IX

En su tercera salida con Bonham, Grant arponeó su primera raya. Y, erróneamente, al menos por cierto tiempo, decidió que había alcanzado cierto nivel discreto en su nueva actividad.

Habían efectuado aquel tercer viaje con objeto de inspeccionar el pecio de que Bonham le hablara, el día anterior. Quedaba el pecio en cuestión hacia el extremo occidental de la boca del puerto, a unos quince metros de profundidad. Al parecer, de acuerdo con lo declarado por Bonham, aquel buque, de carga, un Liberty o especie de Liberty, que transportaba suministros americanos a no se sabía dónde, se había hundido durante la guerra. Demasiado tarde, había intentado llegar a Ganado Bay tras afrentar uno de los raros huracanes que muy de tarde en tarde azotan Jamaica. Debido a la violencia de las olas, se le había abierto una vía de agua, siendo abandonado posteriormente. Los vientos lo habían arrojado contra unos arrecifes, donde el casco quedó destrozado, sumergiéndose. Los buceadores de la Armada estadounidense habían salvado lo que era salvable del buque y el resto quedóse esparcido por el fondo, junto a las rocas, sobre un tranquilo lecho de arena.

No se habían propuesto dedicarse a la pesca submarina, pero lleváronse consigo los fusiles. Bonham había dicho que nunca se sabía si podían dar con algo interesante, con alguna pieza, por ejemplo, que les invitase a probar suerte. Es lo que luego pasó…

El destrozado buque, partes del cual se hallaban diseminadas sobre una extensión de sesenta a cien metros, fue un espectáculo que impresionó a Grant, quien advirtió de un modo directo de lo que era capaz el mar cuando se enfurecía, pensando en la misteriosa fuerza que provocara la catástrofe mientras contemplaba lo que tenía a sus pies, desde la superficie, ya con las gafas y el pulmón acuático puestos. Impulsivamente, con temor también, levantó la cabeza entonces, paseando la mirada por el mundo del aire: el sol brillaba en las alturas, deslumbrador, reflejándose a veces cegadoramente en las aguas; un suave oleaje agitaba la superficie; soplaba una acariciadora brisa. Dando la vuelta, se sumergió, planeando sin preocuparse por la cadena que sujetaba el ancla de la embarcación. Se había familiarizado ya con estos menudos detalles. Sobre el quieto fondo arenoso, cuando el profundímetro que le había vendido Bonham marcaba algo más de los quince metros, la luz era casi tan intensa como en el cielo.

Solamente habían bajado con un fusil, del que era portador Grant. Se trataba de un modelo de tres gomas, dotado de arpón de acero inoxidable. Grant desconocía el nombre de aquél. Bonham era portador a su vez de la misma cámara fotográfica que llevaba el primer día, una Argus C-3, en la caja de plástico de Williams. Grant sospechaba que Bonham estaba «trabajándolo» para que le comprara la misma. Tomó unas cuantas fotografías de Grant inspeccionando diversos puntos del pecio y se hallaba a punto de hacer una indicación a su alumno, con el fin de intercambiar los instrumentos de que eran portadores, cuando al pasear la mirada por la arena movió rápidamente un brazo para que el joven se le acercara. Al obedecer éste, Bonham descendió un par de metros, señalando hacia el fondo.

Durante unos minutos, Grant no acertó a distinguir nada. Estando uno al lado del otro, tocándose sus hombros ocasionalmente, Grant siguió la dirección del brazo de Bonham, esforzando hasta el máximo su vista. Finalmente, vio aquello. Enterrada en la arena, en la que quedaba perfilada débilmente su forma, mostrando solamente la parte superior de su cabeza y sus ojos, había una pequeña raya, la cual mediría cuarenta y cinco centímetros de longitud por unos sesenta de anchura. Como si algún sentido peculiar suyo le hubiera dicho que estaba siendo observada, aquella pequeña cosa abandonó ligeramente la arena y empezó a nadar lentamente, igual que hubiera podido moverse un avión de alas en delta dotadas de movimiento, como las de las aves.

Agitadamente, Bonham hizo otra seña a Grant, para que la siguiera. Grant asintió, echando una inquisitiva mirada a su fusil. Pero entonces Bonham hizo un movimiento denegatorio de cabeza. Aquello no valía un disparo, con la consiguiente recarga del fusil. Sacó su cuchillo, mirando a su alumno. Grant tocó la empuñadura del que llevaba en una funda sujeta a una de sus piernas, el cual también le había vendido su profesor. Finalmente, hizo un gesto de desaliento. Sentíase avergonzado por su cobardía o falta de decisión. La verdad era que no sabía por dónde empezar la maniobra. Bonham procedió a entregarle la cámara y se apartó de él, ascendiendo ligeramente. Una vez más, Grant quedó bien impuesto del aire rapaz y sanguinario de aquel hombretón buceador mientras le observaba. Todo lo que había en el mar era su enemigo, podía dañarle, podía matarle incluso. Y él estaba dispuesto a pagar en la misma moneda, dañando, matando, destruyendo a la primera oportunidad que se presentara, sin piedad. Mientras le miraba, Grant sintió como si estuviese mirando hacia atrás, a través de milenios y milenios de la historia de la raza.

Habiendo ascendido ligeramente, Bonham se situó por encima de la raya, a casi dos metros de altura sobre ésta. No tardó en alcanzarla, pese a no dar muestras de haber hecho un esfuerzo. Seguidamente, descendió. Llevaba el cuchillo en la mano derecha, con la empuñadura oculta en su palma y los dedos extendidos hacia la hoja. La posición de aquella mano hizo pensar a Grant en un torero al citar al toro, con las banderillas en alto. Encima precisamente del feo pez, se quedó quieto. A continuación, con increíble suavidad, se abatió un poco. La hoja del cuchillo se hundió en la cabeza de la raya, entre los ojos, separándose luego de la bestezuela.

El pequeño pez, alcanzado así, aleteó, sacudiendo inefectivamente la venenosa y barbada cola. A los tres segundos estaba muerta, flotando con el vientre hacia arriba y acercándose paulatinamente a la arena. Arriba, inmóvil con su cuerpo en una postura indefinible, que delataba la intensa satisfacción de su dueño, Bonham enfundó su cuchillo. Luego, tornó a aproximarse a Grant. No prestó ya la menor atención a aquella pieza. No podía sonreír llevando puesto el pulmón acuático, pero sonreía con los ojos y movió las cejas. Experimentaba un gran placer ante lo sucedido, un placer que Grant se dijo que no conocería nunca, hiciese lo que hiciese a lo largo de su vida. Vio en Bonham un héroe a quien reverenciar. Los envidiaba. Con toda naturalidad, el hombretón cogió el fusil, indicándole a Grant que debería hacerle varias fotos yendo de un lado a otro del pecio.

Dos o tres minutos más tarde divisaban una gran raya. Bonham pasó a la acción inmediatamente.

