Dioses, tumbas y héroes

Al principio no existía la arqueología. Esta disciplina, que por méritos propios ha ganado su puesto entre las ciencias sociales, se revistió de una metodología y de unos objetivos que empezaron a definir su profesionalización en la segunda mitad del siglo XIX, y que no se consolidaron con validez hasta el siglo pasado.

Cuando el arqueólogo dirige la vista atrás, y se imbuye en la investigación de la actividad y del sentir humanos, cuando hace historia, se arma de hipótesis y de modelos, de una preparación técnica, de un equipo y, por supuesto, de herramientas informáticas. Como veremos, en la Antigüedad también se registró un interés por la recuperación de los acontecimientos cercanos y remotos, animado por diversos propósitos, entre los cuales no faltaba la sed de conocimiento. Los historiadores poseían su ciencia historiográfica, diferente a la nuestra, confeccionada a base de mitos, paradigmas, folclores y tradiciones orales, exhortaciones morales y, en ocasiones, restos materiales. Su estudio y/o su recuperación se produjo raramente –desde luego no se concretaron en objetivos sistemáticos de la investigación–, pero más adelante señalaremos algunas excepciones. El gran analista de la arqueología Alain Schnapp sostuvo que desde el momento en que un artefacto o un monumento se perciben como una fuente histórica, da comienzo la arqueología, y que esa circunstancia acaeció en Grecia, donde una vez que la historia maduró una identidad, aquella le corrió paralelo. El proceso contiene una amplia gama de matices, que el mismo estudioso francés anotó después de dicha aserción. En este capítulo se interpretarán esos matices en una búsqueda de las raíces de la inquietud del ser humano por sus orígenes.

Los mitos y la historia recorrían un trazado lineal en las épocas pasadas. Las leyendas cuyo reparto lo componían dioses y héroes no se diferenciaban de la estructura de eventos reales vividos por los pueblos. Los antiguos convivían, así, en estrecha armonía con su pasado. En Sumer no se cuestionaba que antes y después del Diluvio sus dinastías hubieran descendido de los cielos para asentarse en ciudades como Eridu, Larak, Kish, Ur o Uruk, donde cada rey había gobernado durante miles de años. La realeza, de orden divino, se turnaba en una u otra ciudad-estado, y así se explicaba a través de una paradoja religiosa la belicosa inestabilidad de los reinos de Mesopotamia. Incluso la fundación y erección de los núcleos habitados eran obra de las divinidades de carácter urbanizador, Enki, Marduk; o en Egipto, Amón, Ra y Ptah. La edad mítica de Grecia no se dividía de la evolución histórica de los hombres, es más, los héroes y las deidades interactuaban en su existencia, los ayudaban o perjudicaban, se esposaban con ellos y mantenían relaciones sexuales, casi siempre forzadas. Los dioses todopoderosos determinaban el rumbo que la vida creada a los pies del Olimpo habría de tomar, periodizado por Hesíodo en el siglo VII a. C. mediante una sucesión de estirpes humanas en las edades de oro, plata, bronce y hierro. El curso de la raza helena avocaba a un empobrecimiento de sus condiciones vitales, partiendo de una existencia similar a la de sus inmortales hacedores hasta llegar a los contemporáneos del poeta tebano, pasando por los héroes homéricos que combatieron ante los muros de Troya. Filósofos de otras culturas, como la china, especularon en el siglo I a. C. con secuencias históricas demarcadas por el progreso tecnológico y la transición de la piedra al bronce y de este al hierro, en tanto que los romanos, asimismo, compartieron esas etapas del perfeccionamiento de la cultura material que condujo del uso de las manos al de la fabricación en piedra, bronce y hierro.

Entonces, en la mentalidad griega este ciclo no entroncaba tan solo con el mito y la religión, sino con auténticos eventos pretéritos, los cuales, dado que no se había producido una ruptura tangible desde el período áureo, habían dejado huellas, se reconocían en la naturaleza, en las ruinas, en objetos concretos, y los artistas y literatos los ilustraban a su gusto, coloreándolos de modo imaginativo o, en ocasiones, basándose en lo que los restos materiales les sugerían. La decadencia de la civilización micénica a finales de la Edad del Bronce (hacia los siglos XIII-XII a. C.) sembró de vestigios de poblaciones fortificadas, de palacios y de enterramientos la geografía de la Hélade, los cuales se releyeron en clave heroica en torno a los siglos VIII y VII a. C. como lugares impregnados de un profundo simbolismo elucidado únicamente en la Odisea y en la Ilíada, los poemas del legendario aedo Homero.

Un evento histórico en la cultura grecorromana: La introducción del Caballo dentro de los muros de Troya, en un cuadro de Giovanni Domenico Tiepolo (1760). The National Gallery, Londres. Obsérvese la representación canónica del caballo, traducción artística de lo que los historiadores suponen una nave rematada con un prótomo equino.

