habladurías que no lo son tanto hacen de las personas más antipáticas seres gratos, así que al cabo de unos minutos de haber empezado a hablar todos los presentes se habían contagiado de su risa. La sensación de haber conseguido colectivamente un triunfo, de no sabía nadie qué clase, les unía mutuamente, los soldaba sólidamente, haciendo de ellos una banda, un grupo indestructible.

Comenzaron a circular de un lado para otro las botellas de cerveza. Incluso Grant se sintió unido a ellos, aceptando un vaso para celebrar lo sucedido, riendo también a sus anchas, pese a saber que aquello era cruel, realmente cruel.

Ella se había tendido en el suelo, gimiendo y aullando, hablando atropelladamente de su corazón, lanzando sus interminables exclamaciones… Así hasta que comprendió que Grant se había ido, en cuyo momento se puso en pie, tan serena como quienes la observaban o más, encaminándose seguidamente a las escaleras y a su habitación, manifestando que creía hallarse muy bien. Juzgó aquello una indisposición pasajera. Dentro de su habitación ya, habíase sentado sobre el borde del lecho, tranquila del todo yo, aparentemente. Luego, cogió un tubo de Miltown que había encima de la mesita de noche y se llevó a la boca un puñado de píldoras antes de que nadie pudiese impedirlo. En realidad, según pudo comprobar Doug en su intentona en aquel sentido, en la mano no tenía más que siete y ella había querido dar la impresión de que eran más las que deseaba ingerir. Consultado un doctor, todos se quedaron tranquilos. El médico les comunicó que siete píldoras de Miltown no podían causar ningún grave daño. Finalmente, se había quedado durmiendo el sueño de los justos.

—¡Dios mío! —exclamó Lucky, sorprendida. Se le había pasado el enfado—. Y todo eso lo hizo porque… Y tú ni siquiera eres su hijo, sólo eres su hijo adoptivo, en fin de cuentas. Si llegas a eso, realmente. Ésa mujer tiene que ser forzosamente… Tiene que estar un poco…

Lucky se llevó un dedo índice a la sien, haciendo como si barrenara en un gesto popular muy expresivo en todas partes.

—Lo está —dijo Doug, convencido.

Salía un avión para Kingston hacia la medianoche. Sería el que ellos tomarían. La cena a base de «spaghetti» había quedado atrás, habiendo sido acogida por los comensales con los mejores honores. Mientras Grant se encontraba en la villa, Lucky había procedido a preparar sus equipajes. En esto había consistido su oferta de paz.

Las maletas se hallaban ahora junto a la puerta, listas para ser trasladadas al coche de Bonham. Bonham los llevaría al aeropuerto al regreso de Grant, terminada ya la cena. Junto a la puerta había también un saco verde que contenía el equipo de buceo de Ron y al lado se veían dos tanques, dos botellas de aire, de las empleadas por ellos normalmente en sus inmersiones, con un regulador, que Bonham había arreglado y puesto en orden a cambio del equipo de menor cuantía que él adquiriera en Indiana. Las botellas estaban llenas, a la máxima presión. Esto iba contra las ordenanzas de las compañías aéreas, pero la verdad es que Bonham había transportado muchas botellas en iguales condiciones por el aire y a su juicio no había por qué sentirse preocupado.

Una vez en Kingston, podría conseguir que le rellenaran las botellas en un sitio en que suministraban aire filtrado para los hospitales.

Jim Grointon le pondría al corriente de eso, si Grant deseaba ir a verlo. Bonham le facilitó sus señas, de todos modos. Sonrió al comentar que Jim buceaba poco ya con pulmones acuáticos. Bonham presentó a Grant la factura, que ascendía a unos mil cien dólares y en la que quedaba comprendido todo: el equipo adquirido, el viaje a Grand Bank, las excursiones en la embarcación de Bonham, el curso de instrucción y las experiencias en las piscinas. Constaban estas cosas con todo detalle en el papel. La suma era suficientemente alta, como para producir cierta inquietud y disgusto en Grant.