Grant no hubiera podido decir de dónde había salido la raya en cuestión. Al parecer, había estado agazapada entre dos promontorios de los arrecifes, por donde los destrozos del buque naufragado habían sido mayores. La raya habíase elevado hasta unos tres metros sobre el fondo, alimentándose o jugando. Luego, descendió, encaminándose a una zona de rizadas arenas más profunda, impulsada por cualquier privada misión de naturaleza desconocida. No había tenido más tiempo del necesario para planear el desplazamiento cuando Bonham, salvando los treinta metros de distancia que le separaban de él, se colocó casi de repente a su lado, arrebatándole la cámara y poniendo en lugar de ésta en sus manos el fusil. Agitadamente, hizo unas señas en dirección a Grant, dándole a entender que debía lanzarse en persecución del pez. Al empezar a avanzar aquél, se introdujo repetidas veces un dedo índice en la mascarilla, entre los ojos, mientras enseñaba los dedos de la mano libre. Grant asintió vigorosamente mientras nada. Entre los ojos y dos pulgadas hacia atrás, para que el arpón diese en el cerebro del animal. Ya sabía esto. Lo había leído en algún que otro libro.

Siguiendo el método de Bonham, nadó ligeramente hacia arriba, con objeto de colocarse encima del pez. Dos de las gomas del fusil estaban tensas y él lo observó, pero vagamente. Algo le sucedía… Advertía en aquellos momentos una excitación extraordinaria, que no había vuelto a sentir desde la guerra. Algo semejante, sí, pero pocas veces. Aquel nerviosismo afectaba a todo su ser, era como una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Se acordó de una carrera de bicicletas en la que él había salido ganador, en Country Fair, cursando ya estudios superiores, en una época en que le tenía sin cuidado lo que pudiese sucederle, en que lo mismo le daba seguir viviendo que morir. Ahora le pasaba igual. Iba a cazar aquel pez, lo mataría, acabaría con él, y le importaría bien poco lo que pudiese ocurrirle.

Desde arriba, al marcar la inmersión, con el brazo derecho y el fusil extendido ante él, moviendo las piernas suavemente, como Bonham, podía ver un tercio de la espina dorsal, a lo largo de la ondulante cola, con sus curvados dientes, de blanco de hueso, cuya funda de piel —tegumento, se le llama en los libros—, faltaba a causa del uso, del desgaste.

Aquel ejemplar ya tenía algún tiempo. ¡Perfectamente! El arpón se le clavó entre los ojos, lo atravesó, yendo a parar a la arena. Grant retrocedió. ¡No era un disparo mortal! Más abajo, la raya se agitaba, levantando una polvareda de arena contra el fondo. Al otro extremo de los cuatro metros de cuerda y arpón, la raya giraba alocadamente. Grant la contemplaba fascinado, esperando. Instintivamente, sacó su cuchillo. Pero el pez no hizo ningún esfuerzo para atacarle. Quizá fuese agotándose poco a poco. Lo de nadar hacia la embarcación era como correr en tierra contra el viento, llevando una cometa. ¿Qué hacer después? ¿Cómo iban a subir al pez por la borda? Había que pensar en los tiburones. Grant miró a su alrededor, en busca de Bonham. «¡Aquí me tienes, Bonham, sujeto a este condenado animal!».

El corpulento buceador, que había estado fotografiando a Grant mientras nadaba hacia abajo y disparaba su arpón, tomó una fotografía más mientras su compañero retenía a la raya. Seguidamente, hizo una calmosa señal a Grant para que se elevara sobre la parte alta del arrecife. Éste advirtió que debajo de su mascarilla se estaba riendo.

El arrecife quedaba a un centenar de metros de distancia y en el momento en que Grant llegó allí, resoplando, a consecuencia de los esfuerzos que había realizado para remontar a su cometa submarina, el pez se hallaba ya muy debilitado. A tres metros de la superficie, Bonham le indicó por señas lo que tenía que hacer.

Atento a sus silenciosas instrucciones, Grant insertó el arpón firmemente en una blanda masa de coral. Luego, accionando sus aletas, retrocedió, procurando no ser alcanzado por la móvil cola del pez. Nadando a su alrededor, Bonham adelantó la mano izquierda cautelosamente, asiendo al pez por detrás de la cabeza. Su mano pareció quedarse pegada a aquella parte del cuerpo de la presa. Luego, con el cuchillo, le asestó dos golpes, por detrás de los ojos. El primer golpe erró el blanco, hiriendo al pez en un ojo, a causa de sus violentos movimientos. El segundo fue más eficaz. La raya pareció estremecerse. Cogiendo el arpón por el mango, Bonham se dirigió a la embarcación, consiguiendo embarcarla. Procedió igual que un granjero cuando ensarta con su horca una gavilla para depositarla sobre un carromato. Esto requirió un esfuerzo considerable y la embarcación cedió visiblemente bajo aquel peso. La admiración de Grant por Bonham se incrementó en este momento.

Lo que vino después, sin embargo, le produjo una mayor sorpresa. Calmosamente, Bonham procedió a enseñarle cómo se puede quitar uno las botellas bajo el agua sin soltar la boquilla. Grant observó que no hizo acto de presencia por allí ningún tiburón. De otro lado, Bonham parecía estar completamente despreocupado en tal sentido. Al quitarse las botellas pasándolas por encima de su cabeza, sumergido, se hundió un par de metros, aproximadamente, pero como tenía entre los labios la boquilla aún logró seguir respirando normalmente. Con agilidad, se plantó en la escalerilla, donde, invirtiendo las botellas, se las alargó a Alí sujetándolas por la pieza central. Ya dentro de la embarcación, al apoyarse en la borda, Bonham empezó a reírse a carcajadas al tiempo que alargaba una mano en busca de la botella de ginebra.

Alí había vuelto a su puesto de observación tras haberles ayudado a reintegrarse al «dinghy».

—¡Tome! —dijo Bonham, siempre riendo, tendiendo a Grant la botella—. ¡Beba! ¡Se lo ha ganado!

—¿Por qué se ríe usted de mí? —preguntó Grant, furioso.

Se propuso no tocar siquiera la botella.

—No me estoy riendo de usted —contestó Bonham—. Me río por usted. ¡Se ha portado usted muy bien! ¡Ha actuado perfectamente!

A Grant le molestó aquella familiaridad.

—¿De veras? —inquirió, no muy convencido.

—¡Ya lo creo! Estaría dispuesto a afirmarlo ante cualquiera. —Exteriorizó otro rugido de risa—. Le vi preparado para lanzarse sobre el animal, de haberle atacado, ¿no?

Movió la botella de licor para que Grant la viese bien. Éste la cogió de mala gana.

—¿Qué otra cosa podía intentar? No lo sabía…

—Podía haber cortado la cuerda —repuso Bonham—. ¿Por qué no se apresuró a cortar la cuerda?

