SOLDATS, DU HAUT DE CES PYRAMIDES, QUARANTE SIÈCLES VOUS CONTEMPLENT…
Antes de que Occidente pusiera el pie en las arenosas playas del delta, la civilización egipcia era una vieja conocida. Los doctos en las lenguas entonces no tan muertas como ahora habían leído las informaciones compendiadas por Herodoto durante su viaje a Egipto, y las galerías de Roma, y hasta la propia ciudad, abundaban de recuerdos milenarios usurpados por los emperadores. Entre los siglos XV y XX, los obeliscos con los que los arquitectos romanos habían decorado la spina o estructura central de los circos se levaron en las principales plazas de la urbe, en Navona, el Popolo, el Laterano, el Quirinal, y aunque nadie se hubiese llevado la palma de su desciframiento, no pocos sabios se habían interrogado acerca del significado de los jeroglíficos. Las clases cultas de la Ilustración leían con curiosidad las descripciones de las jornadas egipcias de Richard Pococke (viajero en Egipto en 1737-1738), las exploraciones del Valle de los Reyes de James Bruce (alrededor de 1770) o la obra Necrophilia. El arte de embalsamar (1705) del cirujano Thomas Greenhill, quien nunca visitó el país del que escribía. No obstante, los datos presentados, a parte de su bizarro atractivo, no contaban con la garantía de unos estudios serios que desbrozasen la vía a una ciencia entregada a los restos materiales egipcios.
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COGNIET, Léon. La expedición en Egipto de Napoleón Bonaparte (1835). Museo del Louvre, París. Napoleón inauguró las expediciones militares a Oriente acompañado de grupos de eruditos que desentrañaran los misterios de las civilizaciones hasta entonces desconocidas.
Las guerras imperialistas tuvieron como contrapartida la transformación de esta situación. La invasión de las islas británicas se hallaba fuera de las posibilidades del Directorio revolucionario, pero no así la intromisión en los intereses regionales anglosajones en el Mediterráneo oriental. La conquista de Egipto controlado por los mamelucos, bajo gobierno otomano, constituía la estratégica llave de entrada a Levante y una base de operaciones desde la que entorpecer el comercio de la India inglesa, si no consumar su conquista. El general elegido para liderar la expedición miliar fue Napoleón Bonaparte, el nuevo César, el Alejandro Magno de la modernidad. Plenamente consciente del insondable desconocimiento del Egipto faraónico, considerado el remoto edén de las creaciones artesanas, tecnológicas y artísticas humanas, a su contingente de 35.000 soldados añadió un cuerpo de 167 eruditos de alto nivel seleccionados ex profeso con la finalidad de realizar las averiguaciones sobre la cultura egipcia pertinentes a sus distintas ramas del saber. La Comisión de las Artes y de las Ciencias la conformaban tres astrónomos, cuatro arquitectos, ocho dibujantes, diez literatos, trece naturalistas e ingenieros de minas, dieciséis cartógrafos, diecisiete ingenieros civiles, veintiún matemáticos y veintidós impresores, además de orientalistas, médicos, farmacéuticos, artistas, músicos, químicos, intérpretes… Se los apodó los «mulos de Napoleón», pues se trataba de individuos elegidos jóvenes y no exentos de coraje, aptos para resistir el abrasador calor del desierto, soportar largas marchas y recorrer un país en pie de guerra.
Bonaparte designó cabecilla de esta tropa escolástica a un ilustrador, ocasionalmente escritor erótico, diplomático durante el absolutismo y futuro director del Museo del Louvre, Dominique Vivant Denón (1747-1825). Sobre sus espaldas recaía la responsabilidad de resucitar unos vestigios y una historia largamente olvidada, a través de excavaciones, de registrar las antigüedades en diseños, en planos arquitectónicos y topográficos, de la anotación de sus dimensiones. La vertiente arqueológica iba acompañada de los análisis geográficos, botánicos, del medio natural y de la fauna, artísticos y etnográficos, económicos, del tipo del funcionamiento de los sistemas de irrigación, del rendimiento agrícola o de la fertilidad provocada por el río Nilo. Las preocupaciones anticuarias de la Comisión, representativas del pensamiento dieciochesco, concibieron así la egiptología, a la que el caudillo corso prestó un dispositivo institucional. En julio de 1798 Napoleón derrotó a los mamelucos en la batalla de las Pirámides, donde pronunció su celebérrima alocución invocando el arcaísmo de dichos monumentos como testigo de las proezas pasadas y presentes, con muy buen tino, pues solo erraba en tres siglos su datación, por entonces vacilante. Enseguida instaló en el Cairo el Institut d’Égypte –extinguido en 1801 y que en 1859 se trasladaría a Alejandría, tras renacer en 1836 como Sociedad Egipcia–, que habría de coordinar y estructurar las heterogéneas investigaciones de los intelectuales franceses, cuya mastodóntica forma editorial resultante fue la Description de l’Égypte. Se invirtieron veinte años (1809-1829) para completar la serie de veintitrés volúmenes –entre textos, mapas, ilustraciones, que se contaban a miles, y cerca de novecientas láminas– para que la primera obra de egiptología se ofreciera a un público tanto académico como pedestre, inaugurando así la egiptomanía que sacudió a Europa en estas fechas. Los grabados en los que trabajaron cientos de profesionales mostraban inscripciones, relieves, vistas paisajísticas y monumentales, sin desdeñar el toque orientalista, tipologías de vasos, de carros de guerra, de objetos o especies faunísticas extraídas de las pinturas y relieves de las edificaciones, momias completas, o sus vendajes y amuletos, incluidas las momias de animales (de aves, chacales, cocodrilos, serpientes, perros…), pinturas de sarcófagos, figuraciones de los mismos construidos en madera, piedra y bronce, reproducciones de papiros, plantas arquitectónicas de tumbas, variedades de capiteles, recreaciones gráficas del aspecto de los monumentos, planos topográficos (como el de Elefantina o el de Tebas), dibujos de esculturas (como las imágenes colosales de Memnón o de las avenidas de carneros), de obeliscos, de columnas pertenecientes a las salas hipóstilas…
