XXIX
Grant, a su vez, pensaba en Hunt. Y también en Carol. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si bien el servicio, en el restaurante del aeropuerto, era excelente, la cena resultó catastrófica. Él y Lucky no llegaron a intercambiar más de media docena de palabras. A las nueve y cuarto, la cena había llegado a su fin. Tenían tres horas por delante (algo más) para esperar en el avión. No le quedaba más solución que la de sentarse en el bar y ponerse a beber.
Carol se había salido con la suya, al fin. Y la depresión que sintió al despedirse de Hunt, al pensar que contemplaba su rostro por última vez, sumada a la que ya le dominaba, dejole completamente abatido. La perspectiva de no volver a ver a Hunt le entristecía enormemente. Se quedó muy caviloso. Dentro del bar, cuando los dos se hallaban enfrentados con sus whiskies, Grant irguió los hombros, iniciando un discurso:
—Mira, Lucky… Todo lo que yo hacía era probar a proteger sus reputaciones personales. Lo había estado haciendo durante años en el momento de conocerte a ti. ¿Cómo podía también yo…?
—¡No quiero que me hables de eso! —le interrumpió Lucky, con frialdad, con un tono de voz casi gimoteante—. ¡De veras que no!
Lucky era todo hielo. Un témpano, prácticamente. Irradiaba frío. Grant no volvió a llevar a cabo ninguna intentona más. Afortunadamente, un hombre que se encontraba en el bar, un americano de Nueva York, naturalmente le reconoció, acercándosele, presentándose él mismo. Luego, aquel individuo le invitó a beber… Quería pedirle explicaciones a Grant acerca de un oscuro simbolismo filosófico referente al hombre moderno en el seno de la tecnocracia, simbolismo que creía haber descubierto (porque existía realmente) en una de las primeras obras teatrales de Grant. Éste le pidió que se sentara con ellos. Gracias a aquel desconocido, las horas de espera transcurrieron de una manera algo aceptable.
Pero una vez metido en el largo y oscurecido tubo de la sección turística, dentro del gran «jet», cuyos pasajeros habían subido en Nueva York, rumbo a «MoBay» o Kingston, ninguno de los cuales quiso aprovechar la detención de doce minutos para apearse en Ganado Bay, no le quedó otro recurso que el de entregarse a sus reflexiones.
La esbelta y cuidadosamente despeinada azafata le procuró algo de beber, una cosa fuerte. Lucky, en el asiento correspondiente a la ventanilla del aparato, había permanecido con la vista fija en la lejanía durante el despegue. Una vez en el aire el avión, continuó igual, como si allí no hubiese otra cosa que ver aparte de las estrellas. Grant no pensaba en intentar iniciar una conversación con ella. Ni por asomo. Las mujeres de soberbia tan acentuada le cargaban. Estaba cansado de tragarse su orgullo con ellas. Su experiencia en tal aspecto era excesiva ya. Grant se sentía cada vez más irritado. ¿Cómo se atrevía ella a adoptar tal actitud? Sí. ¿Cómo se atrevía a conducirse así, ella, que había alardeado de haber tenido relación íntima con cuatrocientos hombres? Todavía no acertaba a comprender cómo se había equivocado tanto en lo tocante a su reacción al enfrentarse con el hecho de haber sido él y Carol amantes. Había supuesto que suscitaría su ira, desde luego. Pero no pensó ni por un momento en la desesperación casi sicótica que se apoderara de ella. Ciertamente, allí había algo que él no viera y que si había visto no logró comprender del todo.
Bajo su enfado alentaba todavía aquella depresión imponente.
Y bajo la depresión, como una oscura capa de arena situada por debajo de otra agua relativamente clara, descubría una terrible y lúgubre melancolía. Quizá por esta misma razón evocó (inmerso en el suave zumbido del avión, perforando las tinieblas del firmamento) el melancólico año de estudios que viviera en Nueva York, y aquellos meses y años que pasara con los Abernathy. Por supuesto, su despedida de Hunt había contribuido no poco a que sus reflexiones se centraran en aquella dirección.
Fue Carol quien le sugirió que se fuese a vivir con ellos, tras haber sido licenciado. Llevaban de relaciones íntimas ya por entonces unos cinco meses. Y hasta aquel momento, jamás había considerado aquello una cosa permanente.
—¿Qué dirá Hunt a eso? —había querido saber.
—No dirá absolutamente nada —respondió Carol—. Siente una gran simpatía por ti.
—¿No sabe acaso que nosotros nos entendemos?
Grant recordaba que Carol se había frotado entonces el labio inferior con el dedo índice.
—Creo que no lo sabe —respondió finalmente—. Y si se ha enterado de eso, no querrá creerlo. No querrá pensar en ello, por lo menos.
—Esto de vivir juntos, no obstante… Me parece una jugarreta muy sucia.
—No lo es, verdaderamente, si se consideran todas las cosas que me ha hecho a lo largo de su vida —manifestó Carol—. Además, ¿qué más podrías hacer? ¿Buscarte una colocación en cualquier fábrica? ¿Qué harías después? ¿Intentar dedicarte a escribir por las noches, cuando llegaras a tu casa terriblemente fatigado a causa del trabajo?
La guerra no había terminado todavía y Great Lakes Station era un enorme punto de arranque ferroviario frecuentado exclusivamente por hombres. Centenares de miles de hombres embutidos en uniformes azules, tocados con blancos gorros, entraban o salían cuando no se quedaban fijos allí. No había entre ellos ni un solo rostro identificable. «Ecos del Mundo del Futuro», pensó Grant con un estremecimiento, requiriendo otra bebida de la azafata. Ni siquiera se podía pretender que uno representaba un alma allí, para ellos. Las almas permanecían como apagadas, para todo lo que durase el conflicto.
Los del hospital habían celebrado un baile. En él sólo se encontraban los que esperaban verse licenciados. La guerra había terminado para ellos. Habían cobrado un montón de pagas, meses y meses, de una vez. Cinco de ellos se quedaron con una «suite» de dos habitaciones en el Drake por cinco meses. En total, él había pasado casi once meses en Great Lakes Station. Por la «suite» del Drage Hotel habían desfilado muchas mujeres, invariablemente portadoras de botellas o vasos. Por último, y en serio, había dedicado todos sus entusiasmos a una. En consecuencia, tenía relaciones con una chica en la ciudad de Chicago cuando lo de Carol…
Billie Wrights se llamaba la muchacha. Había pasado antes de llegar a él por tres amigos suyos. Por lo menos. A él no le interesó esta particularidad, le tenía sin cuidado. Billie había llegado a Chicago procedente de Memphis, Tennessee, intentando colocarse antes de que la guerra terminase. Finalmente, se había dedicado a lo mismo que en Memphis, a las confecciones femeninas. Era ayudante del regidor de uno de los establecimientos más grandes de Chicago, dedicado a la venta de prendas para la mujer. En otro hotel, a donde se la llevó para que aquel asunto no se divulgase demasiado, con el fin también de que se interrumpiese el circuito de los brazos amigos, le enseñó muchas cosas. A Billie le gustaban todas las novedades, pero por el hecho de proceder de Memphis era naturalmente ingenua. No había conocido hasta entonces determinadas prácticas. Dentro del campo amoroso, se entiende.