Los griegos de esas centurias de la Edad Oscura aplicaron la máxima que aboga porque cualquier tiempo pasado fue mejor e integraron a los superhombres homéricos en su discurso religioso. Pequeñas comunidades se instalaron en las ruinas de las acrópolis aqueas de Micenas, de Atenas, de Pylos y Orcómenos, y sus enormes túmulos pétreos –los tholoi, identificados con depósitos de tesoros en época romana por su magnitud– y sus tumbas de cámara congregaron precarias necrópolis o focalizaron los actos cultuales, consistentes en banquetes rituales, libaciones, depósitos de ofrendas votivas, etc. El paisaje heleno se encontraba atestado de esos monumentos heroicos, así pues, salvo raras excepciones, no era necesario descubrirlos. Un modelillo de terracota fechado en el siglo IX a. C. (procedente de Arkhanes, cerca de Cnosos) podría mostrar el hallazgo accidental de uno de esos tholoi micénicos: dos personajes y un perro, el animal que los ha guiado hasta allí, se asoman al interior de la cámara de la tumba, ocupada por una divinidad femenina, tal vez figurada para sugerir la opinión de que se trataba de una capilla o de un templo.

Modelo de terracota de un templo (h. 1000 a. C.). Museo Arqueológico, Heraklion (Grecia). ¿Se trata del descubrimiento de una tumba micénica? Además de los dos sorprendidos personajes, el perro modelado a su lado podría haber sido el verdadero autor del hallazgo.

Conservar esas edificaciones con una historia legendaria y remota robustecía los sentimientos de identidad comunitaria identificando unos antepasados privativos, o respaldaba el gobierno de una familia específica y su presencia en un territorio connotaba una legitimización de su propiedad. Los monumentos, sobre todo los funerarios, exhalaban una clara rentabilidad político-social, y debido a ello, en el siglo II d. C., Pausanias pudo identificar cientos de ellos dispersos por toda Grecia, no a la fuerza alzados en la Edad del Bronce, sino muchos durante la etapa arcaica (ss. VII-VI a. C.): en Megara, las tumbas de Alcmena, de la amazona Hipólita o de Tereo; en el Areópago ateniense, la de Edipo; en Corinto, las de los hijos lapidados de Medea; en Micenas, las de Atreo, Agamenón y sus compañeros asesinados tras su regreso de Ilión, la de Casandra, Clitemnestra y Egisto; en Troya, la estructura tumular de Áyax había sido violada en la Antigüedad, pero el emperador Adriano había trasladado su osamenta a otra nueva sepultura, mientras que el Aquileion, descrito por Homero como un túmulo levantado en un promontorio del Helesponto, se identifica en la actualidad con Yassi Tepe. Allí Alejandro Magno o Caracalla rindieron homenaje al de «los pies ligeros», y el segundo, personificándose en el guerrero aqueo, envenenó a su liberto Festo a fin de disponer las exequias de su Patroclo particular. Los objetos daban pie a semejantes reivindicaciones, ya que poseían un marcado contenido sacro. Cuanto mayor era su arcaísmo, más próximos se hallaban a la esfera legendaria de su elaboración y al momento de su empleo por las idolatradas figuras de la épica. Esta circunstancia les dotaba de poderes mágicos que bien transmitían al propietario, quien los lucía a sabiendas del rango distintivo que adquiría entre sus coterráneos, bien brindaban una protección sobrenatural sobre el grupo que tenía el privilegio de detentarlo. Por eso se sacaban a la luz deliberadamente las supuestas reliquias y los huesos de los semidioses, normalmente esqueletos de mamuts y otros vertebrados prehistóricos cuyas descomunales dimensiones se avenían a la perfección al tamaño que se les pensaba a los héroes (el cuerpo de Aquiles medía casi cinco metros, y un dedo de Hércules tuvo que ser sepultado en un túmulo), a los cíclopes o a los gigantes que engendró la diosa Gea. Una multitud de evocadores despojos humanos y militares adornaban los recintos cultuales a lo largo y ancho de la Hélade (fenómeno idéntico al de las iglesias con los santos). Nos cuentan las fuentes: los restos óseos de Tántalo y la cabeza de la Medusa reposaban en Argos, y el cadáver de Orestes en Esparta; las armas de Hércules se ofrecían a los ojos del visitante en Tebas, el escudo de Diomedes en Argos, la espada de Memnón en el Templo de Asclepios de Nicomedia y la lanza de Aquiles en el de Atenea de Faselis (Licia).