—Puede usted darme la mitad ahora —manifestó Bonham, siempre risueño—. El resto, dentro de dos semanas, cuando salga de Kingston. Bueno, si le parece bien.

—Sí, sí —respondió Grant, vacilante—. Claro, es posible que no volvamos aquí desde Kingston. Me inclino a pensar como más seguro nuestro traslado, posteriormente, a Nueva York.

Los ojos de Bonham tenían ahora un brillo discretamente acerado.

—De acuerdo. Envíeme, pues, la otra mitad desde allí, nada más llegar a la ciudad.

—Bueno, a mí eso me da igual —repuso Grant, no muy satisfecho—. A mí me abonan mis derechos de autor trimestralmente, de todos modos. Lo mejor será que le pague a usted ahora mismo.

Procedió a extender un cheque sobre su Banco de Nueva York. A él no le importaba pagar, cuando hacía cualquier gasto. Lo que le disgustaba era ver la rapidez con que se le esfumaba el dinero. El brillo acerado en los ojos de Bonham desapareció.

Grant había notado en su breve charla con Bonham que éste se hallaba convencido de que seguiría acompañado de Lucky tras la estancia en Kingston. Seguramente, su instructor pensaba que llegarían a casarse.

Grant cogió su cámara fotográfica, la costosa «Exacta V», para la cual William no había tenido tiempo de construir una caja estanca, colocándola en el suelo, junto a las maletas. Más tarde, recordaría este detalle con toda claridad. Después, miró hacia la puerta de la cocina, aproximándose allí para darle un beso a Lucky. El «spaghetti» olía de una manera deliciosa.

—¿Cuándo vamos a hacer a eso los debidos honores? —inquirió.

—Cuando queráis —respondió ella, sonriendo—. Ya está todo preparado… Dentro de cinco minutos estamos sentados a la mesa.

Eran las ocho y todavía había alguna luz.

—Bueno, ¿qué tal si mientras esperamos bebiéramos algo? Todo el mundo accedió a ello.

La cena, en definitiva, fue servida a las nueve. Tenían dos horas por delante. Habría un buen rato para la sobremesa y cogerían el avión sin prisas. Grant había comprado dos botellas de Chianti, para acompañar al «spaghetti». Bonham había preparado unas brasas para el asado. Cenaron en el patio, animadamente. El «spaghetti» tenía un sabor delicioso. Orloffski repitió cuatro veces. Levantándose de la mesa a las once y cuarto dispondrían de tiempo de sobras para llegar al aeropuerto.

A las once y diez minutos sonó el timbre del teléfono. Llevaban ya un buen rato de sobremesa y se encontraban en aquellos instantes sentados dentro de la casa, saboreando unos vasos de rojo vino. Al sonar aquel timbre, Bonham miró a su alrededor. Después se levantó, descolgando el micro. Sus movimientos eran lentos, pausados, como los de una persona que ha bebido con exceso.

—¿Quién diablos será? —inquirió—. No me lo explico. A esta hora…

Permaneció con el micro aplicado a un oído durante largos minutos. Estaba muy serio y solemne. Al cabo de aquel rato, formuló una lacónica pregunta:

—¿Dónde?

Otra pausa y nuevas preguntas:

—¿A qué hora? ¿Cuántas personas? ¿Qué marca de coche? Bonham, grave, esperó las respuestas correspondientes, declarando al final:

—No lo sé… Seguro. Lo intentaré… Pero esta noche no puedo encargarme de ello… Ésta noche no puede ser, ¡por Dios!

Tras haberse despedido de su misterioso interlocutor, se volvió hacia sus amigos, manifestando:

—Me acaban de dar cuenta de un desgraciado accidente… Bonham se frotó la barbilla con la palma de la mano, todavía manchada de salsa.