—Bueno, pero ¿no es esto una perversión? —preguntó una vez, inocentemente—. Me refiero a lo de hacer esas cosas… Yo todo lo que sé es que me gustan.
Él se echó a reír.
—No, no se trata de ninguna perversión. Son cosas perfectamente normales entre los hombres y las mujeres. Son ciertos puritanos ignorantes quienes dicen que han de ser consideradas perversiones…
Luego, ella lo llevó a su apartamento, pequeño y bonito, y sus amorosas relaciones se formalizaron. Únicamente dejaba de ver a Billie cuando Carol se encontraba en Chicago y también cuando le concedían su mensual permiso de fin de semana, que aprovechaba para ir a Indianápolis.
Él y Billie sostenían conversaciones interminables. Hablaron de establecerse él definitivamente en el apartamento de la muchacha cuando Grant fuese licenciado. Podían vivir juntos mientras él se dedicaba a escribir. Ella conservaría su empleo mientras tanto y le ayudaría a ir adelante. Ninguno de los dos habló nunca de matrimonio. Luego, un día, un mes antes de que Grant fuese licenciado, Billie se despojó de sus gafas, de las que tenían los cristales de color de rosa.
—No acierto a ver cómo vamos a poder hacer eso, Ron —le dijo, mirándole con una expresión de ansiedad—. Yo sí lo quiero, pero me parece que no gano el dinero que vamos a necesitar. Fíjate en que yo conservo este apartamento gracias a mi empleo y a que la mayor parte de mis comidas y diversiones me las pagan los amigos con quienes me reúno. Ya he notado la alteración en la cuenta de mis gastos desde tu llegada aquí. Y a todo esto habrá que decir adiós a tu sueldo de la Armada cuando te licencien. ¿Comprendes lo que quiero decir? No vas a enfadarte, ¿verdad? Yo sé que no te gustaría que siguiese teniendo citas con otros hombres.
—No, no. Por supuesto que no voy a enfadarme —había respondido él con una tristeza extraña, saturada de agradable melancolía, al tiempo que la acariciaba—. Tienes razón. Hemos querido engañarnos…
La vida. La vida, que sigue su marcha, inexplicablemente. Carol Abernathy habíale cursado su ofrecimiento seis semanas antes.
Llevaba en Indianápolis, según recordaba, poco más de dos meses. Dos meses y dos semanas, para ser exactos… Cuando supo que iba a tener que marcharse de allí. Habíase despertado de pronto en plena noche, dándose cuenta entonces de que tendría que abandonar la casa, salir de aquella ciudad. Experimentaba la sensación atormentadora de que su virilidad estaba siendo afectada por el hecho de tener un «affaire» amoroso con la esposa de Hunt Abernathy. Pero no le explicó eso a Carol cuando le notificó su decisión de ausentarse. Le dijo que pensaba terminar sus estudios. Disponía de suficientes fondos para vivir en Nueva York hasta que pudiese acogerse a la Ley número 6, promulgada para los veteranos incapacitados. Grant, en el avión, recordó súbitamente que aquella vez le había llevado a la estación también Hunt.
Éste le había pedido que se quedara. Bueno, al menos se lo había indicado ligeramente, tímidamente, pero de un modo sincero, que no dejaba margen para la duda. Grant conocía la existencia en la misma población de otras dos parejas que no tenían hijos. Vivían dentro del sector de la ciudad que constituía el escenario normal de los Abernathy. Las dos parejas se habían convertido en protectoras de jóvenes que deseaban ser artistas o escritores, jóvenes que eran, evidentemente, amantes de las dueñas de las casas en que se alojaban. En consecuencia, por lo que a aquel extremo respectaba, nada había que decir. No obstante, Grant continuó pensando que debía marcharse.
Resistió por espacio de tres meses en Nueva York antes de decidirse a pedir ayuda, y aquel fue el período peor de su vida. Peor que el de la guerra incluso. Al pedir socorro desde la gran ciudad, comprendió que estaba vencido, que si se le presentaba la oportunidad de vivir con los Abernathy de nuevo la aprovecharía, se sentiría contento por ello.
Después de matricularse en la Universidad y quedar comprendido en la Ley número 6, con la Administración de los Veteranos, alquiló un piso que carecía de agua caliente, el cual constaba de una diminuta habitación, hallándose en un sexto piso, al que tenía que subir por las escaleras. Quedaba aquella mísera vivienda enfrente de Columbus Circle, en el 63 Oeste. Pertenecía el piso a una inmigrante sueca que apenas sabía hablar en inglés, una viuda, quien se pasaba toda la noche cosiendo, tras lo cual abandonaba la vivienda para atender a sus ocupaciones normales de la mañana. La casa se asomaba a una calle sucia, fría, terriblemente descuidada, marco apropiado para la existencia miserable de aquella pobre mujer, totalmente desesperanzada. Fue allí donde Carol Abernathy lo encontró, sin asistencia médica, en cama, atacado por una fuerte gripe, complicada con un pequeño brote de malaria, la enfermedad que contrajo en el Pacífico. Esto ocurrió dos semanas después de que Grant, todavía lleno de salud, le escribiera.
Se supuso enamorado de ella, en aquel tiempo. Tras la ruptura con Billie Wrights, con quien habíase descubierto tan sexualmente compatible, fue como si hubiese echado toda la carne en el asador con Carol Abernathy. Con la cual, según redescubrió, no era sexualmente compatible, en absoluto. Y nada importaba la cuestión de la diferencia de edades. Ella le había cuidado, logrando ponerle en pie de nuevo, haciendo que se reintegrase otra vez a sus estudios. Con los mil quinientos dólares que le facilitara Hunt, más una pequeña cantidad de dinero suya, alquiló un bonito apartamento de dos habitaciones en un lugar de más prestigio de la ciudad, donde se instalaron. Carol permaneció a su lado por espacio de tres meses. Hasta que él empezó una breve relación amorosa (que sólo duró un fin de semana) con una joven soltera del piso superior. Entonces, Carol cogió los libros que había ido comprando en la Cuarta Avenida, sobre ciencias ocultas, regresando al lado de Hunt, en Indianápolis. Grant no tuvo más remedio que abandonar el apartamento, que fue sustituido de nuevo por una simple habitación en otra parte.