En 1802, los lectores europeos –puesto que enseguida se tradujo del francés al alemán y al inglés– recibieron un avance de las maravillas egipcias en el Voyage dans la Basse et la Haute-Égypte, redactado por Vivant Denón. Desde su desembarco en Alejandría, su cabeza había empezado a proyectar las labores arqueológicas y de saqueo a desplegar en la ciudad: determinar el trazado de la muralla ptolemaica, excavar en la denominada columna de Pompeyo con objeto de aclarar a qué edificio incumbía o cargar el obelisco «de Cleopatra» en un barco con destino a París. «Un pequeño número de franceses, bajo el mando de un héroe, acababa de conquistar una parte del mundo», diría el autor francés concluida la batalla de las Pirámides. Pero los mamelucos, guiados por Murad Bey, huían hacia el sur, hacia el Alto Egipto, y Denón acompañó a la expedición punitiva con la esperanza de examinar todos los templos y las ruinas que la prolongación del conflicto le permitiese. Hubiese deseado que los altos en Guiza, Edfú, Dendera, Hieracómpolis, Tebas, el Valle de los Reyes o la isla de Filae le hubiesen consentido más tiempo para copiar los jeroglíficos, mapear los restos y ejecutar las vistas, pero las circunstancias bélicas obligaban a partidas precipitadas y a dibujar en condiciones precarias, a caballo, con los pliegos sobre sus rodillas o bien utilizando las espaldas de los soldados como soporte. En la narración de Denón se entrevén los puntos oscuros que lógicamente acarreaban en este estadio incipiente los estudios arqueológicos de la civilización del Nilo. En Guiza, el erudito ponderó la Esfinge («Es carne y es vida», anotaría), pero sin discernir a qué faraón retrataba, y penetró en la pirámide de Keops, la única accesible en la época, sin saber siquiera a qué difunto había albergado; el libro II de la Historia de Herodoto proponía al faraón de la IV dinastía Kufu, el Keops griego, pero con ironía descartaba la leyenda de que este había prostituido a su hija a fin de hacer frente a los exorbitantes gastos de manutención de los obreros.
En Luxor no perdió la ocasión de saquear tumbas, no obstante a los esfuerzos de los aldeanos de las inmediaciones por ocultarlas y así defender su exclusividad en el comercio de objetos antiguos y de momias. Una de ellas le permitió realizar algunas observaciones científicas, relativas a la distribución de los cuerpos, la depilación en las mujeres egipcias o la generalización de la circuncisión entre los hombres. Tras lo cual, se llenó los bolsillos de puñados de pequeños ídolos y recogió la cabeza de una anciana, «tan bella como las de las Sibilas de Miguel Ángel». Y es que a la par que la Comisión amasaba una importante colección de restos materiales egipcios, Denón adquiría sus propias piezas, idolillos y amuletos, medallas romanas, fragmentos de estatuas, papiros… De hecho, mientras que él salvó su recopilación anticuaria, a la Comisión le resultó imposible preservar la suya.
En 1798 el almirante Nelson destruyó la flota francesa en la batalla del Nilo; Napoleón –con Denón entre sus adjuntos– burló el bloqueo marítimo británico un año después y marchó a París, donde protagonizó el golpe de Estado de Brumario del que emanó el Consulado. La diezmada tropa francesa restante se rindió al enemigo en 1801, y una cláusula de la rendición forzaba a los sabios a entregar a los vencedores el conjunto de dibujos, mapas, apuntes y materiales producidos a lo largo de los tres últimos años. Indignados, aquellos amenazaron con quemarlo todo si no se les toleraba conservar su documentación. Los ingleses accedieron a ello –gracias a lo cual la Description de l’Égypte se convirtió en una realidad–, así como a no confiscar la colección de plantas, animales y minerales, mas no así la colección de antigüedades, demasiado suculenta para que no ingresara en el Museo Británico. El lote incluía uno de los actuales símbolos de la galería londinense, aún más, de la egiptología: la piedra Rosetta. En 1799 los ingenieros franceses que rehacían una fortaleza árabe en la población portuaria de Rashid –Fort Julien la denominó la partida invasora–, la Rosetta a decir de los europeos, situada al este de Alejandría, se habían topado con una extraña piedra de basalto, de algo más de un metro de altura, reutilizada en alguna pasada reparación del bastión. Al capitán al mando, Pierre-François Bouchard, no le pasó desapercibida la trascendencia de un hallazgo en el que se distinguían diferentes tipos de escrituras, una de ellas el griego, lo cual no hacía descabellado cavilar que las demás tradujesen el mismo texto, y así se lo comunicó al general Jacques Manou. Este custodió la estela basáltica en su residencia, y cuando llegó el momento de traspasar a los ingleses los tesoros arqueológicos retuvo la piedra Rosetta, aduciendo que era de su propiedad. Se requirió un destacamento de artillería y que la boca de un cañón apuntara hacia su casa para que Manou la consignara, de manera que en 1802 ya se exponía en el Museo Británico. Por otra parte, los savants de Bonaparte se resarcieron al poder efectuar vaciados de la pieza y copias en calco de su contenido, facsímiles que en breve le serían de tanto provecho a un joven lingüista del Mediodía francés, Jean-François Champollion (1790-1832). A él volveremos después.