—Ni por un momento se me pasó tal idea por la cabeza —dijo Grant, extrañado—. Y, de todos modos, cortando la cuerda yo no habría ganado nada si el pez me hubiese atacado.

—¡Es verdad! Pero eso es lo que habría hecho casi todo el mundo en sus circunstancias. En un momento de pánico, claro. Las rayas no se lanzan nunca contra los buceadores una vez han sido alcanzadas. Lo mismo sucede con los tiburones. Y con otros seres vivientes de las profundidades marinas, si se exceptúan las anguilas.

Bonham ya no reía. Pero movía admirado la cabeza. Seguidamente, aceptó la botella de ginebra, que había hecho ademán de devolverle Grant.

Éste se había ablandado bastante ahora, hasta el punto de sentirse un tanto embarazado por la franqueza con que Bonham había confesado su admiración por el valor que él desplegara. Se había empinado varias veces la botella y la ginebra le produjo un intenso calor en el vientre, un calor sumamente agradable, que además disolvía al incipiente temor que le asaltó al considerar lo que podía haber sucedido. Se notaba a gusto, feliz. Pero al mismo tiempo experimentaba una gran depresión. Fue entonces cuando comprendió que no había alcanzado ningún «plateau» en fin de cuentas.

—El pez habría muerto de todos modos, ¿no? —inquirió—. Quiero decir: en el caso de haber cortado yo la cuerda… ¿Suficientemente pronto? ¿Como para que nosotros hubiésemos podido atraparlo?

Bonham ingirió un generoso trago de ginebra. De nuevo volvió a reír.

—Es probable que no…

—No estaba yo muy seguro de poder retenerlo —alegó Grant—. Noté su rápido tirón.

—Casi todos los peces proceden así. No están preparados para una lucha de larga duración. Además, son muy asustadizos.

—¿Qué cree usted que pesará éste?

—No sé… ¿Cuarenta, cincuenta kilos? Quizá más… —Bonham volvió la cabeza a un lado, sin mover los brazos, apoyados en la borda—. Alí: tráete ese animal aquí para que lo examinemos más detenidamente.

—Usted sabe, jefe, cuánto odio me inspiran estos bichos —repuso Alí con su peculiar acento del hombre de la India oriental—. Estos condenados diablos…

—Está muerto, te lo aseguro. Y no tiene absolutamente nada de diablo. De no ser así no se hallaría en esta embarcación, puedes creerlo. Todas las rayas son mantas para estos individuos —explicó Bonham a Grant—. ¡Maldita sea! ¿Quieres traerte al animal aquí o no quieres?

—No puedo ni levantarlo, jefe —contestó Alí.

—Vamos a ello. Haz un esfuerzo. Yo te ayudaré.

Siempre a disgusto, Alí empuñó un arpón, hundiéndoselo en la cabeza a la raya. Era cierto que en la posición que ocupaba en aquellos instantes, sin la posibilidad de hacer palanca, no le sería posible levantarla nunca. Pero con la ayuda de Bonham y otro arpón que se hundió en el cuerpo de la viscosa bestia, acabó yendo a parar a la cabina.

—Pesa más de cincuenta kilos —comentó Bonham, que respiraba pesadamente.

Permaneció con la vista fija en el animal (Grant no acertaba a pensar en su presa como «pez»). Con las aletas extendidas, la raya tocaba casi las dos paredes de la cabina.

—¡Estas bestias asquerosas! —murmuró luego Bonham.

Con infinito cuidado, cortó primero, dejándolo a un lado, el aguijón. Medía más de diez centímetros.

—Constituirá un buen trofeo para usted en cuanto yo lo haya limpiado adecuadamente. Esto es como el marfil. Podrá confeccionarse un estupendo mondadientes —manifestó Bonham, soltando otra de sus estentóreas carcajadas.

—Seguro —respondió Grant.

Pero cuando se inclinó para inspeccionar aquello, Bonham le advirtió inmediatamente:

—¡Cuidado! Ése tejido esponjoso a banda y banda es lo que genera el veneno. Pudiera sufrir usted algún daño. —Examinó a su vez la presa—. Espere. Voy a enseñarle algo más. —Golpeó suavemente una de las aletas con el cuchillo de plano—. ¿Ve usted esto? Estas aletas constituyen el bocado más exquisito. Voy a cortarlas para que usted se las lleve a su casa, cuando se reintegre a ella. A ver si pueden ser preparadas para la cena. Los comensales jurarán que no han comido en su vida un pargo colorado más sabroso. Me apuesto cien dólares a que pasa eso… ¿Quiere que le haga una fotografía con el animal, Ron?

Grant contestó afirmativamente. Pero unos momentos antes volvió a él el abatimiento de minutos atrás. La verdad era que su depresión se había ido acentuando.

—Bueno, Bonham —añadió luego—. Será mejor dejarlo… Ya me hizo una instantánea debajo del agua, ¿no?

—Sí, pero esta de ahora resultará más expresiva. Se apreciará mejor el verdadero tamaño de la raya.

Grant denegó con un movimiento de cabeza.

—Opino lo contrario, Bonham.

Recurrieron de nuevo a los arpones para desplazar al pez.

Y cuando Bonham volvió sobre sus pasos para poner en marcha el motor, mientras Alí baldeaba parte de la cubierta, Grant dio unos pasos apartándose de su acompañante, mirando a través del parabrisas de estribor, entreabierto.

¿A qué se debía su depresión? Él había llegado a aquel lugar para hacer lo que estaba haciendo, precisamente. Y ya, en su tercer día de actividad, contaba con un triunfo menor, con una victoria, la que suponía la muerte y captura de una raya de unos cincuenta kilos de peso. Nadie podía decir que aquello carecía de importancia, que no se había expuesto lo más mínimo a sufrir un percance grave. Y entonces, ¿por qué había de estar deprimido?

¿Se debía su actitud interior a no haber actuado solo? Ciertamente que de haber fallado, Bonham habría corrido con el resto. Era lo más probable. Y no habría embarcado jamás el pez después si Bonham no se hubiese encontrado allí, para ayudarle con su experiencia.

El triunfo le había producido una excitación enorme. Había arponeado y capturado una gran raya, episodio que le encendiera la sangre como pocas cosas… Éste asunto desplazaba a todos los demás que pudiesen disputarse su atención. Sentíase muy orgulloso. Bonham había ensalzado su valor, le había considerado bravo.

¿Por qué entonces no había de sentirse feliz? La excitación producida por la visión de la raya permanecía, sólo que resultaba algo espeso, incómodo, que no tenía nada de agradable.

Y por debajo existía un tenue sentimiento que se expresaba con una pregunta: «¿Y qué, si esto es la realidad?».

Había llegado allí buscando una realidad. La plenitud de su virilidad. La plenitud de su valor. Había querido liberarse de la sensación de que la vida era demasiado blanda. De todos modos, había una realidad que él estaba echando de menos en su vida, en su trabajo, y desde hacía tiempo. Una realidad de cuya pérdida Carol Abernathy era responsable en parte. Sí, Carol Abernathy, con sus peculiares y dominantes hábitos, con sus mimos, incluso.