Y no hubo eso únicamente. Se dieron otras cosas que le atormentaron. Pasó momentos en los que creyó llegar a perder la razón. En la Universidad, donde cuando vieron su trabajo fue elevado a los puestos más destacados, no encontró a nadie que pudiese prestarle de veras ayuda, que le enseñara algo que realmente no supiera ya. No se daba por satisfecho con nada. Los profesores, los estudiantes con quienes alternaba parecían carecer de una existencia y consistencia reales. Tampoco le parecían reales las mujeres que conoció entonces en el plano de la intimidad. Era como si, aterrorizado, hubiese podido atravesar a todos aquellos seres con un dedo. Hizo la lista de Dean los dos semestres y se graduó con los máximos honores al final del curso. Esto le tenía absolutamente sin cuidado. Quizá fuese la única cosa buena de aquel año su encuentro con Gibson & Stein. Había regresado muy contento a la seguridad del hogar de los Abernathy después de aquello, aunque por aquellas fechas ya no tenía por qué considerar el hecho de su dudoso enamoramiento por Carol.
¡Santo Dios!
Las luces, dentro del avión, cobraron intensidad, y Grant dejó de pensar en aquellas cosas. No se había enfrentado nunca con tanta honestidad con aquel terrible año de Nueva York. Recordó que durante ese período Carol Abernathy empezó a captar extraños mensajes cada vez que abría al azar un libro titulado Hermes Trismegatus, que venía a ser el diario de una dama del siglo diecinueve, maestra en ciencias ocultas. ¿Habíala hecho enloquecer acaso? Era una de las cosas en que no quería pensar, cuyo recuerdo se esforzaba por evitar siempre. Pero ahora tenía que enfrentarse con semejante posibilidad. Bien. Si había sido así, ya no tenía remedio. Había algo más; de haber sido así, le daba igual. Todo continuaba antojándosele irreal. Nueva York se le había hecho irresistible desde entonces, a pesar de su éxito… Hasta el instante de tropezar con Lucky.
Lucky, a su lado, dormía, al parecer. Estaba entrando en Montego Bay, donde hacía un mes se encontraran, en compañía de Doug. Puesto que iban a detenerse allí sólo por espacio de diez minutos, nada hizo por despertarla. Tampoco estaba seguro de que se encontrase dormida verdaderamente. Esforzose por conciliar el sueño unos minutos durante el largo vuelo hasta Kingston. René les esperaba en el «jeep» rosado y a rayas blancas del Crount. A bordo del vehículo, se adentraron en la oscura noche. Olía a mar por todas partes. Los ojos de Lucky no tenían esa hinchazón leve y pasajera producida por el sueño, observó Grant.
—Muy bien, muchachos —dijo René desde detrás del volante—. ¿Qué es lo que os atormenta ahora? Venga, contádmelo todo.
Grant había ocupado el asiento trasero, con las maletas. Decidió no pronunciar una sola palabra. Lucky, por lo que vio, había optado por proceder igual. El silencio de los dos resultó embarazoso.
—¿Qué es lo que ha sucedido allí, en «GaBay», con la señora Abernathy para llevaros a alterar vuestro viaje, vuestros planes en general? —insistió René—. Algo ha pasado. Es necesario que se lo contéis todo a papá René, jóvenes.
—Éste hijo de perra me llevó allí para que trabara amistad, para que viviese con su amante —contestó Lucky con una inflexión de profunda amargura—. Eso es lo que pasó. Sin decirme siquiera una palabra. Cuando todo el mundo estaba al tanto de la historia y se reía de mí a mis espaldas. Eso es lo que pasó, René.
—¡Oh, no! —exclamó René, dejando oír una risita—. Ronnie es un hombre y, como tal, comete sus errores…
—Como todos los hombres, sí —declaró Lucky llanamente—. Exacto. Igual que todos. Tú en cambio, René, no procedes como los otros.
—¡Ay! chérie\ —contestó René con un gesto de tristeza. Conducía con las dos manos en la parte alta del volante, muy fino, un poco encogido de hombros. Sacudió después su cabeza de judío. La expresión de su rostro era de profundo pesar. A continuación se miró brevemente una mano y después otra.
—En todo caso, vosotros no debéis arrojar por la borda lo que encontrasteis cuando comenzó todo.
—Ahí está: es que no debió empezar nada —dijo Lucky fríamente—. Nunca. En realidad, no ha habido nada. Porque todo fue una gran mentira desde el principio.
—La vida no es muy larga —señaló René—. Y la mayor parte de ella resulta difícil, dura. A la larga quizá resulte para una mujer más conveniente ver un amigo en el hombre, mejor que un amante.
—¿Quién puede ser amiga de alguien que miente? —inquirió Lucky—. Nunca me vi tan humillada.
—Ronnie ha tenido sus problemas, chérie. Ése sujeto del Time le ha hecho pasar más de un mal rato —apuntó René en voz baja—. Tú lo sabes.
Lucky guardó silencio.
—Te conocemos desde hace ya bastante tiempo, ¿no, chérie? ¿Cuánto tiempo hace que te conocemos? Muchos años. Siempre te hemos querido. Ahora bien, te acordarás de aquella época en que Raoul te dejó aquí, regresando a Sudamérica, empezando tú entonces a ir de un lado para otro en compañía de aquel individuo… Te acordarás de lo poco que tardó Raoul en largarte de aquí, para encaminarte a Nueva York.
La voz de Lucky se tornó ronca, muy ronca. Desde su asiento, Grant comprobó que se correspondía con la rigidez de su cuello, con el impertinente levantamiento de la cabeza.
—No es lo mismo. En absoluto. Yo no era una mujer casada.
Y Raoul iba a dejarme de un momento a otro, cuando menos me lo figurara. Yo no me he separado de Ron desde que le conocí… Excepto cuando me ha obligado a permanecer lejos de él. ¡Porque no sabía qué hacer entonces con su condenada querida!
Grant se inclinó hacia delante, con la cara distorsionada. Se dirigió a René, pero aquellas palabras estaban destinadas a Lucky.
—No es esa la verdad. Ni siquiera se acerca eso a la verdad. Yo quise venir solo a todo lo de las actividades submarinas porque sabía que era peligroso introducir en este asunto un elemento extraño, una mujer, por ejemplo. Presentía que todo saldría mal con tal planteamiento. Y es lo que ha pasado en definitiva… Me he pasado años y años protegiendo a esa pareja. Tenía que hacerlo. ¿Cómo iba a saber cuando la conocí y me…? ¿Cómo iba a saber cuando la conocí qué clase de…? ¡Oh! ¿Cómo?
