La Italia del grand tour, de las excavaciones arqueológicas y del coleccionismo de antigüedades

Centenares de volúmenes encerraban el saber acaudalado hasta el siglo XVIII en relación con los vestigios de Roma, pero, ya lo dijo Winckelmann, si no se visitaba Italia para rozar con los dedos su arte y su historia lo mismo le daba a uno disertar sobre el clasicismo en Siberia.

La Edad Media había dejado en la Ciudad Eterna la impronta de un intenso peregrinaje religioso, de riadas de fieles que se abatían sobre las basílicas, las iglesias y el Vaticano en los períodos de jubileo. El renacimiento cultural en la Italia del humanismo dio pie a un nuevo tipo de viaje, aquel impelido por el mito de Roma, un peregrinaje laico protagonizado por los cultores de la Antigüedad, por personajes resueltos a correr el velo de la quintaesencia del clasicismo delante de los monumentos y de los vestigios de glorias contadas por los autores grecorromanos. Muchos diarios, libros y cartas ponen color a este itinerario instructivo que transitaba la geografía italiana, y europea, de norte a sur, del que las plumas de Edward Gibbon, Laurence Sterne, Henry Swinburne, Goethe, Montesquieu, De Brosses, Stendhal y hasta el marqués de Sade han perpetuado su recuerdo. En ocasiones, las monarquías alentaban a sus artistas a que atravesaran las fronteras mediante subvenciones y fundando academias de bellas artes en la capital pontificia. Comerciantes, diplomáticos, clérigos, profesionales, nobles, literatos y eruditos (no olvidemos a los españoles Antonio Ponz, Manuel Martí, Pérez Bayer, los abates Juan Andrés y Viera y Clavijo, al XIV duque de Alba o al escritor Leandro Fernández de Moratín) se asentaron en la península italiana por uno u otro motivo, sin excluir los que conllevaban la didáctica de los restos del pasado, la redacción de corpus filológicos e históricos o la recopilación de manuscritos, monedas y demás antigüedades, ya fuera por cuenta propia o sufragados por sociedades económicas y humanísticas.

Pero el Grand Tour tradicional, que en castellano se traducía «correr cortes», se refiere al viaje educativo que durante uno o más años acometía la aristocracia europea, preferentemente norteña, por los estados que ofrecían bien innovaciones económicas, industriales y mercantiles, bien atracciones artísticas, arqueológicas y culturales (Alemania, Holanda, Suiza, Francia, Italia). El aprendizaje habitual en los países de partida se encauzaba hacia los autores clásicos, así que el objetivo primordial estribaba en conocer en profundidad la civilización mediterránea, las ciudades que atesoraban sus ruinas y los museos que exhibían sus obras. A nivel cuantitativo, los británicos superaron al resto de viajeros occidentales, y fueron quienes delinearon los trayectos que con frecuencia se seguían en los desplazamientos por Italia. Por mar se desembarcaba en Génova, Livorno o Civitavecchia, el puerto por excelencia de los Estados Pontificios. La visita estandarizada comprendía la misma Génova, Turín, Pisa, Florencia, Siena, Ferrara, Padua y Venecia, aunque las estancias prolongadas se realizaban en Roma y Nápoles. Avanzado el siglo, la exploración de los templos griegos de Paestum, o el cruce del estrecho de Mesina rumbo a Sicilia, amplió el itinerario hacia el Mediodía. A la capital campana le sobraban los atractivos paisajísticos y turísticos, mientras que las excavaciones de Herculano y de Pompeya colmaban las expectativas de cualquier apasionado de la romanidad. En la ciudad del Tíber, los jóvenes adinerados frecuentaban las galerías y monumentos, los talleres artísticos, se inscribían en academias o en cursos guiados de arquitectura antigua, efectuaban excursiones por la campiña circundante (repleta de espectáculos naturales y de recuerdos arqueológicos, como por ejemplo los templos de Tívoli o la Villa Adriana), aprendían música, danza, idiomas y esgrima. No importaba que las existencias de los modernos italianos hubiesen irrumpido en las ruinas: que las iglesias hubiesen desplazado a los templos; que los labrantíos agrícolas parcelasen las Termas de Caracalla; que heniles y estercoleros se localizasen en la arena del Coliseo; que almacenes, mataderos, bodegas y chamizos ocupasen los vanos de los teatros y de los arcos imperiales; o que el orgulloso Foro Republicano yaciese bajo los pastos donde apacentaba el ganado, haciéndolo merecedor del apelativo de Campo Vaccino. Al pintoresquismo de Roma no lo superaba ninguna otra urbe de la geografía itálica.

VASI, Giuseppe. Campo Vaccino, en Delle magnificenze di Roma…, vol. II, (1752). En torno a estos años sabemos que el edificio construido en las columnas del templo central de la imagen, dedicado a Saturno, se destinaba a unas caballerizas, y que en los vanos menores del Arco de Septimio Severo, a la derecha de la imagen, se situaban sendas tiendas de vidriado.