Había arponeado un gran pez y ellos lo habían matado, ¿y qué era lo que quedaba? Le quedaba ver su fotografía con la pieza, en la que tendría toda la apariencia de un turista (cosa que a él le disgustaba). Lo que podía hacer era echar a correr hacia el embarcadero, nada más pisar el muelle, ir al punto en que se congregaban los trabajadores del puerto, nativos mezclados con algunos blancos, colgar el pez de algún sitio y dejar que lo admirasen mientras él fanfarroneaba. Alí era de esos. Desde luego, no le quedaba otra cosa que hacer. Ansiaba fanfarronear con aquel motivo. ¿Era esto la realidad buscada?

Alí tenía la suya, por otro lado. Él pensaba que los dos estaban locos. ¿Y quién era el que estaba en condiciones de afirmar que no tenía razón?

Y después existía la realidad de Bonham. Su figura se destacaba, saltaba ante un reto sangriento. Era así de sencilla la cosa. Y ya no pensó más en ello. La admiración de Grant por Bonham subió un grado más. Su afecto por el gran buceador se había ido incrementando progresivamente a lo largo de tres días de prácticas. Bonham había cuidado de él, le había enseñado metódicamente, con precisión, su arte; había sido un formal mentor. ¿Quién era el que en su lugar no se hubiese aficionado a Bonham?

En los centros más distinguidos de Suiza, frecuentados por personas de todos los países, algunos de los cuales Grant había visitado en un par de ocasiones, se afirma que todas las alumnas de las clases de esquí acaban enamorándose de su instructor. Lo mismo ocurre en Manhattan con respecto a los psiquiatras.

Pero la verdad era —la realidad de Grant— que él seguía siendo el Grant entristecido de antes. Después de todo lo que había vivido allí. Tal era la auténtica verdad. Nada había cambiado. Porque a él no le gustaba. Lo había hecho, pero no le saciaba. Había odiado todos y cada uno de sus momentos, realmente, y volvería a odiarlos mañana.

La figura de Lucky se adentró en su mente. Hubiera preferido encontrarse en el diminuto apartamento de Park Avenue, sintiendo su lujurioso cuerpo junto al suyo, contemplando la claridad del sol invernal, más allá de la ventana, y casi la odiaba por eso. Lo único que había cambiado era su experiencia, ahora mejorada, cambio que le permitiría la próxima vez actuar con mayor eficiencia frente a una gran raya… ¡Tal vez supiese disparar mejor también! Acertaba a vislumbrar el futuro, cincuenta rayas, cien rayas, hasta que llegara un instante en que encontrase aburrido aquello de cazar rayas, aquello de matarlas de un arponazo. Y entonces podía ser que continuase siendo el mismo Grant de antes, todavía espantado.

Bueno, podía ser que la cosa cambiase realmente si se decidía a acometer empresas de más alcance, a cazar tiburones, por ejemplo.

Los tiburones. ¿Preocuparía a los tiburones su bravura o no? Seguro que no, en absoluto. Estos hombres que con él se juntaban, él mismo, eran los seres más cobardes de la tierra. Solamente se sentían valerosos cuando se plantaban ante un pato herido, por ejemplo, un animal que podía servirles de alimento.

Solamente eran valientes cuando se les encendía la sangre. Los científicos daban a tal reacción un nombre complicado. ¿Y por qué no sintetizarlo todo en una sola palabra: guerra? En la guerra, los hombres se revelaban capaces de devorar a un hermano herido o un trozo de sustancia artificial o natural. Esto constituía ciertamente una realidad.

Cruzó los brazos sobre el pecho; le dolían los músculos de la mandíbula. Contempló ensimismado la todavía confusa línea de la costa, que se aproximaba rápidamente, sin embargo. Se encendió dentro de él una cálida furia. Y deseó de pronto dirigirse a Bonham para decirle que diese la vuelta con objeto de buscar en el mar otra víctima, algo que cazar, algo que valiese la pena, unos tiburones, algo que llamase la atención. Lo miró. A su lado, gobernando la embarcación, Bonham silbaba, feliz.

—¡Fíjese en esto! —exclamó sonriente, inclinándose para coger la afilada espina por un extremo, cuidadosamente.

La levantó, mostrándosela. Y de pronto dio la impresión de ser un profesor de cualquier escuela superior (papel que probablemente había representado también en alguna ocasión, se dijo Grant, desinteresadamente, por colaborar con los elementos de la Cámara de Comercio, en un arrebato de buena voluntad, para fomentar y mejorar las relaciones comerciales). Siempre sonriendo, añadió:

—Ésta soberbia espina, con el tejido anexo creador del veneno característico, no ha cambiado, no ha evolucionado ni ha retrocedido en un espacio de tiempo superior a los sesenta y ocho millones de años. ¿Se da cuenta de lo que esto representa? El veneno que elabora este organismo animal afecta al sistema cardiovascular, causando hinchazones y violentos calambres, pudiendo originar la muerte cuando la zona afectada es el abdomen de la víctima. De este tipo son las heridas que produce —Bonham puso un pie en la bancada anterior, dejando completamente a la vista una cicatriz que parecía un cordón rosado, situada en la parte interior del talón derecho—. No hubo ninguna escena con acciones dramáticas de ataque y defensa… Nada de aterradoras luchas y búsquedas submarinas… Simplemente: tropecé con eso en un fondo arenoso, en una laguna, con el agua hasta la cintura, y tuve que permanecer en cama tres semanas.

Bonham arrojó la espina sobre un pequeño montón de cosas que incluían varias herramientas y unos gruesos guantes de cuero. Seguidamente, bajó su pie…

—¡Me lo dice ahora! —exclamó Grant con una amarga sonrisa, más amarga todavía por sus sentimientos recientes, los que había experimentado unos instantes atrás—. Gracias. Muchas gracias.

Cosa curiosa: la áspera reacción le había hecho sentirse mejor, si bien en lo más profundo de su ser la depresión persistía.

—No hay de qué. Se ha portado usted perfectamente —repuso Bonham, cogiendo el aguijón de nuevo—. Los hombres primitivos de todo el mundo utilizaron este aguijón para confeccionar sus agujas y puntas de lanza, desde el amanecer de la Historia. —Hizo girar el hueso entre su dedo índice y el pulgar por un momento—. ¡Fin de la conferencia! —declaró, arrojándolo al fondo de la embarcación—. Sí, señor. Los dos juntos vamos a hacer un buen trabajo. ¡Un trabajo de calidad, sí, señor!

Era un cumplido perfecto, consideró Grant.

—Y de los tiburones, ¿qué? —inquirió para disimular el placer que le habían causado las últimas palabras de Bonham—. ¿No le preocupan? ¿No está usted pendiente de su aparición? Son siempre un riesgo, ¿no?