Lucky le interrumpió, diciendo con amargura:
—¿… ibas a saber qué clase de mujer era, eh? De ahí a calificarme de golfa neoyorquina, de trotacalles, ya no hay más que un paso. Bien. Sigue, sigue…
—Se acabó. No hablemos más —dijo René—. Lisa nos está esperando en el hotel para beber algo en nuestra compañía. Lucky: cuando lo de tu boda con Ron nos dijimos que era lo mejor que podía sucederte y pensamos que serías muy feliz. Nos imaginamos que lo mismo le sucedería a Ronnie. Lisa asegura que no ha conocido ningún matrimonio como el vuestro.
La voz de René carecía de energía y sonaba muy triste.
—Con toda seguridad —repuso Lucky, en otro tono, distinto del que había estado empleando hasta aquel momento, moviendo la cabeza varias veces, agitando sus cabellos de color champaña.
Grant siguió con atención sus oscilaciones. Estaba furioso. Sentíase profundamente dolido.
Lisa efectivamente, les esperaba en el bar. Acompañábala el mayor de sus tres hijos. La mayor parte de la clientela se había retirado ya, yéndose a la cama. Quedaban dos pequeños grupos de habituales. Lisa había pedido ya algo para ellos, durante los últimos momentos de la espera. Era distraída la expresión de sus ojos, pero no tanto que diese a entender que no se había dado cuenta de que sucedía algo anormal.
—No vamos a hablar de ello ahora —la previno René—. Es demasiado tarde. Todos estamos cansados. Beberemos algo más, sin embargo.
Fue una reunión bien triste. Grant y Lucky hicieron poco o nada por animarla, desde luego. Lucky se esforzó en varias ocasiones por hablar a Lisa en torno normal, pero no mucho. De todos modos, Lisa se hallaba un poco «cargada». Grant sorprendió en sus ojos unos irritados destellos al mirarle. Los mozos del establecimiento, entretanto, habían depositado sus efectos en la «suite». Alguien se había ocupado de juntar los lechos gemelos, colocándolos en la forma que a los dos les gustaba. Dadas las circunstancias, se trataba de una oficiosidad que no podía resultar más irónica, pensó Grant.
—Voy a acostarme —anunció Lucky—. Tengo mucho sueño —agregó con una voz que parecía muy distante—. Me siento agotada, verdaderamente.
—Muy bien, muy bien —respondió él.
Se había subido una botella del bar para hacer frente a aquella contingencia. Vertiendo parte de su contenido en uno de los vasos utilizados para limpiarse los dientes, mezclado con un poco de agua mineral francesa, intentó concentrarse en la lectura de un libro. En «GaBay» había cogido un nuevo libro de viajes sobre las islas del Caribe, titulado The Traveller’s Tree, escrito por un inglés llamado Fermor. Era una obra bien pensada y realizada, pero a Grant se le hizo muy duro su empeño de absorberse en su lectura. Aquel bello cuerpo que tenía al lado había comenzado a suscitar tentaciones en él ya. Podía resistirlas, de momento. Sentíase con fuerzas para ello. Al cabo de un rato apagó la luz e intentó conciliar el sueño. Éste era el peor modo de dormirse. Finalmente, sin embargo, consiguió su propósito.
Al día siguiente descubrieron, nada más abandonar sus habitaciones, que durante su breve ausencia la fachada social del hotel había cambiado notablemente. La famosa escritora de comedias musicales y su esposo habían regresado a Nueva York. El famoso director y su mujer habían partido también unos días antes. Un famoso astro de la pantalla había llegado en compañía de su esposa, una actriz, procedente de la Costa Occidental. Iban a permanecer en el establecimiento tres semanas, aprovechando un paréntesis entre dos tomas de vistas. La pareja habíase convertido en el centro de la atención general dentro del bar por las noches. Los dos representaban su papel a la perfección. René iba de un lado para otro, intentando dar con una «suite» adecuada para bautizarla con sus nombres, pues la que ocupaban llevaba ya el de Charlie Addams. Bradford Heath, el hombre del Time, había salido para Nueva York con su mujer sólo dos días antes. Los Grant se alegraban de aquel estado de cosas. De los «viejos días» de antaño quedaban únicamente el joven psicoanalista y su esposa, la diseñadora de modelos.
Los Grant… Esto era tan sólo lo que quedaba de todo: que eran los Grant. Por inercia, continuaban constituyendo un matrimonio; por inercia, habrían seguido separados indefinidamente, de haber llegado a la separación. En todo caso, decidieron desayunarse en el gran cuarto de estar de la «suite» aquel primer día, en lugar de trasladarse al comedor, donde tendrían que enfrentarse con numerosas caras nuevas. Mientras se desayunaban, Lucky pronunció el discurso que, evidentemente, había estado preparando con todo cuidado.
—Guardaremos las apariencias —dijo ella desde el lado opuesto de la mesa, jugueteando con unos granos de uva—. Esto tiene una gran importancia para mí. No me gustan las escenas ante el público. Mi vida privada me pertenece. No tenemos por qué informar a toda esa gente que circula a nuestro alrededor de lo que pasa entre nosotros. ¿Estás de acuerdo conmigo? ¡Ah! Y puedes hacer uso de matrimonio conmigo siempre que se te antoje. Al fin y al cabo eres tú quien paga las facturas. El trato me parece justo. Cuando sientas deseos de eso no tienes más que decírmelo.
—Conforme —contestó Grant secamente—. Pero supongo que no te importará ahora que no haga uso de tal privilegio. Es que, ¿sabes?, estoy ya vestido.
Su irónica contestación no fue captada por ella, aparentemente. Lucky le miró desde su asiento con expresión sombría.
—No sé cómo explicártelo… Ni siquiera sé si estás interesado en saberlo… El caso es que cuando descubrí que me habías mentido de la manera que lo hiciste, en una cosa como ésa, algo extraño ocurrió dentro de mí.
—No tenía por qué decírtelo —repuso Grant, serenamente.
—Lo sé. Probablemente, no debiste decirme nada. En ese caso, quizás hubiese marchado adelante como hasta aquel momento, sin novedad. Bueno, se trata de algo que ya no puede ser evitado. No me es posible ejercer ningún control sobre eso. Pienso, sin embargo, que si has sido capaz de mentirme en lo tocante a ese asunto, puedes mentirme con respecto a cualquier otro. Me engañarás cada vez que te plazca, siempre que convenga a tus necesidades. Yo creo que ya no te amo. Voy a pedirles a Ben e Irma que coman con nosotros, si tú no tienes nada que oponer.
