El «PADRE DE LA ASIRIOLOGÍA» y el desciframiento de la inscripción de la roca de Behistun
En el siglo XIX estaban al corriente de que las culturas pretéritas que habían habitado en los valles del Tigris y del Éufrates habían usado una forma de escritura común a lo largo de milenios, la cual expresaba una multiplicidad de lenguas. Los eruditos y orientalistas sospechaban que la agrupación de varios de esos símbolos abstractos, rasgados en la superficie de barro en forma de cuña, transcribía titulaturas patronímicas de la realeza aqueménida del antiguo idioma persa (ss. vi al iv a. C.). Un helenista alemán, Georg Grotefend, había descifrado alrededor del 1800 los nombres de Darío y de Jerjes, así como la fórmula «Rey de reyes», sin que su solitaria investigación filológica llegara a trascender. Las tablillas cuneiformes se exhibían en los gabinetes de curiosidades renacentistas de las cuatro esquinas de Europa, pero por supuesto las principales colecciones de materiales inscritos procedentes del Próximo Oriente se formaron con el boom de la arqueología imperialista del siglo XIX.
Añadidos a estos soportes epigráficos, varios monumentos e inscripciones rupestres presentados en hechizantes escenografías naturales contenían los mismos signos. Los más completos y extensos se discernían en la roca de Behistun, un asombroso relieve escultórico labrado en la pendiente vertical de una montaña, en el margen de una transitada ruta caravanera. El rey Darío I (521-486 a. C.) pretendía que no pasara desapercibido al caminante ni la relación de sus victorias y epopeyas, que se tradujo al persa, al elamita y al acadio, ni las tallas que captaban al propio «Rey de reyes», sus huestes, sus consejeros y enemigos subyugados. La escena se dibujaba en un lienzo abrupto de dieciocho metros de longitud, elevado a más de ciento veinte metros del suelo, a la que nadie se había atrevido a escalar cumplido el año 1835.
Henry Creswicke Rawlinson (1810-1895) era un oficial de caballería de la Compañía de las Indias Orientales destacado en Kermanshah, donde entrenaba a las tropas persas del Curdistán. Su juventud no le resultaba impedimento para destacar como un docto lingüista, además de un recio jinete. Y el acantilado de Behistun descollaba a unos pocos kilómetros de su acuartelamiento. Pasó de 1835 a 1837 cabalgando hacia ahí en sus ratos libres, descolgándose con cuerdas y poleas por el quebrado, reproduciendo lo que aparecía grabado en el panegírico rupestre. Luego, a oscuras de los adelantos que había hecho Grotefend, adivinó por su cuenta los nombres de Darío, de Jerjes y algunos toponímicos, verificando la información epigráfica de Behistun con otras fuentes. Su conocimiento del persa antiguo, muy superior al de Grotefend, le allanó el camino a otras palabras: en 1837 transcribió y tradujo la mitad del texto, que divulgó en The Persian cuneiform inscriptions at Behistun, y el resto de las cuatrocientas líneas alrededor de los años 1844-1846, después de una corta ausencia de Iraq ocasionada por las guerras afganas. Copiar las otras grafías conllevaba asumir un reto mayor, pero el riesgo merecía la pena, dado que la transcripción persa facilitaba en extremo el desciframiento de las otras dos lenguas, incisas en puntos menos accesibles. Sentado sobre el vacío en una especie de balancín, y con la ayuda de un niño curdo manejando la polea, culminó su tarea. Únicamente restaba comparar el cuneiforme en persa con el elamita y el acadio, ejercicio con el que ora Rawlinson, ora los demás filólogos entregados a este desafío, descifraron cientos de palabras. La prueba de fuego del triunfo de los orientalistas se produjo en 1857, cuando The Royal Asiatic Society planteó a Rawlinson, a Jules Oppert, a Edward Hinks y a William Fox Talbot que interpretasen por separado una inscripción en acadio –la lengua semita de asirios y babilonios–, hallada en Asur, que todavía no se había dado a conocer. Cada uno de los elegidos transcribió y tradujo este registro del patrocinio religioso del rey Tiglathpileser, y lo consignó, sellado, a la Sociedad. Al ser confrontadas, las cuatro versiones coincidían en su significado y en los puntos básicos de su gramática.