—Estoy atento a ellos en todo momento, la verdad.

—Yo me figuré que cuando se produce una herida y el agua se tiñe de sangre…

—Bueno —dijo Bonham, expansivo, frotándose el vientre—, hay que conocer las aguas en que uno se mueve; es preciso saber el terreno que uno pisa. La marea es una cuestión de suma importancia. El episodio de la raya se ha dado con la marea alta… Yo estaba al tanto de lo que pudiera pasar en ese sentido. Pero es que en esa zona casi nunca hay tiburones. No sé por qué. Si usted desea ver tiburones, no se preocupe. Conozco un par de sitios donde los hay. En uno de ellos se hartará de contemplar tantos animales de éstos juntos.

Grant se sintió inmediatamente excitado por aquella perspectiva. La excitación no era deseada en aquellos instantes y le resultaba hasta desagradable, traduciéndose en una punzada a la altura de su estómago. No dijo nada.

—¡Sí, señor! Los dos juntos vamos a hacer pero que muy buenos trabajos —declaró Bonham, feliz.

Inmediatamente, se puso a silbar, como minutos antes.

A Grant le sucedía una cosa extraña con aquel hombre. Se daba cuenta de ello ahora. Aquel individuo llamado Bonham, tan especial, un extrovertido, era muy sensible y se las arreglaba siempre para proporcionar a Grant la sensación de hallarse a solas cuando él necesitaba soledad, sin que mediara para eso una sola palabra. ¿Habría adivinado su depresión? Casi seguro que no. Pensaría que era agradable paladear una experiencia.

Pero toda la alegría de Bonham, cimentada en la caza de la raya y los resultados totales de la jornada, se esfumó cuando Grant le dijo que Carol Abernathy se había empeñado en acompañarles en su excursión a la isla de Grand Bank.

Bonham puso una cara muy larga entonces y sus ojos se apagaron.

—Bueno, ¿y qué va a hacer ella allí? Me refiero a que ofrece poco interés la expedición, desde su punto de vista. Allí no hay más que un hotel y la población. Es la clásica población portuaria, llena de gentes bebidas. Habrá aparte del hotel un par de pensiones llenas de pulgas y diez bares. Ni siquiera a mí me gustaría vivir en semejante sitio. Y todo lo que vamos a hacer es bucear. —Bonham se esforzaba por disimular su disgusto—. Ella no practica el buceo. ¿En qué va a invertir su tiempo?

Grant miraba a lo lejos, a través del parabrisas.

—Dice que se sentará en alguna parte, a tomar el sol. Además, le gusta nadar. Nada muy bien. Mejor que yo. Por otro lado, la acompañarán las otras mujeres…

Bonham, sin saber por qué, se figuró que aquello era inevitable.

—Claro, claro. Ocurre, sin embargo, que la esposa de Orloffski (su amiga) es una cerda —manifestó sin rodeos—. Bueno, es que el mismo Orloffski es un marrano. Y este individuo bebe como una esponja. La señora Abernathy no bebe, ¿verdad? —inquirió cortésmente.

—No —respondió Grant.

—No he tenido ocasión de conocer a la esposa de Sam Finer. No tengo ni la más leve idea sobre ella, no sé cómo será. —Bonham se recostó en su asiento—. No intento aguarle la fiesta a nadie, que conste, pero la verdad es que allí no vamos hacer otra cosa que bucear. Bucear, beber y comer pescado. Hay algo más en nuestra expedición, ¿eh? Para mí podría significar un negocio importante.

—Me hago cargo —dijo Grant—. Bueno, a ella le gustaría ir.

—Por mi parte no hay inconveniente.

Grant asintió, sonriendo. También él se sentía apagado, como Bonham.

—Gracias. —A continuación, se encogió de hombros. Quería limar asperezas, no forzarle tan claramente—. Ella dice que le gustaría ver la isla. No sé por qué… ¿Quién puede saberlo?

—Le acabo de indicar que por mi parte no hay inconveniente. Supongo que todo será lo mismo.

Bonham se concentró en la tarea de conducir la embarcación. Grant asintió de nuevo. No se lo había dicho todo a Bonham, desde luego. No era posible. Hubiera tenido que referirle un puñado de cosas. Deseó de pronto tener libertad para contárselas. Había un espacio de tiempo que llegaba a los catorce años. Pensó que Bonham sería un buen confidente. Se dio cuenta de que era la primera vez que experimentaba el impulso de confiarse a otra persona.

Había sido una noche terrible la anterior. Bueno, todas las noches eran terribles ahora. Se quedó convencido, finalmente, de que estaba loco. Era a ratos. Esto estimulaba todo género de frenéticas culpabilidades. ¿O era ella quien forzaba las cosas, para crear concretamente esos efectos? ¿Quién podía saberlo?

¡Dios mío, las culpabilidades! Todo se remontaba a mucho tiempo atrás. ¿Cuándo habrían quedado satisfechas sus responsabilidades? ¿En ningún momento? Realmente, ellos le habían ayudado mucho. Ella le había ayudado mucho. Incluso artísticamente, al principio. Aunque aquello había terminado hacía seis o siete años. Antes incluso de que la ayuda financiera fuese innecesaria. ¿A qué cantidad de vida propia había que renunciar a cambio de esto? ¿A toda?

Todo había empezado antes de la cena, a la hora de los cócteles. No fue lo que Carol dijera, ya que Carol no había dicho casi nada. Ahora bien, el aire se notaba cargado, espeso, como si todos hubiesen estado respirando en una atmósfera de merengue batido, batido con exceso. Evelyn, por supuesto, hacía frente a todo. Una bomba atómica en el jardín y a punto de explotar no la hubiese alterado. Y ella, evidentemente, se sentía, con toda franqueza, intrigada por lo que estaba ocurriendo.

Durante la cena, se mostró positivamente inquieta ante el plato que se había confeccionado con el pez, inquieta dentro de los límites correctos. Era el mejor pescado que había probado en Jamaica aquel pargo de Grant. Después de que el «chef» francés importado por ella misma y Paul se hubo ocupado del pez, nadie habría pensado en ser marino, aunque resultaba delicioso. Grant, que había trabajado en una embarcación de pesca en los Kyes, de Marathon, creía que el pescado tenía que ser preparado con harina de maíz, en una negra sartén, requemada, dentro de una barca que se balanceara suavemente, por una india cherokee, para ser saboreado en compañía de un grupo de profesionales de la mar. Grant evocó los días en que Carol le visitara en su casa… Nada de visitas, realmente; la verdad era que había estado viviendo con él, cocinando, limpiando, saliendo por la compra… Era la época en que él estaba escribiendo de nuevo, sin la menor esperanza, The Song of Israphael.

¡Santo Dios qué días!