—Conforme —contestó Grant—. Pero me gustaría decirte ahora un par de cosas. Yo creo que la tuya es una manera muy ingenua de considerar lo sucedido. No has querido tener en cuenta ninguna de las presiones que han operado sobre mí, ni lo que he vivido antes de conocerte. Y no hay eso solamente… Yo no podía saber que me enamoraría de ti tan rápidamente y hasta el punto de hacerte mi esposa. Igualmente, ¿cómo podía suponer que tú, que gustabas de flirtear y de alardear de haberte enamorado cuatrocientas veces…?
—Yo he conocido a cuatrocientos hombres —le interrumpió Lucky—. Nunca dije que me enamorara cuatrocientas veces.
—Perdóname —replicó Grant, cortésmente—. Has hablado de cuatrocientos hombres, sí. No había ninguna razón que me indujera a pensar que juzgarías esto mío de ahora tan horrible. Lógicamente, tenía que imaginarme que eras una persona de más mundo. Tu reacción ante lo ocurrido desborda toda previsión. No logro comprenderla, en absoluto. ¡Diablos! ¡Si llegué a pensar que al saberlo todo acabarías soltando una carcajada! Lo dicho: no acierto a comprenderte. Estos eran todos los comentarios que yo deseaba formular.
Lucky le había escuchado atentamente, esperando con serenidad a que terminara de hablar.
—Yo soy como soy y no puedo cambiar a mi antojo —manifestó luego—. Y no veas en mí una advenediza. Mi familia tenía y tiene más dinero que la tuya, una posición social más elevada, más cultura… Y esto era ya un hecho antes incluso de que tu viejo abuelo americano hubiese perdido toda su fortuna en el «crash» financiero. No olvides eso. ¿Estás conforme con que Ben e Irma coman hoy con nosotros?
—Estoy conforme —declaró Grant poniéndose en pie—. ¿A la una, entonces? Bueno, ahora voy a salir para dar un largo paseo por la playa.
—Nos veremos en la terraza, junto a la piscina, después —respondió Lucky, muy serena—. Por favor, sé puntual.
Ben, el psicoanalista, se cruzó con él dentro del hotel, cuando se encaminaba al exterior, ofreciéndosele para ayudarle en lo que quisiera, de marcharle mal alguna cosa. (¿Había estado hablando con René acaso?) Grant pudo deshacerse de él. La superficie del mar recordaba la de un gran pastel. El sol calentaba mucho. Una suave brisa mañanera mitigaba agradablemente sus rigores. Aquella brisa refrescaba la mente tanto como el cuerpo. Escuchó atentamente el rumor de las olas, con su eterno ritmo. Caminó con los pies desnudos por la húmeda arena, que el agua hiciera más compacta, dirigiéndose hacia el este, en dirección al aeropuerto y el interior, desentendiéndose de Port Royal. Por el este no había nada… Millas y más millas de tierra…
Aquello era serio. No se trataba de una de aquellas riñas que habían tenido antes. Grant acabó por sentarse a la sombra de una palmera real, apoyando la espalda en el rugoso y accidentado tronco, sin perder de vista el mar. Tenía la inmovilidad de una extensión de pastos bajo el sol. En aquella fresca sombra sentía un picor bajo los ojos y en las mejillas, lo mismo que si hubiese estado comiendo tamales mexicanos.
Unos minutos más tarde, se levantó, emprendiendo el regreso al hotel. No había llegado a concretar ninguna decisión. ¿Qué decisión podía adoptar? Si algo cabía decidir allí era el compás de espera. Si los catorce años vividos al lado de Carol Abernathy le habían enseñado algo, tenía que saber que la relación amorosa finalizaba para siempre sólo cuando una de las partes afectadas comenzaba a tener contacto sexual con una persona exterior, ajena al conflicto. Esto era lo que radicalmente acababa con la unión. Y con lo pactado. Habíase dicho que nunca sería el primero en dar tal paso.
Al entrar en el hotel, encaminose inmediatamente a la piscina, donde encontró a sus amigos riendo y bebiendo Campari. Jim Grointon se había incorporado al grupo. Habíase sentado en el mismo borde de la piscina, con las piernas recogidas, y sonreía. Los dos se dieron la mano calurosamente. Pero Grant no se alegró de verle allí en aquellos momentos.
Era inevitable un enfrentamiento serio entre Grant y el famoso astro de la pantalla recién llegado al hotel. El autor teatral reputado y la figura del cine no podían coincidir en un sitio de moda ignorándose mutuamente. Por otra parte, no podían limitarse a intercambiar un saludo y despedirse sin más, quedando uno u otro en entredicho por ansiar o no el establecimiento de aquella relación amistosa o cortés. Era una cuestión de protocolo. Había que concretar aquello.
Grant, después de la comida, en compañía de su pequeña banda de partisanos, que incluía ahora a Ben, el psicoanalista, y su esposa Irma, Lucky, Jim Grointon y Lisa (René andaba ocupado, trabajando), decidió que para él la hora del cóctel era la mejor, preferiblemente veinte minutos antes de la cena, para que los dos protagonistas no tuviesen que hallarse enfrentados durante demasiado tiempo.
Noticia de todo esto, vía Lisa, de quien partiría la invitación, fue dada al astro cinematográfico, quien, cortésmente, contestó, también por mediación de Lisa, que él y su esposa aceptaban muy contentos la invitación del anfitrión (René) para conocer al autor teatral y señora a la hora señalada. Sin embargo, rogaban necesariamente un adelanto de veinte minutos, ya que el astro y su mujer, desgraciadamente, habíanse comprometido para otro cóctel antes de la cena. A esto, Grant, con la misma cortesía, envió recado, vía Lisa, de que todo lo sugerido le parecía bien. Y así quedó concertada la cosa.
Por lo cual, a las ocho de la noche, exactamente, el autor teatral con cuatro amigos y el astro de la pantalla con otros cuatro coincidieron en el bar, tres cuartas partes del cual habían sido bloqueadas discretamente con mesas bien surtidas de canapés, y mientras René tomaba unas instantáneas, los dos famosos fueron presentados, sonriéndose uno al otro, estrechándose las manos cálidamente antes de pronunciar unas palabras de elogio por sus tareas respectivas… Seguidamente, bromearon entre sí para demostrar a los demás que, pese a ser tan famosos, eran hombres como los otros. Luego, más pausadamente, hablaron del arte y de los artistas, de labores en perspectiva. Brindaron por dos veces, prudentes, y, por último, se separaron, orientándose cada uno a su zona. Si el astro se enfrentaba con otro cóctel, parecía haberlo olvidado. En la terraza en que era servida la cena, los dos se acordaron a tiempo de obsequiarse con una sonrisa mutuamente y una ligera reverencia, a modo de reconocimiento por un encuentro que concretamente no significaba nada.
El astro de la pantalla, dotado de bellos y maravillosamente templados músculos, había salido a diario con Jim Grointon desde su llegada al lugar, según supo Grant por su amigo.