Igualmente, la arqueología funeraria ha recobrado evidencias del gusto por las antiguallas atesoradas en términos de prestigio o con un sentido ritual: una princesa tracia del siglo v a. C. yacía en su fosa junto a una colección de hachas de la Edad de Piedra. En una especie de palacete del año 1000 a. C. reconvertido en túmulo, el llamado heroon de Lefkandi (Eubea), el ajuar de una mujer inhumada contenía joyas mesopotámicas con mil años de antigüedad, mientras que las cenizas del varón que la acompañaba habían sido introducidas en una urna cineraria de la Edad del Bronce, de factura chipriota. Por anotar un caso español, en la necrópolis ibérica de Piquía (Arjona), una cámara principesca del siglo I a. C. contenía un precioso ajuar compuesto de armas, un carro, recipientes de vidrio y cráteras griegas de los siglos V y IV a. C., cuya iconografía mítica quizá los iberos asociasen a las epopeyas proverbiales de su pueblo. Cruzando el Atlántico, la aristocracia maya tenía en gran estima unas alhajas de jade que se transmitían de una generación a otra como recuerdos de familia, o que se despojaban de viejas tumbas.

Los santuarios helenos no eran por supuesto museos en el sentido estricto que concebimos hoy en día, sino receptores de ofrendas de variado tipo, que entroncaban con la esfera de lo sagrado y, en cierto modo, con el orgullo cívico, fundamentado en una retrospectiva sobre el pasado de la ciudad. Nada de esto resultaba nuevo, ya que la religión y los comportamientos devocionales habían sido los motores condicionantes de la investigación anticuaria en épocas pasadas de Egipto, y en la Mesopotamia del siglo VI a. C. grafitis grabados por oficiales y por escribas de la dinastía XVIII (1552-1295 a. C. aprox.) describían sus visitas a templos y a otras construcciones abandonadas de Menfis, a las que se habían dirigido para examinar antiguos textos con la intención de resucitar los cultos y los festivales que se explicaban en ellos. Los soberanos del Imperio neobabilónico, por otro lado, se involucraron activamente en resucitar el pasado de Sumer y Akkad, restaurando edificaciones templares en ruinas, descifrando epígrafes oscuros e incluso promoviendo excavaciones en las cimentaciones de los complejos religiosos; la restitución de un monumento de estas características comportaba la identificación previa de las etapas remotas del mismo no solo para recuperar clavos de consagración y textos cuneiformes referidos a las raíces históricas del templo –gracias a los cuales efectuar las reformas de su planta correctamente–, sino, asimismo, esculturas arcaicas que ubicar en la nueva fundación como alegato de la continuidad infinita de las obras de los gobernantes –y la descendencia lineal y legítima de unos a otros–, así como de la voluntad de los dioses. El último rey caldeo de Babilonia, Nabónido (reinó entre el 555 y el 538 a. C.), sacó a la luz las piedras fundacionales e inscripciones de dos mil años atrás en el zigurat de Ur; en el templo del dios sol Shamash, en Sippar, descubrió un retrato muy dañado del rey acadio Sargón (¡del siglo XXIII a. C.!), y su espíritu reverente lo movió a repararlo y a dejarlo depositado en su emplazamiento originario. De la misma manera recogió el legado de uno de sus predecesores, Nabucodonosor II (en el trono babilónico del 605 al 562 a. C.), al enriquecer la colección de antigüedades vinculada al palacio real, hallada después por los arqueólogos alemanes. En la mentalidad mesopotámica, las imágenes de culto de las deidades encarnaban la propia esencia divina, y sus fuerzas omnipotentes se extendían a quienes las cuidasen, de ahí que como aliados divinos constituyesen un ansiado botín de guerra y los templos enemigos se saquearan sistemáticamente (como si de tanques y de aviones se tratasen, Nabónido concentró en su capital cuantiosas tallas de dioses sumeroacadios con las que hacer frente a la ofensiva de Ciro el persa en el 539 a. C.). El «museo» de Nabucodonosor II comprendía inscripciones de Ur del 2400 a. C., imágenes de soberanos, como la de un príncipe de Mari (2300 a. C.), relieves, tablillas, estelas, cilindros-sellos asirios (900-650 a. C.), armas elamitas, figuras piadosas arameas… Esa «estancia de las maravillas de la humanidad», abierta a un público elitista, inspiró a la hija de Nabónido, la sacerdotisa Bel-Shalti-Nannar, a practicar excavaciones por su cuenta y a formar su colección privada, mientras que los escribas reales transitaban por todos los rincones del Imperio copiando los primitivos epígrafes que les salían al paso. En esta afición fueron superados por un gobernante contemporáneo, el asirio Asurbanipal, a quien placía interpretar las ininteligibles tablillas cuneiformes de los reinos engullidos por las arenas mesopotámicas, que creía antediluvianos, en su nutrida biblioteca de Nínive.