Falsarios, anticuarios, coleccionistas e historiadores en acción
Humanistas, sabios, filólogos y artistas se arremolinaban ante los frutos que la fortuna o que la construcción de palacios, iglesias y jardines les ponía en las manos. Obraban codo con codo, se notificaban novedades en sus misivas… Andrea Fulvio, famoso anticuario autor de Antiquitates Urbis (1527), acompañaba como un cicerone profesional a Rafael en su visita a las fábricas antiguas que «yacían en tinieblas», o le aconsejaba la manera de reconstruir la Roma de los césares en sus frescos. A los anticuarios renacentistas y barrocos se los asociaba con todo tipo de pericias: años de una estrecha familiaridad con los objetos antiguos, así como de inmersión en la literatura grecorromana, los dotaron de la destreza para valorar las piezas arqueológicas (en términos cualitativos y económicos, no solo culturales), de llevar a cabo restauraciones –o al menos de saber subrayar las imprescindibles–, de interpretar las manifestaciones iconográficas, de descifrar hasta los epígrafes menos dóciles o, por supuesto, de emplazar las antigüedades dentro de un discurso histórico o de un contexto artístico. El término anticuario, de estos arqueólogos en ciernes, se aplicaba tanto a los humanistas con determinada celebridad, a los eruditos a cargo de colecciones importantes y a aquellos focalizados en la compraventa exitosa de obras de arte. Esta laxitud de significados ya demuestra de por sí que unos personajes se volcaban en el estudio de la Antigüedad en aras del puro conocimiento, mientras que a otros sus dotes les servían para distinguir con qué materiales estaban tratando y a qué precio comerciarlos, o que adquisiciones sugerir a sus clientes nobiliarios. Con frecuencia, ambos propósitos confluían en una misma persona. Por descontado, cualquier agricultor en cuyos cultivos se verificasen hallazgos corría a ofrecerlos a la venta en la plaza de Campo de’Fiori.
El mercado de antigüedades también lo sustentaban artesanos, orfebres, talladores de gemas y escultores que, al tanto de la avidez por acopiar tesoros artísticos de las casas aristocráticas, convertían sus talleres en auténticas tiendas de curiosidades. El lado oscuro de este negocio, documentado por una buena cantidad de procesos judiciales, era la asiduidad con que se producían los robos de piezas: en 1573, el escultor Bernardino de’ Quadris había sido sorprendido in fraganti bajo el lecho del anticuario Vincenzo Stampa en posesión de anillos y medallas que pretendía sustraerle. El boom del anticuariado, señalaremos, no fue una prerrogativa restringida al Renacimiento italiano. En los siglos XVI y XVII otro tipo de sensibilidades cobraban vida entre las élites doctas del norte de Europa, receptivas hacia la aprehensión de una historia nacional sensata, expurgada de quimeras, que cada vez se constataba con mayor fuerza y solamente era accesible a través de la exploración de los monumentos, al no contar con la vasta literatura latina que la clarificase. En Inglaterra, Enrique VIII facultó el honor de King’s Antiquary y al elegido, John Leland, lo envió de viaje por el país en 1540 con la misión de recopilar manuscritos en bibliotecas monásticas, desarrollar estudios topográficos, anotar topónimos y tipologías, así como describir los yacimientos visibles, algunos de ellos prehistóricos. En la isla, esa predisposición renacentista hacia el saber, unida a un detectable sentimiento de vanidad nacionalista pregonado por la dinastía Tudor, prendió la mecha en forma de los estudios prerromanos. Que los esfuerzos de Leland no cayeron en vano aporta buena prueba la fundación de la Sociedad de Anticuarios en 1572, comprometida a proteger el patrimonio británico, o la publicación en 1586 de la obra Britannia, un primer inventario de los restos diseminados por el país –a imitación de los que hacían los topógrafos italianos– de la prehistoria a los sajones, incluida la muralla adrianea y el crómlech de Stonehenge, que situó antes de la conquista romana. El monumento megalítico, que en nuestros días se data entre el Neolítico y la Edad del Bronce (3000-2500 a. C.), despertaba incógnitas irresolubles entre los especialistas: los cronistas medievales lo creyeron obra de Merlín e insertaban sus orígenes en el ciclo artúrico; el arquitecto Íñigo Jones, que levantó su plano a comienzos del siglo XVII, lo entendió como un templo romano, y a la conclusión del siglo John Aubrey lo clasificó de bretón. A cualquier individuo que se le hubiese preguntado quién alzó Stonehenge habría respondido sin vacilar que los druidas, la clase sacerdotal de las comunidades celtas.
