El coleccionismo renacentista y barroco: de los gabinetes de curiosidades a las primeras galerías públicas

El ser humano es coleccionista por naturaleza. Aquejado de un síndrome de Diógenes biológico, a lo largo de su existencia ha envasado, etiquetado, confinado en vitrinas y cajones, ordenado en estanterías y sobre plintos las cosas objeto de su atención. El fenómeno coleccionista en Europa no fue homogéneo, sino que se vio sometido a la dictadura de las modas, a las manías del gusto, las cuales prescribieron qué piezas hechizaban al hombre en un momento u otro, o qué sujetos de la sociedad se arrogaban el derecho de recopilarlas. El pensamiento humanístico del siglo XVI abogó por un coleccionismo a la medida del individuo, que abarcara la mayor cantidad de materiales chocantes, valiosos y anómalos en el espacio reducido de la Wunderkammer, el gabinete de curiosidades o de maravillas. En el siglo XVI se concibieron a modo de sedes de experimentación y de divulgación del saber, todavía no a la manera de los museos posteriores –en algún caso también contemporáneos– instituidos a fin de saborear tesoros y obras de arte, sino como manifestaciones microscópicas del mundo conocido. Minerales, fósiles, especies vegetales, artefactos científicos y piezas arqueológicas y etnográficas se daban cita en estas cámaras sapientes, en las que a las excelencias de la creación congregadas se confrontaba siempre el poder humano de transformarlas. En 1565, el doctor belga Samuel von Quicchelberg teorizó que el gabinete ideal habría de contener artificiosa o artificialia (elementos de fabricación humana, tales como estatuas, monedas, cuadros, artesanías), naturalia (especímenes de los tres reinos de la naturaleza) e instrumenta (apartado que incluía no solo maquinaria sino instrumentos musicales, artilugios médicos, utensilios agrícolas…). Cualquiera de ellos podían ser exotica, en esencia, extraeuropeos. En las Wunderkammer se esperaba que el visitante accediese a un conjunto de parcelas del entendimiento universal y que se extasiara ante esta enciclopedia visual. A finales del siglo XVI, del techo del gabinete napolitano de Ferrante Imperato, experto en fósiles y en botánica, colgaban decenas de criaturas marinas, y un impresionante cocodrilo disecado daba la bienvenida al atónito espectador, efecto imitado por las naturalia que Ole Worm ordenó en su museo privado de Copenhague.

IMPERATO, Ferrante. «Cámara de las Maravillas». Recogida en Dell’Historia Naturale (1599). Palazzo Gravina, Nápoles. Este palacio, en el que se hallaba instalada, se convirtió en una meta imprescindible para los apasionados por los fósiles a comienzos del siglo XVII.

No es de extrañar que uno de los hitos que marcaron el principio de la Edad Moderna fuese el encuentro entre Occidente y el continente americano en 1492. Estos camarines de maravillas se fraguaban en una Europa que averiguaba que otras culturas, otras vidas, otros valores, remotos en el espacio y en el tiempo, cohabitaban en un mundo paulatinamente menos estrecho. Las investigaciones etnográficas durante el Renacimiento estuvieron al orden del día, y ciertamente allanaron el camino al desarrollo de métodos arqueológicos. Los objetos exóticos provenientes de la otra orilla del Atlántico anidaron en las Wunderkammer, superada la curiosidad inicial, para explicar la civilización del Nuevo Mundo. ¿Quiénes eran esos indígenas? ¿Descendientes de otro Adán o los residuos de una migración pretérita desde, tal vez, la Atlántida o del Viejo Mundo? Todo apuntaba a lo segundo, a colonos fenicios, egipcios, escitas, romanos o judíos (los restos de las diez tribus perdidas de Israel, tesis que aún defienden los mormones). Así que los gabinetes ofrecían la cultura material que, cotejada con la de los pueblos conocidos, desvelara la clave de los orígenes de las civilizaciones aborígenes, su historia, su religión, su sociedad. Un efímero museo de la Universidad Complutense alojaba piezas precolombinas en tiempos del cardenal Cisneros. Exotica americanas, mexicanas y brasileñas se exhibían en las estanterías del museo boloñés del marqués Ferdinando Cospi (1606-1686), junto a artificiosa y naturalia, urnas etruscas, candelabros, armas, fósiles, corales, conchas marinas, momias e ídolos egipcios… Cualquier elemento que se diferenciara de las antigüedades clásicas se amontonaba junto a las muestras de Egipto, ya que los estudiosos buscaban un punto de conexión entre los jeroglíficos del país del Nilo y la escritura azteca.