Había practicado el buceo en la Costa occidental, al parecer, con pulmón acuático y sin él, siendo capaz de bajar doce o catorce metros, sin equipo, pero no poseía la técnica ni las aptitudes de Grant… Es lo que Jim dijo a éste, al menos.
—No se apasiona por el buceo como tú —señaló Jim, sonriendo—. Y muchas cosas de las que hace son motivadas por el solo hecho de exhibirse.
Un irritante egotismo hizo que Grant se sintiera muy complacido con aquel motivo. A su pesar, ya que luchó contra tan censurable sentimiento. Tenía muy en cuenta especialmente Grant que el astro famoso del cine era cuatro años más joven que él. Pero, en fin, había pocas cosas ahora para Ron que supusieran una complacencia de duración superior a unos segundos. Resultaba increíble hasta qué punto podía sentirse desalentado en unos minutos, mientras comía, hablaba o bebía, mientras, para abreviar, pretendía ser normal. Pero no lo lograba…
—Yo te sugeriría que nos acompañases por las tardes —dijo Jim—. Pero tengo la seguridad de que renunciará a las excursiones si se entera de que vas a acompañarnos. Y sobre todo, cuando vea cómo buceas. La verdad, no me interesa perder esa ocasión de ganar algún dinero. Por otro lado, he de tener en cuenta que se va a pasar aquí unos tres meses. No obstante, podrías venir conmigo cualquier mañana. —Jim estaba cobrando al astro de la pantalla el doble de lo que se hiciera pagar por Grant—. El negocio es el negocio —agregó, con una sonrisa y un encogimiento de hombros.
—No te preocupes —dijo Grant—. Actualmente no me encuentro en la disposición más idónea precisamente para entregarme a las prácticas de buceo. Éste viaje me lo estoy tomando de otra manera, ¿sabes?
Era cierto. No tenía ganas de hacer nada. Ni siquiera se ilusionó ante la perspectiva de una de aquellas excursiones. Estaba irritado. Se sentía furioso. Estaba deprimido. Todo lo veía negro. No quería revelar, sin embargo, sus verdaderos sentimientos. Hizo excursiones, eso sí, con Ben, Irma y Lucky, a Blue Mountain Inn, a Stony Hill, a Strawberry Hill, al Pine Grove Hotel. René les prestó su coche y en él llegaron más allá de Bog Walk. La campiña era aquí seca y desértica en comparación con la lujuriosa vegetación del otro lado, sobre el cual descargaban los cielos sus lluvias. En otra ocasión se deslizaron por los abruptos caminos de las montañas centrales, rumbo a Fern Gully y a Ocho Ríos, pasando la noche en este último lugar, para regresar al día siguiente. Comían en un sitio y cenaban en otro. Frecuentemente el Sheraton Hotel. Habitualmente, los cuatro cenaban en éste, trasladándose luego al diminuto y clandestino «Casino» (rigurosamente ilegal), donde se entretenían jugando. René se reveló como una figura con las cartas. Igual que Lucky. Ben era un buen colaborador.
Ben Spicehandler apellido americanizado (derivado del de nacionalidad polaca ostentado por su abuelo, un judío) y su esposa llevaban en el Crount un mes y pensaban permanecer allí todavía cuatro semanas más, por lo menos. Con toda certeza, proyectaban seguir allí todo el tiempo que Grant y Lucky estuviesen en la ciudad. Grant pensaba que esto era una buena cosa, probablemente. A él y a Lucky la pareja les servía de amortiguador en aquella especial etapa del juego. Ben ganaba tanto dinero como psicoanalista en Nueva York que sólo necesitaba trabajar durante nueve meses al año. En consecuencia, le quedaban tres libres para viajar. «Después de todo», decía él, con expresión lúgubre, con aquella característica sonrisa que dilataba exageradamente su rostro, «no por trabajar más vamos a recuperar los años de juventud pasados».
Aquel año, habiendo oído hablar en numerosas ocasiones a sus amigos y conocidos del Crount, habían decidido conocer Jamaica… También esta actitud suya era una buena cosa para Grant y Lucky, analizó el primero. Ben e Irma estaban siempre dispuestos a ir a donde fuera, a hacer todo lo que idearan sus camaradas. Humanista impulsivo, que estudiara para rabino, Ben era un tipo alto y corpulento, aproximadamente de la edad de Grant (contaba unos treinta y cinco años). Nadaba muy bien y buceaba aceptablemente. Nunca había pensado seriamente en nada que no fuese ayudar a los demás. Que ganase mucho dinero era un fenómeno achacable a otra vertiente de su carácter, que tenía su origen en su abuela, explicaba. De momento, lo de ayudar a los Grant se había convertido en el proyecto de aquellas vacaciones.
—Mira, Ron… —dijo a Grant la primera vez que formulara su propuesta de ayuda personal—. Fíjate, amigo mío… Yo sé que a vosotros os pasa algo. No se necesita ser un lince para darse cuenta de ello. —Ben dobló su largo cuerpo y con los párpados entreabiertos, sonriendo, movió la cabeza repetidas veces, ponderativamente—. Habladme cuando queráis. Yo estoy dispuesto a hacer lo que sea por ti y por Lucky. No tenéis más que decírmelo. Irma y yo os apreciamos de veras, ¿sabes? Cuando queráis hablar conmigo de este tema no tenéis más que avisarme.
Grant le había dado las gracias por su buena disposición, diciéndole que no les pasaba nada.
—Bien. Bien. No obstante, tú recuerda siempre lo que te acabo de indicar —insistió Ben, cerrando todavía más sus párpados y echando la cabeza hacia atrás.
—¡Diablos! —exclamó Grant, irritado—. ¿Es que a donde quiera que vayas llevas siempre contigo el clásico diván del psicoanalista? Por otro lado, amigo, yo no puedo con los precios de tus consultas.
—Eso es lo de menos —dijo Ben, sin que se alterara la expresión de su cara—. Si nos necesitáis no tenéis más que avisarnos. Irma y yo haremos acto de presencia donde se os antoje.
Ben no le engañaba. Siempre estaban preparados para secundar cuantas iniciativas salieran de Grant y de Lucky. Incluso facilitaban proyectos propios, con objeto de mantener al matrimonio Grant ocupado. Y la diminuta Irma, morena, casi una oriental, con su flequillo, muy negro, siempre con un gran moño en la parte más alta de la cabeza, sonriente, de faz expresiva, era tan leal a aquel proyecto veraniego como el propio Ben, casi. Cancelaban o posponían fechas o planes personales, se buscaban enemistades incluso, siempre que los Grant tenían algo que hacer, tenían algún sitio a donde ir.
