Los institutos de arqueología y el comienzo de las grandes excavaciones

Para proseguir con la historia de las excavaciones helénicas debemos retroceder en el tiempo y desplazarnos a la urbe que sometió a Grecia en el siglo II a. C. En Roma se forjó el modelo de las instituciones arqueológicas que especialmente a partir del último cuarto del siglo XIX se harían cargo de las investigaciones arqueológicas en el Mediterráneo oriental. Corría el año 1829 cuando se formó el Instituto di Corrispondenza Archeologica, con dos supuestos: el primero, la cooperación supranacional, como plataforma común –que superaba la figura individual del sabio– desde la cual abordar el estudio de la Antigüedad intercambiando ideas y adoptando puntos de vista globales. En sus filas militaron anticuarios y eruditos predominantemente alemanes, franceses e italianos, y un solo español, el médico-numismático Dámaso Puertas. Luego se incorporarían una veintena más. Y el segundo, el avance del anticuariado grecorromano como ciencia, una ciencia que se definía por el examen de los monumentos del arte clásico, al igual que la filología lo hacía por su dedicación a la literatura antigua. A lo largo de los cuarenta años siguientes, juntamente a la sistematización del pensamiento arqueológico y patrimonial, los corresponsales plurinacionales publicaron las excavaciones y los nuevos hallazgos que se sucedían en Italia, en Europa y en el Mediterráneo. Pero entonces estalló la guerra franco-prusiana, Guillermo I se proclamó káiser en París en 1871 y el Instituto di Corrispondenza Archeologica se metamorfoseó en el Imperial Instituto Arqueológico Germánico (1874). De esta manera, el hombre separó lo que la arqueología había unido en un academicismo cosmopolita y convirtió el progreso científico en una carrera de fondo contra las naciones enemigas, un arma más a empuñar en los sueños imperialistas de los siglos XIX y XX.

Esta inteligencia del conocimiento, de su misión y de las veredas enmarañadas de su producción, sustentó la fundación de las entidades orientadas a los estudios históricos y arqueológicos tanto en la capital italiana como en la griega y en Levante: transcurridos cinco años de la batalla de Sedán apareció en Italia l’École français de Rome (1875), en principio un centro de paso intermedio antes de viajar a su homóloga sede ateniense, al que siguieron el Istituto Storico Austriaco (1881), la American School of Classical Studies in Rome (1895), la British School of Rome (1901), el Istituto Storico Olandese (1904) o la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma (1911). Los decenios dorados de las grandes excavaciones en Grecia y en Turquía se coordinaron en las instituciones que Europa y los Estados Unidos constituyeron en la ciudad del Partenón: el germano Athener Institut (1874), la American School of Classical Studies at Athens (1884), la British School at Athens (1886) y un largo etcétera que en el siglo XXI acumulan alrededor de veinte escuelas extranjeras, elenco del que España se halla fuera.

Sin que esto significase que el Estado griego y el Imperio otomano no practicaran sus labores arqueológicas, a finales del siglo XIX el mapa del mundo heleno se seccionó en áreas adscritas de manera consensuada a los países con intereses arqueológicos –sin descartar los políticos– que explotar en la región. Los franceses se hicieron fuertes en los yacimientos de Delfos, Delos o Thasos; los alemanes, en Olimpia, Pérgamo, Tebas, Samos y en el barrio del Cerámico de Atenas; mientras, los austriacos se destacaron en Samotracia. Distintos enclaves en el Ática y en Beocia (pero también Argos y Corinto) les correspondieron a los estadounidenses, mientras que el Peloponeso –y Creta, repartida con los italianos–, con los sitios emblemáticos de Esparta y más tarde Micenas, fueron el bastión de la arqueología inglesa en Grecia. En las vastas campañas de esta época se leen todavía reminiscencias anticuarias aparejadas a los pasos agigantados que la arqueología clásica había dado en cuanto al rumbo que habían de tomar sus preocupaciones. Los helenistas no cejaban en su inclinación hacia las esculturas y las inscripciones como un objetivo prioritario, fuentes indispensables del arte y de la historia griegas, y el monumento singular, de atrayente arquitectura, atrapaba aún su atención, pero la comprensión de los entramados urbanos de las poblaciones antiguas, las teorías acerca de la ciudad de sus urbanistas y las estructuras domésticas que glosaban aspectos de la vida cotidiana irían enseñoreándose de las metas de las excavaciones. Coincidía en esto la arqueología con los estudios sociales, filosóficos e históricos que se publicaban contemporáneamente acerca de la relación de los pueblos con los espacios que anidaban, y de en qué consistían los rasgos distintivos de la ciudad, preguntas a las que el historiador Fustel de Coulanges intentó dar respuesta en su obra Le cité antique. En consecuencia, durante el desarrollo de las operaciones arqueológicas se exhumarían en extensión las ciudades enteras, procurando atender a sus necesidades de conservación. Las contradicciones de los arqueólogos decimonónicos se observan en las excavaciones francesas de Delos, las cuales, tras una tímida aproximación en 1873, arrancaron en 1877 a las órdenes de Théophile Homolle. Epigrafista y filólogo de formación, Homolle se apresuró a descubrir el Santuario de Apolo, primero porque su carácter le impelía a sacar a la luz el complejo sacro y oracular loado en las fuentes, y segundo por su seguridad de que en el recinto religioso se concentrarían los monumentos, las inscripciones y las estatuas (efectivamente, allí localizó una importante colección de epígrafes y de Korai arcaicas).