Y después de la cena las cosas no mejoraron. Evelyn había propuesto una partida de póquer… Estaba allí con tal objeto la pareja casi joven que poseía a medias y gobernaba por entero el elegante West Moon Hotel. Había otra pareja que con el mismo fin se había desplazado desde Montego Bay. Eran aquéllos jugadores nada fáciles. Y a Grant le agradaba jugar con tal gente. Pero aquella noche no podía. Estaba medio bebido, pero el aire se notaba muy cargado, demasiado cargado. Hunt, a punto de caer, había decidido quedarse y jugar aunque no era un buen «punto». Evelyn era una jugadora excelente cuando las cartas se le daban bien, pero en el caso contrario acababa siempre perdiendo bastante dinero. Estaba en condiciones de hacer frente a tales dispendios, sin embargo. Pero no era ese el caso de Grant. Habiendo formulado unas excusas para no participar en ninguna partida, se trasladó a la planta superior. Carol marchó tras él.

—¿No crees que es una imprudencia? —le preguntó en el momento de entrar ella en su habitación.

Había preparado una fuerte bebida, cogiendo la Guía de Bolsillo para las Indias Occidentales, de sir Algernon Aspinall.

—Es posible —respondió ella—. Pero eso me tiene sin cuidado. Ésa Evelyn sabe a qué atenerse con todas y cada una de las personas de este vasto mundo. —Luego, su voz se quebró trágicamente—. ¿Por qué he de preocuparme ya por nada?

Grant supo adivinar lo que había tras sus palabras. Pero guardó silencio, poniéndose a leer.

—Baja a nuestra habitación —dijo Carol—. Quiero hablar contigo. En serio.

Salió del cuarto.

Él dejó a un lado el libro que tenía en las manos, siguiéndola. Estaba mostrándose como una mujer aquella noche. No era aquella mezcla clásica de profesor, mentor y rector que andaba preocupado siempre con las carreras de sus pupilos. No se mostraba furiosa, ni discursiva. Grant pensó que estaba al tanto de todas las cotidianas rutinas. Sin embargo, aquel papel era mejor que el otro. Luego, su aspereza le hizo sentirse culpable.

Le había hablado acerca del proyectado viaje a Grand Bank la noche anterior, después de que Bonham le pusiera al tanto del mismo. No le había dicho que él iba a ir allí, sino que era posible que fuese, y Carol no había hecho prácticamente ningún comentario, evidenciando poco interés por la excursión. De manera que cuando ella, repentinamente, en la habitación que compartía con Hunt, manifestó que le agradaría acompañarle, Grant se sorprendió, inquiriendo: «¿Por qué?». Su reacción no pudo ser más desafortunada.

Carol, sonriendo entristecida, conteniendo sus lágrimas, respondió:

—Ése viaje será, probablemente, el último que hagamos juntos. Por eso me agradaría no perdérmelo. Es una bonita manera, ¿comprendes?, de decirnos adiós.

Grant había explotado.

—¡Dios mío!

Se buscaba una ventaja procediendo de modo desleal.

—Las mujeres nos damos perfecta cuenta del momento en que no somos deseadas —dijo Carol con resignado pesar. Tal era lo que ella pretendía hacer ver, al menos.

—A los hombres nos ocurre lo mismo, no creas —replicó Grant.

—Pero la mujer, por su carácter (no olvides que somos más intuitivas, que nos sentimos más dependientes y forzadas a ocupar un segundo lugar), la mujer, en mi opinión, llega a identificar ese momento antes que el hombre.

Éste tipo de cosas pertenecían al grupo de las que en muchos casos lo llevaban al frenesí.

—Escúchame… Siempre has venido diciéndome que llegará un día en que tendré que casarme. ¡Te lo he oído decir mil veces! Se lo has dicho a tus amigos… A Evelyn, por ejemplo. Te he oído decirles que llegaría un día en que tendrías que dedicarte a buscar una buena esposa para mí. —¡Santo Dios! Se estaba dando cuenta de la ridiculez de lo que decía, pero le resultaba ya imposible detenerse—. Bueno, ¿qué tal si me dejaras a mí esa tarea? ¿Y por qué no? ¿Qué de particular tiene eso? Tengo treinta y seis años y, por tanto, cierto derecho a proceder así.

¡Santo Dios! Grant se agarró a su asiento. ¿Y cómo se avenía a dejarse atrapar en aquellas cosas?

—Nunca me expresé en serio al decir eso —repuso Carol—. Era hablar por hablar… Nunca pensé en serio que tuviese que emplearme en esos menesteres… Una no sabe hacer tales papelitos, ¿no te parece?

Grant agitó los brazos.

—¡Ah! Sí, échate a un lado ahora. ¿Es que quieres embromarme? Cuando yo tenga cincuenta años, tú contarás unos setenta. ¡Has sacado buen partido de todas las oportunidades!

—Bueno, Ron. Te estoy pidiendo humildemente que me lleves contigo en este viaje. Por favor, Ron. Es una especie de regalo de despedida. Es un viaje de adiós. Así nos quedará de todo lo pasado un grato recuerdo.

—De acuerdo —dijo Grant, no con mucha firmeza—. Con una condición: siempre y cuando sea aprobada tu incorporación al grupo por Bonham.

—Bonham no se opondrá —repuso Carol con una viva sonrisa—. A él lo que le importa es que le pagues los gastos y el pasaje aéreo.

Una vez más, ella le había sobresaltado. Nunca había cesado de sentirse confuso en su presencia, realmente.

—¿Qué me dices de Hunt?

—Hunt me comprende muy bien. Mucho mejor que tú —contestó Carol, entristecida.

—Seguro —manifestó Grant, que estaba deseando dejar aquel asunto atrás—. De acuerdo, entonces. Siempre y cuando Bonham dé su aprobación. Y con las condiciones ya mencionadas: tus propias condiciones.

Carol Abernathy asintió. Pero él ya sabía, sin saber por qué, que Carol no había sido sincera.

—Gracias, Ron —dijo, perversamente. Luego, suspiró, inquiriendo—: ¿Cuándo llega tu nueva amiguita?

—Eso no te importa —repuso él, furioso de nuevo—. No lo sé todavía. Será después del viaje a la isla de Grand Bank, de todos modos.

—¿Y os iréis los dos juntos a Kingston?

—Tal es mi intención. Sí —repuso él cruelmente—. ¿Por qué no?

Pero la verdad era que no había pensado en eso.

—Espero que lo paséis bien —dijo Carol—. Quiero que me prometas una cosa tan sólo: que te casarás con ella únicamente cuando la conozcas mejor. Me debes eso, Ron. Me he pasado muchos años ayudándote en tu trabajo, ayudándote a hacer una brillante carrera.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Grant pasándose las manos por los cabellos.

Era una abyecta humillación que para él resultaba destructora, pese a su patente falsedad.

Había en la habitación una mesa estilo Imperio, que Evelyn había hecho instalar allí para que Carol Abernathy pudiese ocuparse de su «trabajo» y «correspondencia» con el Little Theatre Group, pese a que todos habían acordado tácitamente (con la posible exclusión de Carol) que se trataba de una broma, casi. Enfrente de la mesa se veía un sillón metálico de directivo de empresa, grande, giratorio, moderno.

