Nuevos métodos de reconocimiento arqueológico: La fotografía aérea

Con preeminencia a la excavación, el hallazgo, categorización y el levantamiento de planos de yacimientos constituye uno de los objetivos del trabajo de campo en arqueología. En el curso de la Segunda Guerra Mundial, pero esencialmente en la posguerra, el impulso vivido por la industria aeronaval, en la misma medida que el perfeccionamiento de las cámaras fotográficas y las técnicas fílmicas, acudió en socorro de los procedimientos de exploración arqueológica desde el aire. La historia de este particular método de búsqueda y de documentación, todo sea dicho, data de fechas anteriores, y le debe su existencia a su aplicación con propósitos militares. Anecdóticamente, se puede citar que el teniente Philip Henry Sharpe tomó las primeras fotografías de un monumento, Stonehenge, desde un globo, en 1906 (globos que llevaban medio siglo usándose para reconocimientos militares, comenzando por la guerra civil norteamericana); o que, previo al estallido de la Gran Guerra, Williams-Freeman comprendió los beneficios del reconocimiento aéreo, lo que lo llevó a escribir que para convertirse en un buen arqueólogo de campo ¡se necesitaría ser un pájaro! Advertía que, desde los cielos, la visualización del panorama se acerca a la contemplación de un mapa, mientras que al observador fijo en la tierra le pasan desapercibidos en cultivos y superficies los indicadores que anuncian la existencia de restos bajo el subsuelo.

La fabricación en cadena de aeroplanos a causa del estallido de las hostilidades entre las potencias europeas en 1914 no solo trajo consigo una serie de ventajas bélicas y estratégicas, sino asimismo arqueológicas. La perspectiva aérea resultaba perfecta para que los aviadores detectasen las posiciones del enemigo y trazasen mapas en los escenarios del conflicto, cuya eficacia enseguida se pensó en acomodar a los intereses de la búsqueda de los enclaves de las civilizaciones antiguas. En 1917, los pilotos germanos tomaron fotografías con cámaras de placas de yacimientos del Sinaí por indicaciones de Theodor Wiegand, quien dedicó parte de la guerra a dibujar las fronteras romanas de Oriente, y sin salirnos de ese año, el coronel inglés George Adam Beazeley hizo lo propio con las ruinas de Samarra y los vestigios de las canalizaciones neobabilónicas y aqueménidas de la llanura iraquí.

En el período de entreguerras se dio el pistoletazo de salida a una infinitud de invenciones tecnológicas y de ideas creativas, en muchos casos, en previsión del nuevo enfrentamiento fratricida que se oteaba en el horizonte. En el ámbito de la arqueología, hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, países como Alemania, Francia y especialmente Gran Bretaña explotaron el potencial de este original instrumento de examen de enclaves y territorios, tanto dentro de las fronteras europeas como en el Medio Oriente y en las áreas de influencia colonial. Durante la contienda de 1914-1918 muchos arqueólogos habían sido reclutados por los servicios de inteligencia, participado en misiones de espionaje y de reconocimiento fotográfico, y gracias a su interpretación de las imágenes geográficas se convencieron de que su disciplina precisaba de las vistas aéreas con objeto de llevar a cabo nuevos hallazgos. En Siria, el padre Antoine Poidebard, respaldado por la Administración francesa y la aviación militar, indagó con sus vuelos los puestos fronterizos del limes romano del este en 1934. Quince años atrás había sobrevolado los desiertos en los que Lawrence de Arabia había aguijado la revuelta de las tribus nativas contra el Imperio otomano. El mencionado Wiegand llevó a cabo la exploración del Sinaí y de Palestina desde el cielo apenas acabada la guerra, en 1920.

La Royal Air Force (RAF) tuvo una actividad incesante, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial: hacia 1925 sus fotografías revelaron tres de los ocho campamentos romanos que sitiaron la fortaleza de Masada (Israel) en el 72-73 d. C., y en 1938-1939, alentó las expediciones aéreas por el norte de Iraq y Jordania de un veterano arqueólogo-aventurero, el último de su especie, sir Aurel Stein, aunque no es su nombre, sino el del geógrafo, aviador y arqueólogo Osbert Guy Stanhope Crawford el que se menciona con letras mayúsculas cuando se escribe sobre la historia de la fotografía aérea, ni los desolados paraderos de Oriente Próximo, sino las verdes comarcas del sur de Inglaterra, en las que se rubricó dicha metodología de reconocimiento. En Wessex from the Air (1928) Crawford publicó una colección fotográfica de emplazamientos prehistóricos de la región, en lo que se puede juzgar como una exhaustiva campaña de prospección aérea, pionera en su época, puesto que sus fotografías también sirvieron de base para la delineación de mapas fidedignos del sector meridional de la isla; pronto los escrutinios de Crawford tendrían en el mayor George W. G. Allen un émulo, si bien en la zona de Oxford.