Desde fuera de las excavaciones, la opinión de los expertos coincidía en lo ventajoso que sería desenterrar la totalidad del enclave, que cronológicamente abarcaba las épocas arcaica, clásica y helenística, con sus vías, sus casas, sus objetos materiales, que ilustraban a la perfección la vida privada, sus almacenes y el puerto, testigos de la enérgica intensidad del comercio de la isla y del Mediterráneo. Pero el remedio a estas curiosidades topográficas llegó pasados esos años iniciales, de manera que en 1881 se sacó a la luz la Terraza de los Dioses Extranjeros (llamada así por los diversos templos consagrados a divinidades orientales); en 1882-1883, el teatro y su barrio adyacente; en 1886, uno de los gimnasios (los centros educativos de la antigüedad griega); en 1894, el distrito portuario; y antes de 1914, el estadio y las moradas que lo rodeaban, las palestras, la Terraza de los Leones, el Templo de los Doce Dioses, la Sala Hipóstila. Los arqueólogos alemanes se mostraron extraordinariamente críticos con el quehacer de Homolle, quien obviaba la estratigrafía, picaba profundas trincheras que fluían en todas las direcciones sin referencias y removía miles de metros cúbicos de tierra a lo largo de kilómetros con la ayuda de vagonetas tiradas por caballos. Método idéntico al desarrollado en las excavaciones de Delfos a partir de 1892, que requirieron la expropiación y derribo de la villa moderna de Kastri, levantada sobre la ciudad-santuario. Esos mismos profesionales alemanes, a los que coreaban los norteamericanos, deploraban la pérdida de la documentación topográfica y arquitectónica causada por la falta de arquitectos especializados (los arquitectos enviados desde la Academia de Roma se ocuparon de componer seductoras perspectivas que reconstruían cómo habría lucido la faz del yacimiento), la rápida y poco detallada marcha de las excavaciones, el retraso en editar los resultados, el irreconocible aspecto de las ruinas. La prensa helena equiparó a los arqueólogos franceses con los galos que habían invadido el país en el siglo III a. C., destruyendo la civilización a su paso. Hasta la primera década del siglo XX no varió este panorama, cuando, con Maurice Holleaux a cargo de los trabajos arqueológicos, se contrató a un amplio equipo interdisciplinar de arquitectos, ingenieros, geógrafos, geólogos y dibujantes que documentasen los restos de la urbe, del territorio y la geografía física de Delos, que levantaran planimetrías de los barrios y del conjunto del yacimiento, que registrasen la arquitectura habitacional y sus impresionantes aparatos decorativos de mosaicos y frescos (que hubo que reproducir con acuarelas, pues la fotografía a color no se había inventado).

Los estudiosos austriacos y alemanes introdujeron los parámetros esenciales de la arqueología clásica contemporánea de base científica. Las excavaciones de Olimpia, sede de los populares juegos panhelénicos en la Antigüedad, se vendieron con el reclamo de constituir una empresa cultural que honraba al pueblo alemán, ya que el Estado no recababa piezas originales de ellas: así lo concertaba la negociación entablada con Grecia, cuyo permiso sí alcanzaba a exportar los moldes en yeso de las esculturas que hallaran. Desde antes de comenzar su andadura el objetivo no había sido el saturar un museo con nuevas obras maestras. Por lo tanto, las ciento treinta estatuas salvadas entre 1875 y 1881, las cuatrocientas inscripciones, las miles de monedas, los mil trescientos fragmentos de oro y la infinidad de figurillas en barro y bronce, cerámicas y utensilios no salieron del suelo heleno. Una cierta desazón siempre perduraba después de invertir fuertes sumas en excavaciones que no reportaban beneficios materiales. Es por eso que las operaciones conducidas por Carl Humann en Pérgamo desde 1876 sí consiguieron del Gobierno otomano determinadas mercedes, de las que proviene que el altar helenístico ornado con los frisos de la gigantomaquia se exponga en el Pergamonmuseum. Al excavador de Olimpia, Ernest Curtius (de sus colaboradores destacaré a los arquitectos Friedrich Adler y Wilhelm Dörpfeld, este último director técnico a partir de 1878), le atraía la idea de dar a conocer las imágenes de los atletas vencedores, algunos glorificados por los autores grecorromanos, tanto como analizar sus monumentos: el Templo de Zeus, el Heraion, dedicado a su consorte, las palestras, altares, estadios, stoas, tesoros o templetes donde las polis depositaban sus ofrendas, las sedes institucionales del Prytaneion, del Bouleuterion, etc. Su proyecto, no obstante, residía en dejar al descubierto el recinto entero, comprobar su planta y entender su disposición. Curtius y sus arquitectos guiaron con constancia la perforación a siete metros de los entre quinientos y ochocientos obreros empleados en el yacimiento. Se había concluido con la tradición del arqueólogo aventurero, en sempiterno peregrinaje de aquí para allá, explorando las ruinas, volviendo al hogar cargado de botín. Ahora, el Estado germano destacaba a sus arqueólogos profesionales en sus campañas de excavación durante años, sin desvincularlos ni del emplazamiento ni de la posterior investigación de la que nacía su publicación, al frente de los aspectos organizativos, la contabilidad y administración de los fondos, la supervisión de los peones, la conservación de los restos… Una vez cerrado el yacimiento no se tenía que haber descuidado ninguna particularidad documental; el futuro científico, así como la divulgación histórica de la ciudad sondeada dependía de una óptima elaboración de los diarios, informes, croquis, dibujos, planos topográficos y fotografías, de la recogida de hasta los objetos más insignificantes y de menor entidad, aunque asimismo de su preservación. Estos serían los derroteros de la arqueología clásica hasta la Primera Guerra Mundial, la cual señalaría el punto final de estas grandes excavaciones.