Las ideas acerca de la antigüedad del universo y del hombre
Ya se comentó en el capítulo que abre este libro que la tradición cristiana modificó la manera de concebir el mundo respecto a la pagana, y fundó en la Biblia una nueva mitología que elucidaba la aparición de la vida en la Tierra, así como el proceso creador. Hasta entrado el siglo XIX, de hecho hasta bastante avanzado el siglo, prevaleció la convicción fundada en el Génesis de que Dios había creado el mundo en seis días, y que en el séptimo descansó; sucesivamente, introdujo el cielo, la tierra y las aguas, los animales, y en esa sexta jornada, a los primeros seres humanos, Adán y Eva, aquel revestido de dotes excepcionales, a su imagen y semejanza. Al sucumbir al pecado, la pareja primigenia fue sentenciada a abandonar el Paraíso, y dicho castigo afectó por igual a su descendencia. La corrupción de la humanidad atrajo sobre sí un ulterior escarmiento divino, un diluvio que devastó en cierto momento la existencia en la Tierra, a excepción de las diversas especies que se habían salvado en el Arca del único hombre justo, Noé. A su progenie le correspondería el deber de repoblar el orbe, de fecundar nuevas gentes.
El acontecimiento del Diluvio se registró como el más traumático sufrido por el hombre, y marcó un antes y un después en la evolución biológica del globo. La Biblia, al mencionar períodos cronológicos detallados de días, meses y años, daba pie a cómputos pormenorizados del origen del universo: las cifras oscilaban entre los seis mil años de antigüedad, reducidos por algunos sabios a cuatro mil; la Europa protestante profesaba a pies juntillas la fecha del 4004 a. C., fijada por el arzobispo James Ussher en el siglo XVII; mientras que la religión judía mantenía la certeza de que Yahvé había alumbrado el mundo en el 3740 a. C. Noé, se pensaba, fabricó el Arca alrededor del 2500 antes de Cristo.
Partiendo de estos presupuestos, al principio no se discurría que la historia hubiese sido precedida de una prehistoria, lo que hoy se define como el estudio de las civilizaciones anteriores a la popularización de la escritura. La Biblia, por sí sola, contaba un desarrollo auténtico de los eventos antiguos y, por lo demás, de griegos y romanos, cuyas obras de arte y arquitecturas se alzaban por dondequiera que hubiesen campado sus generales, sus tropas, sus comerciantes y colonos, aportando, los autores clásicos, una abundante literatura histórica. El pasado ágrafo, entonces, no se tenía en consideración, ni siquiera interesaba lo que pudiera haber precedido al lejano Diluvio. Aquellos vestigios difícilmente interpretables como romanos, es decir prerromanos, se adscribían sin fundamentos a los druidas celtas o a los grupos teutones y eslavos. Pero eso no omite que las evidencias depositadas por los habitantes del planeta en su lento caminar de millones de años se encontraran ahí mismo, a la vista de todos. Cualquier campesino, en un momento u otro, desde la Antigüedad, había recogido de la tierra arada una «piedra de rayo». Con esta designación se calificó más tarde a las armas y herramientas de sílex, a las puntas de flecha o a las hachas de piedra pulimentada, popularmente adscritas a manufacturas de elfos y de hadas, o que se cavilaban objetos resultantes de la caída de un rayo o manifestaciones de la ira divina, motivo por el cual se les presumían poderes mágicos, oraculares y curativos. En la Europa medieval y moderna constituyeron entre el vulgo amuletos comunes capaces de prevenir el mal de ojo y de facilitar los alumbramientos, en tanto que los eruditos los requerían como curiosidades para complementar sus gabinetes de maravillas.
