Sacrificios humanos en la necrópolis de UR
Entre 1918 y 1939, los años de entreguerras, la arqueología mesopotámica disfrutó de una edad dorada en la que las expediciones proliferaron, el gran público devoraba los volúmenes que hablaban de civilizaciones y geografías lejanas y, no sin la ayuda de los orientalistas germanos, las estratigrafías de los tell se mondaban hasta los cimientos primigenios de las urbes, dejando al descubierto fases milenarias de nacimiento, prosperidad y decadencia, sazonados de implacables conquistas, deflagraciones y reconstrucciones. Los sumerios habían cobrado vida en los libros de historia gracias a las operaciones arqueológicas de Ernest de Sazec en Telloh, pero una comprensión extensa de estas gentes no se tuvo hasta que Leonard Woolley (1880-1960) excavó sus casas, sus palacios, sus templos y, sobre todo, sus estructuras funerarias en la ciudad sagrada de Ur, de la que Nanna, la luna, fue su deidad titular. Woolley deslumbra por ese aura aventurera que arropa a los exploradores que profesaban un doble juego arqueológico y de espionaje en los páramos próximo-orientales. Su formación procedía de la egiptología, de su dirección de proyectos en Nubia (1907-1911), de donde se había transferido a la investigación del pueblo hitita en Karkemish (Siria, 1912-1914) –junto a otro célebre espía, Thomas H. Lawrence– y al Sinaí. Militó en los servicios de inteligencia británicos destacado en Egipto, y asistió al final del conflicto mundial tras los barrotes de una prisión turca, pero de retorno a sus actividades académicas acometió una docena de campañas en el enclave de Tell al-Muqayyar (sur de Iraq), la antigua Ur, entre 1922 y 1934. Nunca antes una excavación en el Medio Oriente había sido tan espectacular.
El Museo Británico y la Universidad de Pensilvania subvencionaron el estudio de este yacimiento sumerio cuyas raíces se hundían a niveles del 6000 a. C., pero que había perdurado hasta el helenismo, con su período de auge en el III milenio. A esta cronología se remontaba la necrópolis, prácticamente el primer vestigio que halló Woolley en 1922, si bien, sabiendo el caudal de información que le podía suministrar, adoptó la sabia decisión de pasarlo por alto hasta que no se familiarizara con la historia, la arqueología y la urbanística de Ur. En 1926, adquiridas esas experiencias, volvió a él con unos doscientos trabajadores. Allí documentó un inmenso cementerio de más de dos mil tumbas, la mayoría del período dinástico arcaico III (2900-2335 a. C.), con cientos de años de utilización tanto por individuos de la casa reinante como por sus súbditos. En torno al 2500 a. C. se realizaron las mejores de ellas, las dieciséis tumbas reales subterráneas, consistentes en cámaras pétreas, abovedadas, a las que se descendía mediante escaleras o rampas. En estas grutas, a unos diez metros de hondura, se desató la sorpresa, por partida doble, del arqueólogo inglés. Por un lado, los ajuares y los joyeles que adornaban a los cadáveres constituían un tesoro de incalculable valor: collares, pendientes, anillos, colgantes, amuletos, lanzas, dagas, diademas, tocados y yelmos, vajillas e instrumentos musicales, fabricados o decorados con conchas, oro, plata, electro, lapislázuli, ágata, etc., pavimentaban el piso de los sepulcros. Muy llamativos eran el tablero del juego real de Ur, un juego de estrategia popular en Mesopotamia a lo largo de miles de años; asimismo, el Estandarte de Ur, seguramente la caja de resonancia de un instrumento musical, confeccionado con incrustaciones de nácar, cornalina, alabastro y lapislázuli, cuya iconografía representa los parabienes de la paz y la bravura del monarca en la guerra. Los cilindros sellos señalaban la identidad de algunos de los titulares de las sepulturas, tales como la reina Puabi (a menudo se cita la preciosa lira decorada con cabeza de toro de su tumba, la PG 800) o los soberanos Akalamdug y Meskalamdug. Por otro lado, los monumentos sepulcrales ostentaban un ritual funerario que no escatimaba a la hora de practicar el sacrificio humano, en cantidades generosas: en muchas de esas cavidades, los gobernantes se habían enterrado en compañía de damas de la Corte o ayudas de cámara engalanadas con sus mejores alhajas, portando arpas, címbalos y sistros, así como de guardias armados y carros tirados por asnos y bueyes, con sus correspondientes conductores, que yacían en las pasarelas de ingreso. Los esqueletos de los soldados solían ser inferiores en número, cinco o seis, mientras que las acompañantes femeninas se elevaban a varias decenas, incluso sesenta y ocho en el que Woolley bautizó como «el Pozo de la Muerte». La aparente dulzura con que los cuerpos reposaban, sin signos de violencia ni posturas forzadas, y el hecho de que entre sus manos descansara un cuenco, hizo pensar a Woolley –o mejor dicho, como este confesó, a su esposa– que el sacrificio se había producido voluntariamente, ingiriendo algún tipo de veneno tras participar en la comitiva funeraria que discurría por la rampa hasta el interior de la cámara mortuoria. Un suicidio colectivo en el que la música había sonado hasta el final.