Grant se quedó junto a él, mirando desorientado a su alrededor como un niño que se hubiese sentido engañado por la lógica de un adulto o su astucia, viéndose forzado a renunciar a sus defectos más placenteros. Furioso, descargó el pie contra el sillón, haciéndose daño. Sobre el desnudo pavimento de brillantes losas, el sillón salió disparado, cruzando la habitación, deslizándose sobre sus ruedas y yendo a parar a la banqueta del tocador, donde Carol se había sentado, por la cual fue alcanzada en un tobillo. Su reacción fue inmediata y sobresaltadora.

Después de lanzar un gemido, se puso en pie de un salto, colocando un pie, para frotarse el tobillo afectado, encima de la banqueta. Sus ojos centelleaban. Casi no veía nada en aquellos instantes.

—¡Has golpeado a una mujer! ¡Te has atrevido a atacar a una mujer!

—No es verdad —protestó Grant—. ¡No es cierto! Di una patada al sillón, eso sí. El sillón se estrelló contra tu tobillo… Pero no abrigaba yo ese propósito…

Durante aquel breve y estúpido discurso, Grant había hablado en tono de súplica.

—¡Te has atrevido a atacar a una mujer! —siguió gritando Carol. Sus oscuros ojos brillaban como los de un demente en una crisis—. Hace mucho tiempo que sé que eres un tipo brusco, malo, un bruto degenerado.

Y fue en este momento cuando Evelyn de Blystein fue en busca de ellos. Oyeron un discreto —no tan discreto que pudiese pasar inadvertido— golpe en la puerta.

—¿Se puede?

—¡No faltaba más! —respondió Carol, casi gritando.

La puerta se había abierto ya.

—¿Qué diablos hacen aquí los dos? —inquirió Evelyn con su ronca voz de bebedora de whisky.

Evelyn tenía una cara arrugada, dura, de cínica mujer de negocios, y unos párpados grandes, que sabían entornarse muy a punto. Le permitían mirar de muchas maneras, divirtiéndose a veces sin escandalizar a los demás con su curiosidad. Tal aptitud personal le encantaba. Su actitud ahora podía ser fingida, pero había suficiente sinceridad en ella para que se le atribuyese un indiscutible estilo.

—He bajado para ver qué tal te encontrabas —dijo mirando a Carol a los ojos.

—Ahora mismo discutía con Ron acerca de Al Bonham, ¿sabes quién te digo? —inquirió Carol, todavía irritada—. Éste idiota parece haberse enamorado de él y yo intento hacerle ver que es necesario que tenga cuidado con Bonham y su gente. Lo más seguro es que prueben a sacarle algo… ¡Estoy convencida de ello!

Grant la escuchaba, asombrado. Había urdido aquella redomada mentira sin transición, sobre la marcha, utilizando su ira de poco antes igual que si hubiese sido una herramienta que se tiene a mano. Y parecía haber logrado convencer a Evelyn, a la cínica Evelyn.

—Bueno, la verdad es que yo no lo conozco muy bien —respondió gravemente—. Estudiaré a ese individuo… Ahora, no sé en qué puede perjudicarle, hasta qué punto. Quizá le venda equipo de buceo de más o le haga hacer algunos desplazamientos… Yo creo que usted puede correr con los gastos correspondientes a esas cosas.

—¿Y si quiere que participe en la compra de una goleta, por ejemplo? —inquirió Carol.

—¡Ah! —Evelyn sonrió—. Eso ya es diferente. Yo, primeramente, querría ver el barco. Y luego consideraría mi cuadro de socios.

—Es lo que yo he estado diciéndole —manifestó Carol, con un gesto de asentimiento.

A Grant le poseía todavía una furia grande.

—No me he enamorado de él —fue capaz de decir finalmente—. Simplemente: le tengo por un buceador magnífico y me inspira confianza. Por lo menos, en lo tocante a su actividad profesional.

—He oído a otras personas expresarse en unos términos semejantes. Me consta que agrada mucho a los hombres de negocios de la localidad, así como a los miembros de la Cámara de Comercio —dijo Evelyn—. Bueno, querida, ¿vas a volver con nosotros? —preguntó la dueña de la casa, bostezando de repente—. ¿Te sientes mejor ahora? Quisiera que le hablase a los Rawson acerca de tu Pequeño Grupo Teatral de Indianápolis.

—Yo no podré hacerlo —se apresuró a declarar Grant—. Mi próximo viaje me obliga a leer y estudiar algunas materias… Evelyn sonrió, mirándole. Ella no le había pedido nada.

—¿Carol? —insistió con su ronca voz.

—Sí, sí que iré —repuso Carol, poniéndose en pie, rehaciéndose valientemente, con cansada gallardía. Echó la cabeza hacia atrás—. Ya no me duele tanto la cabeza. Hasta es posible que me decida a beber algo —añadió con fingida alegría.

—¡Estupendo! —gruñó Evelyn—. Te prepararé lo que te apetezca personalmente, con mis menudas y blancas manos de lirio…

Dirigió a Grant una mirada de enigmático significado.

Grant las siguió hasta el pasillo, desde donde se encaminaron a la escalera principal. Ninguna de las dos mujeres había vuelto la cabeza y él se sentía muy contento por ello.

—¡Pobrecilla! —oyó que exclamaba Evelyn cuando ya descendían a la otra planta—. Yo creo que trabajas con exceso. Los miembros de ese grupo teatral tuyo te obligan a llevar una correspondencia demasiado numerosa.

—Es verdad —contestó Carol, en un tono de voz que hacía adivinar unos ojos llenos de lágrimas—. Sin embargo, ¿qué quieres que haga? Todos dependen de mí…

Pero después de que se le hubo pasado aquella irritación, aquel disgusto, él pensó que sería una buena cosa permitirle que le acompañara. Lo mismo daba que Carol juzgara el desplazamiento un «último viaje» o «un regalo de despedida», condicionado o no. Carol sabría así a qué atenerse concretamente. Se daría cuenta entonces de que se apartaba de ella, de que recuperaba su libertad. Independientemente de que se casara con Lucky Videndi o no. Sería la consecuencia final. La última cortesía.

Pero ¿cómo explicar el mecanismo íntimo de todo eso a un hombre como Bonham? Grant se fijó en éste. Bonham se desentendería de ellos. Grant tosió, encendiendo otro cigarrillo. El hombretón ya no silbaba. Permanecía atento al gobierno de la embarcación. Se hallaban en el principal canal ahora, aproximándose a la falúa de las fuerzas navales, todavía en el puerto. Después, cuando Grant, lo miraba, aún Bonham volvió la cabeza hacia él, sonriendo. Algo se le había pasado por la cabeza en los últimos instantes, y nada más hablar, Grant adivinó, consternado, de qué se trataba.