No por ello se ha de enaltecer el tipo de arqueología practicada en la época por estos anticuarios de talante más científico. A grandes rasgos, las excavaciones se juzgaban actividades circunstanciales e ingratas, un mal menor con el que había que transigir si el premio estribaba en reconocer la casa de campo de Cicerón, de Horacio o Mecenas (todas las ruinas se ponían en relación con las citas de las fuentes clásicas), o en un valioso depósito de relieves. En raras ocasiones se documentaban las estructuras arquitectónicas –o se hacía mediante unos presurosos bosquejos, solo publicados esporádicamente–, meros impedimentos en la recuperación expeditiva de los tesoros, esculturas sobre todo, los cuales engrosaban las galerías de los patricios que financiaban esa arqueología de campo. La casualidad intervenía a favor de los coleccionistas todavía más a menudo, y los resultados para las construcciones que cobijaban las piezas fueron invariablemente dañinos. Muchas de las estatuas más famosas de los museos italianos salieron a la luz entonces, como el Apolo de Belvedere, cuyo descubrimiento a finales del siglo XV todavía resulta problemático (su origen se lo disputan Anzio y Grottaferrata, donde su propietario original, el cardenal Giuliano della Rovere, futuro papa Julio II, poseía terrenos), el Hércules de bronce dorado (s. II a. C.) procedente del Foro Boario –hoy expuesto en la exedra de Marco Aurelio de los Museos Capitolinos– o algunos miembros de la estatua colosal en mármol de Constantino (la cabeza, la mano, la rodilla, los pies y parte de un brazo), del que diferentes opiniones apuntaban que retrataba a Augusto, Nerón, Cómodo o Domiciano. En 1546, los operarios vaticanos de la fábrica de San Pedro que cavaban en las Termas de Caracalla, en una propiedad de la familia Farnesio –linaje del que había salido el papa de entonces, Pablo III–, extrajeron de su sepulcro térreo el grupo de Dirce y el Toro y el Hércules de Glykon (s. III d. C.), copia de un bronce helenístico, que durante generaciones dieron lustre al Palazzo Farnese, antes de su traslado a Nápoles, donde hoy se conservan. Imágenes de una vestal, de una ninfa, de un gladiador, columnas, bajorrelieves, mármoles de calidad insuperable, lucernas, medallas y estatuillas de metal se sumaban al botín de las Termas de Caracalla. Un cronista de la época, Pirro Ligorio (1513-1583), pintor y arquitecto, al que no cuesta además tildar de anticuario profesional, se estaba ocupando de registrar estos y otros resultados arqueológicos del momento. Lo traemos a colación como excepción, por su rigurosidad y por sus esfuerzos en que el anticuariado adoptase una metodología científica, prueba de lo cual son los cincuenta volúmenes que redactó concernientes a las antigüedades romanas, que restaron manuscritos sin que nadie se fijara en ellos hasta fechas relativamente recientes. En ellos documentó todas las investigaciones que se realizaban, incluso las de siglos atrás, el hallazgo de los relieves del Hadrianeum, consistentes en personificaciones femeninas de las provincias de Roma, del Apolo Belvedere, de las nueve Musas de Tívoli… Ningún arqueólogo moderno que hoy proyecte excavar en la tiburtina Villa de Adriano pasaría por alto sus notas, tomadas durante unas ambiciosas operaciones arqueológicas y sondeos que dirigió en la residencia imperial –en la palestra, el teatro marítimo, el teatro griego, el Pecile–, alrededor de 1550, mientras planificaba el lujoso palacio del cardenal Ippolito d’Este, la prestigiosa Villa d’Este.