Cada uno en su categoría, desde los herederos de grandes fortunas a los caballeros de rentas paupérrimas, todos coleccionaban antigüedades. En 1754, el canónigo Pérez Bayer, que andaba por Roma a la busca de piezas numismáticas por cuenta de Fernando VI de Borbón, se quejaba del encarecimiento de precios a causa de la concurrencia inglesa en el mercado del arte local. A mediados del siglo XVIII, la enorme demanda de estos turistas que campaban por la Italia de la Ilustración desbordó el mundo de las transacciones de anticuariado preexistente. Al aliciente por comprar esculturas, además, se sumaba la fascinación por toda clase de piezas, mosaicos, pinturas antiguas, figurillas de bronce y terracota, camafeos, joyas, bajorrelieves… De este lucrativo negocio del souvenir –además de objetos artísticos, láminas, libros, etc.– se hicieron cargo una serie de agentes, patronos y mercaderes de las artes o anticuarios, con preponderancia de individuos ingleses, perfectos mediadores entre sus compatriotas y los estudios de escultores y restauradores donde se restituían a voluntad las piezas en venta e incluso se falsificaban.

ANÓNIMO. Negocio de anticuario en Nápoles, (1798) (Wilton y Bignamini, 1996). En estos comercios, donde se agolpaban los coleccionistas del Grand Tour, muchas obras resultaban ser falsificaciones elaboradas a partir de materiales antiguos.

En el tercio final de siglo, el panorama turístico inglés que acudía a la capital pontificia contaba con la referencia imprescindible de cinco personajes –el banquero-marchante Thomas Jenkins, el pintor neoclásico Gavin Hamilton, el grabador Giovanni Battista Piranesi, el escultor Bartolomeo Cavaceppi y, en menor medida, el arquitecto James Byres– que dictarían el gusto del coleccionismo de los visitantes del Grand Tour durante décadas. Byres pertenecía al grupo de dealers anglosajones asentados en Roma que adoptando como epicentro la plaza de España se aplicaban en impartir cursos intensivos de arquitectura y anticuariado entre sus clientes acomodados que se dilataban a lo largo de seis o más semanas. Thomas Jenkins gozaba de una vista agudísima para la compraventa de antiguallas, y sea por la vía legal –contaba con el favor de Clemente XIV– o por sus operaciones clandestinas, exportó a Gran Bretaña toneladas de mármoles clásicos; se cuenta en su vademécum de mañas que seccionó en dos partes la llamada Venus Townley del Museo Británico (descubierta en Ostia alrededor de 1775 y que le había facilitado Hamilton) a fin de que su calidad pasara desapercibida en la aduana.

El fruto de las diligencias arqueológicas que se ejecutaban en Ostia, Tívoli, el entramado urbano romano y en el sur de Italia constituía la oferta procurada por estos agentes, en igual grado que las colecciones de las que se estaban desprendiendo los linajes itálicos obligados por los vaivenes económicos. En 1720, buena parte de los fondos Giustiniani terminaron en poder de lord Pembroke, la colección de Livio Odescalchi (anteriormente de la reina Cristina de Suecia) pasó a propiedad de Felipe V de España en 1724 y cuatro años más tarde el rey de Polonia adquirió diferentes esculturas de los Chigi y de los Albani. El zar Pedro I y varios señores ingleses se cuentan entre los compradores de los mármoles Pamphili. La emigración desmedida de los bienes patrimoniales romanos a las Cortes extranjeras no solo suscitó el clamor de los ilustrados italianos, sino el del trono vaticano: en 1733, antes de su disgregación entre los coleccionistas de fuera, el papa Clemente XII rescató las cuatrocientas veintiuna imágenes marmóreas, bustos e inscripciones del cardenal Alessandro Albani decretando su exposición pública en una galería cívica, el Museo Capitolino. El medio centenar de tallas presentes en el Capitolio ya desde el Renacimiento se erguían allí como simples ornatos. Lo que planteaba ahora el proyecto pontificio comportaba desalojar del Palazzo Nuovo las oficinas y los tribunales de los conservadores (los magistrados encargados del gobierno municipal), privarlo de sus funciones administrativas e inaugurarlo exclusivamente como un museo del que gozara la ciudadanía y donde las sucesivas generaciones de artistas y eruditos dispondrían de una escuela imperecedera de la Antigüedad, conservada y tutelada desde las instancias estatales. Su superintendente, el marqués Alessandro Gregorio Capponi, quiso adoptar entonces una organización museográfica racional, acorde con el cometido académico e ilustrativo del repertorio escultórico, por la cual las estancias se ordenaron en secuencias iconográficas y tipológicas: la Sala de los Emperadores, la Sala de los Filósofos o la Sala de la Miscelánea (con los retratos privados), mientras que los epígrafes se aunaron según su contenido: sacro, militar, institucional, etc. Junto al Museo Pío-Clementino (que se gestó del 1771 al 1778), la colección del Campidoglio supuso una visita obligada del Grand Tour y la envidia de las monarquías absolutistas de la época.