—Acaba de ocurrírseme una idea. Creo que debiéramos atracar en el Club de Yates esta noche, de nuevo. Así podríamos trasladarnos al bar, para celebrar con unas cuantas ginebras el acontecimiento.

Implacablemente, con toda sangre fría, se disponía a obtener la máxima publicidad de la presencia del autor teatral y de la raya que éste cazara. Y antes de que Grant pudiese contestar cualquier cosa, o protestar, había hecho girar la embarcación en aquel sentido.

¿Por qué no formulaba una protesta? Bonham tomaría sus palabras en consideración, naturalmente. Todavía podían retroceder, para trasladarse a continuación al muelle de las embarcaciones menores, al muelle de los pescadores. Sin embargo, Grant no dijo nada. ¿Por qué? Bien. Por un lado sabía que Bonham necesitaba aquel despliegue publicitario… De aquel asunto podía sacar dos o tres clientes más. Lo que él no se figuraba era que Bonham hubiese enfocado el episodio a lo grande.

Era así, no obstante. La terraza del Club de Yates se hallaba atestada de gente. Había allí tantos turistas como miembros del Club. Y cuando vieron la raya, todos comenzaron a acercárseles. Bonham había tomado las precauciones necesarias para que eso no dejara de ocurrir. Después de atracar pasó un gancho por el cuerpo de la raya, dejándola colgada en un sitio en el cual resultaba bien visible, donde se centralizaban los concursos de pesca cuando los había. El hombre no dijo una palabra, no sonrió siquiera y —por lo menos para Grant— pareció encorvarse bajo el peso del pez unos milímetros más de lo estrictamente necesario. Y cuando la multitud comenzó a congregarse en tomo a él, fue contestando las preguntas que se le dirigían con entera naturalidad, lacónicamente. Al final, Grant se dejó hacer en su compañía una veintena de fotografías.

—En efecto —explicaba Bonham a diestro y siniestro, una y otra vez—. Lo arponeó él; él fue también quien lo embarcó. No fue necesario que le ayudara nadie. ¿Qué? Tres días; tres días de prácticas de buceo en mi compañía.

En cierto momento, Bonham, cuando no los miraba nadie, le guiñó un ojo. Grant lo habría matado en aquellos momentos. Aunque gozaba de cierta notoriedad como autor teatral, nunca se le había deparado la oportunidad de paladear la fama clásica del «astro» cinematográfico, ni del político, por ejemplo, por cuya razón desconocía la forma de conducirse en determinadas circunstancias, ante el gran público, ni estaba habituado a que le sacaran fotos. Algunos de los presentes eran turistas que sabían su nombre, encontrándose interesados en principio por el buceo. Otros eran miembros del Club, que aspiraban a incluirse en compañía de su raya en sus álbumes, cosa que hacían siempre con los concursantes de los torneos de pesca del mero, cada año. ¿Por qué había de enfadarse por aquello? Sin embargo, Grant se sentía un tanto embarazado.

Los espectadores continuaban agrupándose a su alrededor. Bonham sacó las balanzas oficiales del Club, pesó la raya, hizo que esta operación tuviese sus testigos imparciales, dejó el pez sobre el embarcadero y empezó a cortarle las aletas. Los trozos eran vistosos. Y había allí más de los precisos para los tres. Alí, que odiaba las rayas enteras, se perecía por ellas cuando las veía troceadas. Bonham le regaló casi cinco kilos para que se los llevara a su casa. Eran seis de familia. Grant se contentó con cuatro, negándose a aceptar más cantidad. Bonham se quedó con una cantidad aproximada a la de Alí. Y, autorizado por Grant, envió dos kilos y pico de raya a la secretaría del Club.

Al final se sirvieron bastantes ginebras en el bar y, aunque sólo fuese por una vez, Grant no pudo pagar. Al parecer, cuantos se encontraban allí andaban empeñados en invitarle. En consecuencia se sentía un poco cargado cuando Alí, conduciendo el viejo «Wagon-Station», lo dejó ante la gran «porte-cochére» de la villa.

Se fue directo a la cocina. Bonham, hábilmente, sin más comunicación con Grant que una mirada de reojo muy expresiva, había troceado la parte de raya correspondiente a él utilizando determinadas zonas, con objeto de que los pedazos parecieran de pargo. En la cocina, donde el «chef» francés (que era llamado «Afortunado Pierre» por Evelyn y Paul) le aguardaba, mostró a éste con un gesto teatral su pesca. Experimentaba un placer maligno ante la broma que entre él y Bonham habían urdido, blanco de la cual serían las estúpidas hembras —y los estúpidos hombres— de la elegantísima mansión. Afortunado Pierre le aseguró que aquello sería servido durante la cena. Hunt y Carol se encontraban en la gran terraza lateral de la vivienda, desde la que se dominaba el puerto, situado a la izquierda de la playa privada de Evelyn, por debajo de la terraza de la fachada principal.

Hunt, sentado en un sillón de mimbre, tenía en la mano un vaso largo, lleno a medias, y contemplaba pensativamente, con un gesto más bien de tristeza, el negro promontorio que se divisaba desde allí hacia el oeste, detrás del cual acababa de perderse el disco solar, en un dorado baño de luz.

¿En qué pensaba?, se preguntó Grant de repente. ¿Reflexionaba, simplemente? ¿Se sentía preocupado por todo lo que a su alrededor sucedía? Su cuadrada cabeza, coronada por una masa de grisáceos cabellos, que se iban aclarando, giró sobre la silla al presentarse Grant, levantando su dueño la vista, al tiempo que su faz se iluminaba con una cálida sonrisa.

Carol estaba leyendo y no miró siquiera al recién llegado.

—¿Era esa tu embarcación? Me refiero a la pequeña, blanca, que vimos entrar hace un rato —preguntó Hunt.

—En efecto. Nos dirigimos al Club de Yates —respondió Grant.

—¡Ah! La vimos entrar en el puerto, como ya he dicho. Parece una embarcación muy marinera.

La frase se le antojó ridícula a Grant. Ahora bien, en sus ojos había un destello de afecto e interés. Hunt no entendía absolutamente nada de embarcaciones.

Grant se encogió de hombros.

—Es una buena embarcación, nada fea, además.

—Bueno, ¿y qué tal salió esa excursión?

Grant tornó a encogerse de hombros.

—Muy bien. Logré cazar una raya. Y un mero para la cena.

Él le dio una cariñosa palmada en la espalda.

—Me siento asustado, sin embargo —añadió Grant, apartándose.

—¡Uf! Yo, en tu lugar, me sentiría aterrorizado.

Hunt Abernathy le siguió.

Carol no había hecho el menor movimiento, ni le había mirado, siquiera. Por encima de su hombro, Grant le dijo:

—A propósito… Bonham no ha puesto ningún inconveniente a lo del viaje a Grand Bank.

Seguidamente, abandonó la terraza, con objeto de asearse un poco, para la cena.