Las consecuencias de la guerra de independencia de Grecia y las expediciones europeas en la Hélade

No corresponde a estas páginas el explicar los sucesos de la historia contemporánea del país heleno. Baste decir que los independentistas se arroparon simbólicamente en su herencia antigua en el transcurso de la conflagración (1821-1829), desplegado por la clase intelectual como un enfrentamiento entre la civilización griega y la barbarie otomana, una guerra médica decimonónica que ponía cara a cara, nuevamente, a las polis de la Hélade con el Imperio persa. El recién inaugurado Estado griego, a cuya liberación habían contribuido Francia e Inglaterra, alzó todos los puentes ideológicos necesarios a fin de vincular sus raíces con la Grecia clásica, ni más ni menos como se estilaba en todas las naciones con su propio pasado. En 1833 se coronó en un paraje emblemático, la Acrópolis de Atenas –ciudad elegida como capital–, el rey Otón I, y la protección del patrimonio se incluyó entre las preocupaciones políticas de la monarquía. Desde 1827 ya se había decretado la prohibición de exportar las antigüedades griegas y el control del mercado de arte, aunque las fisuras de la legislación toleraron la continuación del contrabando.

«Ladrones de tumbas en Corinto», en The llustrated London News, 21-04-1877. El interés de Occidente por los objetos antiguos provocó que se llevasen a cabo numerosas excavaciones ilícitas por todo el territorio griego.

También en 1833 se instituyó el Servicio Arqueológico estatal, cuya dirección recayó inmediatamente en el experto clasicista alemán Ludwig Ross (los estudiosos germánicos jugarían un papel de importancia en el futuro de la arqueología griega a partir de ahora), autor en esos años de la reconstrucción del Templo de Atenea Niké. A pesar de que no se materializó, desde 1824 rondaba la idea de instaurar un museo arqueológico en el Partenón; el primero en inaugurarse, a nivel nacional, fue sin embargo el de Egina, en 1829, y en 1835 Otón I realizó el ensayo embrionario de reivindicar a través del canal diplomático la reintegración de los mármoles de lord Elgin. La problemática devolución de los originales del taller de Fidias permanece siendo una cuestión álgida, hasta el momento sin resolver.

No todos los partidarios del bando griego manifestaron una filantropía desinteresada como la de lord Byron, quien en 1824 pereció por la causa independentista, en Missolonghi. Los aliados franceses se veían en desventaja académica desde que lord Elgin le ganara la partida al conde Choiseul-Gouffier. Por este motivo, al enviar un ejército que operó en el Peloponeso de 1828 a 1833, la monarquía de Carlos X incorporó un cuerpo de científicos –a imitación de la invasión egipcia de Bonaparte–, la denominada expedición de Morea, a la que se le habían encomendado análisis detallados de la topografía, la geografía, la fauna y la flora, y de inventariar los restos arqueológicos de las áreas que transitasen, incluidos los bizantinos. A los anticuarios y artistas liderados por el arquitecto Abel Blouet se les ofrecía cartografiar el panorama urbano de las páginas más gloriosas escritas por los clásicos, Pylos, Micenas, Tirinto, Argos, Esparta, Nemea, la propia Atenas, Eleusis… La ley de 1827 se hallaba imposibilitada de acotar el botín que lógicamente tenía capacidad de reunir una incursión de esta magnitud, el cual, vistas las circunstancias, no fue excesivo. Las excavaciones más recordadas de Blouet se desenvolvieron en el Teatro de Epidauro, pero sobre todo en Olimpia. Aquí localizó la posición del Templo de Zeus, y recogió para el Museo del Louvre tres de sus metopas; pero asimismo, y también en Egina, investigó un interrogante que los sabios del Romanticismo comenzaban a entrever claramente: que en la Antigüedad los griegos habían pintado de colores vivos sus estatuas y sus monumentos. Stuart y Revett habían lanzado la voz de alarma relativa a la policromía de la edilicia antigua, aún perceptible en sus ornamentos arquitectónicos, documentados en los Propileos y en el Teseion atenienses. Dado que contravenía con la imagen de la perfecta palidez marmórea de la estética grecorromana, y las doctrinas en torno a la belleza prístina, se dijo que entonar la decoración respondía a una reminiscencia de los contactos con el mundo del Próximo Oriente, a un período imperfecto, arcaico, del arte heleno. Los viejos académicos se negaron en los decenios sucesivos a aceptar esta realidad, pero las pruebas que se acumularon hasta mediados del siglo XIX resultaron irrefutables.

La ciencia helenista francesa diversificó sus campos de actuación en esta época. En 1861 Napoleón III redactaba su Histoire de Jules César, y, emperador antes que escritor, se podía permitir destacar una misión en Anatolia que iluminase los aspectos arqueológicos e identificase las huellas materiales del avance de los legionarios del dictador durante su campaña contra Farnaces II del Ponto (derrotado en el 47 a. C. en la batalla de Zela, notoria por la expresión del César «veni, vidi, vici»). En sus viajes, sea por las regiones del Ponto, la Capadocia, Bitinia y Galatia, sea por Grecia, Siria y Egipto, el epigrafista Léon Renier y el filólogo clásico Georges Perrot transcribieron cientos de inscripciones. Una de ellas les hace dignos de mención en la historia de la arqueología grecorromana: el Monumentum Ancyranum, una réplica del testamento político del emperador Augusto, las Res gestae Divi Augusti, grabado en bronce en su mausoleo romano, y perdido hacía centurias. Perrot localizó la inscripción bilingüe (latín y griego) en el pronaos del Templo de Augusto de Ancyra (la moderna Ankara), disimulado entre habitaciones vetustas y estructuras otomanas decrépitas.

Como se citará en el próximo apartado, las rencillas de la política internacional se reflejaban en la consolidación de parcelas de poder científico y en la constitución de organismos culturales, arqueológicos y de las restantes disciplinas que justificaran que determinada bandera europea ondeara en las zonas de interés colonial. El pulso mantenido por el rey Luis Felipe y la reina Victoria en el Levante mediterráneo en las décadas de 1830 y 1840 detonó, en términos académicos, en la fundación de L’École Française d’Athènes en 1846, hermanada con la Academia de Francia en Roma, un establecimiento del siglo XVII. Allí, los arqueólogos, filólogos, literatos, clasicistas, artistas y arquitectos galos dispusieron de una plataforma desde la cual promover la arqueología y la filología de la Grandeur nacional, explorar la geografía antigua hasta en los parajes más recónditos, catalogar los epígrafes y por supuesto estrenar nuevas excavaciones, como las abiertas frente a los Propileos de la Acrópolis en 1852 por el arqueólogo Ernest Beulé asistido por dos arquitectos, Louvet y Lebouteux. La cooperación entre ambas figuras profesionales se estrechó paulatinamente cuando corría el siglo XIX, porque los arquitectos, lejos de solo dibujar monumentos y ensayar hipótesis de construcción de las ruinas, trabajaban documentando los yacimientos sobre el terreno, realizando las mediciones precisas, las planimetrías y estudios urbanísticos y edilicios, o mapeando las trincheras excavadas. A la sombra de un gran arqueólogo, siempre ha habido un gran arquitecto: el alemán Wilhelm Dörpfeld de Schliemann en Troya, o Theodore Fyfe y Christian Doll de Arthur Evans en Cnosos.