Las tomas verticales imperaban en la fotografía arqueológica aérea, pero Allen destacó la importancia de la perspectiva estereoscópica de la fotografía oblicua, cuyo examen facilitaba observar las características del relieve gracias al juego de sombras que imprimía sobre el suelo. Sin embargo, sendas posiciones eran, y son, complementarias. La fotografía vertical resulta más práctica para cartografiar y estudiar el desarrollo paisajístico (de las vistas se pueden calcular directamente las medidas y, en vastas extensiones, se usan actualmente métodos informáticos de geo-referenciación), por eso a veces los vuelos tienen lugar a grandes alturas. Las fotografías oblicuas son las más productivas si de localizar yacimientos se trata, y por lo tanto constituyen un paso previo conveniente antes de emprender el trabajo de campo. Se captan entre unos trescientos y setecientos metros de altitud (los detalles se fijarían mejor con vuelos rasantes, pero eso restaría amplitud de vista), con una inclinación de unos treinta a cincuenta grados respecto de la horizontal, lo que se supone que reduce la distorsión de la perspectiva.

Al entrar en el año 1939, a los profesionales de la arqueología no se les escapaba que el reconocimiento y la fotografía desde aeroplanos diseccionaba la evolución arqueológica de los paisajes, sacando a la luz los asentamientos urbanos de la Antigüedad y hasta sus fases de planificación, los pasos de la agricultura prehistórica, la distribución de yacimientos sobre el mapa, muros, ejes viarios, canales de irrigación, plantas constructivas, sistemas de parcelación del mundo agrario (la centuriación romana), etc. Lo que en la panorámica del caminante parecían simples hoyos, zanjas y montículos, a vista de pájaro encontraban un sentido, una conexión topográfica que aseguraba la clasificación de la tipología de yacimiento.

Antes de 1939, los vuelos todavía exigían costosos desembolsos y los aviones no abundaban, pero a partir de la declaración de beligerancia entre Alemania y los países aliados, la exigencia de vencer la guerra en el aire multiplicó los esfuerzos armamentísticos y tecnológicos relacionados con la aviación, por no hablar de los avances de la propia fotografía y de los aparatos asociados a ella. Las cientos de miles de imágenes aéreas conseguidas en el transcurso de la conflagración proveyeron una información de inteligencia sustancial para ambos bandos; los arqueólogos siguieron aportando su granito de arena en estas tareas. Y, a pesar de que no entraba dentro de sus miras, aportaron igualmente testimonios arqueológicos, pues ahora se contaba con un colosal archivo gráfico de áreas nunca antes plasmadas, casi de verdaderos mapas de distribución de los yacimientos. Así, en sus vuelos rutinarios, John Bradford identificó doscientos asentamientos neolíticos en el sur de Italia, ignotos a la altura de 1945, y diversos yacimientos en Yugoslavia. Tras el armisticio, Gran Bretaña encabezó la fundación de unidades de fotografía aérea (como el Cambridge University Committee for Air Photography, de 1949, incansable en las décadas de 1960 y 1970), de instituciones en las que se compilasen a nivel nacional las reproducciones realizadas, y la RAF acometió una misión fotográfica de tomas verticales que se alargó de 1946 a 1948, iniciativas que expandieron los datos arqueológicos sobre el territorio que se tenían de la Prehistoria, los períodos romano y medieval e incluso de la era industrial. Por su parte, en la década de 1950, Francia se volcó en sobrevolar sus colonias norteafricanas en busca de ciudades y establecimientos militares romanos, así como de signos de la centuriación de los campos, en Argelia y Túnez; la descolonización posterior vendría acompañada de un paréntesis de las exploraciones arqueológicas con aeroplanos en esas zonas de África y del Oriente Medio.

Granja romana en Hassingham, Norfolk (Bradford, 1957). Las distintas tonalidades de color de los cultivos, contempladas desde el cielo, indican la existencia de yacimientos arqueológicos ocultos en el subsuelo.

Beazeley, Poidebard, Crawford, Allen, Bradford, el incombustible Stein y el resto de ases de la fotografía aérea se basaron en los mismos principios de interpretación de las panorámicas en sus pesquisas desde las alturas. Los vestigios de caminos, edificaciones, murallas, infraestructuras agrícolas o pozos, al cubrirse de tierra y de vegetación, desaparecen de la penetración visual del hombre a nivel del suelo. Al contrario, desde el cielo, las señales que se pueden contemplar y fotografiar denotan la existencia de esos restos en el subsuelo. Por ejemplo, en los sembrados y en la vegetación que prolifera encima de los yacimientos arqueológicos se producen diferencias de elevación y de color. La clave es el acceso al contenido orgánico del subsuelo: los pozos y los hoyos son beneficiosos en el proceso de crecimiento y espesor de la flora, mientras que los elementos pétreos, los cimientos constructivos, etc., obstruyen a las raíces la obtención del humus, por lo que los sembrados que se apoyan sobre aquellos espigan menos y poseen un color distinto, que provoca contrastes en la superficie cultivada. En suelos uniformes, como es el caso de los desiertos, las ruinas causan efectos cromáticos que resaltan respecto a su entorno. Al atardecer, la luz rasante del sol poniente produce sombras que acentúan la presencia de estructuras, constituyendo el momento perfecto para llevar a cabo fotografías oblicuas.

A día de hoy, los reconocimientos aéreos cubren zonas muy dilatadas, y se combinan con la prospección terrestre. El equipamiento del siglo XXI se ha perfeccionado enormemente, e incluye cámaras y videocámaras de alta resolución o GPS que registran la ruta de vuelo y los puntos en los que se han ejecutado las fotografías, de modo que se pueda saber qué sectores se han sobrevolado y en cuántas ocasiones, de forma semejante a lo que queda constatado en los sondeos practicados a pie.