Aquella noche era la del sábado… Un hombre de negocios de la localidad, un jamaicano, que al parecer regresaba a Ganado Bay después de haber asistido a una movida fiesta celebrada en Ocho Ríos, en compañía de una chica también nativa, en un «Chevrolet», se había caído por un puente que había al este de la población. Otro automóvil que marchaba detrás habíase detenido allí en seguida. Sus ocupantes habían presenciado el accidente. En el río no vieron la menor huella del coche que les precedía por la carretera y nadie había salido nadando del vehículo siniestrado. Entonces, dieron cuenta del hecho a la policía. Ésta acababa de llamar a Bonham. La policía quería que Bonham se sumergiera al día siguiente en el río para extraer los cadáveres.

Bonham volvió a restregarse la palma de la mano contra su sucia barbilla.

—Todos conocemos a la chica aquí. Era una muchacha muy alegre. Trabajaba como recepcionista en la consulta de un doctor. Reía por cualquier motivo. La invitaban a todas las fiestas. Lo malo es que él estaba casado… En su casa le esperaban una mujer y cuatro hijos.

Bonham hizo una pausa.

—De ese trabajo voy a sacar unos doscientos dólares. El Condado paga.

Cogió su vaso, lleno de rojo vino, mirándolo al trasluz. Torció luego el gesto y tornó a dejarlo sobre la mesa. La esposa, Letta, que acababa de llegar a la casa, finalizado su trabajo cotidiano en el restaurante, se aproximó a su marido, pasándole un brazo por los hombros.

—¿De quién se trataba?

—De Anna Rachel. De Ana Rachel Bottomley.

—¡Oh, no! No sé por qué, me lo había figurado. Esto es muy triste, Al.

—Tendré que realizar el trabajo que se me ha pedido por la mañana. Utilizaremos la grúa móvil. Va a ser una inmersión dura. Por el sitio que me han dicho, el río tiene una profundidad de dieciocho a veinte metros y todo parece lleno de fango, con el agua extraordinariamente sucia. Habrá que tener en cuenta la fuerza de la corriente. Por fortuna, últimamente no ha llovido mucho.

Bonham miró de repente a Grant, como si se hubiese acordado de que estaba allí.

—Si quiere usted tomar parte en una inmersión seria, arriesgada, aquí tiene ya su oportunidad. No sé todavía si tendré que valerme de linternas o no. Habré que echar un vistazo por aquellos parajes antes de nada. ¿Quiere usted acompañarme, Grant?

—Conmigo no cuentes, Bonham —dijo Orloffski—. A mí déjame con mis peces y mi fusil submarino.

Grant fijó la vista en Lucky.

—Tú estás loco —susurró ella, con los ojos dilatados por el asombro.

—No sería capaz de llevarle a ninguna parte en la que pudiese ocurrirle algo desagradable —aclaró Bonham—. Grant me inspira confianza, sencillamente. Y es un hombre que posee un talento demasiado brillante para que yo piense en causarle algún perjuicio. El trabajo en sí, debajo del agua, correrá de mi cuenta. Él se limitará a observarme.

—Ya lo ves, Lucky: no tengo más remedio que ir —dijo Grant—. Esto es lo que he estado esperando desde que empecé con el asunto del buceo. Es probable que no se me depare jamás una oportunidad como la presente.

Como una sonámbula, Lucky se acercó al sitio en que habían sido depositadas las maletas, cogiendo una de ellas. Había que desempaquetar algunas cosas. Bonham les acompañaría hasta la casa de sus amigos, donde dormían, para despertarlos y decirles que la pareja ocuparía la habitación alquilada una noche más.

Doug, que no abrigaba el menor deseo de regresar a la villa, decidió quedarse a dormir en casa de Bonham. Dormiría sobre el suelo, en el cuarto de estar. Así podría asistir a los preparativos para la inmersión de la mañana siguiente.