La costumbre de escribir en ladrillos y en tablillas de arcilla proporcionó a los arqueólogos un completo archivo histórico de los pueblos del Próximo Oriente. Incontables tablillas jamás se recobrarían, otras se habían destruido, pero la violencia de los imperios mesopotámicos por otro lado había repercutido en la conquista y deflagración de las poblaciones, así que el fuego ayudó a que cocieran y se compactaran esos documentos de barro. De esta manera, la arqueología de la segunda mitad de siglo combinó con las excavaciones el pujante cometido de descifrar los restos escritos. Un texto fragmentario conmocionó por esos entonces a la opinión pública: en 1872, George Smith, que prospectaba en Nínive, reparó en que en la tablilla XI de un poema épico y mitológico, El poema de Gilgamesh, se describía un diluvio, casi de un modo idéntico a la catástrofe expuesta en el Génesis. Los dioses, cansados de las tropelías del género humano (equivalentes a los pecados que desencadenaron el castigo en el Antiguo Testamento), acordaron su destrucción mediante una inundación de consecuencias universales, pero Ea, dios de la sabiduría y de las aguas, se apiadó de Utnapishtim (el Noé bíblico), al que recomendó que pusiera a salvo en una nave a su familia junto a todas las especies animales y vegetales que pudiera embarcar. La apasionante recitación de estos acontecimientos adolecía de tantas lagunas que el periódico Daily Telegraph le ofreció a Smith mil libras si lideraba una expedición a Nínive que rellenase los espacios vacíos con las tablillas que faltaban. En 1873, al quinto día de retomar los trabajos, entre las cientos de tablillas descubiertas, varias contenían miles de líneas con los pasajes perdidos del diluvio universal mesopotámico, en el que los hebreros habrían inspirado el de su tradición.
Aparte de los aspectos literarios y legendarios, la lectura de la escritura cuneiforme aportó la noción de que existían otras culturas más arcaicas que la asiria, principalmente la sumeria, que había florecido en el III milenio a. C., tan antigua que ni la Biblia la perpetuaba en sus páginas. Empleaban el cuneiforme, pero el idioma no era semítico, como era el caso del acadio hablado por los asirios y los babilonios. Sin embargo resultaba fácil de entender, porque las bibliotecas de los palacios disponían en sus fondos de diccionarios bilingües, de acadio y sumerio. En 1869 Jules Oppert dio cuenta de estas gentes misteriosas –por cierto, las inventoras del cuneiforme, que se ideó con objeto de recoger los datos administrativos y tributarios de sus templos–, al principio reveladas en las investigaciones filológicas y ya, a partir de 1877, documentadas por la arqueología. Porque esta en exclusiva y los exámenes del cuneiforme eran capaces de recuperar esa civilización, lo cual establecía un punto de inflexión en la atenuación de la dictadura documental del Antiguo Testamento frente a la fuente directa de los objetos del pasado. En particular, el cónsul francés de Basora, Ernest de Sarzec (1837-1901), excavó el yacimiento de Telloh, el enclave sumerio de Girsu, que a mediados del III milenio a. C. dependía de la ciudad-estado de Lagash. En el siglo XXII a. C., un dirigente del reino de Lagash se había distanciado de los otros monarcas en sabiduría, piedad y política constructora, y en homenaje a su talante bienhechor se le habían erigido cuantiosos retratos. Hasta 1900 Sarzec sacó a la luz estatuas de Gudea, el rey arquitecto, el primer sumerio del que se disponía su fisonomía y apariencia, además de estelas figuradas y miles de tablillas que contaban los hechos de un pueblo del cual, por fin, se podía escribir su historia.