Las cámaras de las maravillas, típicas de la edad Barroca, se eclipsaron con las luces de la Ilustración. Pero desde antes, en Italia, la tendencia del coleccionismo apuntaba hacia una manifestación bien distinta del sentido de desplegar escénicamente las antigüedades. Cada fragmento, busto y escultura portaba reminiscencias ideológicas de lo que cultural y políticamente había significado la romanidad hacía más de mil años. En esa época, a Roma ya se la creía una ciudad superpoblada en paridad de hombres y de estatuas de mármol; hacía siglos que la existencia de aquellos se había sesgado, pero las obras de arte permanecían al alcance de quienes se apoderaran de ellas, y su posesión significaba una fuente inagotable de orgullo y de prestigio y un indicador del ascendiente social del propietario. No escaseaban las dinastías que incluso se jactaban de ser descendientes de ilustres gentes del patriciado romano, como los Santacroce del cónsul Valerio Poplicola o los Porcari de Marco Porcio Catón, especializándose en recopilar bustos y epígrafes afines a esta reivindicación. Por ello, uno más de los mecanismos de autopromoción ejercido por los pontífices, sus cardenales y sus familias, amén del de mecenazgo, fue el de monopolizar las obras llamativas del mercado de adquisiciones artísticas, conque junto a los linajes aristocráticos impusieron el gusto de especializarse en sumar tallas escultóricas con las que adornar sus palacios urbanos y los jardines de sus villas suburbanas, a imitación de las casas de recreo de los antiguos domini. Un escaparate de lujo enseñado al vulgo y a los pares esclarecidos. Los dibujos del Quattrocento y de las primeras décadas del Cinquecento muestran que los patios de las residencias señoriales abundaban en altares, estatuas mutiladas, torsos y cabezas yacientes en el suelo, bajo arcadas y escaleras o a la intemperie, con fragmentos de sarcófagos y de relieves encajados en los muros, sin orden ni concierto, ni programas figurativos, sencillamente acumulados como ídolos fantasmagóricos. Ni siquiera los papas tenían en mente un sistema expositivo claro en la colección pública, la más antigua del mundo, que se «devolvió» al pueblo romano en 1471, umbral de los futuros Musei Capitolini. Pero Sixto IV sí era consciente de su valor emblemático e histórico, cuando reunió ese conjunto de insignes imágenes heredadas del pasado en el Palazzo dei Conservatori, ubicado en el Campidoglio: bronces procedentes del palacio lateranense; la Loba capitolina (con el añadido renacentista de los pequeños Rómulo y Remo), cuya autoría etrusca trata de ser desbancada por los partidarios de una datación medieval; el Espinario o niño que se quita una espina; el Hércules broncíneo y la cabeza colosal y los miembros de Constantino, adjudicados a Domiciano y a Cómodo.

El Campidoglio, el venerable monte del Capitolio, centro gubernativo de la Roma renacentista, acogía así los nuevos símbolos de la autoridad y de la soberanía papal. La loba, madre mítica de los romanos, desbancaba al viejo león medieval como enseña de la ciudad y enseñaba los dientes por toda Italia, dado que Sixto IV se mostró militarmente muy activo y combatió contra Florencia y Ferrara, además de urdir complots en otros estados. Su sobrino, Julio II (su pontificado duró diez años, de 1503 a 1513), percibió su belicosidad y sus cualidades de mecenas: a él se le debe la edificación de la basílica de San Pedro y la decoración de la Capilla Sixtina. En 1503 ordenó a Bramante incorporar arquitectónicamente al Vaticano una villa ajardinada, adquirida en tiempos de Inocencio VIII, conocida como el Belvedere. El patio de este ala anexa se diseñó a modo de un jardín de naranjos, regado por fuentes (las estatuas de los ríos Tíber y Nilo cumplían dicha función), en cuyo ambiente refrescante y aromatizado se podía gozar de la contemplación de los mármoles dispuestos en sus nichos: el Apolo, el Torso de dimensiones colosales, la Venus Felix, la Cleopatra y el Antinoo (en realidad, una Ariadna dormida y un Mercurio respectivamente) o el Laocoonte. La belleza de estas obras hizo del Belvedere un referente de la perfección estética de la Antigüedad clásica a escala mundial, divulgada a través de centenares de dibujos y de grabados, y supuso un aliciente más para que artistas, anticuarios y viajeros se desplazaran hasta la Ciudad Eterna. Ya solo por el Laocoonte, figuración del malhadado sacerdote que había avisado a los troyanos de no aceptar la ofrenda aquea del caballo dentro de los muros de la urbe, Julio II tuvo que superar en una puja sin igual la fuerte competencia de los embajadores extranjeros y de los príncipes italianos. El apetito que todos tenían de poseerla abrumó hasta tal punto a su propietario que la apostó junto a su lecho para tenerla vigilada hasta en las horas nocturnas.

Los soberanos europeos, a falta de la riqueza de tallas originales de la que disfrutaban los italianos, se contentaron con importar copias, vaciados en yeso y en bronce, que irradiaran la esplendidez de la teatralidad antigua en sus Cortes. Antes de que lo destronaran, Carlos I de Inglaterra llevó a Londres reproducciones del Espinario, el Gladiador Borghese, la Cleopatra o la Venus de Medici. Nicolass Poussin ejerció de agente en Roma a cuenta de Luis XIII de Francia, para quien ayudó a vaciar calcos de la Flora y el Hércules Farnesio, proyecto que el fallecimiento del monarca paralizó, aunque Versalles y las galerías del Louvre contaban ya con copias realizadas con anterioridad. La remodelación del alcázar de Madrid, sede regia de la capital, también movió a Felipe IV a enviar a Italia a su pintor de cámara, Diego de Silva y Velázquez, en 1650, para gestionar la obtención de réplicas broncíneas y de escayola con las que adornar sus salones: el genio sevillano seleccionaría alrededor de treinta y cinco obras de al menos siete colecciones incluidas la Borghese, la Ludovisi, la Montalto, la Farnese y las pontificias. Cuando se recibieron en el palacio madrileño, se colocaron en razón de su tamaño y de sus características formales con la intencionalidad de provocar un llamativo efecto estético, pero sin que por esto implicara un lenguaje iconográfico definido, ni siquiera de índole político, cronológico o temático. Idéntica desatención programática se percibía en la práctica totalidad de las colecciones italianas y europeas. Las salas recibían el nombre de la obra principal que hospedaban –a menudo falseado por el exceso de celo restaurador–, y así se anegaban en el anonimato de su descontextualización artística y arqueológica. Habría que esperar hasta el siglo XVIII a fin de que Winckelmann pusiera orden en la espesura de este ingente fichero moldeado en piedra, que reposaba en museos y caserones como un testigo mudo de los días antiguos.