Los años de los cazadores de tesoros

Los vaivenes políticos en el Egipto de las guerras napoleónicas elevaron al poder a un valí de origen albanés, Mohammed Alí (entre 1805 y 1848 en el poder), quien suprimió la soberanía de los mamelucos y gobernó, aunque solo simbólicamente, en representación del sultán otomano, pues en la práctica regía un Estado independiente. Sus intenciones de modernización tecnológica lo acercaron a Europa y a una excesiva permisividad acerca de las actuaciones de los agentes extranjeros, quienes entraron en directa competencia con los nativos en la carrera de depredación de reliquias arqueológicas, la búsqueda de tesoros y el latrocinio de tumbas. Esta sería la tónica de la primera mitad de siglo. La rivalidad franco-británica en el campo del anticuariado de Grecia se repetía aquí entre los cónsules Bernardo Dovretti, un exmilitar de confianza del emperador corso, y el retratista mutado en diplomático Henry Salt (aquel ocupó el cargo hasta 1829, el segundo hasta 1827), y no solo el Museo Británico o el Louvre se nutrieron de las colecciones egipcias resultantes de esta porfiada concurrencia, sino también los museos de Turín o Berlín. De Salt se recuerda fundamentalmente a los subordinados que le sirvieron en bandeja toda clase de descubrimientos, los italianos Giovanni Battista Belzoni (1778-1823) y su tocayo, Giovanni Battista Caviglia (1770-1845), ninguno cultivado en las mañas arqueológicas. Trató de ganarse asimismo el apoyo de Champollion, pero de manera infructuosa.

GAUCI, Maxim. Giovanni Battista Belzoni (1821) (Clayton, 1982). El gigante italiano, después de haber sido forzudo en espectáculos circenses, se convirtió en uno de los primeros anticuarios interesados por Egipto.

Belzoni se había ganado la vida en Inglaterra como forzudo de circo (medía más de dos metros y había diseñado un artilugio para sostener a doce personas a la vez), y un fallido negocio de venderle a Mohammed Alí bombas hidráulicas de aplicación agrícola en 1815 lo aproximó al cónsul Salt, quien lo orientó a una serie de empresas de envergadura. A propuesta de Salt, en 1816 trajinó por vía fluvial la testa colosal de Ramsés II, de varias toneladas de peso, desde Tebas a Alejandría (de allí pasó al Múseo Británico). Posteriormente, en 1819, por cuenta de un particular apasionado de la egiptología, repitió la hazaña con el obelisco de la isla de Filae. En las comisiones que asumía no daba jamás su brazo a torcer, a pesar de la delicada combinación de la natural indocilidad autóctona a ser despojados de sus monumentos y de la resolución de los asalariados de Dovretti a detener sus maniobras recurriendo a la violencia. Una infinitud de hitos de ambiguo mérito jalonaron su carrera: en Tebas localizó media docena de tumbas rupestres de la rivera oeste del Nilo, incluida la de Seti I, una de las más impresionantes del Valle de los Reyes, cuya sensacional y colorida decoración se divulgó por Europa en virtud de la reconstrucción que confeccionó en el Egyptian Hall de Londres y en París. El gigante de Padua no irrumpió únicamente en el interior de la pirámide de Kefrén, ocluida desde el Medievo –luego, en 1837, el oficial inglés Vyse detectó otra entrada–, sino que despejó de arena la entrada al templo nubio de Abu Simbel, consagrado en el siglo XIII a. C. al culto de Ramsés II, y se convirtió en 1817 en el primer occidental que lo visitaba, pues el explorador suizo Burckhardt, descubridor del mismo –¡y de la ciudad de los nabateos de Petra!–, fue incapaz de acceder a él. Aquí, ordenó levantar un plano del recinto y señalar en él la posición de las estatuas e invirtió su tiempo registrando sus escenas e inscripciones.