Después de seis días de vivir en aquel plan, Lucky pareció perder alguna rigidez. Bueno, es lo que Grant se figuró. Luego, resultó que se había engañado. Habían subido a la «suite» para dormir la siesta, tras una larga comida en la que los dos habían bebido bastante. Luego, pensaban trasladarse a la ciudad para jugar una partida de tenis con Ben e Irma. Grant llevaba ya siete días sin tener la menor relación de carácter íntimo con Lucky y estaba un poco nervioso. Había estado en ciertos momentos mirando disimuladamente a la bella amiga haitiana que tenía Lisa en Paule Gordon, conocida en el hotel por el apodo de «El Cisne Negro»… Aquello debía tener que ver algo con su estado de ánimo. Lucky había sorprendido sus miradas. Estaba tendida en el lecho y le llamó.
—¿Qué te ocurre? —inquirió él.
—Acuéstate. Hazme el amor, si tú quieres.
—¡Oh! Muchas gracias por tu ofrecimiento —le respondió Grant—. A mí este tipo de invitaciones siempre me han dejado frío, ¿sabes?
—Déjate ya de ironías. Apaga la luz, acuéstate y hazme el amor, vamos.
—No sé si podría —manifestó Grant con franqueza.
—Prueba.
Grant descubrió que sí podía.
—Eres mi esposo y quizá no te ame, pero a mí todavía me gusta esto…
—¡Vete al diablo!
Aquello fue como una explosión. Sí: explosión era la palabra más adecuada para su amoroso apasionamiento. Grant se acordó de las bombas que había visto explotar en el mar.
—Y ahora apártate de mí… Para mí no significas ya nada, hijo de perra —dijo Lucky. Naturalmente, éstas no eran las palabras más indicadas de haber estado pensando en una reconciliación. Por lo visto, no quería ni pensar en ella.
—Limítate a llamarme de aquí en adelante Rhett Butler II —contestó Grant apartándose de ella.
—La verdad es que te odio —declaró Lucky—. Te odio realmente.
Grant durmió pacíficamente.
Pero ninguno de aquellos juegos íntimos sirvió para acercarlos. Cualquiera habría podido imaginarse lo contrario. El obstáculo fundamental continuaba separándolos. Tropezaban con algo duro, cuya naturaleza exacta desconocían. No estaban enamorados ya. Grant no sabía cuáles eran concretamente los sentimientos de Lucky, pero por lo que a él respectaba notábase demasiado iracundo para poner amor en cualquier cosa. Nueva York y los ensayos en perspectiva quedaban cada vez más lejos. En realidad, tardarían en empezar otro mes, cuando menos. Él no hacía nada por alterar tal situación. Y por su cabeza no había pasado siquiera la idea de ponerse a escribir otra obra teatral.
El encuentro con René y Lisa se produjo tres días después. Grant había calculado que transcurrirían cinco…
Fue una curiosa escena. Estaban reunidos los cuatro; la hora era avanzada y el bar se encontraba desierto. Incluso los fieles Ben e Irma se habían ido a la cama. Fue Lisa quien puso en marcha aquello. Había bebido con exceso. Y, de repente, toda la ira que sentía, que había asomado a sus ojos, y que supo contener provisionalmente, se desbordó…
—Tú te mereces los peores calificativos —dijo de pronto, dirigiéndose a Grant de manera que no había lugar a dudas. Apoyó un codo en la mesa mientras que extendía el otro brazo, señalándole, acusadora—. Ningún hombre tiene derecho a hacer a Lucky lo que tú le has hecho. No existe ninguna mujer merecedora de eso.
—Vete a paseo, Lisa —contestó Grant, áspero. También él había bebido lo suyo—. ¿Quién te ha dado vela en este entierro, querida? ¿A ti qué te importa?
—¡Eh, eh! Un momento, un momento… —medió René, que les había acompañado despreocupadamente en sus continuas libaciones.
—¡Díselo, Lisa! —chilló Lucky, que estaba bebida.
—No, si pienso decírselo todo —manifestó Lisa—. Hago de esta cuestión una cosa mía, ¿sabes? —agregó, siempre con los ojos fijos en Grant.
Súbitamente, levantó ambos brazos, echándose la blusa que vestía hacia atrás, con objeto de poder ganar unos centímetros de mesa más al inclinarse. Luego, se mordió el labio inferior y apartó de su frente un largo mechón de cabellos…
—¿Tú sabes con quién te las tienes que haber? Ésta mujer es una señora. A nadie se le ocurre llevar a su esposa a donde se encuentra la querida de otros tiempos sin antes prevenirla. Nadie hace eso. Y menos engañándola, diciéndole que se trata de la madre adoptiva.
—¿Por qué no te callas de una vez, Lisa? —respondió Grant.
—No pienso callarme —chilló Lisa—. Estoy defendiendo a esta muchacha. Porque no ha habido nadie que salga en su defensa.
—No es ninguna santa —gruñó Grant.
—Tampoco tienes tú nada de santo, bastardo —chilló Lisa—. Los hombres… Los condenados hombres. ¡Los malditos hombres! —Incluso bebida, se advertía el esfuerzo que tenía que hacer para expresarse en aquellos términos tan rotundos—. Todos queréis que seamos puras a toda prueba. Nos exigís pureza. Y en realidad, vuestras aspiraciones se centran en una figura de veinte años, sin más, con caderas y busto muy pronunciados, que se deje abrazar. Pero luego, cuando las caderas se han cubierto de grasa y los senos se han caído porque han pasado por ellos tres o cuatro hijos, ya le hacéis asco… Y entonces os dedicáis de nuevo a la búsqueda de otras caderas y otros bustos. Los hombres… ¡Bah! ¡Basura! —añadió Lisa, echándose hacia atrás, con aire triunfal.
Pese a haber bebido tanto, Grant acusó aquel rabioso ataque.
Y se dio cuenta de que, pese a todas sus precauciones, Lisa se había apartado de lo que constituía la lamentación de Lucky para exteriorizar la suya, personal. Se acordó de la exclamación de René en el «jeep» («¡Ah! chériel») cuando Lucky le dijera que él era distinto, que no era como los otros hombres. Grant pensó que en honor a su amigo debía abstenerse de formular comentarios. En consecuencia, no abrió la boca. Pero allí estaba René, para rellenar la pausa. Claramente se notaba que había captado el sentido de las palabras de su esposa.