Estas fabulaciones no convencieron en absoluto a los espíritus menos conformistas, que contemplaban en ellos simples utensilios de naturaleza y uso humano. En el siglo XVI el médico del Vaticano, Michel Mercati, dedujo que las «piedras de rayo» no eran ni más ni menos que armas de hombres corrientes, ajenos a la fabricación metalúrgica; esa opinión coincidió con la que pregonaron el doctor Plot en 1686, Edward Lhwyd en 1699 y el obispo Lyttelton en el siglo XVIII: antes de que los pueblos aprendieran a fabricar sus armas con metales, la piedra suplía las necesidades de la industria bélica. Por supuesto resultaba imposible saber qué sociedades rudimentarias basaban su instrumental en la lítica, aunque las teorías no faltaban. Un historiador local del condado de Warwickshire, sir William Dugdale, dijo en 1650 que eran artefactos de los antiguos britanos, mientras que contemporáneamente, Isaac La Payrère, un partidario de la longeva historia humana, mucho más allá de los límites bíblicos, hablaba de una raza preadamítica, arriesgado punto de vista por el que sufrió el encarcelamiento y la quema en público de su obra. Varios de estos presupuestos ni siquiera entraban en contradicción con el libro divino, pues siempre cabía imaginar que nuestros antepasados se habían barbarizado después de retiradas las aguas del cataclismo purificador, así que su explotación de la piedra no tenía que retrotraerse muy atrás en el tiempo. Antes de entrar en el siglo de la Ilustración, a Lhwyd, por supuesto, no se le había pasado por alto que en América, especialmente en Nueva Inglaterra, los indígenas guerreaban con armas similares, y ni la Biblia ni las fuentes grecorromanas escaseaban de ejemplos en los que la piedra se había convertido en una materia mortífera. La aproximación a otras realidades culturales, posibilitada por las exploraciones y conquistas transoceánicas, introducía los análisis etnográficos en los estudios humanísticos. La apreciación del estadio primitivo detectable en los salvajes de África, de América y de las islas del Pacífico, a no mucho tardar, cabría la posibilidad de trasladarla a la contemplación de los nativos del Viejo Continente, conformándose el nuevo concepto de prehistoria.
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STIEBING, William H. Stonehenge representado como un templo druídico (1740). Hasta el siglo XIX, los monumentos megalíticos fueron considerados obra de los pueblos prerromanos.
Con los fósiles sucedía algo parecido. Los eruditos dejaban volar su imaginación al enfrentarse a los restos primitivos de flora y sobre todo de fauna. Un par de ideas aceptadas entendían que eran los restos de animales fantásticos, del tipo de los unicornios, dragones y gigantes, o creaciones espontáneas de materia natural, que sin embargo habían permanecido petrificadas a falta de un último aliento vital. La concepción en mayor auge los juzgaba seres vivos que perecieron en el Diluvio. La ruptura con estas suposiciones no se hizo esperar, y hacia 1665, exhibiendo una temprana mentalidad evolucionista, un colega de Isaac Newton, Robert Hooke, sugirió que se observasen los fósiles como criaturas extintas algunas de las cuales ni siquiera tendrían que haber vivido desde el principio de los tiempos. Un doctor con aficiones geológicas, el danés Nicholas Sateno (1631-1686), paralelamente preconizó también la opinión no solo de la antigüedad de esos especímenes sino de que sus diferentes remanentes correspondían a capas específicas de roca sedimentaria –formadas a veces a causa de procesos de transformación terrestre naturales–, identificables con medios ambientes característicos y únicos para cada categoría de fósil; el padre de la paleontología, el francés Georges Cuvier, ahondaría por estos derroteros y en la importancia de esos fósiles para fechar las sedimentaciones que los contenían. Avecinarse tanto a los principios de estratigrafía geológica no obstaba a que en las investigaciones de Sateno el fenómeno del diluvio apareciera de irremisible telón de fondo, o para que Cuvier se remitiera al libro de Moisés a fin de concluir que el hombre inició su andadura en la Tierra tras la creación de los demás mamíferos. Pero el círculo de argumentaciones paradójicas se estrechaba paulatinamente, pues hablar de especies extintas no cuadraba con el relato del Génesis de que Noé preservó una pareja de cada ejemplar, callejón que conducía a dar por sentado que su desaparición se había producido mucho antes que la peripecia del Arca. Conjuntamente, cuando el arcaísmo de Egipto aportó fechas milenarias, apenas restó espacio temporal para emplazar esa prehistoria, preadamismo o era antediluviana, si el mundo había nacido hacía solo cinco mil o seis mil años.