Las acciones de Belzoni no se diferencian a las de un vulgar profanador de sepulcros: no los rastreaba con el objetivo de advertir sus solemnidades funerarias ni de entender el enigmático significado de sus frescos y relieves, o de apreciar la arquitectura de la muerte, sino decidido a robar los papiros resguardados entre los vendajes de los cadáveres o los sarcófagos de mejor calidad, como es el caso del esculpido en granito rosa para Ramsés III, exhibido sin su tapa en el Louvre. La propia corpulencia del italiano arrastraba una irremediable destrucción de vestigios en los estrechos corredores de los escondrijos subterráneos socavados en las escarpadas colinas de la necrópolis tebana, de momias aplastadas como sombrereras, de huesos y féretros de madera quebrados, de piernas, brazos y cabezas sembradas a su paso, lo cual fue criticado con dureza por los arqueólogos posteriores. No llegaría a sospechar el compromiso científico que contraería la egiptología, dado que pereció pronto, en 1823, mientras iba al encuentro de las fuentes del río Níger.

En cuanto al genovés Caviglia, a partir de 1816 trabajaba a cuenta de Salt en la explanada de Guiza, en sus necrópolis, en la gran pirámide de Keops (de hecho, se abrió camino en sus galerías internas y rubricó el descubrimiento de alguna de sus estancias subterráneas) y sobre todo en la Esfinge. Desembarazó de arena las patas anteriores de la misma, gracias a lo cual alcanzó el nivel de pavimentación que ahí aguardaba, enterrado, al igual que la entrada a la capilla y las escalinatas de ascenso al monumento. Con sorpresa leyó un texto en el que el faraón Tutmosis IV declaró que, al caer somnoliento a los pies de la Esfinge, la talla híbrida se le había aparecido en sueños a fin de revelarle que reinaría sobre Egipto si la libraba de la arena que la oprimía. Era la Estela del Sueño de Tutmosis IV.

Dentro de lo que cabe, la metodología de Caviglia no resaltaba como la más perjudicial de la Egiptología de entonces, pero sin embargo sí se asoció con individuos de pocos escrúpulos. En 1836, el italiano y el ingeniero civil John Perring entraron al servicio de Richard W. Howard Vyse (1784-1853), un coronel del Ejército británico atraído por las aún misteriosas pirámides. De él se puede asegurar que efectivamente se apoderó de algunos de sus secretos mejor guardados, descritos en su libro Operations carried on at the Pyramids of Gizeh in 1837 (1840, 1842). Pero a Vyse no lo detenían los muros milenarios, así que los avances en el conocimiento del trazado interno de las tumbas reales se efectuaron a costa de buenas dosis de explosivos en ellas. En la mayor, dio con partes del revestimiento marmóreo original y añadió nuevas cámaras a las despejadas en el siglo XVIII, en realidad espaciosas oquedades que aligeraban el peso que reposaba sobre el ambiente sepulcral, y por lo tanto privadas de evidencias materiales, a las que tras medirlas se les adjudicó los apelativos de cámaras de Nelson, Wellington, Campbell –el cónsul a la sazón– y lady Arbunthnot. A partir de su paso por ella ya no había que restringirse a la lectura de Herodoto al atribuir la paternidad de la pirámide, porque el hallazgo de varios cartuchos con el nombre de Kufu escrito confirmó la noticia. En la pirámide menor, la de Micerinos, realizó una incursión en 1837 que le valió el premio de desembocar en los aposentos fúnebres y darse cuenta de su reutilización a lo largo de la historia: no lejos del sarcófago de basalto vacío del faraón, en una habitación superior, aparecía otro de madera ocupado por una mujer de la dinastía Saíta (dos mil años posterior, s. VII a. C.) y un cúmulo de huesos. Las pruebas de radiocarbono contemporáneas fechan estos restos óseos tras la oficialización del cristianismo; así que o bien un miembro de la comunidad cristiana usó la pirámide como su catacumba particular, o bien, según autores que recelan de la integridad de Vyse, este amañó todo el asunto para apuntarse otro tanto al identificar al receptor de esa otra pirámide. Empero, Vyse no sacó provecho del hurto del sarcófago de Micerinos, pues la nave Beatrice que lo sacó de Egipto naufragó a causa de una tempestad en la costa italiana según unos, o frente a la de Cartagena en opinión de otros.

ANDREWS, Edward James. John Perring y Richard W. Howard Vyse ante el sarcófago de Micerinos, (1837) (Siliotti, 2005). Hoy en día el sarcófago se halla sumergido en las profundidades del Mediterráneo. La nave que lo transportaba hasta Inglaterra –la goleta Beatrice– se hundió frente a las costas de Cartagena en 1838.