—Esto de dejarte llevar de tu genio está de acuerdo con tu carácter —señaló acaloradamente—. Lo mismo le pasa a Lucky. Pero Ronnie se ha enfrentado con problemas acerca de los cuales vosotras no tenéis la más ligera idea. No los queréis conocer siquiera. Él ha tenido el problema de la responsabilidad y la lealtad. Las mujeres no comprendéis estas cosas nunca. —René se incorporó y su pequeño y redondo vientre quedó oprimido ahora contra el borde de la mesa—. Y ello es así porque la mujer es un animal instintivo. Ronnie se casó con Lucky… Asimiló todas las responsabilidades de este acto, las suyas y las de ellas. ¿Por qué no había de ser leal con la mujer a quien debe tanto?
—¡Lucky debía haber estado informada! —gritó Lisa—. Se casó con ella fingiendo que había otra cosa.
—Fingiendo, ¿qué? El matrimonio es el matrimonio y no hay más —replicó en el mismo tono René.
—No se puede jugar con el corazón de una mujer —chilló Lisa.
—¡Tampoco se puede jugar con el de un hombre!
—A mí me tiene sin cuidado todo eso —manifestó Lis—. Si yo me encontrara en el lugar de ella y me hiciera lo que él hizo me sentiría como si fuese una prostituta.
—¡Es lo que eres! —gritó René, furioso.
Aquel vocablo, prostituta, llevó a Grant a recordar algo, algo que no acertó a concretar. Experimentó cierta complacencia siguiendo atentamente la discusión iniciada por su culpa y la de Lucky entre los esposos. Todo vino a quedar en una especie de encuentro de tenis, figurando los hombres en un lado del campo y las mujeres en el opuesto.
Lucky, sentada al otro lado de la mesa, junto a Lisa, escuchaba con atención vacilante y sus ojos iban de un rostro a otro, con el interés y la curiosidad que suscita siempre el relato de la experiencia vital de dos desconocidos.
Aquello no duró mucho tiempo más. René y su esposa intercambiaron unas cuantas frases más, pronunciadas a voz en grito. Seguidamente, el primero se puso en pie.
—¡Basta! No hagamos más ruido. Es la hora de irse a la cama.
—La verdad es que no tienes el menor derecho a dar por finalizado nada —declaró Grant, poniéndose en pie con un gran esfuerzo—. Aparte de que todo esto que habéis estado discutiendo no os importa lo más mínimo.
Grant se derrumbó sobre su asiento. Los músculos le habían fallado en el último momento. Incrédulo, contempló sucesivamente los rostros de todos los presentes.
Lisa se puso a aullar de repente. Cogiéndole por un brazo, mientras señalaba la puerta del bar con el brazo libre rígido, chilló:
—¡Tú eres un hijo de perra, un bastardo! ¡Vas a salir inmediatamente de mi hotel! ¡No permitiré que pases una sola noche más bajo mi techo! ¡Fuera! ¡He dicho que fuera y no hablo en broma! ¡Fuera de mi hotel!
Grant estaba demasiado desconcertado para reaccionar.
—Vamos, vamos… —medió René.
—¡Tú vas a sacarlo de aquí ahora mismo! —aulló Lisa. Habiendo bajado el brazo, tornó a levantarlo, recordando su gesto la escena clásica del melodrama, con el padre que expulsa del hogar a la hija que va a tener un bebé—. ¡Fuera! ¡Sácalo de aquí!
Y fue precisamente en este instante, como si despertara de un sueño, cuando Lucky intervino. Parpadeando, se volvió hacia Lisa, repitiendo las palabras de Grant, para empezar:
—¿Estás bromeando? Oye… ¿Tú sabes a quién te diriges? Estás hablando con el autor teatral más grande de su generación dentro de América. Estás hablando con el mejor autor teatral que ha tenido América desde O'Neill, probablemente. ¿A quién le estás diciendo que salga de aquí?
Tú puedes quedarte —manifestó Lisa—. Yo quiero que te quedes. Tú te quedarás con nosotros.
¿Estás loca? —inquirió Lucky, incrédula—. ¡Es mi esposo! ¡Yo soy su mujer! Sí, tú te has vuelto loca.
—Te ha herido de una manera terrible —contestó Lisa—. ¿Qué derecho tenía de proceder así? —Seguidamente, la mujer de René empezó a dar gritos de nuevo—. ¡Y a mí me importa un bledo que sea tan buen autor teatral como tú dices! ¡Fuera!
¡Fuera de aquí!
—Por favor, por favor… —decía René, suplicante.
—¡Fuera! —insistió Lisa.
—Vámonos —repuso Lucky. Grant no acertaba a ponerse en pie todavía y ella le ayudó a incorporarse, sujetándolo por un brazo—. Nos vamos. Yo no tengo por qué aguantar estas groserías de nadie. —Haciendo acopio de fuerzas, condujo a Grant hacia la escalera, siempre cogido por un brazo—. Nos iremos de aquí.
Grant formuló unas débiles protestas.
—¡Oh! ¿Has perdido el juicio? Todo esto habrá sido liquidado por la mañana. Vamos a acostarnos, ahora.
No acertaba a pensar más que en un sueño largo y reparador.
—No es eso lo que yo haré, desde luego —declaró Lucky—. Yo no tolero a nadie que me hable en ese tono…
Ya en la «suite», sacó una maleta del armario, que arrojó abierta, sobre la cama. A continuación comenzó a llenarla de ropas.
—Deja eso, Lucky —insistió él, cansado—. Nadie ha hablado en serio ahí abajo. Mañana todos recordaremos lo sucedido como una broma, como un motivo más de risa.
—No seré yo quien reaccione así —contestó ella, al tiempo que continuaba llenando la maleta—. No consentiré nunca que se expresen en esos términos al dirigirse a mi esposo. Le ame o no.
Sólo se detuvo en su tarea al oír una llamada en la puerta. René se deslizó dentro de la habitación lentamente, deshaciéndose en excusas.
—Ya os habréis dado cuenta de que ella estaba un poco… alegre. En ningún momento habló en serio.
—¿Te estás disculpando? —inquirió Lucky, todavía ocupada con la maleta.
—En efecto —repuso René, muy digno—. Os pido que nos disculpéis… Hablo en mi nombre, en el de Lisa, en el del Grand Hotel Crount y en el de su personal. Por favor. Quedaos.
—De acuerdo —contestó Lucky en el mismo tono con que había hablado antes—. Nos quedamos —agregó, empezando a guardar nuevamente sus prendas en el armario.
—Nos veremos mañana por la mañana —dijo René, lúgubremente.
Cuando René hubo salido de la habitación, Lucky dijo a Grant:
—Ahora vas a dejarme en paz, ¿eh? Hablo en serio. Procura no acercarte a mí. No es que esté irritada contigo. Pero es lo cierto que no te amo. Es otra cosa. Hablo muy en serio. Todo lo que deseo es que me dejes en paz.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Grant.
Los dos lechos gemelos habían sido juntados, pero Grant y Lucky durmieron aquella noche en los extremos de los mismos.